Todavía quedan flores a uno y otro lado de la carretera, y los campos manchegos aún no están del todo abrasados por el sol del verano. De Argamasilla de Alba a Sierra Morena, el viajero que sigue la ruta de don Quijote, el recorrido inmortal de la primera y la segunda salida del hidalgo, se enfrenta a la desilusión propia de cuando uno emprende en España esta clase de cosas. En Francia, por ejemplo, pueden seguirse las huellas de la historia o de la literatura a simple vista; y en cuanto a Inglaterra, la mitad de su oferta turística vive de Shakespeare y la otra mitad de Nelson. España es otra cosa, claro. Aquí vivimos de las playas, de la sangría y los discobares bajunos para chusma guiri. Alguna vez les he contado que en el barrio de Madrid donde se imprimió el Quijote, donde está enterrado su autor, y donde vivieron, a pocos pasos unos de otros, Cervantes, Lope, Calderón, Quevedo y Góngora –barrio que si fuera parisino o londinense sería centro de peregrinaje cultural lleno de museos, bibliotecas, placas y monumentos–, tienes que buscar con lupa las mínimas referencias a tan ilustres vecinos. Y en La Mancha, lo mismo. O peor. Sólo con un poderoso esfuerzo de la imaginación, proyectando lecturas y buena voluntad sobre el paisaje y el paisanaje, es posible encajar, a ratos, lo imaginado sobre lo real, lo cervantino con el prosaico panorama que se ofrece a la vista.
No se trata ya de que esta tierra se parezca poco a la que conoció Cervantes, con sus pueblos, corrales, ventas y polvorientos caminos; es que no tiene nada que ver. Cuando uno les echa un vistazo a las viejas fotos de pueblos manchegos, advierte que estos lugares cambiaron menos entre 1605 y 1960 que en los últimos cuarenta años. A principios del siglo XX, John Dos Passos o Azorín aún podían recorrer La Mancha poniendo el pie sobre las huellas de don Quijote y Sancho. Hoy es imposible. El desarrollo y el aumento del nivel de vida, tan deseable y necesario, dejaron atrás, como cadáver en la cuneta, la memoria y la cultura. Excepto escasas y honrosas excepciones, la piqueta, la desidia, el mal gusto, la arquitectura absurda e inapropiada, el arte cutre de tercera fila, envilecen las poquísimas referencias cervantinas que aún salen al paso del viajero. Como mucho, quedan para marcas de lácteos y embutidos: quesos Dulcinea, chorizos Sancho Panza. Política aparte, claro. En uno de los pueblos más quijotescos, la estatua de Cervantes, con una mano partida, no simbólicamente –aquí no hilamos tan fino– sino por un animal indígena, languidece bajo una enorme pancarta que reza: Vota al Pepé. Y tiemblo de pensar en lo que nos espera el año que viene, quinto centenario del Quijote, con todo cristo mojando en la salsa y haciéndose la foto, como suelen, la tira de políticos y políticas mangantes y mangantas analfabetos y analfabetas –espero que las feministas de género de los cojones estén satisfechas con mi lenguaje de académico no sexista– puestos en plan aquí mi tronco Cervantes y yo, o sea, amigos y compadres de toda la vida. Ya verán, ya. Para echar la pota.
Pero el caso es que, en mitad de esa Mancha a menudo incapaz de estar culturalmente a la altura de lo que su honroso nombre exige, no todo es desolación. Niet. La vida sigue y se perpetúa. Allí, de esa cuneta florida de la que les hablaba al principio, salen de pronto dos mariposas. Una mariposa y un mariposo, supongo, pues esta última, o último, persigue a la primera con ávido revoloteo. El viajero –o sea, yo– las ve salir del lado izquierdo de la carretera, con reflejos dorados del sol en el amarillo y rojizo de sus alas. Y en el preciso instante en que el mariposo, con una amplia sonrisa de oreja a oreja, o de antena a antena, está a punto de alcanzar a la hembra, en ese momento, como digo, mi coche pasa a ciento veinte kilómetros por hora, zuuuas, y los estampa a los dos en la parrilla del radiador, chas, chas. Y algo más tarde, cuando paro a echar gasolina y miro el radiador, los veo allí esclafados, la mariposa y el mariposo listos de papeles, más tiesos que mi abuela, mientras pienso: hay que joderse. No somos nadie. Si hubieran sido mariposas francesas o inglesas, lo mismo las habría cazado Vladimir Nabokov y ahora estarían pinchadas en un corcho, en una colección exquisita y tal, de las que salen citadas en los suplementos literarios selectos. Inmortales como Lolita. Pero ya ves. Se las ha cargado el Reverte con un puto Golf. En La Mancha, hasta las mariposas van de culo.
26 de julio de 2004