martes, 27 de julio de 2004

La mariposa y el mariposo

Todavía quedan flores a uno y otro lado de la carretera, y los campos manchegos aún no están del todo abrasados por el sol del verano. De Argamasilla de Alba a Sierra Morena, el viajero que sigue la ruta de don Quijote, el recorrido inmortal de la primera y la segunda salida del hidalgo, se enfrenta a la desilusión propia de cuando uno emprende en España esta clase de cosas. En Francia, por ejemplo, pueden seguirse las huellas de la historia o de la literatura a simple vista; y en cuanto a Inglaterra, la mitad de su oferta turística vive de Shakespeare y la otra mitad de Nelson. España es otra cosa, claro. Aquí vivimos de las playas, de la sangría y los discobares bajunos para chusma guiri. Alguna vez les he contado que en el barrio de Madrid donde se imprimió el Quijote, donde está enterrado su autor, y donde vivieron, a pocos pasos unos de otros, Cervantes, Lope, Calderón, Quevedo y Góngora –barrio que si fuera parisino o londinense sería centro de peregrinaje cultural lleno de museos, bibliotecas, placas y monumentos–, tienes que buscar con lupa las mínimas referencias a tan ilustres vecinos. Y en La Mancha, lo mismo. O peor. Sólo con un poderoso esfuerzo de la imaginación, proyectando lecturas y buena voluntad sobre el paisaje y el paisanaje, es posible encajar, a ratos, lo imaginado sobre lo real, lo cervantino con el prosaico panorama que se ofrece a la vista. 

No se trata ya de que esta tierra se parezca poco a la que conoció Cervantes, con sus pueblos, corrales, ventas y polvorientos caminos; es que no tiene nada que ver. Cuando uno les echa un vistazo a las viejas fotos de pueblos manchegos, advierte que estos lugares cambiaron menos entre 1605 y 1960 que en los últimos cuarenta años. A principios del siglo XX, John Dos Passos o Azorín aún podían recorrer La Mancha poniendo el pie sobre las huellas de don Quijote y Sancho. Hoy es imposible. El desarrollo y el aumento del nivel de vida, tan deseable y necesario, dejaron atrás, como cadáver en la cuneta, la memoria y la cultura. Excepto escasas y honrosas excepciones, la piqueta, la desidia, el mal gusto, la arquitectura absurda e inapropiada, el arte cutre de tercera fila, envilecen las poquísimas referencias cervantinas que aún salen al paso del viajero. Como mucho, quedan para marcas de lácteos y embutidos: quesos Dulcinea, chorizos Sancho Panza. Política aparte, claro. En uno de los pueblos más quijotescos, la estatua de Cervantes, con una mano partida, no simbólicamente –aquí no hilamos tan fino– sino por un animal indígena, languidece bajo una enorme pancarta que reza: Vota al Pepé. Y tiemblo de pensar en lo que nos espera el año que viene, quinto centenario del Quijote, con todo cristo mojando en la salsa y haciéndose la foto, como suelen, la tira de políticos y políticas mangantes y mangantas analfabetos y analfabetas –espero que las feministas de género de los cojones estén satisfechas con mi lenguaje de académico no sexista– puestos en plan aquí mi tronco Cervantes y yo, o sea, amigos y compadres de toda la vida. Ya verán, ya. Para echar la pota. 

Pero el caso es que, en mitad de esa Mancha a menudo incapaz de estar culturalmente a la altura de lo que su honroso nombre exige, no todo es desolación. Niet. La vida sigue y se perpetúa. Allí, de esa cuneta florida de la que les hablaba al principio, salen de pronto dos mariposas. Una mariposa y un mariposo, supongo, pues esta última, o último, persigue a la primera con ávido revoloteo. El viajero –o sea, yo– las ve salir del lado izquierdo de la carretera, con reflejos dorados del sol en el amarillo y rojizo de sus alas. Y en el preciso instante en que el mariposo, con una amplia sonrisa de oreja a oreja, o de antena a antena, está a punto de alcanzar a la hembra, en ese momento, como digo, mi coche pasa a ciento veinte kilómetros por hora, zuuuas, y los estampa a los dos en la parrilla del radiador, chas, chas. Y algo más tarde, cuando paro a echar gasolina y miro el radiador, los veo allí esclafados, la mariposa y el mariposo listos de papeles, más tiesos que mi abuela, mientras pienso: hay que joderse. No somos nadie. Si hubieran sido mariposas francesas o inglesas, lo mismo las habría cazado Vladimir Nabokov y ahora estarían pinchadas en un corcho, en una colección exquisita y tal, de las que salen citadas en los suplementos literarios selectos. Inmortales como Lolita. Pero ya ves. Se las ha cargado el Reverte con un puto Golf. En La Mancha, hasta las mariposas van de culo. 

26 de julio de 2004

martes, 20 de julio de 2004

Comiendo cualquier cosa

No sé ustedes, pero yo colecciono gilipolleces. Quiero decir que de vez en cuando recorto algo de los diarios o las revistas, un reportaje, un titular, un pie de foto, y lo guardo en una carpeta. Para lo otro, para las hijoputeces, no necesito carpeta. De ésas me acuerdo perfectamente. Así, los días en que se me afloja el muelle y me siento sociable y hasta noto reavivarse mi aprecio por el género humano en términos indiscriminados, y se me desdibujan el francotirador serbio, el puente de la Qarantina de Beirut y los gritos de las mujeres violadas en Tessenei, por ejemplo, abro la carpeta de la que les hablaba, hojeo recortes, siento el urgente deseo de echar la pota y todo vuelve a estar como es debido. En los años en que me ganaba el jornal enseñando muertos –entonces los reporteros no éramos mártires de la libertad y samaritanos canonizables como los de ahora, sino mercenarios eficientes– adquirí, si ésa es la palabra, cierta falta de fe en la condición humana, y la certeza de que nuestra capacidad de maldad y estupidez es infinita. Eso tiene la ventaja de que cuando llegan los bárbaros, o Táriq, o los aqueos, uno puede contemplar el espectáculo con el lúcido consuelo de que, a fin de cuentas, cada colectividad tiene lo que se merece. Esa certeza no cambia nada, por supuesto. Te vas a tomar por saco con todos y como todos. Pero al menos puedes irte a la manera del amigo Séneca, o –puesto a que te lo paguen caro– a la manera de los guerreros sin esperanza de Eneas. En cualquier caso, con menos compasión, con menos remordimientos y con menos miedo. 

Pero me estoy poniendo muy apocalíptico y muy grave, y en realidad yo sólo quería hablarles de gilipolleces. De esas que recorto y guardo. La de hoy son seis páginas de revista con sugerencias para comer cuando uno está solo en casa. Basándonos en situaciones, dice el texto, que se nos pueden presentar un día cualquiera. Es decir, que estás viendo la tele, por ejemplo, te entra hambre y no tienes ganas de bajar a un restaurante, así que decides hacerte algo con lo que tienes en el frigorífico. Algo en plan aquí te pillo aquí te como. Y para esa eventualidad, el reportaje que comento, firmado por un gastrónomo, un fotógrafo y una estilista, aporta valiosas sugerencias de cuya sencillez pueden ustedes hacerse idea si les digo que en la primera –flauta de aguacate y anchoas– el aguacate, previamente picado en trozos y bien tamizado por el colador, debe terminar siendo emulsionado con el aceite, etcétera. En caso de que inesperadamente suene el timbre, nos caiga una visita inesperada y haya que apañarse con cualquier cosa, el reportaje sugiere algo también sencillito: unas alcachofas con huevos y huevas –observen el toque gastronómicamente correcto– para las que sólo hace falta tener a mano, como todo el mundo tiene, seis alcachofas medianas, seis huevos de codorniz, seis cucharadas de huevas de trucha y un kit –el texto dice eso: kit– de puntilla afilada, freidora y grill. También cabe la posibilidad, dice el utilísimo texto, de que uno llegue cansado de trabajar y no tenga ganas de ponerse a cocinar. En tal caso, lo adecuado es una simple esquiexada de bacalao con olivas negras, para la que basta abrir el frigorífico y sacar de él cien gramos de bacalao desalado, tomate, cebollas tiernas, perifollo, cebollino y pasta de aceitunas, con el correspondiente kit. Pero ojo. Si, en vez de trabajar, de donde viene uno es del gimnasio, lo adecuado para hacerse algo rápido, simple y casero, es una ensalada de pasta y langostinos con tomate, frutos secos y aceite de tina, cuidando, sobre todo, hacer una pequeña incisión al langostino a lo largo del primer tercio, detalle que nos dará una presentación adecuada a la hora de saltear. Y por supuesto, emulsionar o no el aceite, según se tercie. La pasta –esa concesión es clave– puede ser del color que deseemos, por supuesto. Siempre y cuando sea fina, hecha madejitas, y se coma con palillos chinos. 

Así que ya lo saben. Si no quieren quedar ante sí mismos y ante las visitas inesperadas como unos ordinarios y unos carcas, ni se les ocurra pensar en huevos fritos, tortilla a la francesa o lata de fabada. Por Dios. Y mucho menos en un bocata de vulgar chorizo. Niet. Cualquiera de las anteriores sugerencias le harán sentirse un cinco tenedores casero. Diseño y gastronomía a su alcance para ver el fútbol, o el telediario. Y eso, insiste el texto, sin complicarse la vida. Palabra. 

Lo que siento de veras es que no puedan ustedes ver las fotos. 

19 de julio de 2004 

lunes, 12 de julio de 2004

El hombre que pintaba al amanecer

Antonio López es un tipo agradabilísimo, encantador. No lo sabía hasta que hace poco tuvimos ocasión de charlar un rato. Fue una conversación breve, interrumpida por otras personas, y fue imposible reanudarla. Eso me dejó en la boca algo que iba a decirle y no pude. No sobre el conjunto de su obra espléndida, ni sobre su emoción y su misterio, ni sobre los jirones de eternidad del tiempo detenido en sus lienzos; asuntos sobre los que, por otra parte, hablaría mucho con él, si tuviera ocasión, o más bien hablaría lo justo para que él hablara y yo pudiera escucharlo. No. Lo que me quedé sin contarle es una anécdota personal relacionada con él. Una pequeña historia, vieja de treinta años. 

Los fines de semana que estoy en casa suelo cenar en un restaurante del Escorial, bajo una reproducción del cuadro Gran Vía: esa calle de Madrid desierta al amanecer de un día de verano, la luz de levante iluminando la Telefónica y en primer término el edificio con dos templetes circulares superpuestos, los rótulos de Baume & Mercier y la joyería Grassy, y el reloj de Piaget marcando las seis y media de la mañana. Y cada vez que me siento en el restaurante, bajo la reproducción, recuerdo que yo vi pintar ese cuadro. Sin saberlo entonces, claro. Hablo del año 73 o el 74, cuando aún no sabía quién era Antonio López. Y algunos de ustedes, supongo, tampoco. 

Yo era un reportero de veintidós o veintitrés años. Trabajaba en el hoy desaparecido diario Pueblo, y entre viaje y viaje me quedaba en la redacción de la calle Huertas hasta las tantas, en compañía de aquella desquiciada redacción de golfos, burlangas, proxenetas, estafadores y alcohólicos que eran, tal vez precisamente por eso, los mejores periodistas del mundo. En esta España pichafría y correcta ya no se hacen periódicos así, ni hay gente como aquélla. Por eso, cada vez que me tropiezo con Raúl del Pozo, Pepe Molleda, Rosa Villacastín, Tico Medina o algún otro superviviente de nuestra singular tropa, siempre dispuesta a vender a su madre a cambio de firmar una exclusiva en primera página, se me alegran el corazón y la memoria. Tras el cierre de la primera edición solíamos rematar la noche en garitos, discotecas y antros, y era frecuente que yo caminase al amanecer, algo inseguro el paso, por las aceras desiertas de la Gran Vía, camino de mi apartamento de la calle Princesa. Y allí estaba él. Yo lo ignoraba entonces, claro. Pero ahora sé que era él. 

Era un pintor flaco, bajito, de pie ante un caballete donde iba tomando forma y color la calle desierta en aquellos amaneceres de verano. Se situaba exactamente en la isleta del paso de peatones donde confluyen Gran Vía y Alcalá, y yo lo veía allí amanecer tras amanecer, pintando. Solía saludarlo brevemente y pararme a su lado para ver la progresión del trabajo. No había un coche, ni un ruido. Nada. Sólo aquella luz que crecía a nuestras espaldas colándose entre los edificios, lamiendo las fachadas con su haz rojizo y amarillo, aliviando la melancolía bellísima de ese instante. El hombre flaco y bajito me sonreía a veces, amable, el aire distraído, y luego seguía aplicando los pinceles al lienzo, que recuerdo en tonos grises. Nunca cambiamos una palabra. Me quedaba un par de minutos mirando y luego seguía mi camino. El cuadro aún no me parecía feo ni bonito. Era la escena, el lugar, lo que componía otro cuadro de veras bellísimo: la calle desierta al amanecer, la luz, el lugar que yo tenía ante los ojos por partida doble, esbozado, repetido en el lienzo con un extraño realismo dotado, sin embargo, de un singular carácter propio. De una inquietante soledad. Era esa calle, pero era otra. La veía afirmarse a través de las manos del hombre que la creaba de nuevo; y al mismo tiempo, en mis ojos, calle real y calle pintada se completaban con un tercer paisaje: la Gran Vía conteniendo al hombre paciente que la pintaba en el lienzo. Ahora me recuerdo mirando ese cuadro y veo una escena aún más compleja: un joven contempla al pintor desconocido que pinta la calle en la que se encuentran, ignorantes de que, treinta años después, ese joven se sentará bajo un fragmento de esa escena y recordará el momento, el amanecer detenido en el tiempo, el cuadro completo, añadiendo por su cuenta el resto de la escena, la parte oculta que no aparece. Ahora sé que vi a Antonio López pintando un lienzo mientras yo lo pintaba a él dentro de otro. Dos desconocidos frente a un cuadro, dentro de otro cuadro, en la Gran Vía. 

12 de julio de 2004 

lunes, 5 de julio de 2004

El pobre chivato Mustafá

Han hecho de mí un experto, los muy gilipollas. Después de varios meses siguiendo en la prensa la investigación sobre los atentados de marzo, sé –como toda España y parte del extranjero– cuanto hay que saber sobre confidentes, pinchazos telefónicos, trucos para seguir a presuntos terroristas, técnicas electrónicas, horarios en los que es mejor llamar a tu contacto en la madera o en Picolandia para delatar a los amigos, tácticas de seguimiento y vigilancia, casas seguras y no seguras, cabinas y locutorios telefónicos, control de inmigrantes sospechosos, nombres, apellidos, direcciones, números de teléfono de agentes de la ley y de sus correspondientes soplones en el mundo del hampa, el narcotráfico y el terrorismo islámico, algunos con datos familiares incluidos. Hasta las fotografías salen. Ahora me planto en la puerta de cualquier mezquita, y gracias a las fotos, pelos y señales publicados en los periódicos, soy capaz de identificar el careto de cuantos chivatos tiene la policía infiltrados en ambientes extremistas. Ventajas de la transparencia informativa, oigan. Así todos estamos al corriente de todo, para demostrar que somos más demócratas que la leche y que nadie oculta nada. No vaya a tener dudas alguien, o nos interpelen en el Parlamento. A transparentes no nos gana ni la torda que nos parió. 

Comprendo, eso sí, que los interesados, o sea, los Mohamés y los Mustafás a quienes maderos y picoletos dejan trapichear con algo de chocolate, u obtienen cuartelillo a cambio de berrearse puntualmente de las actividades de sus compadres –tampoco van a jugársela por la cara, y la policía no tiene un duro ni para gasolina propia–, estén un poquito acojonados. Pero oye. Cuando te lo curras de chota en una democracia plural y transparente como ésta, hay esas pegas. Si quieres opacidad y berrearte seguro de tus primos, emigra a Francia o a Alemania o a Inglaterra, colega. Aquí, en España, un chivato está sujeto a los usos y costumbres de una policía y unos servicios de inteligencia superdemocráticos, topemodernos y megacristalinos. Leído en subtítulos, eso significa que, periódicamente, cuando sale un gorrino mal capado y la prensa y la oposición piden responsabilidades, todo cristo se pone a vender a quien tiene a mano: los picos a la madera, la madera a los picos, ambos al Ceneí y éste viceversa, y los políticos a todo cristo. 

Da igual lo que se vaya al carajo: operaciones o personas. Hasta lo más rigurosamente legal se airea, por si las moscas. Supervivencia o ajuste de cuentas, da lo mismo. Le pinchamos a ése, vigilamos a aquél, nos lo soplaron éste y ésta. Primero es un ministro el que se quita el consumado de encima contándolo con detalle –siempre y cuando no sea un marrón propio– o haciendo que otros lo cuenten por él. Luego largan los secretarios y subsecretarios, y así va corriendo la cosa. Sin olvidar a ciertos jueces, cuando les conviene. Todo el mundo se lava las manos y señala con el dátil hacia el despacho de al lado o, lo más común, hacia abajo. Aunque, la verdad, en los escalones inferiores se filtra poco. Pocas veces un confite es delatado por su secante. A esos niveles la peña suele ser leal, aparte de que nadie de infantería se atreve a filtrar algo por su cuenta, porque se juega el pan. Quienes largan son los de arriba, los barandas de coche oficial y carrera política. En el escalón intermedio, los comisarios y los coroneles se limitan a encogerse de hombros y a avisar, los más decentes: oye, agente Fulano, o guardia Mengano, o como te llames. Dile a tu confite que haga la maleta y se largue cagando leches, porque el ministro acaba de pedir el informe de la operación Emilio el Moro. Así que puede darse por jodido. Mañana salís todos en los periódicos. No, no he dicho salimos. Salís, he dicho. 

Y claro. Al día siguiente, el chivato Mustafá, contacto personal del agente Mengano –que hasta le paga las cañas de su bolsillo–, sale de casa como cada día, y antes de ir a ver si están los papeles de residencia que le prometieron si colaboraba, decide darse una vuelta por el piso franco del comando islámico en el que está infiltrado. Y nada más llegar y decir salam aleikum, troncos, nota que lo miran raro. Entonces ve un periódico con su foto sobre la mesa, y entrecomillado en titulares, a toda plana, lo que le dijo por teléfono a la policía el mes pasado: «Bin Laden y estos majaras me la refanfinflan». Entonces traga saliva, glups, y piensa: si salgo de ésta, la próxima vez se va a infiltrar su puta madre. 

5 de julio de 2004