domingo, 26 de noviembre de 1995

El Semanal


Los amigos y compañeros de El Semanal tienen el detalle de darme cuartel, haciéndose eco de la aparición de mi nuevo tocho sevillano. Ya pueden imaginar ustedes que, con el millón y medio de ejemplares que tira esta revista cada semana, eso me viene de perlas. De modo que he decidido corresponder en la medida de mis posibilidades, tirándoles unas cuantas flores. Porque, como decía mi abuelo -que sabía de estas cosas-, quien no es agradecido es un mal nacido. Y a uno le gusta pagar sus deudas al contado. Quien paga sus deudas es libre, y así todos estamos en paz.

Durante veintiún años fui reportero, y el ejercicio de mi profesión me llevó a conocer periódicos de todos los colores y talantes. Desde La Verdad, donde mi maestro Pepe Monerri me enseñó a perderle el respeto a los poderosos -«Ellos son quienes tienen que temernos a nosotros», decía el veterano zorro-, hasta aquel Pueblo donde en doce años pasé de pipiolo total a vieja puta del oficio, gracias al ejemplo de una pandilla de golfos y de bullangas sin escrúpulos que eran -y algunos continúan siéndolo, como Raúl del Pozo, Tico Medina y algún otro- los mejores periodistas del mundo. Después hubo nueve años de televisión y radio estatales, y entre unas y otras épocas traté con empresas y directores/as de todo tipo y pelaje: cobardes y valientes, abyectos y magníficos, corazones de oro y ratas de alcantarilla. Y lo cierto es que de todos ellos, de una u otra forma y sin ninguna excepción, hube de soportar en algún momento reservas, presiones o intentos de orientar mi trabajo. Eso nada tiene de extraño, pues este oficio incluye, entre otras cosas, ese tipo de situaciones por activa o pasiva, y el periodista que se proclame virgen es un cínico o es un imbécil. Con eso quiero decir que ni se me pasa por la cabeza que El Semanal esté hecho por hermanitas de la Caridad. Pero hay un par de cosas que son verdad y que puedo afirmar hoy sin el menor reparo.

Haciendo cuentas, llevo ciento veintitrés semanas dando aquí la barrila, desde el día en que me dijeron: «Dos folios, tú mismo y a tu aire». Al oír aquello pensé que iba a durar menos en esta página que el buen nombre de una institución del Estado en manos del presidente González. Pero me equivocaba, y me alegro. En estos dos años y medio me he venido despachando a gusto, y -como dice por estas fechas mi compadre Sancho Gracia en el Teatro Español de Madrid- ni reconocí sagrado, ni en distinguir me he parado al clérigo del seglar. Por eso, mis ajustes de cuentas semanales pueden calificarse de cualquier cosa menos de cómodos para quien los alberga, entre otras cosas porque, al no responder a un plan o una idea determinada, y salir según el talante o la mala leche de que el arriba firmante disponga en el momento de darle a la tecla, son tan viscerales e imprevisibles como los actos de un mono hasta arriba de jumilla y con una navaja de afeitar. Pues oigan. Ni una sola vez -ni una- en estos dos años y medio alguien de El Semanal me ha dicho ojos negros tienes, córtate un poco, o te has pasado varios pueblos. Ni siquiera cuando llegan cartas indignadas mentándome a la madre, o mis artículos -nunca me lo dicen, pero yo lo sé porque cada vez me lo cuentan los pajaritos- ponen en peligro importantes campañas de publicidad de las que dejan mucha pasta, me dirigen reproches ni dicen ay.

Ésa es la cuestión. Escribo con tan absoluta libertad que a veces me asombro de que me dejen. Disparo contra todo lo que se mueve, no paro de comerme el tarro a ver si doy con algo que los mosquee conmigo y por fin me echan, y ni por ésas. Y cuando nos vamos a comer algunas veces por ahí y anuncio, para fastidiar: «Pues la semana que viene va de tal o cual cosa», Juan Fernando Dorrego se bebe tres orujos seguidos sin respirar y luego, como un samurai silencioso, agarra el cuchillo del postre e intenta abrirse las venas en silencio, sobre el mantel, pero no dice esta boca es mía. Y eso tiene mucho mérito. Y me gusta.

Hacer una revista semanal que concilie a un millón y medio de compradores de una veintena de periódicos distintos, en este país donde no hay tres fulanos que pidan el café de la misma forma, es una tarea sabia, diplomática, casi florentina. Y algo tendrá el agua cuando ustedes la bendicen. Por eso sigo la evolución de este entrañable chisme con curiosidad, y me encanta estar aquí adentro. A eso añádanle una redacción joven, profesional y eficaz, algunos buenos amigos, y una empresa seria que paga religiosamente a fin de mes. Además, reseñan mis novelas. Ya me dirán ustedes que más se puede pedir, en este oficio y en estos tiempos.

26 de noviembre de 1995

domingo, 19 de noviembre de 1995

Un par de zapatos


No sé si a ustedes les interesan los zapatos de la gente, pero el arriba firmante cree que lo dicen casi todo de sus propiciarios. Estoy seguro de que es posible establecer una zapatología científica basada en elementos como limpieza, modelo y tipo de calcetines que los acompañan. En España, por ejemplo, las mujeres van mejor calzadas que los hombres, y hay una relación directa entre la marca de automóvil que uno se compra y el tipo de zapatos que usa. Pero ésa es otra historia.

Lo que quiero contarles ocurrió hace un par de semanas, cuando me hallaba en la terraza del café Central de Málaga, viendo pasar gente. Como mediterráneo que soy, mi afición a ver pasar la vida desde las terrazas de los cafés y los bares roza lo patológico. Y allí estaba yo, haciendo prácticas de zapatología comparada. El asunto consiste en no levantar la vista y mirar sólo los pies que pasan por delante, hasta que un par de zapatos atraen la atención. Entonces, tras estudiarlos rápida y minuciosamente, uno efectúa un retrato robot mental del propietario/a, y acto seguido levanta con rapidez la vista para mirarle el careto antes que desaparezca. Después se puntúa del uno al tres y se establecen reglas.

Identificar los dos pares de calcetines blancos con zapatos mocasín y uno con zapatillas de deporte que caminaban juntos no tuvo mucho mérito: soldados de paisano. Tampoco hubo dificultad en identificar al jubilado en los zapatos de lona gris, cómodos, con elásticos a los lados del empeine, que avanzaban despacio calle arriba. Un par cosido a mano, con calcetines ejecutivo, me hizo aventurar que el propietario llevaba corbata y se peinaría con brillantina. Sólo me equivoqué en la brillantina. En realidad, sobre un muestreo de treinta y tres personas, obtuve cincuenta y dos puntos; lo que no estaba mal, y me permitió establecer que, al menos en Málaga, quien mejor se calza son los matrimonios mayores de cincuenta años que se pasean a la hora del aperitivo. Dirán ustedes que la cosa no tiene rigor científico, e incluso que es una gilipollez. Pero todos los días estamos oyendo en la radio y leyendo en los periódicos sondeos, encuestas y gilipolleces con un rigor científico parecido, y nadie dice nada.

El caso es que en ello estaba cuando vi venir calle arriba, lentos, indecisos, dos zapatos viejos, muy castigados. Habían sido marrones y ahora tenían un tono mate, de cuero gastado por el uso. Eran zapatos de derrota total, absoluta, y ese carácter venía acentuado por los bajos de los pantalones que caían sobre ellos. Unos pantalones tan descoloridos como los zapatos, muy rozados y sucios en los dobladillos, cayendo con arrugas como si fueran excesivamente largos. Alcé la vista sabiendo lo que iba a encontrar: cuarenta y tantos años, tal vez más. Un rostro cansado, como el de los soldados que pegan el último tiro y levantan las manos, vencidos, hartos, indiferentes a que los fusilen o no. Tenía el pelo gris, despeinado, y llevaba dos o tres días sin afeitar. Contra la chaqueta, tan ajada como el pantalón y los zapatos, sostenía una bolsa de plástico llena de espárragos trigueros, de los que llevaba un manojo en la mano.

Titubeaba, buscando algo con la mirada. Entró en el café con sus espárragos y al minuto lo vi salir despacio, todavía con el manojo y la bolsa, aún más indeciso. Que, supongo, el profundo suspiro que exhaló a mi lado el que me hizo seguirlo con la vista. Lo observé mirar alrededor, caminar de nuevo calle arriba, pararse y volver sobre sus pasos, vuelta la cara con desesperanza a uno y otro lado. Por fin se paró en la acera, torpe, como si hubiese agotado todas las posibilidades de algo y ya no supiera qué hacer. Parecía muy perdido, y me pregunté cuántas cosas que yo ignoraba dependerían de aquellos miserables espárragos. Puse unas monedas sobre la mesa y anduve hasta el.

- ¿Qué pide por eso, jefe?

Parpadeó, desconcertado. Como si despertara de algo.

-Mil pesetas -dijo por fin.

Qué injusto es todo, pensé. Yo había dejado sobre la mesa del café, de propina, la décima parte de esa cantidad. Sin más palabras, le di el billete y me fui con el manojo.

-Son agua -añadió de pronto, de lejos, como creyéndose en la obligación de justificar algo-. Tiernos y recién cortados.

Asentí sin volverme y me fui de allí. Me importaba un huevo lo tiernos que fueran, porque nunca me gustaron los espárragos. Al cabo de un rato, harto de ir por Málaga con ellos en la mano, los puse en una papelera. Perra vida, pensé. Se me habían ido las ganas de mirar zapatos.

19 de noviembre de 1995

domingo, 12 de noviembre de 1995

Las lágrimas de Maripili Sánchez


Andaba de compras el arriba firmante, en inútil búsqueda de un polo azul marino que no llevara estampados, ni logotipos, ni colorines, ni emblemas náuticos o de golf, ni la marca con letras de un palmo en mitad del pecho. Un polo normal, sobrio, de andar por la calle sin que te confundan con esos chirimbolos que el alcalde Álvarez del Manzano plantó en el centro de Madrid para dar soporte a la cultura -decía el digno edil-, y que han terminado, como era de prever, anunciando marcas de tabaco, bebidas, coches, telefonía móvil y lencería fina.

Andaba, repito, a la caza indumentaria, cuando en unos grandes almacenes encontré a una señorita dependienta que lloraba intentando ocultar las lágrimas. Aparté la vista y seguí mi camino. Quizá, pensé, el jefe del departamento acaba de echarle una bronca, o su contrato temporal no será renovado, o vete a saber. El caso es que estuve dándole vueltas a la cabera, incluso después de abrirme sin encontrar el maldito polo. Y me dije: cada uno es un mundo, colega. Hasta en estos templos de la eficacia y la temporada otoño-invierno, en cuanto rascas un poco te sale el polvo bajo la alfombra, el cadáver en el anuario, el lado oscuro de tanto escaparate y tanta felicidad postiza.

Vaya por delante que, entre las dependientas de los almacenes grandes, unas gozan de mis simpatías y otras no. Admiro a la que intenta ir más allá de teclear en una caja registradora y se preocupa de saber qué está vendiendo, y detesto a la frígido-robotizada que despacha igual un wonderbra que un bolso de Ubrique -los dos le importan un carajo- y que cuando pides lo último de Susan Sontag pregunta si lo quieres en compact o en casete. Sin embargo, cada vez que veo campañas promocionales de tal o cual cadena de tiendas o almacenes, y se habla de la eficaz gestión de unos y otros, se me ocurre pensar en los grandes olvidados de todo eso, ellos y ellas. Gente que se levanta a las seis de la mañana para coger el metro, o el autobús, que se pasa el día atendiendo las impertinencias de cualquiera y bajo la vigilancia del ojo implacable del Gran Hermano, y que, como la chica del otro día, que a lo mejor se llama, no sé, Maripili Sánchez, tiene que sorberse las lágrimas con discreción para no amargarles el feliz acto de la compra a los clientes.

Maripili Sánchez, por llamarla de algún modo, es cualquiera de esas señoritas forjadas en los principios de amabilidad, cortesía, orden, pulcritud, disciplina y corrección con el cliente. Pero posiblemente ustedes no sepan que la antedicha Maripili tiene la espalda hecha polvo por cuatro o cinco años detrás de una caja registradora. O varices y problemas circulatorios de patearse día tras día la sección. También una capacidad auditiva disminuida a causa del ruido constante o la música ambiental, faringitis crónica por el aire acondicionado y la calefacción, estrés y otras lindezas secundarias. Pero gracias a eso, ella y su marido, que a lo mejor también trabaja en la sección de electrodomésticos, han logrado comprarse, tras muchos años, una casa de cincuenta metros cuadrados y un coche.

De todas formas, estoy seguro de que la tal Maripili se considera a menudo una mujer afortunada. Tiene un trabajo en este país de parados, y a lo mejor hasta incluso entró en la empresa antes de los contratos basura y los festivos sin paga extra. En cuanto a indumentaria laboral, si mis noticias no fallan recibe gratis dos faldas y dos blusas -biestacionales: calor en verano y frío en invierno- para todo el año, de un material que, desde luego, nada tiene que ver con la calidad de los productos que vende la casa. A diferencia de los clientes, ni ella ni su legítimo reciben nunca una felicitación de cumpleaños u onomástica, ni una tableta de turrón por Navidad. Si meten la pata en algo, tienen que pagarlo de su bolsillo. Y, por supuesto, en caso de problemas, es siempre el cliente quien tiene razón.

Si Maripili fuera hombre y tuviera capacidad y suerte -lo de la suerte no es el caso de su marido, que vende ventiladores y batidoras hace quince años-, o quizás si fuera hombre y además se arrastrara de modo conveniente ante determinados jefes, igual llegaba a un puesto más chachi. Pero es mujer; así que aunque sea capaz de atender a clientes extranjeros en inglés, en parsi o en griego clásico, siempre será un culo y un par de tetas decorativas, que sus barandas masculinos irán relegando de los lugares más vistosos a medida que avancen los años y las arrugas, con mínimas posibilidades de promoción y escasa esperanza, hasta que se jubile o la reconviertan.

Ahí tienen el retrato robot de Maripili Sánchez. Igual lloraba por eso.

12 de noviembre de 1995

domingo, 5 de noviembre de 1995

La bomba del gabacho


Ahora que ya ha pasado la fiebre, y el presidente de los galos de las Galias ha hecho estallar cuatrocientas bombas en Mururoa como tenía previsto, y a los estrategas de Greenpeace les han hecho la limpieza étnica interna por -como dicen en los pueblos- escapárseles el cerdo mal capado, al arriba firmante le mola matizar un par de cosas sobre el evento.

Vaya por delante que el suprascrito considera que el mejor destino de la bomba nuclear franchute es dejarla caer exactamente sobre la vertical del Elíseo, para que el presidente Chirac y sus expertos puedan apreciar sin necesidad de irse a Mururoa, que está en el quinto carajo y cuesta una pasta en billetes de Air France y dietas, los efectos del invento. Lo mismo deberían hacer los respectivos con la bomba norteamericana, la rusa, la israelí, la pakistaní, la china, la andorrana y la que el profesor Franz de Copenhague le pueda estar fabricando a la policía municipal de Villaberzas del Llobregat. Lo que pasa es que eso no va a ocurrir nunca, y las bombas seguirán ahí, y Chirac y el alcalde de Villaberzas pasarán mucho. Y el que no tenga fors de frape, que decía De Gaulle, que se espabile o que se fastidie.

Dicho lo cual, voy a lo que iba. Porque si el arriba firmante fuera ciudadano de la Francia, a lo mejor se lo pensaba dos veces antes de criticar la decisión de Chirac de ir a lo suyo. A estas alturas, una cosa son las intenciones maravillosas, y otras las realidades. Y está claro que por muchas florecitas y mucho verde y mucho yupi-yupi hermanos que le echemos al asunto, el mundo conserva un elevadísimo porcentaje de hijos de puta por metro cuadrado que no muestra tendencia a disminuir en los próximos tiempos, sino todo lo contrario. Quien tal y como está el patio crea de verdad que van a reconvertir el átomo en guarderías infantiles y en capas de ozono, no sabe con quién se juega los cuartos. La bomba nuclear es una baza diplomática impresionante. Eso es un hecho espantoso, triste, infame, ruin. Pero es un hecho. Y Chirac lo sabe.

Si yo fuera gabacho, que es un suponer, a lo mejor consideraba poco tranquilizador para mis nervios el futuro de una Europa en la que Javier Solana, verbigracia, puede llegar a presidir durante seis meses la diplomacia exterior comunitaria. Una Europa dividida y cobarde en los Balcanes, camino del IV Reich en su parte central, amenazada en su flanco mediterráneo por un integrismo islámico que de aquí a veinte años habrá sumergido todo el norte de África y frente al que la línea más avanzada -que se dé Europa por jodida- será esa España que nos están dejando aquí mis primos de los cien años de honradez y trece de limpia ejecutoria (a la que habrá que añadir, para entonces, la ejecutoria de los mienteusté que vienen de relevo). Una Europa incapaz de tomar decisiones colectivas, y que se verá obligada, como en la crisis bosnia tras mucho marear la perdiz, a ponerse en manos de Clinton para que, como de costumbre, sus Schwarzkopf -cielo santo- saquen las castañas del fuego,

Si yo fuera franchute, digo, me quitaría mucho el sueño pensar en el futuro de esa Europa entre san Juan y san Pedro, o sea, en manos de los Estados Unidos mamá pupa -y también rehén de esa tutela-, y al otro lado con el peligro de que a Yeltsin se le vaya la mano con el vodka en el desayuno y le dé por apretar botones, o que a cualquiera de los mañosos que ahora mandan en aquella merienda de negros en que se ha convertido la extinta URSS le dé por defender su cadena de burdeles, o de restaurantes blanqueadores de narcotráfico, o de lo que sea, quitándole el óxido con Tres-en-Unoski a cualquiera de las muchas bombas nucleares ex soviéticas que andan de aquí para allá, en manos de quién sabe quién, o quién sabe dónde, Lobatón.

Así que ustedes me van a perdonar: odio las bombas nucleares y a quienes las trajinan, pero comprendo perfectamente que a Chirac se la refanfinflen las protestas. El quiere que Francia sea respetada y tenga peso internacional; así que va a lo suyo, y el que venga detrás, que arree. Al menos es consecuente. ¿Se imaginan, si hubiera intentado España pruebas nucleares, no sé, en las Chafarinas, a Felipe González y su elenco soportando impávidos toda esa presión internacional? Venga ya. Aquí se la habría envainado todo cristo, los barcos de Greenpeace bloquearían hasta el bidé de Carmen Romero, el Gobierno estaría yéndose de vareta por la pata abajo, y la bomba nuclear se la habríamos regalado a Marruecos, para congraciarnos, a ver si en vez de descargar en puertos marroquíes el doscientos por ciento de capturas, nuestros pescadores descargaban sólo el cien por ciento.

Hay veces que dan ganas de ser francés.

5 de noviembre de 1995