Como dice mi amigo el escritor mejicano Xavier Velasco, todo puede convertirse en literatura. Todo vale. O más bien, apunto yo en el segundo tequila, hay un momento en la vida de quien le pega a la tecla en que la literatura se convierte en una especie de puerta, en un filtro por el que entra sólo aquello que te interesa, y el resto se queda fuera. Pasas. Y del mismo modo en que un lector de pata negra es quien descubre un día que todos los libros del mundo hablan de él, y se reconoce en ellos, un escritor va por el mundo consciente de que es posible proyectar sus recuerdos, sus sueños, sus lecturas, su imaginación y, en resumen, el conjunto de su vida, en casi todo cuanto se va tropezando por el camino, apropiándoselo como un cazador ávido que echa las cosas al zurrón, seguro de que, tarde o temprano, tomará forma en la pantalla de un ordenador o en el negro sobre blanco de una hoja a medio escribir.
Un taxi de confianza, patrón. Los porteros del Bombay, un antro de ficheras que linda con la plaza Garibaldi del DF y el barrio duro de Tepito, los mismos que nos han cacheado en busca de armas a la entrada, aconsejan que no vayamos a pie, y que confiemos nuestro pellejo y nuestras carteras a un taxista bigotudo, con aspecto de poderle confiar, como mucho, la salud de nuestro peor enemigo. Así que no, gracias, propina al canto y preferimos seguir a pie. De esa forma, me digo, al menos tienes oportunidad de correr. Xavier es un buen guía del Méjico nocturno en su vertiente golfa. No en vano nos hicimos amigos precisamente después de que yo leyera su libro Luna llena en las rocas, donde le da un repaso a los garitos más infames y peligrosos del centro de la capital mejicana. Y esta noche peregrinamos juntos como por sus páginas. El estreno ha sido en el Tenampa, un lugar clásico de mariachis, bastante tranquilo y decente, bajo las efigies legendarias y protectoras de Cornelio Reyna, Vicente Fernández y José Alfredo, con los mariachis cantándonos Mujeres divinas, que a estas alturas de la vida más que una canción es un estado de ánimo. Luego hemos salido del ámbito más o menos protector de la plaza Garibaldi para internarnos por las callejas que llevan a Tepito, allí donde a los gringos tontainas que buscan tipismo y folklore suelen ponerles la 45 entre los ojos y los aligeran de dólares y tarjeta Visa. Y después de abrevar aguarrás en el Bombay nos vamos calle abajo en busca del Catorce, un antro gay con espectáculo en vivo.
Pero el Catorce está cerrado -orden judicial, dice alguien- y lo sustituye el local contiguo, que se llama literalmente Ahora Es El Quince. Entramos con cuidado. Más cacheos. Ni cristo dentro. Cuatro gays que se lo montan a su aire con la música en una esquina, media docena de soldados de paisano y con el pelo al rape, luz violeta, el espectáculo que se retrasa y no empieza nunca porque, nos cuenta el camarero, no llega el presentador. Nos vamos. Taxi de confianza, patrón. No, gracias. Otro día. Seguimos a pie, mirando por encima del hombro. Llegamos otra vez a Garibaldi. La cartera todavía en el bolsillo. Vivos.
De perdidos, al río. Salón Tropicana. Orquesta, lleno hasta arriba, baile. Lo mismo güilas elegantes con pinta de buscar lo que buscan, que honestas familias de clase media y gente de toda la vida. Boleros. Salsa. Danzón. Una doceañera con calcetines blancos baila con su papi, celebrando, comunica la orquesta, el cumpleaños. En la pista abarrotada, haciéndose notar mucho, un galán flaco y alto, con cara de indio guapo, baila que te mueres con una dama bastante ordinaria pero de buen ver, que se mueve de forma perfecta en sus brazos. El galán sabe que existen espejos. Sabe manejar el perfil. Tiene maneras. Lo suyo es auténtica coreografía. Quién bailara así, comenta Xavier. Todas las señoras que están a nuestro alrededor miran al bailarín, que hace como que no. Un espectáculo. Y entonces yo le pego otro sorbo al tequila, me inclino hacia mi amigo y digo míralo, compadre. Ése no ha leído a Proust ni a Stendhal ni falta que le hace, ya lo mejor en vez de leer deletrea, el hijo de la chingada. Pero ahí lo tienes. A ése le hablas de literatura y se parte de risa, pero me juego un capítulo de mi próxima novela a que se arrima a cualquier torda de este salón, chasquea los dedos y la saca a la pista con el chichi hecho agua de limón. Órale, responde Xavier. Ésa es la neta. Te pasas la vida recitando sonetos y hablando de la brevedad de la existencia y de la profundidad del espíritu, intentando explicar La montaña mágica para trajinarte a una chava, y en ésas llega aquí, el bailarín, le echa una sonrisa y dos pasos de baile, y sin abrir la boca te friega bien fregado. No me digas que no es injusto, compa. Eso es lo que me dice Xavier, y miramos un rato evolucionar al guaperas, y después nos miramos de nuevo el uno al otro, agarramos el tequila y sonreímos, cómplices y resignados. Sin embargo, digo. También eso es literatura.
17 de marzo de 2002
Un taxi de confianza, patrón. Los porteros del Bombay, un antro de ficheras que linda con la plaza Garibaldi del DF y el barrio duro de Tepito, los mismos que nos han cacheado en busca de armas a la entrada, aconsejan que no vayamos a pie, y que confiemos nuestro pellejo y nuestras carteras a un taxista bigotudo, con aspecto de poderle confiar, como mucho, la salud de nuestro peor enemigo. Así que no, gracias, propina al canto y preferimos seguir a pie. De esa forma, me digo, al menos tienes oportunidad de correr. Xavier es un buen guía del Méjico nocturno en su vertiente golfa. No en vano nos hicimos amigos precisamente después de que yo leyera su libro Luna llena en las rocas, donde le da un repaso a los garitos más infames y peligrosos del centro de la capital mejicana. Y esta noche peregrinamos juntos como por sus páginas. El estreno ha sido en el Tenampa, un lugar clásico de mariachis, bastante tranquilo y decente, bajo las efigies legendarias y protectoras de Cornelio Reyna, Vicente Fernández y José Alfredo, con los mariachis cantándonos Mujeres divinas, que a estas alturas de la vida más que una canción es un estado de ánimo. Luego hemos salido del ámbito más o menos protector de la plaza Garibaldi para internarnos por las callejas que llevan a Tepito, allí donde a los gringos tontainas que buscan tipismo y folklore suelen ponerles la 45 entre los ojos y los aligeran de dólares y tarjeta Visa. Y después de abrevar aguarrás en el Bombay nos vamos calle abajo en busca del Catorce, un antro gay con espectáculo en vivo.
Pero el Catorce está cerrado -orden judicial, dice alguien- y lo sustituye el local contiguo, que se llama literalmente Ahora Es El Quince. Entramos con cuidado. Más cacheos. Ni cristo dentro. Cuatro gays que se lo montan a su aire con la música en una esquina, media docena de soldados de paisano y con el pelo al rape, luz violeta, el espectáculo que se retrasa y no empieza nunca porque, nos cuenta el camarero, no llega el presentador. Nos vamos. Taxi de confianza, patrón. No, gracias. Otro día. Seguimos a pie, mirando por encima del hombro. Llegamos otra vez a Garibaldi. La cartera todavía en el bolsillo. Vivos.
De perdidos, al río. Salón Tropicana. Orquesta, lleno hasta arriba, baile. Lo mismo güilas elegantes con pinta de buscar lo que buscan, que honestas familias de clase media y gente de toda la vida. Boleros. Salsa. Danzón. Una doceañera con calcetines blancos baila con su papi, celebrando, comunica la orquesta, el cumpleaños. En la pista abarrotada, haciéndose notar mucho, un galán flaco y alto, con cara de indio guapo, baila que te mueres con una dama bastante ordinaria pero de buen ver, que se mueve de forma perfecta en sus brazos. El galán sabe que existen espejos. Sabe manejar el perfil. Tiene maneras. Lo suyo es auténtica coreografía. Quién bailara así, comenta Xavier. Todas las señoras que están a nuestro alrededor miran al bailarín, que hace como que no. Un espectáculo. Y entonces yo le pego otro sorbo al tequila, me inclino hacia mi amigo y digo míralo, compadre. Ése no ha leído a Proust ni a Stendhal ni falta que le hace, ya lo mejor en vez de leer deletrea, el hijo de la chingada. Pero ahí lo tienes. A ése le hablas de literatura y se parte de risa, pero me juego un capítulo de mi próxima novela a que se arrima a cualquier torda de este salón, chasquea los dedos y la saca a la pista con el chichi hecho agua de limón. Órale, responde Xavier. Ésa es la neta. Te pasas la vida recitando sonetos y hablando de la brevedad de la existencia y de la profundidad del espíritu, intentando explicar La montaña mágica para trajinarte a una chava, y en ésas llega aquí, el bailarín, le echa una sonrisa y dos pasos de baile, y sin abrir la boca te friega bien fregado. No me digas que no es injusto, compa. Eso es lo que me dice Xavier, y miramos un rato evolucionar al guaperas, y después nos miramos de nuevo el uno al otro, agarramos el tequila y sonreímos, cómplices y resignados. Sin embargo, digo. También eso es literatura.
17 de marzo de 2002
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