domingo, 18 de septiembre de 1994

Jovencitos sin piedad


Dicen los expertos que los delitos perpetrados por jóvenes son cada vez más violentos, en especial los que cometen adolescentes de 14 o 15 años. Desde el majara que acribilla a su padre a flechazos hasta el imbécil que apuñala a un desconocido tomándose muy a pecho lo del juego de rol, resulta que son los niños y los adolescentes los que más encarnizamiento le ponen al asunto. La verdad es que uno echa mano de las estadísticas y se le eriza la piel: motorista degollado, padres muertos a tiros, niños que linchan a otro niño, abuela masacrada por el jovencito al que daba cobijo, mendigo achicharrado a tiros por dos tiernas criaturas que tiraban al blanco. A diferencia de los adultos, los jóvenes resultan, cada vez más, especialmente despiadados a la hora de liar la pajarraca. Entonces los sociólogos y los psicólogos y los antropólogos van y se preocupan, y hasta se ha convocado un congreso para el mes que viene, en Barcelona, creo, a fin de analizar las causas.

Ignoro cuáles serán las conclusiones, pero dudo que los ponentes vayan a herniarse por su esfuerzo a la hora de investigar causas. Sin ser perito en patología social, cualquier padre atento a la expresión de su hijo ante el televisor, experimenta un desasosiego que le permite hacerse perfectamente idea. Pero hay algo más. Durante mucho tiempo, los meapilas de alma cándida nos han estado vendiendo la moto de que el hombre es bueno y después llega la sociedad y lo estropicia. Y nada más lejos de la verdad, pues esa imagen del niño pequeño bondadoso y tierno, que llora cuando el pajarito se rompe una pata y le lleva sopita a los gatitos recién nacidos, es, si no enteramente falsa, al menos incompleta. Porque no hay nada más ajeno a la noción de bien y de mal, nada más despiadado ni cruel, que un pequeño hijo de puta.

Hagan memoria. Cuando aún somos tiernos infantes, los niños derramamos lagrimitas, queremos lo mismo a papá que a mamá cuando nos pregunta doña Patro, y ese pobre señor que pide limosna en la esquina, mami, nos da mucha pena. Pero al mismo tiempo, como el doctor Jeckill y mister Hyde, ejercemos en ese otro lado negro, inquietante, que es a fin de cuentas el de la contradictoria naturaleza humana. Desde cuando pisamos hormiguitas o lo mismo torturamos al gato que nos choteamos del retrasado mental de la clase, los niños -todos nosotros cuando somos niños- poseen una inmensa veta de crueldad ignorante, en bruto, que una educación adecuada suele combatir, controlar y canalizar después de forma más o menos adecuada, pues ninguna sociedad tolera la agresión interna. Son las normas de la tribu.

Sin embargo, cuando razones sociales o de cualquier tipo, como el fútbol, un juego, la marginación, la guerra, alteran las reglas y hacen saltar los mecanismos de control, el niño, el adolescente, recuperan con más facilidad -es menor el adiestramiento- su condición mortífera. En todas las guerras del mundo, desde Ruanda al Líbano, Camboya o lo que sea, las mayores atrocidades son cometidas por adolescentes casi niños. Y les aseguro que nada produce más miedo en el mundo que un guerrillero o un soldado de catorce años pegándote gritos con un fusil en las manos. La violencia cotidiana pone el gatillo fácil, y los pocos años impiden conocer la piedad; no esa que predican los cantamañanas, sino la auténtica, la que sólo se adquiere con la templanza y la lucidez que dan los años.

Pero no hace falta irse tan lejos como a la guerra. Sobre el terreno abonado de aquí mismo nos llueve de eso cada día. El tiempo de las tortuguitas y los conejitos golosos que devoran frutos sabrosos, de las caperucitas bondadosas y los lobos malos terminó hace mucho tiempo. Esta sociedad desquiciada e infame, sus equívocos valores y sus mitos, moldea monstruos a su imagen y semejanza. Nunca ningún niño obtuvo tanta información como nuestros hijos con sólo sentarse un rato ante el televisor. Información incontrolada, rica y variopinta, donde los viejos tabúes de la tribu se hacen polvo, Y donde las fronteras entre realidad y ficción, entre mundos reales y mundos virtuales, se difuminan.

Así que deseo a los expertos que analicen a gusto las causas de que los delitos juveniles sean cada vez más violentos. Y mientras establecen sus conclusiones, los adultos podemos ir atándonos los machos, pero bien. Porque, con congresos o sin ellos, los niñatos del futuro van a ser la leche. A fin de cuentas, cada cual tiene los gobiernos, la televisión y los hijos que se merece.

18 de septiembre de 1994

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