domingo, 30 de diciembre de 2018

La Nochevieja en que bailé con putas

La historia la conté en esta página hace veintiún años, así que muchos de ustedes no la recordarán, o lo más probable es que no la leyeran nunca. Yo mismo la tenía casi olvidada hasta que una querida compañera de esos territorios comanches que anudan para siempre lazos de afecto y lealtad, Berna González Harbour, me la recordó hace poco. Y hoy me ha vuelto a la cabeza al considerar que mañana, último día del año, habrán transcurrido veintinueve tacos exactos de almanaque desde que ocurrió. Y fue en Rumanía, durante la revolución de 1989. 

Había sido una triste Nochebuena, con tiroteos y demasiados muertos en las calles heladas de Bucarest. No éramos muchos los reporteros que cubríamos aquello, y el trabajo era difícil y peligroso. Los miembros de la tribu de enviados especiales –casi todos nos conocíamos de otras guerras– habíamos establecido el cuartel general en el hotel Intercontinental, donde los servicios eran pocos y las provisiones escaseaban; pero había teléfonos que funcionaban y agua caliente. Eran días tristes y duros, como digo, y las fechas no mejoraban los ánimos. Además, los francotiradores nos habían matado a dos compañeros: Jean Pierre Calderón –viejo amigo del Líbano– y a otro cuyo nombre no recuerdo. 

De mutuo acuerdo, decidimos no pasar el último día del año como habíamos pasado la Navidad, tumbados cada uno mirando el techo de su habitación: Julio Alonso, Alfonso Rojo, Ulf Davidson, Josemi el Chunguito, Hermann Tertsch, los hermanos Dalton y algún otro. Las reporteras españolas eran Berna, Carmen Postigo y Carmen Romero, y las tres acogieron la idea con entusiasmo. Había que levantar la moral, así que nos pusimos a organizar una fiesta. El problema era que éramos demasiados nosotros y pocas nosotras. No había paridad, como se dice ahora; y puestos a no haber, tampoco había comida adecuada, tabaco ni alcohol. Por suerte yo tenía fichado como chófer e intérprete a Nilo, un ex proxeneta rumano que era un auténtico canalla, pero utilísimo en tales circunstancias, pues lo mismo conseguía gasolina que sobornaba a un policía o robaba un coche para TVE. 

El caso es que le planteé la cosa a Nilo, abaniqué su cara de cemento con unos dólares extra y me dijo no hay problema, jefe. Yo me encargo. Al día siguiente teníamos en mi habitación botellas de whisky y de ginebra, cartones de tabaco y latas de conserva. Quedaba pendiente el asunto femenino, el de la paridad, y para resolverlo, guiado por Nilo, visité los mejores burdeles de la ciudad entrevistando a dieciocho candidatas de las que, al fin, elegí a ocho. No se trata de acostarse con los compañeros o las compañeras, advertí, sino de cenar, bailar y pasarlo bien. Que quede claro que acudís como chicas libres. Para ellas no era ninguna tontería, pues todas habían trabajado de chivatas para la Securitate, estaban asustadas y no se atrevían a salir. Que las devolviéramos a la vida social en el mejor hotel las rehabilitaba y ponía de nuevo en circulación profesional. Y además, cobraban. 

Alquilamos entre todos una suite del hotel y fue un éxito: una fiesta estupenda. Y como ya he dicho que hace veintiún años la conté aquí mismo, me parece tonto hacerlo hoy de otra manera. Así que me limitaré a recordar lo que escribí entonces: 

Música, baile, humo de cigarrillos, conversación. Las reporteras hembras mostraron una generosidad y un tacto admirables, y los varones, hasta quienes estaban más mamados, no perdimos los papeles. Una enorme china de chocolate hizo su aparición y fue debidamente honrada. A las doce en punto, desde la terraza, los más eufóricos le tiraron bolas de nieve al de la CNN que estaba en la calle, emitiendo en directo. Luego los novios de las chicas vinieron a buscarlas y los invitamos a unas copas, y al final se sumaron también los camareros en mangas de camisa, y la gente se iba quedando cocida o dormida en los sofás y los sillones, y algunos cantaban en grupos, y otros salían a la terraza cubierta de nieve a ver amanecer. Y todavía subieron los soldados que estaban de centinela en las barricadas cercanas al hotel. Y hubo un momento en que todos, soldados, macarras, camareros, putas y periodistas, estábamos cocidos pero muy tranquilos y muy a gusto, y nos pasábamos los brazos por los hombros, y cantábamos en varias lenguas distintas canciones melancólicas y canciones de amor. Y los macarras, agradecidos, nos ofrecían irnos a la cama con sus chicas, pero nadie aceptaba la oferta porque era otro plan. Les dábamos un abrazo a ellos y besábamos a las chicas y decíamos que, no, gracias, que no era necesario, que así estábamos bien. Y ellos sonreían un poco, entre desconcertados y amistosos. Y nos daban fuego al cigarrillo. 

30 de diciembre de 2018

domingo, 23 de diciembre de 2018

Cuando las reglas son las reglas

A veces la vida te regala cosas, y una de ellas son los amigos. Me refiero a amigos de verdad, sólidos y fiables, de ésos a los que, como escribió no recuerdo quién, puedes llamar a las cuatro de la mañana diciendo «me he cargado a un fulano» y se limitan a responder «voy para allá con una pala». Lo cierto es que la pala no me hizo falta nunca, o de momento, pero sí tuve ocasión de que acudieran cuando los necesité, o de acudir yo cuando me necesitaron. Tales son las reglas. 

Acabo de regresar de México, donde me he visto con varios de esos amigos: el novelista Xavier Velasco, mi antiguo editor Fernando Esteves y algún otro. Y sin esperarlo, por casualidad y esta vez durante sólo diez minutos para darnos un abrazo, con mi casi hermano sinaloense –mi carnal, como dicen allá– el escritor Élmer Mendoza. Élmer, que acaba de cumplir los 69 tacos, es catedrático de literatura y miembro de la Academia Mexicana de la Lengua, novelista de gran éxito y autor respetadísimo –lo llaman patriarca de la literatura norteña– porque fue el primero en fijar por escrito el habla de la frontera y el efecto del narcotráfico en el fascinante idioma español que allí se maneja. Un fulano capaz de decir sin complejos: «Me gusta la palabra narcoliteratura porque los que estamos comprometidos con ese registro tenemos las pelotas para escribir sobre ello, porque crecimos allí y sabemos de qué hablamos». 

Somos amigos desde hace 18 años, cuando me llevó de la mano para que me empapara bien del origen de Teresa Mendoza, mi Reina del Sur. Por eso aparece como personaje real en la novela, con nuestros compadres Julio Bernal y el Batman Güemes, y una buena parte de los escenarios de Sinaloa que ambientan la novela los conocí gracias a él. En aquellas semanas y meses en los que se forjó nuestra amistad, cuando yo caminaba a su lado anotando cuanta palabra escuchaba y él traducía para mí, incluidas las suyas propias, fui un hombre feliz, pues la novela que sólo era un proyecto y unos personajes en mi cabeza fue tomando forma, creciendo en estructura y páginas hasta hacerse realidad. A él se la debo, y sin él jamás habría podido escribirla. Sin su compañía nunca habría comprendido las palabras de aquella rola de Los Tigres del Norte, o Los Tucanes, o no recuerdo quién: Saben que soy sinaloense, ¿p’a qué se meten conmigo? 

Con él anduve días y noches por garitos, cantinas y puticlubs de Culiacán: La Ballena, el mítico Don Quijote –donde te pasan el detector de metales a la entrada–, el téibol Lord Black y otros antros frecuentados por lo peor de cada casa. Y sé cómo lo respetan en su tierra; incluso, o en especial, los narcos. Cuando nos conocimos él había escrito ya Un asesino solitario; y sus siguientes novelas, en especial la serie protagonizada por el Zurdo Mendieta, lo situaron en un altar comparable al del santo bandido Jesús Malverde que se venera en Culiacán. El mismísimo Chapo Guzmán prohibió que lo tocaran. Pude comprobarlo en mis siguientes visitas: en una tierra de campesinos semianalfabetos, traficantes y violencia, donde morir de un balazo es morir de muerte natural, Élmer es un prestigioso profesor universitario que sale en la tele, habla de libros y de cultura, y menciona el narco con la objetiva ecuanimidad de quien conoce su realidad, causas y efectos. He visto a patrulleros corruptos, de los que se acercan en busca de mordida con la chamarra cerrada para ocultar el número de placa, cuadrarse al reconocerlo. Y he visto a narcos con el bulto de la pistola en la cintura, de los que apenas respetan nada sobre la tierra, saludarlo con una inclinación de cabeza o dejarle pagada una copa. 

Lo he contado alguna vez. Mi mejor recuerdo de Élmer, porque sucedió la noche en que empecé a conocerlo de verdad, tuvo lugar en el Don Quijote. Estábamos en nuestra mesa cuando el camarero, señalando a dos tipos bigotudos y patibularios, de ésos que al entrar nadie cachea porque es evidente lo que llevan encima, nos puso dos tequilas en la mesa. «Invitan los señores», dijo. Yo sabía que Élmer, con úlcera de estómago por esa época, no bebía alcohol. Lo sabía todo Culiacán. Sin embargo, sin vacilar, tomó su caballito de Herradura Reposado, lo alzó en dirección a los dos sujetos y lo bebió de un trago, impasible. «Son las reglas, carnal», me dijo poniendo el vaso vacío sobre la mesa. Y vi que, desde la suya, los dos fulanos asentían agradecidos, muy aprobadores y muy serios. Con todo el respeto del mundo. 

23 de diciembre de 2018

domingo, 16 de diciembre de 2018

Piratas, combates y barcos perdidos

Hace un par de meses comenté aquí las películas del Oeste que de una u otra forma marcaron mi vida; y más tarde, a petición de algunos amigos, prometí repetir el asunto con otros géneros. Recordé ayer el compromiso viendo Cuando todo está perdido, una de las peores películas del mar que me calcé nunca, con Robert Redford encarnando a un marino solitario en una interpretación tan poco realista, tan ajena a los principios básicos de la navegación, que hasta un espectador de tierra adentro comprende que es normal que todo se pierda, e incluso llega a desear con plena justicia que el protagonista se ahogue, por incompetente. 

Voy a mencionar hoy 28 películas sobre el mar. No son las mejores ni todas las que me gustan, pero están entre mis favoritas. Las vi en cines de antes, con pantalla grande, y dos marcaron mi infancia marinera. Una es El misterio del barco perdido, con la que el niño que yo era asoció la figura de Gary Cooper y sus chaquetas con botones dorados a los capitanes mercantes que, por razones familiares, ya admiraba sin reservas. La otra fue El mundo en sus manos: Gregory Peck, Anthony Quinn y la carrera de las dos goletas, la Peregrina quitándole el viento por barlovento a la Santa Isabel, y la música, y la emoción que todavía, a mi edad y con alguna mar navegada, me asalta cada vez que veo tan formidable escena. 

Del mar y la antigüedad tengo dos debilidades: Jasón y los argonautas y Los vikingos –estupendos Kirk Douglas y Tony Curtis–. Y en cuanto a la Segunda Guerra Mundial, hay muchas que me gustan, pero siete ocupan lugar especial en mi memoria: Hundid el Bismarck, La batalla del Río de la Plata –la primera vez que estuve en Montevideo tenía el Graf Spee en la cabeza–, Mar Cruel, El zorro de los océanos –¡John Wayne como capitán mercante alemán!–, la extraordinaria No eran imprescindibles,de John Ford, la claustrofóbica y soberbia Náufragos, de Hitchcock, y la que tal vez sea para mí la mejor de todas, Duelo en el Atlántico: un épico desafío a vida y muerte entre un destructor norteamericano, cuyo capitán es Robert Mitchum, y un submarino alemán bajo el mando de Curd Jürgens. 

Los motines en el mar también dan de sí. El motín del Caine y Motín en el Defiant son muy buenas, y sus dos sombríos capitanes, encarnados por Humphrey Bogart y Alec Guinness, forman espléndido trío, o cuarteto, con el capitán Blight, comandante del HMS Bounty en Rebelión a bordo, sobre el que sigo dudando quién me roba más el corazón: el Charles Laughton de la versión de 1935 o el Trevor Howard de 1962. Y pasando de motines y navegación a vela a la época naval casi napoléonica, o sin casi, es inevitable mencionar otra buena película y una obra maestra. La primera es La fragata infernal, basada en el relato Billy Budd de Melville. Y la otra, seguramente la mejor de guerras navales a vela de todos los tiempos, es Master & Commander, con Russell Crowe interpretando al mítico capitán Jack Aubrey; una de las pocas, por cierto, donde la terminología naval, o su doblaje, no incurre en disparates del tipo «amurad escotas» o «izad velas a barlovento» tan frecuentes en el género, pues la versión española fue supervisada por mi amigo Miguel Antón, brillante traductor de novelas de Patrick O’Brian. 

Se acaba la página y quedan muchas, así que resumiré cuanto pueda. Moby Dick, de John Houston, es otra indiscutible obra maestra, como lo es La última noche del Titanic, la mejor de las realizadas sobre esa tragedia. De marinos y niños, sin duda Capitanes intrépidos. De piratas, La isla del Tesoro –la versión con Wallace Beery como Long John Silver es mi preferida–, El Cisne Negro y El capitán Blood, joya del género, en la que un soberbio Errol Flynn encuentra perfecto oponente en el malvado pirata Levasseur interpretado por Basil Rathbone. También hay un thriller náutico-policial que me gusta mucho, El buque faro, con Robert Duvall haciendo de malo malísimo. Peter O’Toole protagoniza Lord Jim de forma inolvidable, y La tormenta perfecta es una estremecedora historia de mar y marinos de verdad. En El gran azul descubrí para toda la vida al mejor Jean Reno. Y Tener y no tener, con Humphrey Bogart y Lauren Bacall –hay otras versiones peores, con John Garfield y con Audie Murphy–, es una de las tres o cuatro grandes películas que en caso de naufragio llevaría a una isla desierta. Aunque, puestos a ir a esa isla, con quien iría sin dudarlo es con la Sophia Loren que emerge del agua, mojada la blusa, en la primera y fascinante secuencia de La sirena y el delfín

Cine del mar, en fin. Cine con sabor a sal, a vida y a aventura. Cine de toda la vida.

16 de diciembre de 2018

domingo, 9 de diciembre de 2018

Payasadas y viento de levante

Lo escuché ayer en la radio, a un fulano: «La payasada que hicimos en Perejil», dijo. Y me quedé un rato pensando en cómo la ignorancia, a menudo aliada con la estupidez, alumbran frases como ésa. Me quedé pensándolo porque sobre esa payasada de Perejil conozco dos cosas. Una es el lugar, islote de soberanía española pegado a la costa de Marruecos, que el 11 de julio de 2002 fue tomado por fuerzas marroquíes y seis días más tarde recuperado por tropas españolas. Me es familiar porque en otro tiempo lo sobrevolé y navegué de cerca con Vigilancia Aduanera. Y la otra cosa que conozco bien es la operación militar que zanjó el asunto. Así que, como llamar a aquello payasada me toca el trigémino, voy a recordarles a quienes lo ignoran, o lo han olvidado, lo que ocurrió allí. 

Y lo que ocurrió es que había una crisis diplomática entre Marruecos y España, y el primero decidió dar un pequeño golpe de fuerza ocupando con algunos soldados el islote desierto, que por viejos tratados decimonónicos –y con absoluta injusticia geográfica– pertenece a España. Esos incidentes suelen resolverse en la mesa de negociación, pero eran malos tiempos para la lírica. Así que el gobierno Aznar, que era quien mandaba entonces, decidió recuperarlo por las bravas. La decisión de hacerlo así podría ser discutible, o no; Aznar puede ser calificado de lo que cada cual le reserve, y su ministro de Defensa Federico Trillo, el del Yak, no fue el que más lustre dio a su cargo. En todo eso estamos de acuerdo; pero el hecho concreto es que los 27 hombres y una mujer del Grupo de Operaciones Especiales y los pilotos de helicópteros a quienes se ordenó recuperar Perejil eran soldados españoles que, cumpliendo órdenes y sin saber cuántos marroquíes había en el islote y en los cercanísimos acantilados que lo dominan desde tierra firme, volaron de noche a quince metros de altura sobre el Estrecho para no ser detectados, pasaron sobre un buen número de barcos de guerra españoles y marroquíes concentrados en la zona, y a las seis de la mañana, con un viento de 90 kilómetros por hora que zarandeaba los helicópteros, a oscuras y viendo verde a través de sus gafas de visión nocturna, arrojaron sus mochilas sobre las escarpadas rocas y después saltaron ellos, tiznado el rostro, cargados de armas y equipo de combate, desde tres y cuatro metros de altura. Y luego, con sólo gritos en español y francés y los puntos rojos de sus miras láser bailando en los cuerpos de los adversarios, sin pegar un tiro aunque estaban autorizados para hacerlo, redujeron a los seis soldados que Marruecos había dejado allí, izaron la bandera española y, en espera de una unidad de la Legión que debía relevarlos entrado el día, se atrincheraron lo mejor que pudieron. 

Conozco Perejil, como digo, y les aseguro que imaginarlo acojona: un pequeño islote, y arriba, a pocos metros, los acantilados de tierra firme desde donde los marroquíes podían machacar cada roca y cada palmo de terreno. Y aquellos 28 soldados en la oscuridad y luego en la incierta luz del alba, las armas en las manos, mirando hacia arriba sin saber, o suponiendo, lo que podía caerles encima si Marruecos encaraba el órdago. Imagínenlos en esos momentos en que las agujas del reloj parecen paradas, veintisiete hombres y una mujer con la boca seca y los dientes apretados, esperando. Pensando en lo que se piensa en situaciones como ésa. En lo a gusto que estarían en cualquier otro lugar de la tierra. En los familiares –por seguridad, a nadie se había informado de la operación–, que a esa hora dormían sin saber que marido, novia, hijo, padre, estaba en el culo del mundo, esperando el ataque, los bombazos, los disparos que podían mandarlo al diablo. 

Nada ocurrió, al fin. Final feliz. Aunque hoy muchos lo niegan, recuerdo la satisfacción de casi toda España –sólo Izquierda Unida y los políticos vascos y catalanes criticaron la acción– cuando se supo la noticia. Ahora el tiempo ha pasado, el infausto recuerdo de Aznar y Trillo contamina demasiadas cosas, incluido Perejil, y algunos de quienes ignoran los detalles de aquello, o prefieren ignorarlos, se permiten llamarlo payasada. Y, bueno. Quizá Aznar y su ministro de Defensa no estuvieran, a menudo, lejos de la pista de un circo. Pero los doce pilotos de helicóptero y los veintisiete hombres y una mujer que hace dieciséis años saltaron a oscuras sobre un islote rocoso, jugándose la vida en la costa misma de Marruecos, merecen toda admiración y todo respeto. Eran soldados, eran profesionales, eran valientes. Y eran los nuestros. 

9 de diciembre de 2018

domingo, 2 de diciembre de 2018

El librero de Venecia

Confieso que he dudado antes de encabezar este artículo con el título que lleva, pues me parecía algo sobado. El librero de Venecia suena a novela de las que ahora llenan las mesas de novedades; esos títulos basados en un oficio o actividad y una localización geográfica –no entro a valorar calidad, pues entre ellos hay de todo– que desde hace unos años se han puesto de moda y que parecen una combinación de tópicos faltos de imaginación por parte de autores y editores, perfectamente combinables entre sí, estilo cubo de Rubik: El carpintero de Auschwitz, La violinista de Estambul, La taxidermista de Shanghái, El fontanero de Mauthausen, La mecanógrafa de Cáceres. Me daba apuro, insisto, pero es que hoy quiero hablarles exactamente de eso; de un librero al que conocí hace unas semanas en Venecia. Así que no me quedaba otra que titular por el tópico. El tópico Da Vinci. 

Callejeaba por esa ciudad, como suelo hacer cuando voy, esperando la hora de ir a mi restaurante favorito a zamparme unos espaguetis con botarga. Antes me había dejado caer por la deliciosa librería Acqua Alta, cerca de Santa María Formosa, que gracias a que sale en las guías turísticas como visita obligada estaba llena de gente, lo cual es insólito y formidable, tratándose de un lugar donde se venden libros. Y al regreso, continuando hasta la calle del Paradiso, di con el escaparate de una pequeña librería que me era desconocida pese a que llevo treinta años pateando calles venecianas: Librería Filippi. Había en el escaparate, entre libros de historia, música, arquitectura, arte y postales antiguas, un viejo libro sobre el impresor Aldo Manuzio que me interesaba, y entré a comprarlo. Sentado al fondo, entre pilas de volúmenes más o menos polvorientos, había un tipo canoso y barbudo, leyendo Curiosità Veneziane de Tassini, que alzó la vista y me miró con la desgana de quien se ve interrumpido por un turista. Pero cuando oyó decir «Aldo Manuzio» se le iluminó la cara. 

Siguió una larguísima conversación –o más bien monólogo– de tintes surrealistas. Porque don Franco Filippi, el librero, resultó ser, no ya un aficionado, sino un apasionado fanático del impresor que, a caballo entre los siglos XV y XVI, revolucionó el arte de su oficio con ediciones de clásicos griegos, latinos e italianos, impresos con la bellísima tipografía que hoy seguimos llamando aldina, inspirada, o así lo afirma la leyenda, en la letra manuscrita de Petrarca; y que, entre muchos otros libros, alumbró uno de los más raros y hermosos de su tiempo: la Hypnerotomachia Poliphili. El caso es que el señor Filippi, feliz por tener alguien con quien conversar sobre su ídolo, del que demostró saberlo todo y un poco más, se pasó la siguiente media hora –treinta y dos minutos de reloj– asestándome una documentada e interesante conferencia sobre su impresor favorito, en la que apenas pude introducir algunos monosílabos y un par de conjunciones adversativas. Veneziani si nasce o si diventa?,argumentaba don Franco defendiendo la ciudadanía de su héroe impresor, adobada la charla con anécdotas, datos biográficos y técnicos, torrenciales opiniones sobre éste o aquel aspecto de sus trabajos. Yo estaba fascinado, pero temía que me cerrasen la cocina del restaurante de los espaguetis; así que de vez en cuando intentaba pagar el libro y tomárselo de las manos donde lo agitaba como prueba de cuanto decía; pero él lo tenía bien trincado y no lo soltaba. Yo tiraba, y cada vez él lo aferraba más fuerte. «Los presuntos expertos en Manuzio –decía, amargo– no tienen ni la más remota idea. He ido desmontando todas sus tesis una por una. Hubo un congreso sobre él y no me invitaron. Asistí como simple público, y cuando llegaron las preguntas tuve todo el rato la mano levantada. Pero hacían como que no me veían. Son unos ignorantes y me tienen miedo». 

Conseguí, al fin, arrebatarle el libro, pagar –se le había olvidado cobrármelo, y creo que le daba igual– y despedirme tras jurar por los Adagia de Erasmo que volvería para continuar la charla. Me dejó ir con un apretón de manos y una sonrisa satisfecha, feliz por haberse cobrado una víctima que le parecía dócil y simpática, capaz de encajar treinta y dos minutos aldinos y sobrevivir al asunto sin daños cerebrales visibles. Y me fui calle del Paradiso abajo, acariciando el libro tan heroicamente adquirido. Pensaba que, de haberlo conocido treinta años antes, el librero veneciano Franco Filippi habría figurado con todos los honores en mi novela El club Dumas, sin la menor duda. En realidad, concluí con una sonrisa, parecía haber salido directamente de ella. 

2 de diciembre de 2018

domingo, 25 de noviembre de 2018

Sonarse con las banderas

Hace dos o tres semanas asistí de lejos, aunque con curiosidad sociológica, a la polémica que se desató cuando un presentador de televisión, cómico o algo parecido, se sonó las narices en una bandera de España. Saltaron unos y otros a favor o en contra, haciendo del asunto, como acostumbramos aquí, cuestión de tuyos o míos, de demócratas y fascistas, de bronca y guerra civil. Es un gracioso provocador, decían unos. Es un mierdecilla sin puta gracia, decían otros. Etcétera. 

Llevo unos días pensándolo, pero vayan por delante un par de cosas. Una es que no soy imparcial, pues tengo algún amigo humorista vitriólico a cuyo lado el fulano de los mocos y la bandera –que acabó pidiendo excusas– es un pastorcillo de Belén. Sirvan de ejemplo Edu Galán y Darío Adanti, dos desaprensivos que, como dije alguna vez, no respetan ni a la madre que los parió; y a quienes los jueces, cuando sobreviven al ictus que suele provocarles sus espectáculos, atizan multas criminales. Quiero decir que ellos sí son humoristas cimarrones, sin dios ni amo, que en vez de buscar el aplauso fácil se la juegan de verdad, pues lo mismo se niquelan el ojete con la bandera española y la estelada catalana que llaman a la madre Teresa de Calcuta puto cacahuete y se descojonan del Islam. 

Lo otro es lo que pienso de las banderas. Y ahí, si me permiten la discreta chulería, tal vez tenga cierta experiencia, pues durante buena parte de mi vida vi destriparse bajo unas y otras. Quiero decir que lo mío no viene sólo de leer a Kapuscinski, y podría resumirse en que vi a demasiado sinvergüenza envolverse en banderas, como para respetarlas sin reservas, y a demasiada buena gente morir por ellas, como para despreciarlas sin reparos. Las miro con un educado escepticismo que no excluye el respeto, no por ellas sino por quienes las respetan, ni disipa el desprecio, no por ellas sino por quienes las usan con vileza. Las miro, en fin, no con equidistancia sino con ecuanimidad, que no es lo mismo; pero nunca se me ocurriría insultarlas. Valgan como ejemplo, por no centrarnos en la española rojigualda –tan polémica a ratos como la republicana, pues bajo ambas tuvimos héroes y verdugos–, las antiguas barras del reino de Aragón en las que hoy se envuelven Pujol, Mas y Puigdemont, pero bajo las que en el siglo XIV combatieron en Oriente las compañías almogávares. O la ikurriña vasca, a cuya sombra una pandilla de asesinos analfabetos sembró el terror durante años, pero que también ondeó en los dos pequeños pesqueros armados de la Euzkadiko Gudontzidia que el 5 de marzo de 1937 libraron frente al cabo Machichaco un desigual, heroico y suicida combate contra el crucero franquista Canarias

De todas formas, cuando hablamos de provocación algo deberíamos tener en cuenta. Los que de verdad disparan contra todo son pocos. Lo que hacen casi todos es buscar el aplauso fácil de sus habituales, a quienes procuran no ofender jamás. Si en un programa de televisión un fulano se limpia los mocos en una bandera que no ama, lo hace porque a su público, el de esa cadena, el que lo sigue en Twitter, Facebook o en donde sea, le gusta o lo tolera. Incluso lo exige. Y una cosa son las ideas, reales o fingidas, y otra jugarse los garbanzos. Quien ve una televisión o sigue en las redes sociales a tal o cual personaje sabe a qué se expone. Conoce lo que puede esperar de él, y a ese público va destinado lo que el fulano en cuestión dice o hace. Si en España hay también humoristas basura, es porque hay un público que los jalea. Así que no veo por qué han de ofenderse aquéllos a quienes no va destinada la basura, siempre y cuando esa basura no vulnere las leyes vigentes. Sin embargo, dentro de lo legal cada uno es libre de elegir. Basta con no ver esa televisión o no seguir a Fulano o Mengana en las redes sociales. Los disidentes, por su parte, también pueden sonarse en donde quieran, incluso en la foto del que se suena. Nadie lo impide, y sonarse es un acto libre. 

A menudo olvidamos que lo importante es elegir bien lo que uno ve, más que criticar o controlar lo que ven otros. Porque en eso consiste la libertad: en seguir a quien te dé la gana o en ignorarlo. Cuando eres espectador de alguien sabes a lo que te expones cuando te da exactamente lo que esperas; aquello por lo que estás allí y no en otro lugar. Así que, con no verlo, asunto resuelto. Y si lo ves, pues oye. Asume lo que caiga. Que cada uno vea lo que prefiera ver, y que su humorista favorito se suene con lo que le salga del cimbel. Evitarlo es tan sencillo como darle a las teclas silenciar o bloquear de Twitter. O ver otra tele. 

25 de noviembre de 2018

domingo, 18 de noviembre de 2018

No hablar farfullo es de fascistas

Se me ha estropeado la visión, pienso cuando veo el cartel de entrada al pueblo. Tengo que ir al oculista, pues veo menos que el topo Gigio, o como se llame ahora. El caso es que me froto los ojos, miro de nuevo y resulta que no. Atalayo como un lince. Lo que pasa es que donde ponía Villaconejos del Mar Menor pone ahora Biyaconeho del Mamenó. Me desconcierto y pregunto a un señor que pasa por allí. «Es que ahora rotulamos –responde– en lo que llaman farfullo mursiano: el habla de los pescadores de calamares con potera de Mazarrón, que ahora se está recuperando. Es un bien cultural así que queremos darle rango de lengua autonómica». Le doy las gracias, me adentro en el pueblo y compruebo que en efecto: carteles de Se dan clases de farfullo, el rótulo Arrejuntamiento en el ayuntamiento y grafitis reivindicativos en las paredes: El farfullo son nuestras raíces, No hablar farfullo es de fascistas… Cosas así. Hasta los municipales llevan rotulado Pulisía en la gorra. Y cuando entro en un bar a pedir una cerveza, el camarero me pregunta: «¿La quiés de folletín o esclafá?». 

Me despierto, acojonado. Pero no por la pesadilla, sino porque se empieza a parecer a la realidad; o más bien la realidad empieza a convertirse en pesadilla. Dirán ustedes que exagero, pero igual parece menos exagerado si les cuento que conozco al menos tres universidades donde el presupuesto destinado al estudio y fomento de lenguas autonómicas y también de viejas hablas populares, fablas, dialectos, farfullos, jergas rústicas, minoritarias o como quieran llamarlas, duplica el destinado a los departamentos de lengua castellana o española. Y no se trata, insisto, sólo de idiomas tradicionales y asentados como el gallego, el euskera y el catalán, lo que a algunos podría parecer razonable, sino también de cualquier parla local, minoritaria, rural deformación de lenguas cultas o residuo de hablas rústicas, en natural trance de desaparición al haber perdido su objeto y ser desplazadas por el más eficaz y común castellano; y que, ahora, grupos de activistas lingüísticos pretenden no sólo recuperar –lo que nada tiene de malo–, sino imponer a toda costa; lo que ya es menos tranquilizador y, sobre todo, mucho menos práctico. 

Dirán ustedes que hay distancia entre el amor por las viejas palabras y dichos locales que escuchamos de niños, el noble deseo de conservarlos, y su imposición a toda costa: el afán de situarlas por encima de las lenguas prácticas que nos son comunes y que, por complejas razones históricas, acabaron siendo el castellano y, en segundo lugar, los tres grandes idiomas autonómicos. Pero la explicación al disparate, al abismo entre razonable arqueología lingüística y descojonación de Espronceda, es sencilla; para algunos –cada vez más–, el farfullo y sus equivalentes se han convertido en una forma de vida. En un negocio. Mientras el latín, el griego y la lengua española, desprovistos de recursos, son borrados de los planes escolares por un Estado que roza ya la imbecilidad absoluta, La Asosiasión Farfullera del Mamenó, o la que aparezca en cada sitio, consigue nutritivas subvenciones; pues a ver qué gobierno autonómico, ayuntamiento o universidad se atreve a negar viruta a quienes rescatan el rico patrimonio cultural local, sea fabla de pastores del Moncayo o chamullo de pescadores de La Caleta. O sea, cultura popular y democrática hasta las cachas, y no esas lindezas elitistas grecolatinas o como se llamen, ni esa lengua castellana fascista en la que Franco firmaba sentencias de muerte. Da igual que las palabras y expresiones farfulleras aludan a cosas que ya no existen o no se usan. La cosa es volver a las raíces de los pueblos y las gentes. Y si tal palabra está olvidada o nunca existió, se inventa y a chuflar a la vía. Para eso están las universidades, las cátedras por venir, los diccionarios por subvencionar, las campañas pagadas de Fablemos lo nuestro, los maestros que dedicarán su esfuerzo a la útil tarea de que sus alumnos, en vez de alcachofa, aprendan a decir alcasilico; o, como sus antepasados analfabetos de hace un par de siglos, «ráscame er ojete subío a la pareta, sagal», que emociona mucho. Porque, cuidado con eso, no siempre la cultura oficial es la verdadera cultura. Y, como sabe todo cristo –y si no lo saben, asómense a Twitter–, la democracia no será plena en España hasta que en toda autonomía, en toda ciudad, en todo pueblo, cada chucho se lama su badajo. 

Menos mal que acabo de cumplir 67 tacos de almanaque y me queda poco en esta juerga. Y menos, habiendo aeropuertos. Pero ustedes, sobre todo los jóvenes, se van a divertir. Con el farfullo y con todo lo demás, ya verán. Se lo van a pasar de puta madre. 

18 de noviembre de 2018

domingo, 11 de noviembre de 2018

Picasseando Guernicas

No hace mucho hablé aquí de los articulistas parásitos que, a falta de ideas o vida propia, llenan páginas criticando lo que dicen o escriben otros, o lo que las redes sociales dicen que han dicho, y lo hacen sin molestarse en conocer el argumento original. Como para confirmarlo, eso ocurrió de nuevo hace unos días cuando, interrogado por un periodista sobre mi última novela, expresé la documentada sospecha de que Picasso no pintó el Guernica por patriotismo, sino por dinero. Era evidente que ninguno de los indignados guardianes del espíritu picassiano había leído el libro, donde el pintor aparece en un par de capítulos, tratado con suave humor y todo el respeto que como inmenso artista merece. Pero daba igual. Según esos bobos, al hablar del dinero cobrado yo ofendía al artista. Y claro. Por lógica inferencia, y ahí está el punto, también ofendía de rebote a toda la izquierda; y con ella, a la parte más noble y admirable de la humanidad en general. Etcétera. 

Así que, con permiso de ustedes y goteante el colmillo, voy a poner algunos pavos a la sombra. Empezando por que, aparte lo que ya había leído y escrito antes sobre el arte y la guerra –a mi novela El pintor de batallas me remito–, para la historia parisina del espía franquista Lorenzo Falcó, Sabotaje, tercer volumen de la serie, refresqué y estudié despacio todo lo publicado sobre Picasso y el Guernica. Así que cuando empecé a teclear la novela, donde los personajes opinan con la libertad de lo que son, conocía bien las conclusiones de los expertos sobre la génesis del cuadro: desde los clásicos de Van Hensbergen, Penrose y La Puente a las memorias de Man Ray, James Lord o la madre de dos hijos del artista, Françoise Gilot. Libros escritos por historiadores y testigos, no por cantamañanas sectarios de izquierdas que creen que Picasso es de su propiedad, ni por cantamañanas sectarios de derechas que sostienen que el Guernica es un fraude y una basura. 

Entre los historiadores y testigos serios hay quien opina que Picasso pintó el Guernica por patriotismo y quien dice que lo pintó por dinero. Cada cual es muy dueño, y de ellos obtuve mi opinión, que es tan respetable y documentada como las suyas, pues en todas se fundamenta. Y mi conclusión –que no figura en la novela, pero tengo tanto derecho a expresarla como cualquiera– es que Picasso no pintó el cuadro sólo por patriotismo y fervor republicano, sino que también lo hizo por dinero: 200.000 francos eran nueve veces lo que él cobraba entonces por una obra de las caras. Era un dineral entonces y lo sigue siendo hoy. Para afirmar el supuesto altruismo del artista se menciona a menudo la famosa carta de Max Aub, que en mi opinión –coincidente con la de no pocos historiadores– es una carta pactada para justificar políticamente el cobro. Que por otra parte resulta legítimo, porque es natural que un artista cobre por su trabajo. Yo mismo cobro a mis editores, pues vivo de eso. Por mucho que ame la literatura, soy un novelista profesional; como, salvando las inmensas distancias, Picasso era un pintor profesional. 

Y por cierto: puestos a decir verdades a quienes consideran a Picasso artista comprometido en cuerpo y alma con la República, es indiscutible que siempre sostuvo esa causa. Pero conviene recordar que lo hizo desde lejos. Concretamente desde su estudio de París, sin pisar nunca suelo español –absolutamente nunca– en tres años de guerra, pese a haber sido nombrado director honorario del museo del Prado. Tan a gusto estaba en París, por cierto, que se quedó allí durante la posterior ocupación nazi, sin ser molestado por los alemanes; que por esa época molestaban a no poca gente. Y recibió en su estudio a varios de ellos, incluido Ernst Jünger, que no era precisamente un simpatizante de la extinta República española. 

También hay a quien, con desconocimiento no ya de mi novela, sino de la vida de Picasso, incomoda que se diga que le gustaban las mujeres ajenas y que era tacaño, egoísta y aficionado al dinero. Está claro que quien se irrita por eso no ha leído sobre él, ni conoce el testimonio de las mujeres, hijos y amigos que lo calificaron de machista, cruel, rijoso, pesetero, egocéntrico y tirano doméstico. Porque –y esto es lo que ciertos simples no comprenden– se puede ser pintor genial y mala persona, se puede ser de izquierdas y no ser ejemplo de moralidad o patriotismo. Se puede ser republicano y cobrar. Se puede, en fin, ser muchas cosas al mismo tiempo, incluso contradictorias u opuestas entre sí, como por otra parte lo es cada ser humano. Y es que, a pesar de lo que creen algunos imbéciles, la vida real no es un paisaje de blancos y negros, rojos o azules, sino una fascinante gama de grises. Precisamente como el Guernica. 

11 de noviembre de 2018

domingo, 4 de noviembre de 2018

Idiotas sociales

Hace poco, una jovencísima estudiante española colgó en Twitter una fotografía suya, vestida con unas ceñidas mallas negras y un top que en realidad era un sucinto sujetador de medio palmo de anchura, con el siguiente texto: Mi colegio es un retrógrado de mierda, me han echado de una clase por ir así vestida y echando la culpa a que luego se escandaliza todo por que no veas como estamos con que si miran las tetas y el culo xdddd putos retrógradxs. Y, bueno. Como ocurre en las redes sociales, eso dio lugar a muchos comentarios; unos a favor, solidarizándose con ella, y otros en contra, poniéndola de tonta y bajuna para arriba. La chica no era de las que se arrugan, y se defendió como gato panza arriba; si no con prodigios de sintaxis ni ortografía, sí con mucho aplomo, sin disminuirse un palmo. Y, en mi opinión, ahí estuvo lo interesante. En sus argumentos.

La idea general era que ella no había hecho nada malo. Que enseñar el cuerpo en clase no sólo no era malo, sino que era positivo: Claro que hay menores en el instituto y muy pequeños/as, pero ahí esta el error, al menos bajo mi punto de vista; si no se les enseña desde pequeños a normalizar un cuerpo en general.. que se lo vas a imponer con 20 años. Ésa fue una de las respuestas a sus detractores: normalizar el cuerpo. Lo argumentaba con la honrada convicción de estar en lo cierto y defender sus derechos ante mentes estrechas, anticuadas, viejunas. Apelaba a la libertad individual, a la necesidad de que la sociedad cambie sus puntos de vista, al ineludible futuro. Para ella, sentarse entre sus compañeros de ambos sexos con tres palmos de cuerpo desnudo al aire y una tirita de tela en torno al busto era un acto de libertad que ningún reglamento escolar tenía derecho a vulnerar. Mi cuerpo es mío y lo enseño donde me parece, era el asunto. Para la próxima me pongo uno más corto y pantalones mucho más cortos; no es mi problema que ustedes sexualixeis algo que es normaaaaallll, zanjaba irreductible, utilizando además con razonable soltura el punto y coma, algo poco frecuente en chicos de su generación. 

La cosa me dejó un raro malestar: la certeza de que hay cosas en las que la sociedad europea, occidental o como queramos llamarla ahora, ha perdido el control de sí misma. Quizá sea difícil explicarlo y habrá quien no lo comprenda; pero creo que, sobre los razonamientos de esa chica, lo que inquieta es el aplomo con que los formulaba. Su seguridad de estar en lo cierto. Paradójicamente, yo habría preferido de ella una respuesta tan bajuna como el atuendo; algo como Me visto así para ir al kole porque me saaaale del chocho. Habría sido, en mi opinión, un argumento tranquilizador, rutinario, propio de una pedorra de baja estofa, de ésas que la telebasura consagra como modelos a imitar. Lo que me desazona es que la chica en cuestión razonaba bastante bien, aplicándose argumentos probados para otros menesteres y que a un joven de su edad deben parecer irrebatibles: libertad, orgullo, modernidad, cambio, futuro. Que alguien con mínimo sentido común pudiera preguntarle, como réplica, si ella iría a comer a un restaurante donde los camareros sirvieran en tanga, o se casaría con su novio yendo ambos en bragas y calzoncillos es lo de menos. Lo grave es que esa jovencita creía tener razón. Por eso me estremeció su aterradora honradez argumental. Y también me dio escalofríos comprobar –tendrá unos padres que la vean vestirse así para el instituto– que mucha gente comparte su opinión. Es, para entendernos, una idiota no intelectual sino social. Una idiota con argumentos, apoyada por otros idiotas, igualmente honrados, que la aplauden y justifican. 

Asusta, y a eso iba, la ausencia de remordimientos, de complejos, de sentido del decoro o el ridículo. La ignorancia de que a veces, con determinadas actitudes, se falta el respeto a los demás. Ocurre como con el patán que el otro día, en un avión, no contento con ir en pantalón corto mostrando los pelos y varices de las piernas, se quitó las sandalias y me impuso sus pies descalzos como repugnante compañía durante dos horas y media de vuelo. Si me hubiese vuelto hacia él para ciscarme en su puta madre, me habría mirado con asombro, sin comprender. Era otro idiota social, inocente como tantos. Incapaz de verse en un espejo crítico y comprender lo que es y lo que simboliza. Sobre ese particular, recuerdo que un amigo maestro llamó la atención a un alumno por escupir al suelo en clase y éste replicó, sorprendido: «¿Qué tiene de malo?». Mi amigo me dijo que se quedó bloqueado, incapaz de responder. «¿Qué podía yo decirle? –comentaba–. ¿Cómo iba a resumirle allí, de golpe y en pocas palabras, tres mil años de civilización?». 

4 de noviembre de 2018 

domingo, 28 de octubre de 2018

Los chicos de los tanques

Las imágenes me llevan atrás en el tiempo, primavera de 1974, cuando España miraba hacia Portugal retenido el aliento, con un escalofrío de admiración y esperanza. Os rapazes dos tanques, se titula el libro de fotografías: los chicos de los tanques. Fotos bellísimas, rostros de jóvenes capitanes, oficiales y soldados que ese 25 de abril, decididos y silenciosos («Quien quiera venir conmigo, vamos a Lisboa y acabemos con esto», dijo el capitán Fernando Salgueiro Maya) salieron de sus cuarteles para derrocar la dictadura y consiguieron, sin sangre, la rendición del gobierno de Marcelo Caetano. Ayer por la mañana compré el libro en el Chiado; y por la noche, cenando con Manuel Valente en un restaurante del Barrio Alto –Manuel, viejo amigo, fue mi primer editor en Portugal–, lo comenté con él. Qué formidable galería de imágenes, le dije, todos aquellos rostros casi de muchachos, lo que fueron y lo que hoy son. Qué lección de patriotismo, de orgullo y de coraje. Manuel estuvo de acuerdo, y me contó que precisamente fue él quien hace cuatro años editó ese libro. Después, mientras seguíamos cenando, comentamos con melancolía los resultados de aquella revolución de los claveles. Todas las esperanzas desatadas y cómo se fue diluyendo todo cuando los políticos entraron en escena, pusieron a un lado a los jóvenes que se la habían jugado y se hicieron dueños del nuevo paisaje, hasta el punto de que algunos de los capitanes de abril, como Otelo Saraiva de Carvalho, cerebro del golpe militar, terminaron en la cárcel. 

Esta mañana, dando otra vuelta por mis librerías habituales de la ciudad –siguen abiertas casi todas, lo que en estos tiempos es un milagro–, he vuelto a pensar en aquellos jóvenes de abril. En sus rostros, su juventud y su hazaña. En la canción Grándola vila morena sonando en la radio esa madrugada, como señal convenida para actuar, y en los soldados y sus vehículos abandonando sus cuarteles bajo la luz incierta del amanecer. En los blindados del capitán Salgueiro Maya rodeando el cuartel donde se refugió el gobierno, en las guarniciones de todo el país sumándose una tras otra a la revolución, en la gente que al llegar el día se echó a la calle para apoyar y aplaudir a aquellos muchachos encaramados en los tanques y apostados en las esquinas. En lo guapos y serenos que en las fotos se les ve a todos. En Celeste Caeiro, la camarera que volvía a su casa con un manojo de flores sobrantes de una cena y que, al no tener un cigarrillo que darle al soldado muerto de frío que se lo pedía desde un tanque, le dio un clavel. Y ese soldado, al ponerlo en el cañón del fusil y ser imitado por sus compañeros, corriéndose el gesto por toda la ciudad, creó sin pretenderlo el símbolo de lo que se llamaría Revolución de los Claveles. 

He pensado en todo eso, como digo, mientras paseaba por Lisboa. Y al observar las hordas de visitantes que en los últimos tiempos inundan esta ciudad puesta de moda por los operadores turísticos, caigo en la cuenta de que nada hay en las calles que recuerde a aquellos jóvenes soldados y cuanto hicieron posible. Aunque el nombre del 25 de Abril está muy presente en la ciudad, nada recuerda a sus verdaderos protagonistas. Que yo sepa, sólo hay una película –que me parece mediocre– de María de Medeiros, con el hermoso título Capitanes de abril, y un monumento levantado junto al cuartel de Santarem en memoria del capitán de caballería Salgueiro Maya, con una estatua de éste junto a un blindado de los que salieron de allí para empezar la jornada. Pero no tengo constancia de que en Lisboa haya nada espectacular que recuerde aquello. Ningún monumento, ningún espacio dedicado a ese día. Nada que mostrar al mundo con legítimo orgullo. Nada de nada. Y pensando en eso, y en el capitán Salgueiro Maya, que se negó a ocupar cargos políticos y murió de cáncer a los 47 años, valiente y honrado como había vivido, caigo en la cuenta de lo iguales que somos portugueses y españoles en lo de marginar héroes y darlo todo a la desidia y el olvido. Qué gran ocasión perdida, en esa Lisboa que ahora se remoza y embellece para acoger a millares de visitantes diarios, la ausencia de un Museo de la Revolución, o tan siquiera de una plaza dedicada a esos chicos que hoy son sexagenarios. Es como si aquellos muchachos incomodaran. Como si los políticos portugueses, incapaces de reconocer su deuda con ellos, necesitaran borrar el recuerdo. Imagino sus escalofríos al suponer a los turistas fotografiándose ante un monumento con un carro blindado M-47, sobre la inscripción También los tanques pueden traer la libertad

28 de octubre de 2018

domingo, 21 de octubre de 2018

La tierra de nadie

Ocurrió en 1938, en plena Guerra civil. El abuelete que me contó la historia murió hace once años. Digamos, por decir algo, que se llamaba Juan Arascués. Era bueno contando: breve, conciso, seco, sin adornos. Un hombre honrado con poca imaginación, pero que sabía mirar. Y recordar. Era uno de esos aragoneses pequeños y duros, de montaña y pueblo. Era de Sabiñánigo, o de un pueblo de allí cerca, donde el viento y el frío cortaban el resuello. Había trabajado desde los doce años en el campo, con sus hermanos, más tarde en una fábrica de Barcelona, y luego había vuelto al campo. Cuando estrechaba tu mano, te raspaba. Tenía las palmas tan encallecidas que podía tener en ellas, decía riéndose, un trozo de carbón encendido sin que le doliera. 

Yo preparaba una novela que luego no escribí, y charlé con él varias veces. Y un día, al hilo de no sé qué, salió el asunto: la Guerra Civil. La había hecho muy joven, con los nacionales; porque, dijo, fueron los primeros que llegaron a su pueblo. «Si no hubieran sido ésos –contaba–, habrían sido los otros, como le pasó a mi hermano mayor». El hermano, en efecto, estaba en Barbastro, o en Monzón, un sitio de por allí, y fue reclutado por los republicanos sin que se volviera a saber de él. A Juan le dieron un máuser y una manta y lo mandaron al frente. Primero combatió a lo largo de la línea de ferrocarril de Belchite y luego en un sitio llamado Leciñena, del que se acordaba muy bien porque su compañía perdió mucha gente y él se llevó un rebote de bala en un muslo que se le infectó y lo tuvo tres semanas viviendo como un cura –fueron sus palabras exactas– en la retaguardia. 

Acabó en las trincheras de Huesca, donde apenas llegado cumplió diecinueve años. El frente se había estabilizado por esa parte, la ciudad se mantenía en manos de los nacionales, y los fuertes ataques republicanos para intentar aislarla, muy duros al principio, fueron reduciéndose en intensidad. Juan recordaba un ataque de las brigadas internacionales; un duro combate tras el que se fusiló a varios prisioneros rojos «porque eran extranjeros y nadie les había dado vela en nuestro entierro». Después de eso, su sector se mantuvo estable hasta casi el final de la guerra. Era una guerra de posiciones, de trincheras, con el enemigo tan cerca que los contendientes podían hablarse. En los ratos de calma, que no eran pocos, se gritaban insultos, se leían los periódicos de uno y otro lado, y a veces, con altavoces, ponían música, cantaban jotas, coplas y cosas así. También intercambiaban noticias de sus respectivos pueblos, pues a cada lado había soldados que eran paisanos y hasta vecinos. Más de una vez, contaba Juan, dejaron, en un sitio determinado de la tierra de nadie, tabaco, librillos de papel de fumar y latas de conservas que se pasaban entre ellos. 

Una mañana, apoyado en los sacos terreros con la culata del fusil en la cara, Juan oyó preguntar desde el otro lado si había allí alguien de su pueblo. Gritó que sí y preguntaron el nombre. Lo dijo, hubo un silencio y al cabo una voz emocionada respondió: «Juanito, soy Pepe, tu hermano». Entre lágrimas, y también entre el silencio respetuoso de los compañeros, los dos cambiaron noticias de ellos y de la familia. Los soldados lo miraban incómodos, contaba. Como avergonzados de estar allí con fusiles. Al día siguiente, tras pensarlo toda la noche, Juan fue en compañía de un sargento a ver a su capitán y le pidió permiso para ver al hermano. Excepto algún paqueo de rutina, el frente estaba tranquilo. Ya se habían encontrado otras veces rojos y nacionales en la tierra de nadie. Sólo pedía diez minutos. «Júrame que no vas a pasarte», le dijo el jefe. Y Juan sacó la crucecita de plata que llevaba en el pecho y la besó. «Se lo juro por esto, mi capitán». 

Se vieron dos días más tarde, tras ponerse de acuerdo de trinchera a trinchera. Juan salió de la suya con los brazos en alto. Nadie disparó. Anduvo unos treinta metros y, junto al muro derruido de una casa, llorando a lágrima viva, se abrazó con su hermano. Hablaron durante diez minutos, fumaron juntos y volvieron a llorar al despedirse. Tardarían siete años en volver a verse. Y cuando Juan regresó a su trinchera, los compañeros sonreían y le daban palmaditas en la espalda. Aquel día, nadie disparó ni un solo tiro. «Era buena gente», me contaba Juan, entornados por el humo de un cigarrillo los ojos que se humedecían al recordar. «Los de uno y otro lado, hablo en serio. Estaban allí con sus fusiles en una y otra trinchera, brutos como ellos solos, sucios, egoístas, crueles como te hace la guerra… Pero de verdad eran buenos hombres». 

21 de octubre de 2018

domingo, 14 de octubre de 2018

Una conversación

Desde la ventana, más allá de palmeras y buganvillas, podía verse la bahía des Anges y la ciudad de Niza. Esos días me daban un premio imposible de rechazar, pues lo habían tenido Lawrence Durrell, Oriana Fallaci y Patrick Leigh Fermor. Así que me sentía satisfecho de estar allí, con algunos amigos que venían desde París. Los organizadores me alojaban en una hermosa residencia en la carretera de Villefranche. Esa noche había cena medio formal, y tras una mañana de entrevistas y conversaciones me había tumbado a dormir un rato. Ahora estaba despierto, y tras una ducha me puse una camisa blanca sin corbata, un traje gris oscuro y unos zapatos negros. Pasarían a buscarme en una hora, y anochecía. Decidí bajar a esperar en la terraza, que era muy agradable. Y al llegar al pie de las escaleras, la vi otra vez a ella. 

Era la sexagenaria –casi septuagenaria, creo– más guapa que he visto en mi vida. Imaginen a Romy Schneider más alta y elegante, habiendo sobrevivido razonablemente a los estragos de la vida. Tenía unos ojos claros que las minúsculas arrugas en torno embellecían, y llevaba el cabello recogido tras la nuca, descubriendo el cuello con un sencillo collar de perlas. Vestía de negro, bolero y pantalones holgados sobre zapatos de tacón alto. Era la encargada de gestionar la residencia, una especie de directora. La casa había pertenecido a su marido y ahora era de no sé qué entidad. Viuda desde hacía años, la habían puesto al frente. Se encargaba de que todo estuviera en orden y de recibir a los visitantes. 

El día anterior me había recibido a mí. Era el único huésped. Cuando llegué esperaba en la puerta, correcta y educadísima, y me había enseñado la residencia antes de ir a la escalera que conducía a mi habitación. Para los que fuimos criados en otro tiempo, hay dos maneras deliberadas de subir escaleras estrechas con una mujer. En Francia el hombre suele ir delante, por no tener a la vista lo que podría ser incorrecto tener. En España el hombre suele ir detrás, por si la señora tropieza en los peldaños. Por eso al llegar a la escalera me detuve instintivamente, y ella lo hizo también. Nos miramos indecisos; y entonces, con una sonrisa que habría fundido el hielo de todas las cocteleras de la Costa Azul, con toda la coquetería depurada en una larga vida de elegancia y belleza, subió delante de mí, permitiéndome admirar un espectáculo que, pese a su edad, seguía siendo fascinante. 

Cuando bajé era de noche y ella estaba al pie de la escalera, puntillosa y cortés. Dije que esperaría el automóvil en la terraza, y se ofreció a hacerme compañía mientras tanto. Vagamente incómodo le rogué que no se molestara por mí, que esperaría solo; pero se empeñó en sentarse a mi lado. Me intimidaba un poco, tan mayor y tan bella. Tan atractiva. Habló de la residencia, de su difunto marido, de su infancia cerca de allí, de Somerset Maugham, al que había conocido siendo jovencita. Tenía una voz educada y dulce, muy francesa, y eso daba un encanto especial a la penumbra de la terraza, con los grillos cantando en el jardín. Me ofreció un cigarrillo y fue la única vez que estuve a punto de fumar en veinte años. Poco a poco fuimos hablando de cosas más personales y complejas. Dejé de estar intimidado. 

En un momento determinado, al hilo de un comentario suyo, formulé la pregunta: «¿Qué pasa con la belleza?», quise saber. No me refería en concreto a su belleza, que seguía siendo extrema, sino a la belleza en general. Al patrimonio exclusivo de cierta edad ya remota, que seguía administrando con sabio esmero. Dije sólo eso, porque realmente me interesaba la respuesta y porque un novelista es un cazador de respuestas, y ella se quedó callada un instante y la brasa de su cigarrillo brilló dos veces antes de que respondiera. «Sólo hay una forma de soportar la demolición –dijo al fin–. Recordar lo que has sido y guardar las formas de acuerdo con tu memoria y con tu edad. No declararte nunca vencida ante el espejo, sino sonreírle, siempre desdeñosa. Siempre superior». Lo dijo y se quedó callada escuchando los sonidos de la noche. «Supongo –comenté al cabo de un momento– que para eso son necesarios valor, inteligencia y mucho aplomo». Ella siguió fumando en silencio. Mirábamos la luna sobre el mar, los reflejos de luces de Niza en la bahía. Y entonces, un poco después, como si hubiera recordado de pronto mi pregunta olvidada, dijo: «Se trata de no dejarse ir. De convertir las maneras en una regla moral». Y encendió otro cigarrillo, iluminada por los faros del automóvil que venía a buscarme haciendo crujir la gravilla frente a la terraza. 

14 de octubre de 2018

domingo, 7 de octubre de 2018

Malditos honderos baleares

Empieza a no quedar espacio libre en España para tanto fulano resuelto a sentenciar conflictos lejanos, que a menudo no conoce sino de oídas. Aburre tanta lanzada a moro muerto; tanta memoria histórica buena o mala según quién la maneje. Y así, desde hace rato, cualquier político con menos lecturas que el ciego del Lazarillo, cualquier tuitero ágrafo, cualquier oportunista en busca de sus treinta segundos sobre Tokio, trincan un personaje histórico y lo revisan por su cuenta, masacrándolo sin complejos. Aplicando todos los clichés políticamente correctos del confuso tiempo en que vivimos. 

Ahora le ha tocado al general Valeriano Weyler, capitán general de Cuba entre 1896 y 1897, durante la guerra de independencia de la isla. Y como Weyler era mallorquín, ha sido allí donde el parlamento local acaba de aprobar una moción poniéndolo de genocida para arriba por haber «llevado al exterminio a un tercio de la población cubana». Y bueno. Como sabe cualquier lector de historia, Weyler no era, estamos de acuerdo, un mantequitas blandas ni un moñas; era un militar de ideas liberales fiel a la legalidad e implacable en su oficio. Un disciplinado hijo de la gran puta. Un tipo duro que, para combatir al insurgente Maceo, creó zonas de concentración donde millares de campesinos murieron por enfermedad y hambre. Esa es la verdad; pero de ahí a decir que se cargó a más de 780.000 personas –en 1899 el censo en la isla era de 1.572.797 almas– hay un abismo. Y sobre todo, media más de un siglo; y media, también, una manera diferente a la nuestra, a la actual, de entender la guerra, la humanidad, la vida y la muerte. 

Asombra –aunque ya no tanto, o casi nada– la disposición de los españoles, o como nos llamemos ahora, a destrozar lo que se nos pone cerca. A darnos tiros en el pie. En cuanto hay una rendija, por ahí nos lanzamos con entusiasmo. La historia de cualquier país del mundo, desde los tiempos remotos, contiene miles de oportunidades; pero en ninguna parte, comprueba quien haya viajado o leído un poco, la demolición se lleva a cabo con el tesón que ponemos nosotros. Como escribí alguna vez, utilizar la mirada del presente para juzgar sólo desde aquí los hechos del pasado es un error que impide la comprensión y el conocimiento. Pero es lo que hay, lo que nos gusta. Si Hernán Cortés resucitase para dar una conferencia titulada, por ejemplo, Así lo hice, no lo dejaríamos hablar. Ni siquiera entrar en el recinto. Una manifestación se lo impediría llamándolo imperialista, genocida, xenófobo, misógino y fascista. Por lo que, naturalmente, nos quedaríamos sin saber cómo lo hizo. De qué modo él y unas pocas docenas de españoles ambiciosos, desesperados, crueles y valientes, sin más recursos que sus espadas, su hambre y sus agallas, cambiaron la historia del mundo. 

Y claro. Si nos ponemos a ello, calculen ustedes la Iteuve que puede hacérsele a la historia de España en particular y a la de la Humanidad en general, desde el Génesis hasta la fecha. La de mociones parlamentarias que pueden menearse mirando atrás y cuanto más lejos mejor. La de titulares de periódicos y noticias de telediario posibles. Lo bien que se lo pasarían nuestros políticos –y políticas– desempolvando genocidios, masacres y otras vorágines de antaño. A ver qué pasa con las guerras de Marruecos, por ejemplo. Con el saco de Roma. Con los almogávares despachando griegos en la otra punta. Con la inexplicable misoginia de la Reconquista, donde se invisibilizó a las numerosas mujeres guerreras de la época. Con los honderos baleares –esos también eran de Mallorca, como Weyler– que invadieron Italia con Aníbal, matando y violando a troche y moche. Con los violentos de género de Numancia, que liquidaron a sus mujeres y niños para que no cayeran en manos de los romanos. Etcétera. Y luego, cuando se agote la materia nacional para mociones de palpitante actualidad, siempre podemos continuar con la extranjera, que por ahí fuera la aprovechan poco: el genocidio italiano en Libia y Abisinia, el de Stalin en la URSS, el de Norteamérica contra los indios, el de los negros exterminados en el África alemana o en el Congo belga, el que liaron los turcos en Esmirna o incluso en Bizancio, el de los cruzados en Jerusalén, el de los aqueos en Troya, el de los primogénitos egipcios escabechados por Josué, el de los elegetebés churrasqueados en Sodoma y Gomorra… Asuntos no van a faltar, así que idiotas y oportunistas están de enhorabuena. Raro es el país y raro es el día, el año, el siglo, en que no se cumple el aniversario de alguna barbaridad. 

7 de octubre de 2018

domingo, 30 de septiembre de 2018

Treinta y seis balazos

Me gusta mucho el cine, casi tanto como la lectura. Hace treinta años que veo una película cada noche después de cenar. No puedo aplicarme la palabra cinéfilo, pues ésta encierra un sentido formal, erudito, que escapa a mis facultades; pero es verdad que he visto mucho cine, sobre todo si tenemos en cuenta que no conocí la tele hasta los doce años y pertenezco a una generación de estrenos y programa doble que vio en la gran pantalla películas como Ben-Hur, Doce del patíbulo, El día más largo o Tres de la Cruz Roja. El caso es que lectores y amigos, que saben de mi afición, me piden de vez en cuando sugerencias. Mis pelis favoritas. Varias veces prometí hacerlo, y hoy voy a cumplir mi palabra. Al menos, en parte. Películas del Oeste, por ejemplo. Recordando, a modo de epígrafe, lo que una vez me dijo un amigo ya fallecido, Pedro Armendáriz, hijo del legendario actor mexicano del mismo nombre: «El cine sólo era de verdad cuando era mentira». 

Esta mañana durante el desayuno, mientras hacía la lista de mis westerns preferidos, anoté 36. Hay más, pero éstos pueden valer. No todos son obras maestras: sólo dos terceras partes, o tal vez menos. El resto son películas que por diversas razones quedaron ancladas en mi gusto y mi memoria. Hay una, por ejemplo, Del infierno a Texas, que en mi infancia me pareció extraordinaria y que volví a ver hace poco con mucho deleite, pero que nunca es mencionada por mis amigos cinéfilos de verdad, aunque a Javier Marías sí le gusta mucho. Con quien más hablo de cine es con Javier, en nuestras cenas de Lucio; y por encima de gustos y discrepancias, coincidimos en lo básico. En películas del Oeste, John Ford es Dios, y John Wayne su encarnación en la tierra, o en la pantalla. Y Howard Hawks y Anthony Mann son el Espíritu Santo. 

Así que, ya que me han dado ustedes confianza para montarles una filmoteca del Oeste, y con la prevención de que son mis gustos personales, háganme el favor de tomar nota. John Ford ante todo, como digo: su trilogía de la caballería (La legión invencible, Fort Apache, Río Grande) completada por Misión de audaces –películas de amigotes, dice mi hija– es en mi opinión lo más brillante que se ha hecho como relato épico del Oeste, seguido muy de cerca por las cuatro películas (Winchester 73, Horizontes Lejanos, El hombre de Laramie, Colorado Jim) que Anthony Mann rodó con James Stewart como protagonista. Pero con el gran padre Ford no se acaba así como así, pues además de las de la caballería hay que ver La diligencia, Centauros del desierto, Pasión de los fuertes, El hombre que mató a Liberty Valance («Ése era mi filete»), El sargento negro, Corazones indomables y Dos cabalgan juntos

En cuanto a Howard Hawks, a él debo mi más amada película de cuantas sobre el Oeste se han filmado jamás –mi segunda favorita es posiblemente La venganza de Ulzana, de Robert Aldrich–. Con Hawks me refiero, naturalmente, a Río Bravo (la escena de Martin, Brenan y Nelson cantando My Rifle, My Pony and Me sigue emocionándome casi hasta las lágrimas), a la que es inevitable añadir El Dorado («Sólo conozco a tres hombres que disparen así; uno está muerto, otro soy yo…») y Río Rojo. Y ya que he hablado de canciones, otra que me eriza la piel y me causa absoluta felicidad como espectador es Do not forsake oh my Darling como fondo de la soberbia secuencia inicial de Solo ante el peligro, de Fred Zinnemann. O el tema musical de El árbol del ahorcado, película con la que Delmer Daves me convirtió en adicto a las suyas, confirmado en Flecha Rota y El tren de las 3,10. Y por seguir con canciones, es imposible soslayar Johnny Guitar, de Nicholas Ray. Lo que me lleva a decirles que, si fuera mujer u homosexual, el amor de mi vida sería Sterling Hayden. 

No queda espacio en esta página para el resto de las 36 (Grupo salvaje, Duelo de titanes, Más allá del Missouri, Raíces Profundas, Los siete magníficos, Valor de ley, Murieron con las botas puestas, Tambores lejanos, Sin perdón); pero hay dos películas que necesito mencionar antes de irme. Las dos las conocí tarde, no hace más de diez años, y me pregunto cómo vi cine hasta ese momento sin conocerlas. A mi juicio, son obras maestras. Una es Hondo, de John Farrow, donde John Wayne encarna a uno de los mejores personajes de su carrera: ese pistolero que llega al rancho de la mujer y el hijo con la silla de montar a cuestas y con su perro. La otra, oscura y trágica, a medio camino del cine negro y abriendo una nueva forma de tratar los relatos del Oeste, es Incidente en Ox-Bow, de William Wellman. Si pueden, apresúrense a verla. Sólo por eso ya habrá valido la pena leer esta página. 

30 de septiembre de 2018 

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Películas citadas:



domingo, 23 de septiembre de 2018

Mariconadas

La semana pasada me autocensuré. No es frecuente y me costó, pero lo hice. Escribí un párrafo y al releer el artículo volví sobre él, dándole vueltas. Había escrito: respondí que una gabardina corta, amén de poco práctica, era una mariconada. Y la mirada de veterano, la de los mil metros, tropezaba en la última palabra. Son muchos años y mucha tecla. Da igual, concluí tras un rato, que en los veinticinco años que llevo escribiendo esta página haya hablado siempre con afecto y respeto de los homosexuales y sus derechos, antes incluso de la explosión elegetebé y otras reivindicaciones actuales. Que les haya dedicado artículos como un remoto Yo también soy maricón o el Parejas venecianas que figura destacado en numerosas páginas especializadas. Pese a todo, me dije, y conociendo a mis clásicos, si dejo mariconadas en el texto la vamos a liar, y durante un par de días todos los cantamañanas e inquisidores de las redes sociales desplegarán la cola de pavo real a mi costa. Tampoco es que eso me preocupe, a estas alturas. Pero a veces me pilla cansado. Me da pereza hacer favores a los oportunistas y los idiotas. Así que, aunque no sean sinónimos, cambié mariconada por gilipollez, y punto. 

Luego me quedé pensando. Y como pueden comprobar, aún lo hago. Censura exterior y autocensura propia. Ahora lamento haber cedido. Llevo en el oficio de escritor y periodista medio siglo exacto, tiempo suficiente para apreciar evoluciones, transformaciones e incluso retrocesos. Y en lo que se refiere a libertad de expresión, a ironía, a uso del lenguaje como herramienta eficaz, retrocedemos. No sólo en España, claro. Es fenómeno internacional. Lo que pasa es que aquí, con nuestra inclinación natural a meter la navaja en el barullo cuando no corremos riesgos –miserable costumbre que nos dejaron siglos de Inquisición, de confesonario, de delatar al vecino porque no comía tocino o votaba carcundia o rojerío–, la vileza hoy facilitada por el anonimato de las redes sociales lo pone todo a punto de nieve. Nunca, en mi larga y agitada vida, vi tanta necesidad de acallar, amordazar a quien piensa diferente o no se pliega a las nuevas ortodoxias; a lo políticamente correcto que –aparte la gente de buena fe, que también la hay– una pandilla de neoinquisidores subvencionados, de oportunistas con marca registrada que necesitan hacerse notar para seguir trincando, ha convertido en argumento principal de su negocio. 

Y que quede claro: no hablo de mí. A cierta edad y con la biografía hecha, cruzas una línea invisible que te pone a salvo de muchas cosas. Un novelista o un periodista a quien sus lectores conocen puede permitirse lujos a los que otros más jóvenes no se atreven, porque ellos sí son vulnerables. A Javier Marías, Vargas Llosa, Eslava Galán, Ignacio Camacho, Juan Cruz, Jorge Fernández Díaz, Élmer Mendoza y tantos otros, nuestros lectores nos ponen a salvo. Nos blindan ante las interpretaciones sesgadas o la mala fe. Nos hacen libres hasta para equivocarnos. 

Sin embargo, escritores y articulistas jóvenes sí pueden verse destrozados antes de emprender el vuelo. Algunos de mis mejores amigos, de los más brillantes de su generación y con ideas políticas no siempre coincidentes entre ellos –eludo sus nombres para no comprometerlos, lo cual es significativo–, se tientan la ropa antes de dar un teclazo, y algunos me confiesan que escriben bajo presión, esquivando temas peliagudos, acojonados por la interpretación que pueda hacerse de cuanto digan. Por si tal palabra, adjetivo, verbo, despertará la ira de los farisaicos cazadores que, sin talento propio pero duchos en parasitar el ajeno, medran y engordan en las redes. Hasta humoristas salvajes como Edu Galán y Darío Adanti, los de Mongolia, valientes animales que no respetan ni a la madre que los parió, meten un cauto dedo en ciertas aguas antes de zambullirse en ellas. Y así, poco a poco, fraguamos un triste devenir donde nadie se atreverá a decir lo que de verdad quiere decir, sea o no correcto, sea o no acertado, sea o no la verdad oficial, ni a hacerlo de forma espontánea, sincera, por miedo a las consecuencias. 

Y bueno. Qué quieren que les diga. No envidio a esos escritores y periodistas obligados a trabajar en el futuro –algunos ya en el presente– con un inquisidor íntimo sentado en el hombro, sopesando las consecuencias sociales de cada teclazo. Porque así no hay quien escriba nada. Lo primero que desactiva a un buen periodista, a un buen novelista, a cualquiera, es vivir con miedo de sus propias palabras. 

23 de septiembre de 2018 

domingo, 16 de septiembre de 2018

Dañado por el enemigo

Hacía años que deseaba comprar una buena gabardina inglesa, como otra que poseí hace treinta o cuarenta años; pero nunca encontraba ocasión de hacerlo. Quería una gabardina de verdad, de las de toda la vida, hecha para soportar la lluvia y el mal tiempo. Tipo trinchera o similar, que abrigara y protegiera lo más posible. Pero no había manera. Cuando me acordaba e iba a buscarla sólo encontraba modelitos de temporada, más al servicio del estilo del momento que de lo práctico. Mis últimas visitas a tiendas especializadas me ponían, además, de una mala leche espantosa. 

Recuerdo la sucursal en Madrid de una importante marca de ropa, cuando entré confiado en hallar una gabardina clásica y sólo las vi del tipo tres cuartos, un palmo por encima de las rodillas. Y encima, de colores. Busco una de verdad, le dije al vendedor. Que me cubra hasta abajo; para cuando llueva, no mojarme. Ya no se llevan, me dijo el tío, mirándome como si yo acabara de salir del Pleistoceno. Ahora son cortas. Le respondí que una gabardina corta, amén de poco práctica, era una gilipollez. Casi un oxímoron. Y cuando intuí que el fulano estaba deseando que me largara para buscar la palabra oxímoron en Google, me fui con el rabo entre las piernas. Así que durante mucho tiempo estuve usando una vieja y estupenda gabardina que fue de mi padre, larga de verdad. 

Hacía muchos años que no viajaba a Londres. Me tocó ir la pasada primavera, y como para ciertas cosas soy más de piñón fijo que un guardia civil, lo primero que hice fue comprar una Burberrys Vintage que habría hecho palidecer de envidia a Cary Grant o a Humphrey Bogart: larga, cómoda, confortable, segura, hecha para soportar incluso las lluvias de Ranchipur. Después, con ella puesta, y aprovechando que en ese momento no llovía, hice un par de cosas urgentes. La primera fue ir derecho al 221 B de Baker Street a estrechar la mano de Sherlock Holmes y el doctor Watson, acariciar al perro de Baskerville y besar en la boca a Irene Adler, a la que encontré más guapa y peligrosa que nunca. Después me fui a dar una vuelta por Piccadilly, de librerías. 

Primero fue un largo vistazo a las cuatro formidables plantas de Waterstone; y luego, exquisitez suprema, la elegante y venerable Hatchards, con su orgulloso emblema de proveedores de S.M. la Queen en el dintel –me pregunté quién se atrevería a alardear de eso en España– y su delicioso ambiente victoriano. Salí con mi botín en las correspondientes bolsas y, como Piccadilly estaba llena de gente, fui a sentarme en la terracita del café que está pegado a la iglesia anglicana de Saint James. Pedí una botella de agua sin gas, me tomé un Actrón –mi espía Lorenzo Falcó y yo tenemos las cafiaspirinas en común– y miré los libros, confortablemente abrigado en mi gabardina nueva. Era casi feliz, y en cuanto el Actrón hizo efecto me sentí feliz del todo. Hojeaba un espléndido libro de fotografías sobre Patrick Leigh Fermor cuando alcé la mirada y, de pronto, una sombra oscureció el paisaje. No era una nube, lo que habría sido natural en Londres, sino una placa en la pared. Esta iglesia, decía, frecuentada desde el año tal por Fulano y Mengano, fue restaurada en 1954 tras haber sido dañada por los bombardeos del enemigo. Etcétera. 

Dañada por el enemigo. Eso era todo, y me fascinó la sobriedad del argumento. No especificaba qué clase de enemigo, ni mencionaba a los nazis. No hacía falta porque estábamos en Londres, Inglaterra. Enemigos hubo aquí muchos a lo largo de la historia, y daba igual quiénes fueran: alemanes, franceses, españoles, zulúes, afganos, sudaneses, argentinos, insurgentes coloniales. El enemigo de Inglaterra fue y es siempre el mismo: enemigo a secas contra quien, en caso necesario, unidos, apoyándose unos a otros incluso en el error, los británicos estuvieron siempre dispuestos a luchar en las ciudades, en los campos, en las playas. No creo que nadie haya hablado peor de ellos en términos históricos que yo mismo en esta página; sin embargo, debo admitir el ramalazo de envidia que esas dos simples palabras, el enemigo, me produjeron junto al viejo muro barroco de aquella iglesia londinense. Qué bueno y satisfactorio, casi qué hermoso, poder decir el enemigo sin especificar y sin temor a equivocarse. Imagínenlo ustedes en España, donde el enemigo somos nosotros mismos. Aquí es una palabra compleja y necesitada de precisiones. Y en caso de guerra con un país extranjero procuraríamos evitarla en la prensa y los telediarios, para no ofender. 

16 de septiembre de 2018

domingo, 9 de septiembre de 2018

Tontos peligrosos

Estaba en Segovia con mi compadre José Manuel Sánchez Ron, científico honrado y valiente, amicus usque ad aras al que hace años dediqué El asedio; y bajo el acueducto, mirando hacia arriba admirados, comentábamos lo sorprendente de que nadie exija todavía su demolición por ser vestigio del imperialismo romano que crucificaba hispanos, imponía el latín y perpetraba genocidios como el de Numancia. Eso nos hizo hablar de tontos, materia extensa. «A los tontos hay que ignorarlos», dijo José Manuel. Pero no estuve de acuerdo. Eso, respondí, los hace más peligrosos. Un tonto fuera de control es letal. Se empeñan en estar ahí aunque los ignores, tropezando en tus piernas. Con ellos no hay cordón sanitario posible, pues no hay tonto sin alguna habilidad. Hasta en la RAE tenemos alguno. El caso es que la vida acaba poniéndotelos delante. Y como dije alguna vez, juntas a un malvado con mil tontos y tienes en el acto mil y un malvados. 

Después, mientras despachábamos un cochinillo en Casa Duque, José Manuel y yo estuvimos analizando clases de tonto y peligrosidades potenciales. Hay tontos inofensivos, concluimos, que están ahí y no pasa nada. Incluso hay tontos adorables a los que coges cariño. Que son buena gente. En su mayor parte no tienen la culpa de serlo, aunque muchos lo trabajan y mejoran cada día con admirable tesón. Basta con ver el telediario: de todos ellos, la variante de tonto con voz pública o parcela de poder es vitriolo puro. En un abrir y cerrar de ojos pasan a ser peligrosos, y pueden destrozar un país, la convivencia, la vida. No por maldad, sino por el lugar que ocupan y las decisiones que toman. En política, por ejemplo, hacen más daño que los malos. Ahí está Rodríguez Zapatero –ahora lo tenemos arreglando Venezuela– que, necesitado de tensión electoral, nos devolvió, desenterrada y fresquita para las nuevas generaciones que la habían olvidado, la Guerra Civil. 

Por eso no me fío de los tontos, por inofensivos que parezcan. Tengo canas en la barba y sé a dónde te llevan o van ellos mismos. Durante veintiún años viví en países en guerra; y allí aprendí que, aunque los tontos suelen morir primero, también hacen morir a los demás. Pisan donde no deben, se asoman a la calle, encienden cigarrillos de noche. Te ponen en peligro. Y cuando les dan un cebollazo, eso despeja el paisaje, pero no acaba con todos. Por mucho que palmen en la guerra o en la paz, como especie los tontos nunca mueren. 

Al hilo de esto recuerdo un caso, ahora divertido pero que entonces no me hizo ninguna gracia. Cuando trabajaba para la tele solía ir con gente dura, fiable, cámaras de élite sin los que mi trabajo no habría valido nada: Márquez, Custodio y alguno más. Pero no siempre estaban disponibles, y una vez regresé a los Balcanes con otro compañero. Era buen profesional y excelente persona, pero tenía la complejidad intelectual del mecanismo de un sonajero. Cruzábamos varias líneas de frente con puestos de control a menudo enemigos entre sí: cascos azules, croatas, serbios, bosnios. Era su primera guerra, y le dije que se metiera las tarjetas de acreditación de cada bando en un bolsillo diferente, y que no se equivocara al sacarlas porque nos podían cortar los huevos. «Tranquilo», recuerdo perfectamente que me dijo. «No soy tonto». 

Cruzar líneas en guerra es una cabronada. El peor momento para un reportero. Habíamos dejado atrás un control croata y nos pararon los serbios que bombardeaban Sarajevo, mataban a mujeres y niños y lo llenaban todo de fosas comunes. Imaginen a una docena de esos hijos de puta pidiendo documentos, y a mi colega el cámara sacando con la acreditación serbia, cuidadosamente enganchadas por el clip unas a otras, cuantas llevaba encima, incluidas las de los enemigos: un rosario de tarjetas que dejó a los serbios boquiabiertos, preguntándose si se les cachondeaba en la cara. Así que, desesperado, no vi otra salida que quitárselas de un manotazo, hacerle a los serbios un ademán con el dedo en la sien como si a mi compañero se le hubiera ido un tornillo, y decirles: «Es que es tonto». Glupan, fue la palabra serbocroata que usé. Entonces aquellos animales se echaron a reír y nos dejaron irnos. 

Mi colega estuvo los siguientes tres kilómetros en silencio, fruncido el ceño, rumiando la cosa. Yo conducía; y al fin, cuando ya íbamos a toda pastilla por Sniper Alley esquivando coches reventados, se volvió a mirarme, muy serio. «Me has llamado tonto», dijo. Y yo le respondí que no. Que eran figuraciones suyas. 

9 de septiembre de 2018