domingo, 26 de mayo de 2019

Una foto en La Biela

Cuando pasas buena parte de tu vida entre viaje y viaje, acabas desarrollando costumbres y manías que ya no puedes quitarte de encima. Una de las mías es que detesto desayunar o comer en los hoteles donde me alojo, sean éstos de la clase que sean; así que, cuando dispongo de tiempo, busco un café o un restaurante cercanos donde resolver el asunto. En Buenos Aires me las estuve arreglando durante varias décadas con el café La Biela, para el desayuno, y con el restaurante Múnich para comidas y cenas. El problema es que hace un par de años cerraron el restaurante, y próxima a mi hotel habitual ya sólo queda La Biela, que es una cafetería clásica, con veteranos y eficientes camareros al estilo del café Gijón de Madrid. Hasta ella paseo cada mañana, cuando estoy en esa ciudad, para sentarme junto a una ventana, pedir un par de medias lunas con un vaso de leche, hojear los periódicos y ver pasar a los perros más o menos felices que, atraillados en grupo, sacan sus cuidadores a pasear por La Recoleta. 

La Biela está próxima a la casa donde vivía Adolfo Bioy Casares, y era frecuentada por éste y por su amigo Jorge Luis Borges. Para homenajearlos, una de las mesas está ocupada por sus efigies de cartón piedra a tamaño natural, sentados como si estuvieran de tertulia. Entre ellos hay una silla libre, que ocupan los visitantes para fotografiarse con los dos maestros. Eso tiene un éxito razonable, y son muchos quienes lo hacen cada día; aunque ignoro –y por algunos comentarios deduzco que no– si todos los que posan saben con quiénes se hacen la foto. De cualquier modo, cuando hace buen tiempo el mayor éxito fotográfico está fuera del café, en la puerta. Durante muchos años, las figuras de dos legendarios corredores automovilísticos argentinos, Juan Gálvez y Oscar Alfredo Gálvez El Aguilucho, han venido siendo un reclamo para turistas y buscadores de recuerdos; pero el añadido reciente del futbolista Messi, con la camiseta argentina y un pie sobre un balón, ha disparado las visitas. Raro es mirar por la ventana, hacia el jugador, y no ver a alguien posando o esperando turno para hacerlo. Como dice Daniel, uno de los viejos camareros, cada cual baila el tango a su manera. 

El caso es que esta mañana me encuentro en La Biela, en una de mis mesas habituales, leyendo en La Nación el artículo de mi compadre Jorge Fernández Díaz, cuando veo entrar a un hombre cuarentón, bien vestido y de buen aspecto –La Recoleta es un barrio elegante–, llevando de la mano a su hija de cuatro o cinco años. Es domingo, y el aspecto de padre separado con derecho a fin de semana canta La Traviata. Y ocurre que los dos vienen a sentarse en una mesa contigua a la mía, hablando de sus cosas, y al rato la niña mira curiosa a Borges y Bioy Casares, se acerca, los toca con cautela y vuelve corriendo con su papi. Eso parece darle a éste una idea. «Voy a hacerte una foto con los muñecos», dice. Así que la pequeña se sienta complacida entre las dos figuras y el padre le toma un par de fotos con el teléfono móvil. «Son dos escritores muy importantes –le dice éste–. Dos señores que ya se murieron, los pobres, pero escribían cuentos muy bonitos, como los que te leemos mamá y yo. Cuando seas mayor podrás leerlos tú también, y te gustarán mucho». 

Al rato, acabado el desayuno, padre e hija se levantan. En ese momento, la niña mira por mi ventana y ve al otro lado la figura balompédica de Messi, con su camiseta blanquiazul de la selección nacional argentina. «Hazme una foto con ese otro muñeco», dice. Y entonces, muy despacio, impasible el rostro, el padre se inclina un poco para mirar por la ventana, acaricia el pelo de su hija y pronuncia unas palabras gloriosas que, a mi juicio y tal vez al de algunos de ustedes, lo hacen merecedor a los títulos de Argentino Ejemplar, Ciudadano Ilustre y Padre del Año: «No, ésa no hace falta. Nosotros ya tenemos la foto que queremos». 

Y eso es todo, o casi. Porque al salir, mientras el padre se detiene junto a mi ventana para atender el teléfono teniendo de la mano a la hija, ésta mira de reojo a Messi y después se vuelve hacia mí, inquisitiva, como si esperase una confirmación a lo afirmado antes por su papi. Entonces pongo mi mano abierta en la ventana, apoyada en el cristal; y la niña, tras dudar un momento, alza muy seria su manita y la acerca hasta tocar la mía por el otro lado. Entonces siento detrás las miradas satisfechas de Borges y Bioy Casares, y tengo la certeza de que en efecto, como dijo su padre, esa niña los leerá cuando sea mayor. Y le gustarán mucho. 

26 de mayo de 2019

domingo, 19 de mayo de 2019

Morir matando

Esta que voy a contarles no es una historia ejemplar, pero es una buena historia. Habla de venganza y de muerte. Poco recomendable, como ven. Sin embargo, debo confesar que me gusta mucho. Ignoro la razón exacta de que sea así. Tal vez porque también está hecha de tenacidad y de coraje. Incluso de amistad, o lealtad, o como quieran ustedes llamar a lo que allí hubo. Y a lo mejor, después de todo, en ese aspecto sí resulta ejemplar. O no. Eso decídanlo ustedes. Conozco el episodio gracias a un libro de mi amigo Diego Navarro Bonilla, quizá el mejor investigador sobre asuntos de espionaje que hay en España. Y aquí lo tienen. 

A principios de mayo de 1939, un mes después de terminada la Guerra Civil, un pequeño grupo de guerrilleros anarquistas, capturados por las tropas nacionales en el puerto de Alicante, se fugó del campo de concentración de Los Almendros. Habían militado durante la República y peleado en la guerra. Todos eran jóvenes y resueltos, con mucha experiencia, curtidos por tres años de combates. Y escondiéndose de día y caminando de noche, ayudándose unos a otros, cruzaron media España decididos a alcanzar los Pirineos y llegar a Francia. Querían seguir luchando. 

Al llegar a la provincia de Huesca, cerca de Gurrea de Gállego, varios se separaron del grupo. Antes de ir a Francia, dijeron, tenían asuntos que arreglar. Todos eran de ese pueblo, donde tres años antes se habían enfrentado a falangistas y soldados sublevados contra la República, haciéndoles catorce muertos. Ninguno de aquellos jóvenes cenetistas era un niño de coro. En julio del 36, antes de retirarse ante el avance nacional y para no dejar cabos sueltos, le habían pegado un tiro al cura del pueblo, el párroco Félix Ferrer, y otro al aristócrata local, conde del Villar. También habían intentado completar el clásico terceto de esos días con el terrateniente del vecino pueblo de La Paul, un hacendado llamado Brun; pero éste se les había escapado por los pelos. Así que durante el resto de la guerra, en la que participaron activamente como guerrilleros tras las líneas enemigas, tuvieron esa espina clavada: no haber podido mochar parejo y completar la cosa. Y el escozor se agravó cuando supieron que Brun iba señalando con el dedo y los nacionales habían fusilado a la madre y la tía de uno de ellos. 

Ahora imagínenselos, que no es difícil: unos pocos anarquistas duros como piedras, criados en el mismo pueblo y compartiendo los mismos ideales; reforzada su amistad por los lazos que se establecen entre quienes pasan juntos penalidades y peligros en combate. Aquéllos, pese a la derrota, no se daban por vencidos. Eran recios, sufridos, tenaces y testarudos como buenos aragoneses. Se conocen algunos de sus apellidos: Navarro, Arbués, Dieste, Domeque –eran dos hermanos– y Martínez. Podían haberse puesto a salvo en Francia, pero se quedaron en aquel paraje infestado de falangistas y guardias civiles que todavía celebraban la victoria. «Buenos mozos» y «gente brava», los definirían tiempo más tarde vecinos del pueblo que los conocían. Además, con la idea amarga de que el terrateniente seguía vivo disfrutando de sus pesetas y ellos se iban a Francia sin darle candela. Así que tras larga caminata, sucios, desharrapados y hambrientos, se acercaron con muchas precauciones, desenterraron armas que habían escondido tres años atrás, y fueron en busca del terrateniente para rematar la faena. 

No les salió bien: Dieste y Arbués fueron capturados por la Guardia Civil, y poco después cogieron a Martínez y uno de los Domeque. Pero sus compañeros, tenaces, siguieron adelante. Entraron en La Paul e incluso llegaron a cruzarse con el tal Brun, el terrateniente; pero estaba oscuro y no lo reconocieron, aunque él sí a ellos. Se metieron en su casa a esperarlo mientras el cacique corría a avisar a la Guardia Civil. Y llegó el infierno. Acorralados, los últimos del grupo lucharon a tiro limpio. Al final salieron disparando, enloquecidos como animales. Alguno logró escapar, otros fueron apresados, dos cayeron acribillados. El último en morir se llamaba Jesús Navarro Aralda, y antes de caer se llevó por delante al cabo de la Guardia Civil Lucio Marco Urrunzaga. 

Y, bueno. Hace veinticinco años, a una de mis novelas le puse como epígrafe una cita de Tim O’Brian: Si una historia de guerra parece moral, no la creáis. Pero ya no estoy seguro de eso. Hace mucho tiempo que no. A ustedes corresponde decidir si la que acabo de contar es una historia moral o inmoral. Yo tengo mi propia idea, naturalmente. Pero ése es asunto mío. 

19 de mayo de 2019

domingo, 12 de mayo de 2019

A teclazo limpio

Hace unos días, nonagenario y honrado por sus colegas, murió el periodista Manuel Alcántara: una de esas leyendas del oficio a quien, cuando pisé mi primera redacción, los jóvenes llamábamos ya maestro. El día que don Manuel dijo ahí os quedáis había escrito más de veinte mil artículos; y mi compadre Ignacio Camacho le dedicó el epitafio que toda mi generación envidiaría para ella misma: Llevaba tinta en las venas y la pasión de escribir grabada a fuego en el alma. Pertenecía a la estirpe del periodismo de raza, el de flexo, nicotina y alcohol, el de la gabardina colgada, el de la dinastía de los cronistas de ring y de las tertulias literarias. Un oficio de otra época acaso idealizada y desde luego romántica, en la que la calle era una escuela, el lenguaje una patria y la voluntad de estilo un rasgo de aristocracia. 

Después de ese párrafo, poco puedo añadir yo. El cabroncete de Ignacio me acaba de pisar la firma en primera. Andaba hoy dándole vueltas a eso, pues no quería que faltase el nombre de don Manuel en esta página, cuando al mirar el teclado del ordenador en el que escribo comprendí de golpe que el simple acto de utilizarlo, como estoy haciendo ahora, constituye mi propio homenaje al veterano desaparecido, a los que se fueron antes que él y a los supervivientes de aquel tiempo, casi chiquillos entonces, que nos criamos en esas viejas redacciones de flexo, nicotina y alcohol bajo la sombra protectora de tipos formidables como él. 

Me explico. A la mayor parte de ustedes les parecerá raro a estas alturas de la modernidad y la vida; pero mientras releía lo escrito por Ignacio estaba oyendo, con absoluta claridad, el teclear de una máquina de escribir. No esas mariconadas silenciosas de los teclados modernos, plic, plic, plic, que ni las oyes ni las sientes bajo los dedos, sino el tableteo auténtico de las palabras que fluyen de tu cabeza al papel, o en este caso a la pantalla del ordenador: el de las viejas Olivetti en las que mi generación se dejó las uñas. Un clac, clac, clac sonoro y recio, apasionado, furioso a veces, que era el sonido de las antiguas redacciones; ese crepitar inconfundible de docenas de máquinas de escribir ametralladas a la vez, del ruido de las campanillas al llegar a final de línea, de la palanca del punto y aparte, del rodillo al tirar del papel para sacarlo. Y todo eso, punteado por el ring-ring de los teléfonos y el tableteo incesante de los teletipos que escupían noticias que, en cualquier momento, podían arrojarte a la calle en compañía de un fotógrafo. 

Daría media vida de la que he vivido, que no fue mala ni aburrida, por estar todavía junto a periodistas como Manuel Alcántara y tantos otros que hace tiempo dejaron de fumar o les quedan —nos van quedando— dos paquetes: Pepe Monerri, Paco Cercadillo, Chema Pérez Castro, Alfredo Marquerie, Pilar Narvión, Raúl del Pozo, Gurri, Tico Medina, Rosa Villacastín, Manolo Marlasca y los demás. Los vivos y los muertos. Entrar con apenas veinte años por primera vez en la redacción del diario Pueblo y encontrar, recién cruzado el umbral, a José María García y Raúl Cancio dándose fuego al pitillo mientras uno preguntaba: «¿Ya conociste a tu padre?» y el otro respondía: «Sí, lo encontré en la cama con tu madre». Ése era el tono. Y todo aquel mundo bronco y fascinante, aquellos hombres y mujeres duros de verdad, legendarios en mi recuerdo, vivían, trabajaban, jugaban a las cartas e incluso dormían allí cuando estaban tras una buena historia, entre el fragor casi heroico de aquellas máquinas de escribir y aquellos teclazos. 

Y ahora, dejen que acabe de explicarme. Porque mi homenaje a esa gente, y a ese mundo en el que tan feliz llegué a ser, lo hago ahora al escribir estas mismas líneas. O por el modo en que las escribo. Cuando tecleo sigue sonando clac, clac, clac, porque por culpa de aquellas viejas redacciones y de recorrer el mundo durante dos décadas con una Lettera 32 a cuestas, nunca logré adaptarme a los nuevos teclados electrónicos. No conozco a nadie que cometa tantas erratas como yo al escribir en ellos. Lo juro. Por eso, tras muchas pesquisas, acabé descubriendo un teclado mecánico estupendo que incluso en su apariencia física reproduce exactamente, con carrito y todo, una de aquellas antiguas Olivetti. En él escribo en este momento, con fuertes pulsaciones que resuenan en el lugar donde trabajo. Y cada uno de esos teclazos es un homenaje a los viejos caimanes del oficio. A quienes, entornados los ojos por el humo del cigarrillo a medio fumar que tenían en la boca, aporreando máquinas de escribir que sonaban a periodismo de verdad, me enseñaron a amar el que en otro tiempo fue el oficio más hermoso del mundo. 

12 de mayo de 2019

domingo, 5 de mayo de 2019

La niña que ama a Aquiles

La historia de hoy es una historia de resistencia y de gloria. Una historia de gente que no se rinde. De padres y niños dispuestos a vender cara su piel. Y no se trata de buscar en el pasado: ocurrió hace sólo unos días en un colegio argentino; pero si imaginan ustedes otro lugar, personajes y asunto, podría ocurrir en cualquier sitio. Especialmente –y por eso me detengo en ello– también en España. En estos tiempos grises en que cualquier independencia intelectual es aplastada desde la escuela, cuando lo que se busca es igualar a todos los críos en la mediocridad penalizando la brillantez y la inteligencia, la de la niña que ama a Aquiles me parece una historia ejemplar. Me enteré de ella hace poco, por casualidad, y busqué ponerme en contacto con el padre. Lo conseguí ayer mismo. Y como me lo contó, lo cuento.

Tiene casi cinco años y la llamaremos Helena. Con hache. Sus padres son muy aficionados a la historia antigua de Grecia, y la niña ha crecido familiarizada con los mitos clásicos. Por supuesto, se trata de una criatura normal: juega con otros niños, ve dibujos animados en la tele y cosas así. Lo que pasa es que, además, sus padres le leen cuentos mitológicos y homéricos antes de dormir, ve fotos de paisajes helénicos, conoce palabras del griego antiguo y los nombres de los dioses del Olimpo, y está familiarizada con los héroes de la guerra de Troya, Teseo y el Minotauro, los trabajos de Hércules, Ulises, los Argonautas y todo el formidable repertorio, fascinante para un niño, que ofrece la cultura clásica. Por otra parte, Helena tiene unos padres responsables que cuando le cuentan esas historias procuran suavizarlas, volviéndolas adecuadas para una niña de su edad. Y en esos días de fiesta en que los críos se disfrazan, he visto fotos suyas orgullosamente vestida de hoplita griego, con casco, escudo y lanza fabricados con cartón y papel dorado. 

El primer problema surgió en el colegio, cuando los niños empezaron las clases de inglés con números y nombres de animales. A Helena no se le daba bien contar en inglés, pero conocía los números del uno al siete en griego clásico. Y como todos los críos ansiosos de expresar en clase lo que saben, cuando se le preguntaba respondía con palabras griegas que la maestra no entendía. El asunto empeoró en clase de expresión, cuando al preguntar a los niños qué dibujo animado les gustaba más o qué personaje de Marvel era su favorito, Helena dijo que su héroe preferido era Aquiles. «¿Un personaje de dibujos que no conozco?», preguntó la maestra. «No, señora –respondió Helena–. Aquiles, el que luchó en Troya». Quiso saber la docente cómo una niña de cuatro años conocía a Aquiles, y ella respondió que se lo había contado su papá. La maestra fue a decírselo a la directora del centro, concluyendo ambas que seguramente la niña había visto la película Troya, ésa de Brad Pitt, con escenas sangrientas y de sexo que los menores no debían ver. De modo que citaron a sus padres con urgencia. 

La reunión con la directora, que en otros tiempos habría sido aclaratoria, fue la previsible en esta época de gilipollez y de cogérsela con papel de fumar. El padre lo explicó todo con naturalidad y ahí debió quedar el asunto, pero la directora tenía ideas propias sobre la formación humanística a los cuatro años. Demasiado pronto para eso, sostenía. Además, «su hija no debe consumir mitología griega porque cuenta historias violentas que jamás existieron y pueden confundir a la niña». Dijo eso y algunas cosas más, como «los mitos no dejan enseñanzas prácticas», «el griego clásico es una lengua muerta y no le servirá a su hija en el futuro» y acabó señalando el peligro de convertir a Helena en una marginal entre sus compañeras «normales», más familiarizadas con La Patrulla Canina y Mi Pequeño Pony. 

El padre de Helena escuchó todo aquello en silencio. Y cuando hubo acabado la directora, dijo en lenguaje rigurosamente laconio: «Se necesitan dos años para aprender a hablar, pero sesenta para aprender a callar». Después se puso en pie y añadió: «Si vuelve a citarme por estas cosas, saco a mi hija del colegio y le pongo una demanda de proporciones homéricas». Y regresó a su casa, donde aquella misma noche le contó a Helena la historia de los trescientos espartanos que murieron en las Termópilas, peleando frente a un ejército inmenso, por defender la civilización occidental. Y a la mañana siguiente, como de costumbre, la llevó al colegio, saludó a la maestra y se fue al trabajo como cualquier otro día.

5 de mayo de 2019