domingo, 26 de agosto de 2018

No pasa nada, se puede

No se llama Asun, pero da igual. O a lo mejor es verdad que se llama Asun. Podría llamarse de cualquier modo. Nació en un pueblo de Extremadura. Es morena, con el pelo largo. Muy eficaz en su trabajo. A los diecipocos, sin demasiados estudios ni perspectiva laboral alguna, se casó con un hijo de puta que a los pocos meses, cuando quedó embarazada de su primer hijo, empezó a pegarle. Todo fue a más con el paso del tiempo: palizas, maltrato verbal, reproches que ella encajaba con sumisa resignación. Qué otra cosa podía hacer, me cuenta. Estaba educada para eso. Para aceptar que él tenía razón porque traía el dinero a casa, y yo no era nadie: la que cocinaba, planchaba y paría hijos. En plural, pues ya teníamos el segundo. La que lo necesitaba a él para vivir, y le estaba obligada en todo. ¿Dónde iba a ir, si no? Sin él no era nada. Eso era lo que yo misma me decía mientras soportaba aquello. Él me daba un hogar, y sin él no era nada. 

Asun recuerda todo eso por algo que ocurrió hace unos días. Y para entenderlo hay que saber lo que le pasó antes. Yo sé lo que pasó, pues la conozco hace veinticinco años, así que no necesito que me lo cuente otra vez. Sé del infierno que vivió atemorizada, indecisa, atrapada en la trampa sin poder, o creyendo que no podía, valerse por sí misma. Denunciar a un marido, en aquel tiempo y en su ambiente, era algo impensable. O dejarlo. Ni se le pasaba por la cabeza. Incluso creía, de buena fe, ser culpable de cuanto ocurría. Hasta que al fin, después de otra paliza, incapaz de soportar más, cogió a sus dos hijos pequeños y se fue. Primero al pueblo, con sus padres. Después buscó una casa y un trabajo. Algo humilde, claro, pues a los veintiocho años no tenía preparación para nada, o eso creía ella. 

Hizo un poco de todo. Fregó suelos, lavó platos, sirvió en cafeterías, pintó paredes. Poco a poco fue pagando el alquiler, la luz, el agua, las cosas de los críos. Empezó a salir adelante. Llegaba a casa destrozada a las tantas, y entonces se ocupaba de lavar, planchar, cocinar para sus hijos. Los ratos que tenía libres, agotada, se sentaba a ver Sálvame o uno de esos programas frívolos. Era una mujer curiosa, sin embargo. No le interesaba la política, no votaba, pero leía algunos libros, novelas sencillas que iba alineando en los estantes de su casa. Trabajo, televisión, algún libro. Los críos crecieron, empezaron a ser ellos mismos. También Asun creció y fue ella misma. Afirmó sus ideas, su visión del mundo. Aprendió a gozar de la soledad tanto como de la compañía. Tuvo un novio, buena persona, que quería casarse, o vivir juntos, pero ella se negó. Había aprendido. Descubría libertades insospechadas, y estaba a gusto con ellas. Nada de volver atrás. 

Al fin, su trabajo se estabilizó. A fuerza de constancia, competencia y honradez, consiguió seguridad social y salario fijo. Una situación razonable, primero, y estable al fin, que le dio la tranquilidad necesaria. Los hijos volaron solos. Siguió con su tele los fines de semana, con sus novelas –románticas, históricas– de vez en cuando, siempre que no fueran muy pesadas. Pudo ahorrar y viajó un poco. Y un día, al mirarse al espejo, se estudió con extraña curiosidad, cayendo en la cuenta de que aquella joven tímida y asustada, la que creyó depender de un hombre para toda la vida, hacía tiempo que se había desvanecido para dejar sitio a la que ahora la contemplaba desde el espejo. Una mujer distinta. Madura, serena. Libre. 

Y me cuenta, al fin, lo del otro día. Cuando estaba en su coche esperando a su hija y observó que en otro aparcado cerca un hombre le pegaba a una mujer joven. Discutían y él le pegaba. De pronto se vio allí otra vez, treinta años atrás. Salió del coche sin pensarlo. Salió, me cuenta, corriendo hacia ellos. El hombre la vio venir, arrancó el automóvil y se fue con la mujer a la que maltrataba. Y recordándolo, Asun se queda pensativa y al fin encoge los hombros. No iba a hacerles nada, dice. Sólo quería contarle algo a ella, a la mujer. Asomarme a la ventanilla y decirle: «No pasa nada, vete. No tienes por qué aguantar. Te aseguro que no pasa nada, de verdad. Si de verdad quieres, puedes irte. Yo lo hice, y te juro que se puede». 

Tras contármelo, Asun encoge otra vez los hombros. Siente no haber llegado a tiempo para decir eso a la mujer: «No pasa nada, chiquilla, se puede. No es el fin del mundo, sino el principio del mundo». Después me mira y mueve la cabeza. «Lo mismo puedes escribirlo tú, ¿no?… Puede que así lo lea ella, o alguna otra. Quizá de esa manera oigan lo que quise decir». 

Y bueno. Aquí me tienen ustedes. Escribiéndolo. 

26 de agosto de 2018

domingo, 19 de agosto de 2018

Que todos queden atrás

Me lo comenta Javier Marías después de cenar, cuando se fuma el segundo cigarrillo en la terraza del bar Torre del Oro, en la Plaza Mayor de Madrid. Estamos sentados, disfrutando de la noche, cuando me habla del artículo que tiene previsto escribir uno de estos días. ¿Te has dado cuenta –dice– de que en los últimos tiempos está de moda destruir la imagen de cuantos hombres ilustres tenemos en la memoria? Pienso un poco en ello y le doy la razón. Pero no sólo en España, respondo. Ocurre en toda Europa, o más bien en lo que aún llamamos Occidente. Destruir a quienes fueron respetables o respetados. Derribar estatuas y bailar sobre los escombros. Es como una necesidad reciente. Como una urgencia. 

Javier menciona nombres. No se trata ahora tanto, dice, de reivindicar a las muchas mujeres a las que la historia dejó en la oscuridad, ni de atacar a las conocidas, pues con ellas se atreven menos –aunque les llegará el turno–, como de ensombrecer biografías masculinas. Alfred Hitchcock, indiscutible genio del cine, pasó hace poco por eso: misógino, sádico, despótico. La película con Anthony Hopkins lo dejaba, además, como un idiota. De Gaulle tuvo lo suyo hace unos años, y ahora le toca a Churchill. El más brillante político de la Segunda Guerra Mundial, el que hizo posible que Europa resistiera a los nazis, aparece como un cretino en las películas que se han hecho sobre él. 

Mientras damos un paseo antes de despedirnos, le paso revista a España. No se trata ya de Churchill, Hitchcock o De Gaulle, pues no los tuvimos; pero sí de quienes destacaron por sus actos o talla intelectual. Cierto es que en demoler reputaciones aquí tenemos solera: Olavide, Moratín, Jovellanos, Blasco Ibáñez, Unamuno, Chaves Nogales y tantos más. Incluso quienes fueron decisivos en la historia reciente: Suárez, Fraga, Carrillo, González. Pocos escapan a la máquina de picar carne, la necesidad de restar méritos, de rebajarlos según la tendencia, como dice Javier, de no admirar nunca a nadie. No se trata tanto de desmitificar como de destruir. Nada existe que no pueda ser violado, como decía Cicerón. Nadie merece ya respeto por su inteligencia o biografía. Cualquier analfabeto apesebrado en una formación política, cualquier cantamañanas nacido ayer, cualquier director de cine o periodista ágrafos hasta el disparate, cualquier tarugo con Twitter, cuestiona sin complejos a quienes ni podría rozar en talento, honradez o prestigio. Y acto seguido, centenares de imbéciles, tan ignorantes como él, asienten con la estólida gravedad de los tontos solemnes. 

Tengo una teoría personal sobre eso. Y digo personal, así que no hagan responsable a Javier –en bastantes líos lo meto ya–, sino a mí. Del mismo modo que antes se admiraba a hombres y mujeres por su mérito, ahora unos y otros molestan. El talento incomoda como nunca. Los mediocres, los acomplejados, los bobos, necesitan que la vida descienda hasta su nivel para sentirse cómodos, y es destruyendo la inteligencia y ensalzando la mediocridad como están a gusto. En España, el talento real está penalizado. Convierte a quien lo posee en automáticamente sospechoso. De ahí a la nefasta palabra élite, tan odiada, sólo media un paso, claro. Y la palabra fascista está a la vuelta de la esquina. 

¿Creen que exagero?… Echen un vistazo a los colegios, a los niños. Lo he escrito alguna vez: todo el sistema educativo actual está basado en aplastar la individualidad, la inteligencia, la iniciativa, el coraje y la independencia. En destruir a los mejores, con reproches incluidos a los padres: Luisa no habla con sus compañeras y prefiere leer, Alberto levanta demasiado la mano, Juan no juega al fútbol ni se integra en trabajos de equipo. Etcétera. Todo se orienta a rebajarlos al nivel de los más torpes, convirtiéndolos en rebaño sin substancia. No se busca ya que nadie quede atrás, sino que todos queden atrás. 

Ganarán los mediocres, no cabe duda. Suyo es el futuro, y se nota mucho. A ellos pertenece un mundo que los imbéciles –ni siquiera hay malvados en esto–, asistidos por sus cómplices los cobardes, fabrican a su imagen y semejanza. Por eso es tan admirable el tesón de quienes resisten: chicos, profesores, padres. Los que se mantienen erguidos y libres en estos tiempos de sumisión, rodillas en tierra y cabeza baja. Los que siguen necesitando referentes a los que admirar, nutrirse de libros, cine, ciencia, historia, literatura y cuanto sirva para obtener vitaminas con las que sobrevivir en el paisaje hostil que se avecina. Lecciones inolvidables de inteligencia y de vida. 

19 de agosto de 2018 

domingo, 12 de agosto de 2018

El sacerdote guapo

Era, probablemente, el cura más guapo que he visto en mi vida. Parecía un galán de Siguiendo mi camino o Las campanas de Santa María: delgado, alto, moreno, elegante. Y además, lo que ya era el colmo de la exquisitez canónica, a menudo vestía sotana. Hablo de mediados ya los años 90, así que háganse idea. Debía de rondar los cuarenta. A las feligresas de la parroquia –un lugar de la sierra de Madrid vagamente pijo en esa época–, y a algún que otro feligrés, recuerdo, las traía locas. Los domingos se ponía la iglesia de bote en bote, y las beatas de plantilla rivalizaban de pronto en celo místico. Como diríamos ahora, aquel sacerdote nuevo era un crack. Un figura. 

Nunca fui hombre religioso –la vida de reportero me vacunó contra eso–, pero siempre me interesó la historia de la Iglesia como pilar de la cultura occidental. Conozco razonablemente la patrología y los textos evangélicos, me he calzado encíclicas papales y leo a teólogos díscolos como Hans Küng, del que hablé alguna vez aquí. Me gusta conversar con sacerdotes inteligentes que permiten conocer el otro lado de la colina, y aquél lo era. Algún día fui a verlo oficiar, y saltaba a la vista que no era un cura progre. Decía misa a la manera conservadora, e incluso se revestía con ornamentos en desuso como el amito y otras prendas sacras. Casi parecía a pique de decir ite, missa est, en vez de podéis ir en paz. Bastante carca, para entendernos. Pero eso sí: cuando salía de la iglesia con su sotana bien cortada o con su elegante clergyman negro de cuello romano, parecía un galán de cine. 

Era muy educado y algo tímido. Más bien reservado. Conversamos varias veces –yo lo había hecho a menudo con su antecesor en la parroquia– y lo encontré amable y claro de ideas, aunque fueran las suyas. Cuando yo llevaba la charla a los extremos más reaccionarios de la Iglesia Católica, él se escabullía con mucha prudencia: celibato, aborto, teología de la liberación. Por ahí pasaba de puntillas. Casi nunca se pronunciaba de forma comprometida sobre esa clase de asuntos. Yo bromeaba provocándolo, y él sonreía discreto, miraba en torno y cambiaba de conversación. Fumaba mucho. Recuerdo que paseamos varias veces hasta un bar cercano, donde nunca lo vi probar una gota de alcohol, y en una ocasión sí hablamos más a fondo del celibato sacerdotal, del que se mostraba firme partidario. 

Justo por aquella época yo había publicado La piel del tambor. Esa novela estaba protagonizada por un sacerdote, el padre Quart, agente secreto del Vaticano, que es enviado a Sevilla para esclarecer el misterio de una pequeña iglesia local amenazada por la especulación que, en apariencia, mata para defenderse –la trama suena poco original a estas alturas, pero diré en mi descargo que se publicó antes de El código Da Vinci y de cuanto con ese estilo vino a continuación–. El caso es que mi personaje era un sacerdote guapo y elegante, y que el párroco al que me refiero se parecía un poco. Alguna vez saqué el asunto a relucir, pero sin profundizar mucho pues él no había leído nada mío. No era de lecturas laicas, me dijo alguna vez. Al final le regalé la novela. Ya me contará, páter, le dije –siempre llamo páter a los curas–. Y él la hojeó un poco mientras yo me preguntaba, en mis adentros y no sin malévola curiosidad, qué pasaría por su cabeza cuando el sacerdote de la novela viviera su tórrida historia de amor con la sevillana Macarena Bruner. Pero lo cierto es que me quedé sin saberlo. Pasaron dos o tres meses, nos vimos un par de veces, él no mencionó la novela y yo no le toqué el tema. Silencio administrativo. O no la ha leído, pensé, o no le gustó y calla por delicadeza. 

Un día, tras un viaje largo, fui a la iglesia a ver qué tal le iba, y encontré a otro oficiando la misa: un simpático abuelete aficionado al vino tinto, con el que acabé haciendo buenas migas. Y en los días siguientes me contaron la historia del cura guapo, o su desenlace. Se había fugado con una atractiva feligresa, que en el arrebato pasional abandonó a su familia. Se largaron juntos a un feliz paradero desconocido. Entonces creí comprender por qué el cura guapo no había dicho ni una palabra de mi novela. Se vio un poco reflejado en ella, quiero suponer. Y a veces me pregunto, en mi elemental vanidad de novelista, si aquella lectura pudo influir algo en su decisión. Ustedes lo comprenden, ¿verdad?… Me gusta imaginar que ayudé a que la Iglesia perdiera un pastor de almas y el amor ahorcase una sotana. 

12 de agosto de 2018 

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Libros citados en el artículo:

domingo, 5 de agosto de 2018

Pizzámide Cuatro Keops

He escrito alguna vez que hay cosas que te reconcilian con el mundo en el que vives. Y son muchas. A ver quién soporta, si no, la que está cayendo y la que va a caer. Así que hoy quiero compartir con ustedes uno de esos analgésicos. Nada tiene mío, pues pertenece por derecho propio a los alumnos, chicos y chicas de 11 a 12 años, que el curso pasado hicieron 6º de Primaria en el colegio Rufino Blanco de Madrid. Y se debe a su profesor de lengua, que se llama Jesús Huertas y que, a principios de curso, para familiarizarlos con los diccionarios y las definiciones, tuvo la estupenda idea de que sus alumnos hicieran lo que llamó Díccese: un diccionario ilustrado a base de definiciones propias. Lamento no poder incluir las ilustraciones aquí, porque son magníficas, ni todos los ingeniosos resultados, pero sí algunos de ellos. Lo que demuestra, una vez más, que mientras haya buenos maestros capaces de estimular la inteligencia de sus alumnos seguirá habiendo esperanza. 

Pala delta: díccese del deporte extremo que se practica con una herramienta de jardín. 

Camarrón de la Isla: díccese del cantante flamenco adicto al ron. 

Móbil Dick: díccese del teléfono que usan las ballenas para comunicarse entre ellas. 

Antonio Manchado: díccese del poeta que por su ímpetu en la escritura siempre acaba sucio de tinta. 

Regordimiento: díccese de cuando has comido demasiado y te arrepientes al subir a la báscula. 

Pedito caliente: díccese del último perrito caliente que te comerías. 

La Dama y el Nauseabundo: díccese de la película sobre una hermosa perrita y un perro que da náuseas. 

Las meninas del rey Salomón: díccese de las doncellas del famoso rey de África. 

Arthur Coñac Doble: díccese del escritor que por no matar a Sherlock Holmes se tuvo que refugiar en el licor. 

El Llavero Solitario: díccese del llavero que llevan los cowboys para no perder las llaves del rancho cuando están totalmente solos. 

Vacabunda: díccese del mamífero que vive en la calle. 

Julio Verde: díccese del escritor francés principalmente conocido por su inmadurez. 

Limón-hada: díccese del cítrico al que le gusta conceder deseos. 

El Recorte Inglés: díccese del nombre con el que se conoce el Brexit en España. 

Logopedo: díccese del psicólogo que te ayuda a expulsar gases. 

Dora la Explotadora: díccese de la estrella de la televisión que maltrata a sus amigos. 

Truco de Mafia: díccese del acto criminal que realiza un mago. 

Raperro: díccese del can que sabe rimar y ladrar con mucho estilo. 

Helado Oscuro: díccese del helado abducido al lado oscuro de la fuerza. 

Barbiería: díccese del sitio donde van nuestras muñecas a depilarse. 

Matamáticas: díccese de la asignatura que se estudia en los colegios de asesinos.  

Campeste: díccese de la persona que vive en la naturaleza y no se ducha porque no tiene mamá. 

Ostragodo: díccese del molusco que invadía Italia peleando por su patria. 

Berengenio: díccese del fruto de color morado no comestible por su mal carácter. 

Aguasiestas: díccese de quien te despierta a las horas más inoportunas. 

Buenas viboraciones: díccese de lo que siente la víbora cuando va a morder a alguien. 

El perro de Basketville: díccese de la mascota de origen inglés de un equipo de la NBA. 

Pitrufo: díccese del hombrecito azul al que la trufa se le sube a la cabeza. 

Mosquiteros: díccese de los mosquitos que luchan por la paz de la ciudad. 

Azupena: díccese de la flor que siempre está triste. 

Maní-pulador: díccese del fruto seco de origen argentino que controla o manipula los actos de la gente. 

Caperucita Coja: díccese del personaje al que el lobo ha devorado una pierna. 

La vuelta al mundo con 80 tías: díccese del viaje que se hace con 80 hermanas de tus padres. 

Pizzámide Cuatro Keops: díccese de la pizza favorita de Marco Antonio y Cleopatra. 

5 de agosto de 2018