Los amigos y compañeros de El Semanal tienen el detalle de darme cuartel, haciéndose eco de la aparición de mi nuevo tocho sevillano. Ya pueden imaginar ustedes que, con el millón y medio de ejemplares que tira esta revista cada semana, eso me viene de perlas. De modo que he decidido corresponder en la medida de mis posibilidades, tirándoles unas cuantas flores. Porque, como decía mi abuelo -que sabía de estas cosas-, quien no es agradecido es un mal nacido. Y a uno le gusta pagar sus deudas al contado. Quien paga sus deudas es libre, y así todos estamos en paz.
Durante veintiún años fui reportero, y el ejercicio de mi profesión me llevó a conocer periódicos de todos los colores y talantes. Desde La Verdad, donde mi maestro Pepe Monerri me enseñó a perderle el respeto a los poderosos -«Ellos son quienes tienen que temernos a nosotros», decía el veterano zorro-, hasta aquel Pueblo donde en doce años pasé de pipiolo total a vieja puta del oficio, gracias al ejemplo de una pandilla de golfos y de bullangas sin escrúpulos que eran -y algunos continúan siéndolo, como Raúl del Pozo, Tico Medina y algún otro- los mejores periodistas del mundo. Después hubo nueve años de televisión y radio estatales, y entre unas y otras épocas traté con empresas y directores/as de todo tipo y pelaje: cobardes y valientes, abyectos y magníficos, corazones de oro y ratas de alcantarilla. Y lo cierto es que de todos ellos, de una u otra forma y sin ninguna excepción, hube de soportar en algún momento reservas, presiones o intentos de orientar mi trabajo. Eso nada tiene de extraño, pues este oficio incluye, entre otras cosas, ese tipo de situaciones por activa o pasiva, y el periodista que se proclame virgen es un cínico o es un imbécil. Con eso quiero decir que ni se me pasa por la cabeza que El Semanal esté hecho por hermanitas de la Caridad. Pero hay un par de cosas que son verdad y que puedo afirmar hoy sin el menor reparo.
Haciendo cuentas, llevo ciento veintitrés semanas dando aquí la barrila, desde el día en que me dijeron: «Dos folios, tú mismo y a tu aire». Al oír aquello pensé que iba a durar menos en esta página que el buen nombre de una institución del Estado en manos del presidente González. Pero me equivocaba, y me alegro. En estos dos años y medio me he venido despachando a gusto, y -como dice por estas fechas mi compadre Sancho Gracia en el Teatro Español de Madrid- ni reconocí sagrado, ni en distinguir me he parado al clérigo del seglar. Por eso, mis ajustes de cuentas semanales pueden calificarse de cualquier cosa menos de cómodos para quien los alberga, entre otras cosas porque, al no responder a un plan o una idea determinada, y salir según el talante o la mala leche de que el arriba firmante disponga en el momento de darle a la tecla, son tan viscerales e imprevisibles como los actos de un mono hasta arriba de jumilla y con una navaja de afeitar. Pues oigan. Ni una sola vez -ni una- en estos dos años y medio alguien de El Semanal me ha dicho ojos negros tienes, córtate un poco, o te has pasado varios pueblos. Ni siquiera cuando llegan cartas indignadas mentándome a la madre, o mis artículos -nunca me lo dicen, pero yo lo sé porque cada vez me lo cuentan los pajaritos- ponen en peligro importantes campañas de publicidad de las que dejan mucha pasta, me dirigen reproches ni dicen ay.
Ésa es la cuestión. Escribo con tan absoluta libertad que a veces me asombro de que me dejen. Disparo contra todo lo que se mueve, no paro de comerme el tarro a ver si doy con algo que los mosquee conmigo y por fin me echan, y ni por ésas. Y cuando nos vamos a comer algunas veces por ahí y anuncio, para fastidiar: «Pues la semana que viene va de tal o cual cosa», Juan Fernando Dorrego se bebe tres orujos seguidos sin respirar y luego, como un samurai silencioso, agarra el cuchillo del postre e intenta abrirse las venas en silencio, sobre el mantel, pero no dice esta boca es mía. Y eso tiene mucho mérito. Y me gusta.
Hacer una revista semanal que concilie a un millón y medio de compradores de una veintena de periódicos distintos, en este país donde no hay tres fulanos que pidan el café de la misma forma, es una tarea sabia, diplomática, casi florentina. Y algo tendrá el agua cuando ustedes la bendicen. Por eso sigo la evolución de este entrañable chisme con curiosidad, y me encanta estar aquí adentro. A eso añádanle una redacción joven, profesional y eficaz, algunos buenos amigos, y una empresa seria que paga religiosamente a fin de mes. Además, reseñan mis novelas. Ya me dirán ustedes que más se puede pedir, en este oficio y en estos tiempos.
26 de noviembre de 1995
Durante veintiún años fui reportero, y el ejercicio de mi profesión me llevó a conocer periódicos de todos los colores y talantes. Desde La Verdad, donde mi maestro Pepe Monerri me enseñó a perderle el respeto a los poderosos -«Ellos son quienes tienen que temernos a nosotros», decía el veterano zorro-, hasta aquel Pueblo donde en doce años pasé de pipiolo total a vieja puta del oficio, gracias al ejemplo de una pandilla de golfos y de bullangas sin escrúpulos que eran -y algunos continúan siéndolo, como Raúl del Pozo, Tico Medina y algún otro- los mejores periodistas del mundo. Después hubo nueve años de televisión y radio estatales, y entre unas y otras épocas traté con empresas y directores/as de todo tipo y pelaje: cobardes y valientes, abyectos y magníficos, corazones de oro y ratas de alcantarilla. Y lo cierto es que de todos ellos, de una u otra forma y sin ninguna excepción, hube de soportar en algún momento reservas, presiones o intentos de orientar mi trabajo. Eso nada tiene de extraño, pues este oficio incluye, entre otras cosas, ese tipo de situaciones por activa o pasiva, y el periodista que se proclame virgen es un cínico o es un imbécil. Con eso quiero decir que ni se me pasa por la cabeza que El Semanal esté hecho por hermanitas de la Caridad. Pero hay un par de cosas que son verdad y que puedo afirmar hoy sin el menor reparo.
Haciendo cuentas, llevo ciento veintitrés semanas dando aquí la barrila, desde el día en que me dijeron: «Dos folios, tú mismo y a tu aire». Al oír aquello pensé que iba a durar menos en esta página que el buen nombre de una institución del Estado en manos del presidente González. Pero me equivocaba, y me alegro. En estos dos años y medio me he venido despachando a gusto, y -como dice por estas fechas mi compadre Sancho Gracia en el Teatro Español de Madrid- ni reconocí sagrado, ni en distinguir me he parado al clérigo del seglar. Por eso, mis ajustes de cuentas semanales pueden calificarse de cualquier cosa menos de cómodos para quien los alberga, entre otras cosas porque, al no responder a un plan o una idea determinada, y salir según el talante o la mala leche de que el arriba firmante disponga en el momento de darle a la tecla, son tan viscerales e imprevisibles como los actos de un mono hasta arriba de jumilla y con una navaja de afeitar. Pues oigan. Ni una sola vez -ni una- en estos dos años y medio alguien de El Semanal me ha dicho ojos negros tienes, córtate un poco, o te has pasado varios pueblos. Ni siquiera cuando llegan cartas indignadas mentándome a la madre, o mis artículos -nunca me lo dicen, pero yo lo sé porque cada vez me lo cuentan los pajaritos- ponen en peligro importantes campañas de publicidad de las que dejan mucha pasta, me dirigen reproches ni dicen ay.
Ésa es la cuestión. Escribo con tan absoluta libertad que a veces me asombro de que me dejen. Disparo contra todo lo que se mueve, no paro de comerme el tarro a ver si doy con algo que los mosquee conmigo y por fin me echan, y ni por ésas. Y cuando nos vamos a comer algunas veces por ahí y anuncio, para fastidiar: «Pues la semana que viene va de tal o cual cosa», Juan Fernando Dorrego se bebe tres orujos seguidos sin respirar y luego, como un samurai silencioso, agarra el cuchillo del postre e intenta abrirse las venas en silencio, sobre el mantel, pero no dice esta boca es mía. Y eso tiene mucho mérito. Y me gusta.
Hacer una revista semanal que concilie a un millón y medio de compradores de una veintena de periódicos distintos, en este país donde no hay tres fulanos que pidan el café de la misma forma, es una tarea sabia, diplomática, casi florentina. Y algo tendrá el agua cuando ustedes la bendicen. Por eso sigo la evolución de este entrañable chisme con curiosidad, y me encanta estar aquí adentro. A eso añádanle una redacción joven, profesional y eficaz, algunos buenos amigos, y una empresa seria que paga religiosamente a fin de mes. Además, reseñan mis novelas. Ya me dirán ustedes que más se puede pedir, en este oficio y en estos tiempos.
26 de noviembre de 1995