domingo, 25 de septiembre de 1994

El Domund en Marbella


Leo en el Semana que los famosos de Marbella han hecho una fiesta para solidarizarse con los niños de Ruanda, y se me saltan las lágrimas de emoción. Para que luego digan. Allí estaban todos dando la cara por los negritos, como en el Domund. Sacrificando una de sus noches para, en vez de dedicarle calles a Lola Flores o celebrar el cumpleaños de Jaime de Mora y Aragón, que es lo normal, lanzar al mundo un alegato de solidaridad y coraje. No había más que ver esas fotos de Gunilla, de Espartaco Santoni, de todos, en fin, unidos con Ruanda como una piña. Fue muy bonito, qué quieren que les diga. Muy emocionante y hermoso.

Y es que lo confieso aquí, con la cabeza muy alta. Cada mañana, el arriba firmante desayuna leche con colacao, crispis y una revista del corazón. Y hace años que éstas no tienen, secretos para mí. Lo sé todo sobre vedettes, folklóricas, hijas de folklóricas, cantantes, actrices, y sobre sus respectivos chulos. Conozco al dedillo las inquietudes intelectuales de Marta Sánchez. Seguí con suma atención lo de los ovarios de Lolita, aplaudí el parto simultáneo de Miriam Guisasola y María Suelves, controlo el prometedor curriculum de Chabeli, y no me pierdo accidente de Alfonso de Hohenlohe, cumpleaños de Rociíto ni embarazo de Norma Duval. Soy capaz de averiguar de un vistazo si al barón Thyssen le han hecho la foto recién levantado o después del desayuno, y conozco todos los modelos de camisita y canesú que usan Paquirrín y su tío Agustín. Además, Carmen Ordóñez me parece la mujer más guapa de España.

Fíjense hasta dónde llegará mi adicción a la cosa, que hasta dejo páginas dobladas a modo de señal para continuar a la mañana siguiente, y agarro unos cabreos tremendos cuando tiran las revistas a la basura. Y me quedo a medias sobre cómo de golfos le gustan los hombres a la nieta de Bismarck, o respecto al tamaño de las tetas que trajina ese intachable caballero apellidado Santoni. Incluso, en ratos libres, practico un divertido juego de sociedad; algo parecido al juego de las familias. Consiste en seguir la cadena de la popularidad averiguando por qué son famosos Fulanito, o Menganita.

Hagan la prueba y verán qué diver. Abrimos unas páginas y hay fotos de un fulano con pinta de chuloputas venezolano, en tanga y bajo el siguiente titular: Luis Eduardo confiesa: «Las mujeres me gustan sumisas». Y uno se pregunta quién es el tal Luis Eduardo y qué en su personalidad y en sus obras da tanto valor a la filosófica afirmación del entrecomillado. Así que me voy al texto y descubro que Luis Eduardo es famoso por ser el marido de Viviane Dunlop. Y quién es Viviane Dunlop, inquiero con ansia.

Hasta que páginas adelante, resulta que la tal Dunlop hace de chacha embarazada por su señorito en la telenovela Mujer cruel, donde el que sí es famoso de verdad es Héctor Alfredo, conocido por hacer de galán junto a la escultural Doris Maracaibo, que una vez se hizo una foto con Julio Iglesias y ahora presenta un concurso en Telecinco. Y el tal Héctor Alfredo vive últimamente en España y canta. Y el otro, el tal Luis Eduardo, asegura que él también está dispuesto a venir a España y cantar, o presentar concursos, lo que se tercie.

Otro ejemplo. Uno encuentra la foto de una joven italiana: Marietta anuncia: «Seré modelo como mi hermana». Y tira que tira del ovillo, vas y descubres que la fama de Marietta proviene de eso, de su famosa hermana, que se llama Gina Dislate y dicen que fue modelo y es conocida por ser la ex mujer de un marqués suizo, que presume de ser primo del rey de Syldavia, que a su vez -el suizo- se hizo famoso al liarse con una actriz que se llama Antoñita Brainstorm, muy conocida en la prensa del corazón por haber sido, cuando era joven impúber, o sea, novia efímera del hijo de un torero que se benefició -el torero- a Ava Gardner.

En fin. El caso es que así paso los desayunos, dale que te pego al papel couché, mientras reprimo el impulso de ir corriendo a Marks & Spencer a comprarme polos como los del conde Lecquio, peinarme como Pocholo Martínez Bordiú, o ir a El Corte Inglés por náuticos de los que luce Bertín Osborne en las fotos con ese pedazo de rubia que ha levantado, el tío. Y mi sueño inconfesable es tener treinta y tantos años menos y que me hagan una foto de primera comunión en el Diez Minutos diciendo que soy el último romance de María Vidaurreta.

Les cuento todo esto para que vean que estoy puesto en la materia y valoro el gesto de Ruanda en lo que vale. Por eso, lo de la fiesta para los negritos me ha tocado mucho la fibra. O sea.

25 de septiembre de 1994

domingo, 18 de septiembre de 1994

Jovencitos sin piedad


Dicen los expertos que los delitos perpetrados por jóvenes son cada vez más violentos, en especial los que cometen adolescentes de 14 o 15 años. Desde el majara que acribilla a su padre a flechazos hasta el imbécil que apuñala a un desconocido tomándose muy a pecho lo del juego de rol, resulta que son los niños y los adolescentes los que más encarnizamiento le ponen al asunto. La verdad es que uno echa mano de las estadísticas y se le eriza la piel: motorista degollado, padres muertos a tiros, niños que linchan a otro niño, abuela masacrada por el jovencito al que daba cobijo, mendigo achicharrado a tiros por dos tiernas criaturas que tiraban al blanco. A diferencia de los adultos, los jóvenes resultan, cada vez más, especialmente despiadados a la hora de liar la pajarraca. Entonces los sociólogos y los psicólogos y los antropólogos van y se preocupan, y hasta se ha convocado un congreso para el mes que viene, en Barcelona, creo, a fin de analizar las causas.

Ignoro cuáles serán las conclusiones, pero dudo que los ponentes vayan a herniarse por su esfuerzo a la hora de investigar causas. Sin ser perito en patología social, cualquier padre atento a la expresión de su hijo ante el televisor, experimenta un desasosiego que le permite hacerse perfectamente idea. Pero hay algo más. Durante mucho tiempo, los meapilas de alma cándida nos han estado vendiendo la moto de que el hombre es bueno y después llega la sociedad y lo estropicia. Y nada más lejos de la verdad, pues esa imagen del niño pequeño bondadoso y tierno, que llora cuando el pajarito se rompe una pata y le lleva sopita a los gatitos recién nacidos, es, si no enteramente falsa, al menos incompleta. Porque no hay nada más ajeno a la noción de bien y de mal, nada más despiadado ni cruel, que un pequeño hijo de puta.

Hagan memoria. Cuando aún somos tiernos infantes, los niños derramamos lagrimitas, queremos lo mismo a papá que a mamá cuando nos pregunta doña Patro, y ese pobre señor que pide limosna en la esquina, mami, nos da mucha pena. Pero al mismo tiempo, como el doctor Jeckill y mister Hyde, ejercemos en ese otro lado negro, inquietante, que es a fin de cuentas el de la contradictoria naturaleza humana. Desde cuando pisamos hormiguitas o lo mismo torturamos al gato que nos choteamos del retrasado mental de la clase, los niños -todos nosotros cuando somos niños- poseen una inmensa veta de crueldad ignorante, en bruto, que una educación adecuada suele combatir, controlar y canalizar después de forma más o menos adecuada, pues ninguna sociedad tolera la agresión interna. Son las normas de la tribu.

Sin embargo, cuando razones sociales o de cualquier tipo, como el fútbol, un juego, la marginación, la guerra, alteran las reglas y hacen saltar los mecanismos de control, el niño, el adolescente, recuperan con más facilidad -es menor el adiestramiento- su condición mortífera. En todas las guerras del mundo, desde Ruanda al Líbano, Camboya o lo que sea, las mayores atrocidades son cometidas por adolescentes casi niños. Y les aseguro que nada produce más miedo en el mundo que un guerrillero o un soldado de catorce años pegándote gritos con un fusil en las manos. La violencia cotidiana pone el gatillo fácil, y los pocos años impiden conocer la piedad; no esa que predican los cantamañanas, sino la auténtica, la que sólo se adquiere con la templanza y la lucidez que dan los años.

Pero no hace falta irse tan lejos como a la guerra. Sobre el terreno abonado de aquí mismo nos llueve de eso cada día. El tiempo de las tortuguitas y los conejitos golosos que devoran frutos sabrosos, de las caperucitas bondadosas y los lobos malos terminó hace mucho tiempo. Esta sociedad desquiciada e infame, sus equívocos valores y sus mitos, moldea monstruos a su imagen y semejanza. Nunca ningún niño obtuvo tanta información como nuestros hijos con sólo sentarse un rato ante el televisor. Información incontrolada, rica y variopinta, donde los viejos tabúes de la tribu se hacen polvo, Y donde las fronteras entre realidad y ficción, entre mundos reales y mundos virtuales, se difuminan.

Así que deseo a los expertos que analicen a gusto las causas de que los delitos juveniles sean cada vez más violentos. Y mientras establecen sus conclusiones, los adultos podemos ir atándonos los machos, pero bien. Porque, con congresos o sin ellos, los niñatos del futuro van a ser la leche. A fin de cuentas, cada cual tiene los gobiernos, la televisión y los hijos que se merece.

18 de septiembre de 1994

domingo, 11 de septiembre de 1994

Golfeando


Resulta que en esta España seca, donde Dios nos dejó el hambre y se llevó el pan, hay ciento sesenta campos de golf. Y resulta, también, que cada campo dedicado a la práctica de este deporte -popular donde los haya- consume, según los expertos, unos 10.000 metros cúbicos de agua por hectárea y año. Y si echan ustedes cuentas resulta, al fin, que multiplicada esa cantidad por el tamaño y el número de campos de golf existentes en nuestro país, sale una bonita cantidad de agua para regar. La misma, fíjense qué casualidad, que consumen las viviendas en una ciudad de tres millones de habitantes. Y todo eso, en la misma época y en los mismos parajes donde, hace mes y medio, agricultores manchegos y levantinos estuvieron a punto de empalmar navajas por un quítame allá esos litros de trasvase.

En estos últimos años de embalses que da lástima verlos, de campañas para la disminución del consumo de agua, de restricciones forzosas con veranos que secan hasta las macetas, con más de media España abriendo y cerrando el grifo a horas fijas, uno se da una vuelta por las proximidades de cualquier campo de golf y allí está el césped con su riego automático, chas-chas, tan verde y lustroso que da gloria verlo.

En tiempo de sequía, a mi vecino Marcelino, por ejemplo, que tiene la manguera fácil, el Ayuntamiento le clava un multazo si lo pillan de noche regando clandestinamente los geranios; pero a mister Mortimer Flanagan, que viene en su avión privado a relajarse un poco dándole al palo en el green le alfombran el paseo sin escatimar hectolitros, porque para eso mister Flanagan es uno de esos 188.000 turistas de lujo que en 1993 se dejaron aquí 32.000 millones de pesetas golfeando y claro, tienen a la Secretaria de Turismo con el culito hecho agua de limón.

A mí el golf ni fú ni fá, aunque imagino que tiene su encanto, es sano, favorece el riego sanguíneo, invita a la meditación y todas esas cosas. Pero salvo en sitios verdes como Asturias, Cantabria y lugares así, o sea, en la mayor parte de este país nuestro de solana y tierra seca, palmito y chumbera, me parece un deporte chorra, un vicio contra natura, un capricho caro de señoritos, aristócratas de pastel y turistas con viruta. El golfeo se lo inventaron los ingleses hace tres siglos, sobre todo porque tenían dónde, o sea, praderas que crecen solas, lluvia y agua para cuidarlas como Dios manda sin retorcer hasta lo inverosímil la naturaleza ni el paisaje. Mientras que en España, por ejemplo, un tercio de los campos de golf están en .Andalucía, zona verde por excelencia donde, como todo el mundo sabe, corre el agua a mantas, en cantidades sólo comparables al morro de ciertos alcaldes y empresarios.

Además está la cosa ecológica, la liquidación de animales y plantas -el topo, ese simpático minero cegato, es el enemigo público número uno de los golfeadores-, el uso de pesticidas y otras guarrerías por el estilo, con nuevas vueltas de tuerca a una naturaleza ya de por sí bastante vapuleada, so pretexto de crear ecosistemas artificiales privilegiados para disfrute exclusivo de quien pueda pagarlos.

Porque esa es otra: el circuito de la clientela de estos clubs suele ser cerrado, autosuficiente, casi endogámico. No necesita uno hablar el idioma local, ni siquiera saber en qué país está. Se sube al avión en Zurich o en Arkansas, aterriza, va al complejo golfero, se pasea de hoyo en hoyo mientras le llevan los palos y le sirven martinis, come y duerme en las lujosas instalaciones del asunto, y no sale de allí más que para tirar de tarjeta oro y decir adiós muy buenas. Cuando lo dice.

A mí, qué quieren que les diga, esos turistas de que tan orgullosos se muestran los promotores locales y los consejeros y secretarios de Turismo, esos visitantes de élite acostumbrados a comprar con dinero paraísos privados artificiales y a despreciar el resto, suelen caerme bastante gordos, por mucho que se dejen aquí la pasta. Van por el mundo sin fijarse más que en su propio ombligo o en la textura del césped, y, lo único que les importa es que el caddie sea servicial -para eso reparten generosas propinas- y que el camarero sea moreno y bajito, para dar el tono meridional cuando les sirve el daiquiri. A lo mejor es cochina envidia, o simplemente que me aburre el golf, pero esos fulanos me caen casi tan gordos como los otros, los promotores y sus compadres. Quienes les riegan la alfombra con esa agua que tantos otros hombres de manos ásperas, honradas, encallecidas por la tierra de este país desgraciado, maldito y con sed, sustituyen cada día con el sudor de su frente.

11 de septiembre de 1994

domingo, 4 de septiembre de 1994

El chulo de la isla


Fue hace diez o doce días, uno de esos domingos en que la costa mediterránea se llena de navegantes y el canal 9 de la radio VHF se convierte en un marujeo marítimo apasionante como un culebrón de la tele; aquí embarcación Maripili, me recibes, cambio, acabo de doblar el cabo de la Nao, Mariano, qué tal por Ibiza, Isla Perdiguera a la escucha, resérveme una paella para las cuatro, me he quedado sin gasoil, Mayday, Mayday, y venga a tirar bengalas de socorro y la suegra y los niños vomitando por barlovento y la Cruz Roja del mar que no da abasto.

Fue un domingo de esos, les decía, y soplaba levante, y unos cuantos barquitos habían buscado el resguardo de cierta isla. La isla es zona militar, con media docena de marineritos que se aburren como ostras y miran a las bañistas de los barcos desde lejos, con prismáticos. Fíjate en la del bikini malva, tío. O aquella otra, la que toma el sol sin la parte de arriba. Qué barbaridad. Y yo aquí, sirviendo a la patria dale que te pego con la Claudia Schiffer del Interviú, cuando el cabo la deja libre. Aborrecida la tengo a la Schiffer, y aún me quedan ocho meses.

El caso es que era un domingo de ésos y una isla de ésas, y uno de los barquitos, una lancha pequeña con señora gorda, el legítimo y tres o cuatro zagales, se acercó mucho a tierra. Y estaba la familia allí, a remojo, cuando hizo de pronto su aparición una zodiac gris de la Armada, llevando a bordo a un marinero de uniforme y a un individuo con bermudas y lacoste. Ignoro la graduación del fulano en atuendo civil, pero su pelo cano y el aire autoritario con que manejaba personalmente los mandos de la lancha, lo situaban de capitán de fragata para arriba. Abona mi sospecha el hecho de que el individuo tuviese otra embarcación fondeada ante la playa, y a la familia tan ricamente instalada en tierra. Y el privilegio de remojarse el culete en ese plan en aguas y playas de la Armada, suele reservarse a gente a quien le pesa la bocamanga.

Total. Que el de las bermudas les dio su bronca a los veraneantes de la lanchita y les dijo que ahuecaran. Y para establecer con claridad de quién eran y de quién no eran aquellas playas y aguas, se despidió con una viril y castrense arrancada que levantó la proa de la zodiac, dándonos una pasada levantando espuma a toda mecha a cuantos presenciábamos, a más o menos distancia, el incidente. Y se fue a seguir disfrutando de su isla privada, con la familia.

Qué quieren que les diga. Posiblemente la cosa ni siquiera merezca estas líneas. Pero aquello de la arrancada final en plan derrape, la fantasmada gratuita de la despedida, el gasto de los ochocientos mil litros de gasolina estatal que aquel flamenco en bermudas derrochó para mostrar sus poderes, me irritó los higadillos. Lástima que fuese a dar con aquella familia de intimidar fácil, que se apresuró a cumplir la perentoria orden, y no con alguien más resabiado o más broncas. Disfruten, en tal caso, imaginando el diálogo. Que se vayan largando, oiga. Que quién es usted para decir que me largue. Que si soy el comodoro Martínez de la Cornamusa. Que nadie lo diría, comodoro, viéndolo a usted así, con esa pinta. Que si un respeto a la Marina. Que de qué Marina me habla, yo sólo veo una zodiac y un tiñalpa en lacoste y calzoncillos. Y en ese plan.

Al arriba firmante le parece muy bien impedir que los veraneantes llenen de papeles pringosos y latas vacías las islas bajo jurisdicción de la Armada. También me da absolutamente igual que los marinos de guerra, y los militares de carrera, y la gente de armas en general, goce en ocasiones de determinados privilegios, como llevarse el domingo a la familia al club de caballería o a la playa reservada a jefes y oficiales. A cambio de eso, después, cuando hay guerra, puede uno exigirles que se hagan escabechar sin escurrir el bulto. Porque los militares están para eso: para que los escabechen defendiendo a quienes les pagan el sueldo, para pintarse de azul el casco mientras ayudan a la pobre gente en Bosnia, para proteger a los pesqueros españoles -que son tan depredadores como ingleses o franceses, pero al fin y al cabo son nuestros depredadores- en la costera del bonito, o para derramar una lágrima arriando la última bandera cuando, tras el pasteleo de costumbre, entreguemos Ceuta y Melilla. Así que, por mí, si mientras tanto quieren bañarse, que se bañen. Lo que pasa es que, en estos tiempos de austeridad, prefiero que me ahorren el número de zodiac. A algunos, las chulerías oficiales nos gustan con nombre, apellidos y graduación, por favor. Y de uniforme.

4 de septiembre de 1994