Han hecho de mí un experto, los muy gilipollas. Después de varios meses siguiendo en la prensa la investigación sobre los atentados de marzo, sé –como toda España y parte del extranjero– cuanto hay que saber sobre confidentes, pinchazos telefónicos, trucos para seguir a presuntos terroristas, técnicas electrónicas, horarios en los que es mejor llamar a tu contacto en la madera o en Picolandia para delatar a los amigos, tácticas de seguimiento y vigilancia, casas seguras y no seguras, cabinas y locutorios telefónicos, control de inmigrantes sospechosos, nombres, apellidos, direcciones, números de teléfono de agentes de la ley y de sus correspondientes soplones en el mundo del hampa, el narcotráfico y el terrorismo islámico, algunos con datos familiares incluidos. Hasta las fotografías salen. Ahora me planto en la puerta de cualquier mezquita, y gracias a las fotos, pelos y señales publicados en los periódicos, soy capaz de identificar el careto de cuantos chivatos tiene la policía infiltrados en ambientes extremistas. Ventajas de la transparencia informativa, oigan. Así todos estamos al corriente de todo, para demostrar que somos más demócratas que la leche y que nadie oculta nada. No vaya a tener dudas alguien, o nos interpelen en el Parlamento. A transparentes no nos gana ni la torda que nos parió.
Comprendo, eso sí, que los interesados, o sea, los Mohamés y los Mustafás a quienes maderos y picoletos dejan trapichear con algo de chocolate, u obtienen cuartelillo a cambio de berrearse puntualmente de las actividades de sus compadres –tampoco van a jugársela por la cara, y la policía no tiene un duro ni para gasolina propia–, estén un poquito acojonados. Pero oye. Cuando te lo curras de chota en una democracia plural y transparente como ésta, hay esas pegas. Si quieres opacidad y berrearte seguro de tus primos, emigra a Francia o a Alemania o a Inglaterra, colega. Aquí, en España, un chivato está sujeto a los usos y costumbres de una policía y unos servicios de inteligencia superdemocráticos, topemodernos y megacristalinos. Leído en subtítulos, eso significa que, periódicamente, cuando sale un gorrino mal capado y la prensa y la oposición piden responsabilidades, todo cristo se pone a vender a quien tiene a mano: los picos a la madera, la madera a los picos, ambos al Ceneí y éste viceversa, y los políticos a todo cristo.
Da igual lo que se vaya al carajo: operaciones o personas. Hasta lo más rigurosamente legal se airea, por si las moscas. Supervivencia o ajuste de cuentas, da lo mismo. Le pinchamos a ése, vigilamos a aquél, nos lo soplaron éste y ésta. Primero es un ministro el que se quita el consumado de encima contándolo con detalle –siempre y cuando no sea un marrón propio– o haciendo que otros lo cuenten por él. Luego largan los secretarios y subsecretarios, y así va corriendo la cosa. Sin olvidar a ciertos jueces, cuando les conviene. Todo el mundo se lava las manos y señala con el dátil hacia el despacho de al lado o, lo más común, hacia abajo. Aunque, la verdad, en los escalones inferiores se filtra poco. Pocas veces un confite es delatado por su secante. A esos niveles la peña suele ser leal, aparte de que nadie de infantería se atreve a filtrar algo por su cuenta, porque se juega el pan. Quienes largan son los de arriba, los barandas de coche oficial y carrera política. En el escalón intermedio, los comisarios y los coroneles se limitan a encogerse de hombros y a avisar, los más decentes: oye, agente Fulano, o guardia Mengano, o como te llames. Dile a tu confite que haga la maleta y se largue cagando leches, porque el ministro acaba de pedir el informe de la operación Emilio el Moro. Así que puede darse por jodido. Mañana salís todos en los periódicos. No, no he dicho salimos. Salís, he dicho.
Y claro. Al día siguiente, el chivato Mustafá, contacto personal del agente Mengano –que hasta le paga las cañas de su bolsillo–, sale de casa como cada día, y antes de ir a ver si están los papeles de residencia que le prometieron si colaboraba, decide darse una vuelta por el piso franco del comando islámico en el que está infiltrado. Y nada más llegar y decir salam aleikum, troncos, nota que lo miran raro. Entonces ve un periódico con su foto sobre la mesa, y entrecomillado en titulares, a toda plana, lo que le dijo por teléfono a la policía el mes pasado: «Bin Laden y estos majaras me la refanfinflan». Entonces traga saliva, glups, y piensa: si salgo de ésta, la próxima vez se va a infiltrar su puta madre.
5 de julio de 2004
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