domingo, 28 de enero de 2007

Sobre mezquitas y acueductos

Sé, sin que saberlo tenga mérito alguno, cómo acabará la polémica sobre el uso islámico de la catedral de Córdoba. Estando como estamos en España, y por muchas pegas que se pongan al asunto, todo será, tarde o temprano, como suele. Aquí es cosa de tener paciencia y dar la murga. Por eso apuesto una primera edición de El Guerrero del Antifaz a que, en día no lejano, veremos a musulmanes orando en la antigua mezquita árabe. Tan seguro como que me quedé sin abuela. Estamos aquí, señoras y caballeros. En la España pluricultural y polimorfa marca ACME. Donde todo disparate y estupidez tienen su asiento. 

A ver si me explico. Si yo fuera musulmán –cosa imposible, porque me gustan el vino, los escotes de señora, el jamón de pata negra y blasfemar cuando me cabreo– pediría eso y más. Como acaba de hacer, por ejemplo, la federación de asociaciones islámicas, exigiendo que la Iglesia católica devuelva el patrimonio musulmán; o los descendientes de moriscos –échenle huevos y háganme un censo–, obtener la nacionalidad española. En un mahometano que se tome a sí mismo en serio, o le convenga parecer que se toma, todo eso sería normal, pues los deseos son libres. El problema no está en los que piden, que están en su derecho, sino en los que dan. O en la manera de dar. O en la manera cobarde, acomplejada, en la que cualquiera que tenga algo público que sostener en España se muestra siempre dispuesto a dar, o a regalar, con tal de que no le pongan la temida etiqueta maléfica: reaccionario, conservador o antiguo. En un país tan gilipollas que hasta los niños de las escuelas tendrán una asignatura que los adiestre para el talante y la negociación, donde en boca del presidente del Gobierno un terrorista asesino que desea salir del talego es un hombre de paz, donde hasta un tertuliano de radio puede decir, sin que nadie entre sus colegas lo llame imbécil, que a los españoles les sobra testosterona y ya va siendo hora de reivindicar la cobardía, lo absurdo sería no ponerse a la cola y pedir por esa boca pecadora. Faltaría más. La mezquita de Córdoba, o el acueducto de Segovia por parte del alcalde de Roma. Y si cuela, cuela. 

No voy a ser tan idiota como para pretender explicar lo obvio: las iglesias tardorromanas o visigodas anteriores a las mezquitas árabes, los ocho siglos de afirmación nacional, etcétera. Sólo argumentarlo es dar cuartel a quienes utilizan nuestra bobería como arma. Lo que quiero destacar es el hecho invariable del método. En España, basta que alguien plantee una estupidez de grueso calibre, sea la que sea, para que, en vez de soltar una carcajada y pasar a otra cosa, siempre haya gente que entre al trapo, debatiéndola con mucha seriedad constructiva, con el concurso natural de los malintencionados y de los tontos. En eso vamos a peor. Hasta hace poco sólo soportábamos a los paletos de campanario de pueblo empeñados en reducir el mundo al tamaño del rabito de su boina. Pero en vista del éxito, todo cristo acude ahora a mojar en la salsa. A qué pasar hambre, si es de noche y hay higueras. 

Por eso digo que acabarán orando en Córdoba. Tienen fe, poseen el rencor histórico y social adecuado, y han tomado el pulso a nuestra estupidez y nuestra cobardía. Tampoco merece conservar catedrales quien no sabe defenderlas: no por motivos religiosos –dudoso argumento de tanto notable chupacirios–, sino porque esas catedrales construidas sobre mezquitas o sinagogas, que a su vez lo fueron sobre iglesias visigodas asentadas sobre templos romanos o lugares sagrados celtas, son libros de piedra, memoria viva de lo que algunos todavía llamamos cultura occidental. Un Occidente mestizo, por supuesto, como siempre lo fue; pero con cada uno en su sitio y las cosas claras. Como ya escribí alguna vez, hicieron falta nueve mil años de memoria documentada desde Homero, dos siglos transcurridos desde la Revolución francesa llenos de sufrimiento y barricadas, y unos cuantos obispos llevados a la guillotina o al paredón, para que una mujer goce hoy en Europa de los mismos derechos y obligaciones que cualquier hombre. O para que yo mismo tenga derecho –lo ejerza o no– a escribir «me cago en Dios» sin que me metan en la cárcel, me persigan o me asesinen por blasfemo. Quien olvida eso y se la deja endiñar en nombre del qué dirán y el buen rollito, merece que le recen en Córdoba o lo pongan mirando a La Meca. Y que cuando su legítima pase con falda corta frente a la mezquita-catedral, símbolo de la multicultura, del todos somos iguales y del diálogo de civilizaciones, otra vez la llamen puta. 

28 de enero de 2007 

lunes, 22 de enero de 2007

Nadie dijo que fuera fácil

Todo el mérito es tuyo; tienes mi palabra de honor. Quizá el botín de tan larga campaña –y lo que te queda todavía– no sea lo dorado y brillante que uno espera cuando la inicia, a los doce o trece años, con los ojos fascinados de quien se dispone a la aventura. Pero es un botín, es tuyo, es lo que hay, y es, te lo aseguro, mucho más de lo que la mayor parte de quienes te rodean obtendrán en su miserable y satisfecha vida. Tú has abordado naves más allá de Orión, recuerda. Tienes la mirada de los cien metros, esa que siempre te hará diferente hasta el final. Fuiste, vas, irás, esos cien metros más lejos que los otros; y durante la carrera, hasta que suene el disparo que le ponga fin, habrás sido tú y habrás sido libre, en vez de quedarte de rodillas, cómoda y estúpida, aguardando. 

Ahora sabes que todo merece la pena. La larga travesía por ese mundo de méritos numéricos y ausencia de reconocimiento, donde te viste obligada a arrastrar contigo al niño de papá, al tonto del haba, al inútil carne de matadero, con tal de llevar a buen término el trabajo para el que te bastabas en solitario. Has crecido y sabes que las oportunidades no estaban en los otros, sino en ti. Que no había nada malo en aquella chica tímida que se llevaba libros a las horas libres de tutoría; que buscaba la mirada de los profesores inteligentes, no para hacerles la pelota, sino por sentirse cómplice y no estar sola. La jovencita que sobrecargaba la mochila con El guardián entre el centeno o El señor de los anillos, que en la excursión del cole a Madrid prefería ver el Planetario, el Prado o el Reina Sofía a dejarse la garganta en el parque de atracciones. Que se enfrentaba a la hostilidad de compañeros cretinos porque era la única que había leído las Sonatas de Valle-Inclán o sabía quién era Wilkie Collins. Ahora que miras hacia atrás con madurez, comprendes que cada vez que alguien ninguneó tu forma de ser, te insultó, te miró por encima del hombro, no hizo sino precipitar tu aprendizaje y tu lucidez. Tu certeza de ser mejor, más despierta y diferente. 

Mírate ahora. Qué lejos estás de tanto borrego y tanto buey. Entras en la edad adulta sin que nadie pueda imponerte una sonrisa falsa cuando el mundo y su estupidez, su envidia, su mezquindad, te hagan fruncir el ceño. Ahora tienes la certeza de que no te equivocaste, y de que la niña callada en el banco del fondo puede ser vengada por la mujer que hoy la recuerda. Sabes ya que puedes ser feliz a tu manera y no a la de otros, con tus libros, con tus películas, con tu familia, con esos amigos que no sabes cuánto tiempo van a durar y por eso aprecias tanto, con la mirada serena que ahora posas a tu alrededor, en la calle, en el trabajo, en la vida. En la muerte. Ahora sabes que la virtud, en el más hondo sentido de la palabra, está en ese aguante de tantos años, cuando cerca estuvieron de convertirte en otra. Comprendes al fin que los malos profesores son un accidente sin demasiada importancia, pues eres tú quien aprende; y la vida, incluso con sus insultos, con sus malvados, con sus tragedias, con sus reglas implacables, la que te enseña. Nadie dijo que fuera fácil. 

El otro día fuiste a ver Salvador y saliste del cine asombrada, llorando. No por la película, ni por la suerte del protagonista, sino por la certeza de que los ideales de aquel muchacho ya no tienen sentido, porque ninguno los sustituye ahora, porque la gente de tu edad se divide en dos grandes grupos: una minoría de analfabetos desorientados, pasto de demagogia barata en manos de políticos sin escrúpulos, y una masa inerte cuya única aspiración es salir en Gran Hermano o ponerse hasta arriba el sábado por la noche; jóvenes con garganta y sin nada que gritar, que se irían por la pata abajo puestos en la piel de Salvador Puig Antich, o a los que, viendo El crimen de Cuenca, la sola visión del garrote vil haría cerrar los ojos con escalofríos en la nuca. Pero tus lágrimas, amiga, demuestran que tienes razón. Que no te equivocaste al amar al conde de Montecristo y al Gabriel Araceli de Galdós, al buscar el secreto genial de un soneto de Borges o Quevedo, al transitar, jugándotela, por los senderos sin carteles luminosos en los pasillos oscuros de la Historia. Al hacer de cada esfuerzo, de cada miedo, de cada desengaño, de cada ilusión y de cada libro, un martillo con el que picar los muros espesos que te rodean. 

Y si algún día tienes hijos, intenta que sean como tú. Como esos tipos flacos de los que hablaba Julio César, a la manera de Casio: gente de dormir inquieto, peligrosa y viva. La que quita el sueño a los apoltronados y a los imbéciles. 

21 de enero de 2007 

domingo, 14 de enero de 2007

El síndrome de Lord Jim

Paris de la Francia, a media tarde. Café con espejos artdecó y graves camareros vestidos de negro con largos delantales blancos, de esos que hablan de usted a clientes que usan con ellos el mismo tratamiento. Estás allí sentado, un café en la mesa y un libro en las manos, entre gente que se trata con respeto y dice buenos días y por favor aunque no se conozca. Estás, como digo, relajado y feliz por hallarte a centenares de kilómetros del proceso de paz sin vencedores ni vencidos, del último pelotazo ladrillero, del diálogo de civilizaciones, del sexismo lingüístico, de la nación plurinacional marca ACME, de la demagogia galopante y de la maleducada puta que nos parió. Y de pronto, a tu espalda, suena una voz de idioma y tono de grosería inconfundible, dirigiéndose al camarero: «Oye, ¿hablas español?». Y mientras por el rabillo del ojo ves al camarero pasar de largo, despectivo, sin hacer caso al interpelador, cierras el libro y te dices, amargo, que como al Lord Jim de Conrad –Peter O’Toole en versión cinematográfica, con James Mason y Eli Walach haciendo de malos– los fantasmas del pasado te persiguen hasta cualquier puerto donde recales, por lejos que vayas. Y que la ordinariez maldita de ciertos compatriotas, o como se llamen ahora, no se borra ni con lejía. 

Hay momentos de tan abrumadora evidencia que una desesperación negra te corta el resuello. Es verdad que el mundo cambia, y que la buena educación se rinde ante la uniforme marea de malos modos internacionales. Eso aporta, al simplificar las cosas, ventajas indudables en ciertos aspectos de la vida; pero entre quienes nacimos hace algún tiempo, leímos libros donde la gente todavía era capaz de matarse tratándose de usted, y fuimos criados por quienes aún conservaban maneras del siglo anterior, ciertas cosas son difíciles de encajar. Aquella tarde parisina de la que hablo, tras el café, entré en un estanco; y por el simple hecho de comprar una cajetilla de tabaco y un mechero tuve derecho a intercambiar dos «buenos días», un «por favor», un «señor», un «señora» y dos «gracias» con la estanquera, que me despidió con un rutinario «que tenga usted buen día». Y a ver cuándo, me dije al salir, iba yo a mantener ese diálogo en un estanco, o en una tienda, o en un banco, o en una oficina de la administración nacional –disculpen la anacrónica gilipollez– o autonómica de esta zafia España compadre de «oye, tú» que nos hemos fabricado, entre todos, a nuestra imagen y semejanza. Donde, a diferencia de otros lugares, si cedes el paso a una señora en una puerta, en una escalera o bajo el andamio de una calle, la presunta, en vez de dedicarte una sonrisa encantadora y decir «gracias», pasará mirándote con desconfianza, y hasta te empujará si hace falta, asegurándose de que a última hora no le estorbas el paso. 

Y es que, aunque parezca residuo superfluo de tiempos rancios, hablar de usted a la gente, saludar al entrar en los sitios y despedirse al salir, dar las gracias y pedir las cosas por favor, obliga al interlocutor, o facilita otras cosas más profundas y complejas, que no voy a detallar ahora porque ni tengo espacio ni maldita la gana. Del mismo modo, la pérdida de todas esas fórmulas convencionales, automáticas, nos vuelve a todos, también automáticamente, más insolidarios, burdos, mezquinos y egoístas. Y no vale ampararse en lo de que en todas partes cuecen habas. Hay habas y habas, y las que cocemos en España son tan ásperas que irritan el gaznate. ¿Imaginan a un periodista norteamericano, o a un francés, diciéndole a Bush, o a Chirac, «oye, presidente», en lugar de «señor presidente»? Lo echarían a patadas. 

Lo malo no es sólo eso, sino que hasta la gente educada que viene de fuera pierde las maneras en contacto con nuestra grosera realidad nacional. Hace cosa de medio año me llamaba mucho la atención una cajera de Carrefour, inmigrante hispanoamericana, que era de una amabilidad extrema, y todo lo decía trufado de «por favor» y «gracias», incluido un delicioso «¿me regala su firma?» al entregar la factura, o te despedía diciendo «que usted lo pase bien». Me pregunté, al observarla, cuánto iba a durar aquello. Y les juro por el cetro de Ottokar que sólo seis meses después –harta, supongo, de hacer la panoli–, no dice ya ni buenos días, trata a los clientes como a perros y entrega la factura como si se contuviera para no arrojártela a la cara. Es, al fin –enhorabuena–, una española más. Una inmigrante perfectamente integrada. 

14 de enero de 2007 

lunes, 8 de enero de 2007

El pitillo sin filtro

Ocurrió hace demasiado tiempo. Cuarenta y dos o cuarenta y tres años, por lo menos. Para un mozalbete fascinado por el mar y los barcos, Cartagena era territorio propicio. A veces me escapaba de clase en los maristas aprovechando la hora del recreo, e iba al puerto, respirando el olor característico de todo aquello –brea, hierro, estachas húmedas, viento salino– mientras escuchaba el campanilleo de drizas y el flamear de gallardetes y banderas. A veces pasaba así el resto de la mañana, entre los hombres quietos y silenciosos que miraban el horizonte tras los faros de la bocana, o aguardaban con una caña, los ojos fijos en el corcho que flotaba en el agua al extremo del sedal. Siempre me fascinó la inmovilidad de esa gente que miraba el mar; y yo, dispuesto a creer que todos eran viejos marinos que rumiaban sus nostalgias de puertos exóticos y temporales, me quedaba junto a ellos, sentado en un noray oxidado y poniendo cara de tipo duro, sintiéndome uno más. Soñando con irme un día. 

Fue por entonces cuando conocí a Paco el Piloto, luego amigo fiel y personaje literario de La carta esférica, cuya noble camaradería tanto influyó en mi vida marinera. Y con él, a muchos otros personajes portuarios, típicos de una época desaparecida en este siglo de contenedores y puertos informatizados, fríos y geométricos; habituales del lugar que se buscaban la vida entre los tinglados del muelle y los barcos que iban y venían, recalando a todas horas en las tabernas cercanas. Fue allí donde, aún casi criatura y con el poco dinero que mis padres me asignaban los domingos, fumé mis primeros Celtas y Bisontes y pagué las primeras cañas de mi vida, a gente que, apoyada en un mostrador de mármol, contaba historias que yo consideraba formidables: trapicheos portuarios, contrabandos, barcos, naufragios, viajes inventados o reales. Ya no hay puertos así, como digo, ni gente como aquélla, capaz de enseñarte a robar un plátano de los tinglados, a entalingar sedal y anzuelo o a ganar la voluntad del aduanero al que le vas a meter, bajo las narices, tres botellas de whisky y seis cartones de rubio americano. 

Uno de mis recuerdos más vivos corresponde a un episodio concreto, e ignoro por qué se me fijó en la memoria. Los barcos mercantes amarraban en el muelle comercial, y los de guerra frente al monumento a los héroes de Cavite. Y allí, junto a los habituales destructores y minadores españoles, se situaban también los visitantes extranjeros: norteamericanos de la VI flota, franceses, ingleses e italianos. Gente que hablaba lenguas aún extrañas para mí, y que bajaba a tierra con sus uniformes azules o blancos, ruidosos, inquisitivos y simpáticos; pues no había nada más simpático –o eso me parecía entonces– que un grupo de marineros uniformados bajando por la escala y dispersándose, alborozados, por tierra firme. Otros se quedaban a bordo: los que estaban de guardia o no tenían permiso. Y quienes rondábamos por el puerto nos acercábamos a los barcos para observarlos o charlar con ellos. 

Aquel día había un destructor norteamericano abarloado al muelle, y yo contemplaba sus modernas superestructuras y cañones. Cerca había tres o cuatro individuos de esos que nunca sabías qué hacían por allí: flacos, morenos, el aire curtido. Fumaban y se entendían desde tierra, por señas, con los marineros yanquis apoyados en la batayola del destructor. En ésas, uno de los españoles sacó un paquete de tabaco negro, sin filtro, y ofreció uno al marinero que estaba más cerca. Lo encendió éste, hizo remedo de toser, y tras darse golpecitos en el pecho agitó una mano, admirado del áspero sabor de aquel humo. Después, sonriendo, ofreció al hombre de tierra uno de los suyos, que era rubio emboquillado, como entonces se decía. Entonces, el español –típico fulano portuario, chaqueta raída, muy moreno de piel y con un tatuaje en el dorso de la mano– cogió el cigarrillo e hizo algo que lo grabó para siempre en mis recuerdos: antes de encenderlo, con ademán despectivo, muy masculino y superior, arrancó el filtro del pitillo. Luego se lo llevó a los labios, la cabeza algo inclinada y el fósforo protegido en el hueco de las manos, y aspiró profundamente el humo mientras miraba impasible al norteamericano. «Para señoritas», dijo. Y yo, admirado, con toda la inocencia de los doce o trece años, el pantalón corto, el bocadillo del cole a medio comer, pensé que en ese momento quedaban vengados, ante mis ojos, Santiago de Cuba, Cavite y Trafalgar. 

7 de enero de 2007 

lunes, 1 de enero de 2007

Miguel Hernández era un falócrata

Mi viejo amigo Barlés, intrépido navegante cibernético, acaba de felicitarme las fiestas con un excepcional documento de creación propia, donde demuestra que el poeta Miguel Hernández, fascista notorio, sucio machista donde los haya, hombre reaccionario y partidario del lenguaje falócrata, sexista y casposo –de no haber muerto a tiempo en una cárcel sería hoy, supongo, académico de la RAE–, habría mejorado mucho su Vientos del pueblo si hubiera tenido la decencia lingüística de escribirlo según lo que exigen el Instituto de la Mujer, las feministas galopantes, el Gobierno español, la Junta de Andalucía entre otras muchas juntas, y sus brillantes asesores filólogos y filólogas. Quod erat demostrandum: «Vientos del pueblo me llevan, / vientos del pueblo me arrastran, / me esparcen el corazón / y me aventan la garganta. Los bueyes y las bueyas doblan la frente, / impotentemente mansa, / delante de los castigos: / los leones y las leonas la levantan / y al mismo tiempo castigan / con su clamorosa zarpa. No soy de un pueblo de bueyes y bueyas, / que soy de un pueblo que embargan / yacimientos de leones y leonas, / desfiladeros de águilas y águilos / y cordilleras de toros y vacas / con el orgullo en el asta. / Nunca medraron los bueyes y bueyas / en los páramos de España. ¿Quién habló de echar un yugo / sobre el cuello de esta raza? / ¿Quién ha puesto al huracán / jamás ni yugos ni trabas, / ni quién al rayo detuvo / prisionero en una jaula? Asturianos y asturianas de braveza, / vascos y vascas de piedra blindada, / valencianos y valencianas de alegría / y castellanos y castellanas de alma, / labrados y labradas como la tierra / y airosos y airosas como las alas; / andaluces y andaluzas de relámpagos, / nacidos y nacidas entre guitarras / y forjados y forjadas en los yunques / torrenciales de las lágrimas; / extremeños y extremeñas de centeno, / gallegos y gallegas de lluvia y calma, / catalanes y catalanas de firmeza, / aragoneses y aragonesas de casta, / murcianos y murcianas de dinamita / frutalmente propagada, / leoneses, leonesas, navarros, navarras, dueños y dueñas / del hambre, el sudor y el hacha, / reyes y reinas de la minería, / señores y señoras de la labranza. / Hombres y mujeres que entre las raíces, / como raíces gallardas, / vais de la vida a la muerte, / vais de la nada a la nada: / yugos os quieren poner / gentes y gentas de la hierba mala, / yugos que habéis de dejar / rotos sobre sus espaldas. / Crepúsculo de los bueyes y bueyas / está despuntando el alba. Los bueyes y bueyas mueren vestidos y vestidas / de humildad y olor de cuadra: / las águilas y los águilos, los leones y leonas / y los toros y las vacas de arrogancia, / y detrás de ellos, el cielo / ni se enturbia ni se acaba. / La agonía de los bueyes y bueyas / tiene pequeña la cara, / la del animal varón, hembra u homosexual / toda la creación agranda. Si me muero, que me muera / con la cabeza muy alta. / Muerto o muerta y veinte veces muerto o muerta, / la boca contra la grama, / tendré apretados los dientes / y decidida la barba y las cejas depiladas o sin depilar. Cantando espero a la muerte, / que hay ruiseñores y ruiseñoras que cantan / encima de los fusiles / y en medio de las batallas»

Y sí, la verdad. Una vez matizado que las bueyas no existen, pero si hace falta se inventan como tantas otras cosas y santas pascuas, hay que reconocer que esta versión del poema, pasada por el filtro de la España de 2007 que tenemos en puertas, desfalocratiza mucho al tal Hernández. Tanto es así, que va siendo hora de plantearse, también, una revisión del Quijote –para machista y antiguo, Cervantes– adecuada a la cosa: «En un lugar de la nación de Castilla-La Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo vivía un hidalgo, aunque lo mismo podía haberse tratado de una hidalga, de los de lanza en astillero, adarga antigua, rocín o rocina flaco o flaca y galgo o galga corredor o corredora. Una olla de algo más vaca o toro que carnero o carnera (véase bueyas), salpicón las más noches, duelos y quebrantos los sábados, lentejas los viernes, algún palomino o palomina de añadidura los domingos, consumían las tres partes de su hacienda...»

31 de diciembre de 2006