domingo, 24 de abril de 2022

De mujeres, truhanes y caballeros

Las mujeres, o algunas de ellas, se casan con los caballeros pero se enamoran de los truhanes. Leí eso hace muchísimos años, ya no recuerdo dónde, y se me quedó en la cabeza. O tal vez no lo leí de nadie, sino que lo escribí o lo dije yo mismo. Cualquiera sabe, a estas alturas. Lo que importa es que mía o de otro, como todas las generalizaciones, supongo que también esa resulta falsa, o inexacta, o exagerada. Pero esto no le quita, de algún modo, su puntito de verdad. Cuando vives lo suficiente, acabas comprendiendo que todo en la vida, hasta las mayores contradicciones o barbaridades, tiene ese puntito de verdad. Su lado por donde agarrarlas. 
 
Me acordé de eso ayer cuando, mientras ordenaba o destruía papeles viejos, encontré una hoja con membrete del hotel Bristol de Buenos Aires, donde me alojé al llegar a esa ciudad en mi primer viaje como reportero a la Argentina, a mediados de los años 70. El Bristol era un hotel agradable con vistas a las palmeras y sauces de la plaza San Martín, y en él nos instalamos un periodista francés, al que llamaré Philippe, y yo, mientras preparábamos un viaje a la zona más austral del país. Nos acompañaba, alojada en el mismo hotel, una señora muy atractiva, funcionaria del Estado en Ushuaia, que debía guiarnos en el viaje. El papeleo y la burocracia nos retuvo una semana en la ciudad, y no teníamos otra cosa que hacer que comer, cenar, tomar copas oyendo tangos, e irnos a bailar de vez en cuando. 
 
A la señora la llamaré Mirta. Era morena, simpática, muy agradable. Treintañera y casada con un militar o un marino. Yo tenía veintipocos años y no era insensible a su atractivo. Cuando salíamos a cenar o bailar los tres, ella me prestaba cierta atención. Yo estaba en la edad adecuada, era un chico razonablemente educado y cortés, mientras Philippe, por su parte, era un marsellés maduro, simpático pero vulgar. Grosero, incluso, en cierta clase de bromas. Le decía a Mirta inconveniencias que me sonrojaba escuchar. Cuando bailaba con ella la apretaba de modo tan inconveniente que la hacía sentirse violenta. Incluso le manoseaba el culo. Y una vez, estando ella de pie y él sentado, la agarró por un brazo y la hizo de un tirón sentarse en sus rodillas, lo que hizo que Mirta se enfureciera. Aquel día, lo recuerdo bien, estuve a punto de arrimarle una hostia al franchute. Yo estaba indignado con su actitud. Alguna vez se lo dije a solas, pero él encogía los hombros y se reía. Le importaba un carajo. 
 
Me debatía entre contradicciones. No era tímido en absoluto y llevaba tiempo rodando por el mundo; pero había reflejos automáticos, fruto de la educación y de lo que entonces yo consideraba sentido común, que se imponían. Cuando bailábamos, cuando conversábamos, Mirta me mandaba señales adecuadas, o así lo entendía yo. Pero era una señora casada, pensaba al mismo tiempo, y además formaba parte de mi trabajo. Me parecía inconveniente mezclar las cosas, violentar lo que yo creía eran las reglas; así que todo el tiempo procuraba mantenerme en los límites del decoro y no ir más allá. Portarme como un caballero, o como entonces yo suponía que era eso. Ni siquiera una noche que ella y yo paseábamos por la Costanera después de cenar, cuando le di fuego a un cigarrillo y acercó mucho el rostro a la llama del encendedor y al mío, no hice otra cosa que deslizarle un beso suave en la comisura de la boca, que ella acogió con una sonrisa dulce. Al día siguiente, tras pensarlo mucho, me disculpé como un idiota. Mi padre estaría orgulloso de mí, concluí satisfecho. Una señora casada, elegante, respetable y tal. Funcionaria del Estado. He quedado como un caballero. 
 
Dos noches después, subiendo a mi habitación, me encontré con Philippe saliendo de la de Mirta. Se sorprendió al verme, pero de inmediato compuso una sonrisa canalla, muy de las suyas, y me guiñó un ojo. «Salut, mec», dijo, y se alejó riendo. Saludos, chaval. Casi cincuenta años después recuerdo bien aquel guiño humillante, aquella risa y aquellas palabras. Fue una de las muchas lecciones que me iba ofreciendo la vida, y creo que resultó útil. Nunca volvieron a guiñarme un ojo ni a reírse de mí de aquella manera. Quizá de otras, claro, pero no de ésa. Cuando vives rodando por el mundo mochila al hombro, entre Philippes y Mirtas, acabas aprendiendo rápido. Comprendes, al fin, a qué se refiere Gloria Swanson en la película Esta noche o nunca cuando, tras pasar la noche con el apuesto Melvyn Douglas, susurra con un suspiro feliz a su mejor amiga: «Es un caballero… pero no es un caballero». 
 
24 de abril de 2022

domingo, 17 de abril de 2022

Una historia de Europa (XXVI)

Una película de romanos, o sea. Clavadito a una superproducción de Hollywood de las de antes. Así fue el Imperio del siglo I después de Cristo: emperadores, intrigas cortesanas, gladiadores, últimos días de Pompeya, Quo vadis Domine, legiones luchando en las fronteras, cristianos echados a los leones y demás elementos clásicos del género. Lo sabemos porque historiadores, filósofos, dramaturgos, poetas y escritores costumbristas dejaron extenso relato de todo aquello. Nunca la modernidad había llegado tan arriba, y el sello que Roma imprimió marcaría el mundo durante veinte siglos. La primera tanda de emperadores desde Augusto, vinculada a la misma familia, aportó personajes interesantes de ambos sexos, no siempre por sus virtudes: el viejo y detestado Tiberio, el populista y al fin majareta Calígula, que recibió un Imperio sano y acabó arruinándolo (en un año dilapidó 2.700 millones de sestercios), el sorprendente Claudio, de pasión insaciable hacia las mujeres pero ajeno a los hombres (eso dice el historiador Suetonio), el pelirrojo y contradictorio Nerón, adorado al principio y odiado al final, y también señoras de rompe y rasga como Livia, Mesalina, Agripina, Popea y alguna otra. Entre esa peña, propensa a intrigas familiares, incestos, envenenamientos y otras delicias domésticas, fue Claudio (que parecía el tonto de la familia) quien más aportó en grandeza estatal. Conquistó Britania, lo que no es ninguna tontería; y aunque el senado fue poco más que una herramienta en sus manos, pues hizo dar matarile a quien rechistaba (liquidó a 35 senadores y a 300 equites o caballeros, sin despeinarse), creó una administración moderna, sólida y estable en la que intervenían empleados de la casa imperial, pero sobre todo los llamados liberti, o libertos. Y eso de los libertos, ojo al dato, sería decisivo para Roma, pues eran antiguos esclavos manumitidos: preceptores, letrados, técnicos, gente eficaz que ocupó puestos importantes, enriqueciéndose hasta el punto de que algunos amasaron fortunas y, por su triple condición de ricos, influyentes y advenedizos, despertaron la envidia de la antigua y zángana aristocracia de sangre, que siempre que pudo los despreció e hizo la puñeta. Sin embargo, ser rico en Roma no era del todo una ventaja; pues cuando los emperadores iban tiesos de viruta, que era casi siempre, recurrían al truco de condenar a un senador o a un millonetis que les cayera gordo, confiscándole los bienes (La fuerza y la riqueza en los particulares son enemigas de los príncipes, escribió el historiador Tácito, que tenía buen ojo). De los emperadores de la primera época, quien aplicó el sistema confiscatorio con mayor crueldad fue Nerón, quizá el más famoso de todos ellos. Llegó al poder a los 16 años con buenas intenciones, aficionado a la técnica y la economía moderna, las obras públicas, el helenismo oriental, la cultura y los espectáculos no sangrientos (tuvo como preceptor y consejero a un brillante cordobés, el escritor y filósofo Séneca), y fue adorado por el pueblo, al que halagó en detrimento de los grandes y poderosos. Sin embargo, la necesidad de recursos para financiar la grandeza de aquella Roma en la que sinceramente creía acabó por llevarlo a un callejón sin salida, haciéndole saquear cuanto produjera ingresos al Estado. Su rapiña fiscal fue tan voraz que primero puso en contra a los ricos que pagaban la fiesta y luego al público en general, que empezó a verse sin pan ni circo. Llegaron entonces las conjuras, las represalias y el terror. Para rematar la cosa, el año 64 se incendió Roma. La oposición usó el asunto para azuzar al pueblo contra el emperador, y éste pasó la pelota a los cristianos, que andaban por allí reclutando gente y a los que Claudio había dado ya un toque de atención (eso de que el Reino de los Cielos fuese más importante que la Roma imperial no lo veía nada claro). El caso es que Nerón, en busca de chivos expiatorios, hizo que fuesen los cristianos quienes se comieran el marrón, desencadenando la primera gran persecución contra ellos. Pero ni así pudo solucionar los problemas: abandonado, paranoico, vio cómo los militares se sublevaban en las provincias y todo se le volvía insostenible. Tenía sólo 30 años cuando, despreciado por el pueblo, odiado por el senado, más zumbado que un cencerro, se suicidó haciéndose matar por un liberto secretario que, para más recochineo, se llamaba Hepafrodito. ¡Qué gran artista pierde el mundo!, fueron sus últimas palabras. O eso dicen. Después de aquello, el general Galba (un duro veterano apoyado por las legiones de Hispania) entró en la ciudad, ocupó la silla imperial y puso fin a la dinastía de Julios y Claudios que había hecho de Roma la nación más moderna y poderosa de la tierra. 
 
[Continuará]. 
 
17 de abril de 2022

domingo, 10 de abril de 2022

Una historia de Europa (XXV)

Y entonces, justo entre el día 1 antes de Cristo y el día 1 después de Cristo, en la provincia romana de Judea, lejos de una Europa y un Occidente en los que iba a influir como nadie influyó jamás, nació un hombre extraordinario llamado Jesús. Tanto se ha dicho y escrito sobre él que resulta imposible deslindar la verdad de la mentira, lo cierto de la leyenda y lo humano de lo divino. Eso dejémoslo a otros; que ellos aten, si pueden, tan difícil mosca por el rabo. Lo que para esta historia importa es que Jesús era judío, hijo de un carpintero, y que tras una infancia y una juventud oscuras, a partir de los 30 años, mostrando un carácter, una personalidad y un encanto extraordinarios, empezó a predicar lo que hoy conocemos por cristianismo o religión cristiana (del griego xristos, que significa ungido, o mesías). Se basaba la cosa en el amor al prójimo, la fraternidad del género humano, la existencia de una vida eterna tras la muerte (para la que la vida terrena sería sólo preparación), y la omnipresencia de un dios supremo, paternal y bondadoso, del que Jesús, sin cortarse un pelo, se proclamaba hijo. Y tan elocuente fue, tan persuasivo y magnético, que arrasó entre los suyos. A lo mejor sólo era un tío al que se le había ido la olla, o un manipulador muy listo, o un fulano que se creía de verdad lo que predicaba; o tal vez, simplemente, una buena persona. Posiblemente fuera esto último, pero lo que importa es que su discurso, nuevo en la historia de la Humanidad, funcionaba de maravilla. A los ricos ofrecía reparación, esperanza a los desgraciados y consuelo a todos. Lo seguían los pobres y hasta redimía a las prostitutas. Como entonces no había tele, ni radio, ni internet, predicaba en vivo, cara a cara. Y empezaron a seguirlo centenares y miles de personas. Eso no tardó en causar problemas, pues por un lado los sacerdotes de la religión judía oficial se indignaron con aquel muerto de hambre que les robaba la clientela; y por otro, los romanos, que eran quienes cortaban el bacalao, se mosquearon porque algunos seguidores de Jesús, que no comprendían su mensaje o lo interpretaban de otra manera, afirmaban que era el jefe que los libraría del yugo de Roma. De todas formas, y para ser justos, quien de verdad hizo la cama a Jesús fueron los curas de allí: el clero judío, fariseos, saduceos y fulanos de similar pelaje, que tragaban bilis negra cada vez que lo oían largar por aquella boca. Todo eso está muy bien contado (con adornos, fantasías y camelos, pero de forma interesantísima) en cuatro libros llamados Evangelios, o Nuevo Testamento, cuya lectura, además de divertida, conmovedora y fascinante, permite comprender buena parte de las claves remotas de la historia no sólo europea, sino universal. Y claro, la película acabó como tenía que acabar. Los sacerdotes le jugaron a Jesús la del chino, montándole un complot que ni los de Fantomas. Sin embargo, pese a las ganas que le tenían, ellos no podían condenarlo a muerte; así que le pasaron el marrón a los romanos, en concreto al gobernador imperial, que se llamaba Poncio Pilatos, asegurándole que aquel tocapelotas quería proclamarse rey. A Pilatos, práctico como todos sus compatriotas, le importaba un carajo la religión que predicara Jesús, sobre todo porque los romanos eran gente ecléctica que aceptaba toda clase de creencias de los países conquistados; y una más se la traía, dicho en corto, bastante floja. Sin embargo, para quitarse de encima a los sacerdotes judíos, dijo que allá ellos mismos con sus mecanismos, y organizó la primera Semana Santa. A Jesús, recién cumplidos los 33 años, lo crucificaron, etcétera. Lo han visto ustedes en el cine, en Rey de reyes y otras pelis. Unos dicen que resucitó a los tres días y otros dicen que no, y en eso no me meto. Lo importante es que antes de que le dieran matarile, Jesús había elegido a doce amigos especiales, los llamados doce apóstoles; y éstos, que mientras apresaban al maestro no se portaron precisamente como tigres de Bengala ni leones de Judea, después hay que reconocer que sí le echaron huevos a la vida, pues se dedicaron a recorrer la tierra predicando lo que les había enseñado. Algunos lo pagarían con la prisión y la muerte, pero la nueva religión, llamada cristianismo, creció imparable, convirtiéndose en el mayor prodigio religioso y cultural en la historia no sólo de Roma y Europa, sino del mundo conocido y por conocer. Contribuyó mucho la intervención de un judío ciudadano romano llamado Saulo, o Pablo, que no llegó a tiempo de ser uno de los compadres íntimos de Jesús; pero que al apuntarse luego al asunto dio al cristianismo una estructura y un vigor intelectual cuyos resultados, veintiún siglos después, aún tenemos a la vista. Pero, bueno. De eso hablaremos más despacio, cuando toque. 
 
[Continuará]. 
 
10 de abril de 2022

domingo, 3 de abril de 2022

Marruecos, tan cerca

Hace días, entre dimes y diretes respecto al Sáhara Occidental, escuché diversas declaraciones de políticos y ciudadanos sobre el particular. Desde el aplauso al espumarajo, cada cual opinaba conforme a su interés, razón o sentimientos. Fue interesante el debate, y participé en él con algunas viejas fotografías y artículos. Haber vivido un año en la colonia española, ser corresponsal en Argel y frecuentar la guerra del Sáhara –la de verdad, no el turismo en campos de refugiados– me daba derecho a recordar y opinar, cosa que hice. A repetir que mi corazón estará siempre con mis amigos saharauis. Con los vivos y con los muertos. 
 
Establecido eso, llamo la atención sobre algo que me dejó pensando: el deseo, sobre todo de algunos políticos de izquierdas y del público en general, de que en Marruecos caiga la monarquía, Mohamed VI se vaya a tomar por saco y allí reinen libertad, progreso y democracia. Deseos ésos que resulta difícil no compartir; pero que requieren notas a pie de página que, por lo visto, quien las conoce o intuye se guarda mucho de dar. Pero como el arriba firmante tiene una edad en la que ciertas cosas importan un carajo, voy a tocar esa tecla. Me pone, incluso. Lo de tocarla. 
 
Europa, o lo que aún llamamos Occidente, es un espacio político y cultural acribillado de achaques y goteras, camino del desguace. Como todos los imperios, tardará en llegar al momento o el siglo del finiquito, pero su destino es tan ineludible como la historia de la Humanidad. Sobre ese nido confortable de derechos y libertades, duramente conquistados durante siglos, caen ahora, de forma tanto pacífica como violenta, oleadas de pueblos más jóvenes, más desesperados y más hambrientos, que no se rigen por nuestras reglas sino por las suyas y que traen, a veces, dosis de rencor históricamente justificadas. Todo ello lo resume de maravilla, ahorrándome palabras, la afirmación todavía reciente de un radical islámico: Usaremos vuestra democracia para destruir vuestra democracia. 
 
Como todos los imperios, Europa, u Occidente, tenía centuriones que protegían las fronteras. Ellos nos hacían el trabajo sucio para mantener la calefacción a 22 grados. Pero eso se acabó, paradójicamente con el aplauso de una Europa donde esos centuriones tenían mala prensa. Las llamadas primaveras árabes, y cómo terminaron, fueron un aviso que no sirvió de gran cosa. Los europeos, o españoles, creemos que es mejor un mundo sin tiranos que con ellos, aunque nos vigilen la finca. Y es verdad. El problema es que eso plantea un rompecabezas de imposible solución: o tenemos finca y calefacción o no las tenemos. Nuestro mundo ya no será mejor jamás, porque hace tiempo que aquí perdimos el manejo inteligente de los mecanismos. Queremos vivir bien, pero criticando lo que nos hizo vivir bien. Eso es admirable, claro, siempre y cuando estés dispuesto a asumir las consecuencias. Pero no lo estamos. 
 
Hay un lugar que debería mencionarse más: el Sahel. Justo debajo de Marruecos y Argelia. A veces preguntamos qué hacen tropas francesas y españolas en Mali, tragando polvo entre saharianos y subsaharianos, y me gustaría saber por qué quien debe explicarlo no lo hace. Por qué nadie dice que la principal amenaza para Europa no es sólo Putin, sino también el Sahel y lo que allí se cuece: un islamismo violento, radical y despiadado, frente al que regímenes autoritarios como Argelia, monarquías como la de Marruecos, son nuestro baluarte defensivo, las legiones de nuestro ya maltrecho limes romano: unos hijos de puta que, por suerte para Europa y pese a los conflictos con ellos, todavía son nuestros hijos de puta. Cuando salten esos cerrojos, cuando Mohamed VI caiga entre el aplauso de quienes deseamos democracia y libertad para Marruecos –pese a los clichés, un pueblo de gente buena de la que podríamos aprender mucho los españoles–, la anhelada primavera marroquí puede acabar como otras que conocimos: con una guerra civil, y puede que con un régimen islamista. Con los curas de allí, una vez fuera de control –sabemos de lo que es capaz un cura con turbante, un Corán en una mano y un Kalashnikov en la otra–, predicando la Yihad en torno a Ceuta y Melilla y a quince kilómetros de las costas españolas. 
 
Y no digo, ojo con eso, que sea malo ver al rey de Marruecos disfrutando de su fortuna en el exilio de Suiza o en una villa de Mónaco. Me gustaría, sin duda. Les juro a ustedes que me da morbo. Pero a la hora de aplaudir o silbar a héroes o tiranos conviene saber lo que se hace, asumiendo las consecuencias. Comiéndose las duras y las maduras. Algo cada vez más difícil en esta Europa imbécil que ha sustituido bibliotecas por redes sociales, cultura por filantropía y razón por sentimientos. 
 
3 de abril de 2022