Ocurrió hace demasiado tiempo. Cuarenta y dos o cuarenta y tres años, por lo menos. Para un mozalbete fascinado por el mar y los barcos, Cartagena era territorio propicio. A veces me escapaba de clase en los maristas aprovechando la hora del recreo, e iba al puerto, respirando el olor característico de todo aquello –brea, hierro, estachas húmedas, viento salino– mientras escuchaba el campanilleo de drizas y el flamear de gallardetes y banderas. A veces pasaba así el resto de la mañana, entre los hombres quietos y silenciosos que miraban el horizonte tras los faros de la bocana, o aguardaban con una caña, los ojos fijos en el corcho que flotaba en el agua al extremo del sedal. Siempre me fascinó la inmovilidad de esa gente que miraba el mar; y yo, dispuesto a creer que todos eran viejos marinos que rumiaban sus nostalgias de puertos exóticos y temporales, me quedaba junto a ellos, sentado en un noray oxidado y poniendo cara de tipo duro, sintiéndome uno más. Soñando con irme un día.
Fue por entonces cuando conocí a Paco el Piloto, luego amigo fiel y personaje literario de La carta esférica, cuya noble camaradería tanto influyó en mi vida marinera. Y con él, a muchos otros personajes portuarios, típicos de una época desaparecida en este siglo de contenedores y puertos informatizados, fríos y geométricos; habituales del lugar que se buscaban la vida entre los tinglados del muelle y los barcos que iban y venían, recalando a todas horas en las tabernas cercanas. Fue allí donde, aún casi criatura y con el poco dinero que mis padres me asignaban los domingos, fumé mis primeros Celtas y Bisontes y pagué las primeras cañas de mi vida, a gente que, apoyada en un mostrador de mármol, contaba historias que yo consideraba formidables: trapicheos portuarios, contrabandos, barcos, naufragios, viajes inventados o reales. Ya no hay puertos así, como digo, ni gente como aquélla, capaz de enseñarte a robar un plátano de los tinglados, a entalingar sedal y anzuelo o a ganar la voluntad del aduanero al que le vas a meter, bajo las narices, tres botellas de whisky y seis cartones de rubio americano.
Uno de mis recuerdos más vivos corresponde a un episodio concreto, e ignoro por qué se me fijó en la memoria. Los barcos mercantes amarraban en el muelle comercial, y los de guerra frente al monumento a los héroes de Cavite. Y allí, junto a los habituales destructores y minadores españoles, se situaban también los visitantes extranjeros: norteamericanos de la VI flota, franceses, ingleses e italianos. Gente que hablaba lenguas aún extrañas para mí, y que bajaba a tierra con sus uniformes azules o blancos, ruidosos, inquisitivos y simpáticos; pues no había nada más simpático –o eso me parecía entonces– que un grupo de marineros uniformados bajando por la escala y dispersándose, alborozados, por tierra firme. Otros se quedaban a bordo: los que estaban de guardia o no tenían permiso. Y quienes rondábamos por el puerto nos acercábamos a los barcos para observarlos o charlar con ellos.
Aquel día había un destructor norteamericano abarloado al muelle, y yo contemplaba sus modernas superestructuras y cañones. Cerca había tres o cuatro individuos de esos que nunca sabías qué hacían por allí: flacos, morenos, el aire curtido. Fumaban y se entendían desde tierra, por señas, con los marineros yanquis apoyados en la batayola del destructor. En ésas, uno de los españoles sacó un paquete de tabaco negro, sin filtro, y ofreció uno al marinero que estaba más cerca. Lo encendió éste, hizo remedo de toser, y tras darse golpecitos en el pecho agitó una mano, admirado del áspero sabor de aquel humo. Después, sonriendo, ofreció al hombre de tierra uno de los suyos, que era rubio emboquillado, como entonces se decía. Entonces, el español –típico fulano portuario, chaqueta raída, muy moreno de piel y con un tatuaje en el dorso de la mano– cogió el cigarrillo e hizo algo que lo grabó para siempre en mis recuerdos: antes de encenderlo, con ademán despectivo, muy masculino y superior, arrancó el filtro del pitillo. Luego se lo llevó a los labios, la cabeza algo inclinada y el fósforo protegido en el hueco de las manos, y aspiró profundamente el humo mientras miraba impasible al norteamericano. «Para señoritas», dijo. Y yo, admirado, con toda la inocencia de los doce o trece años, el pantalón corto, el bocadillo del cole a medio comer, pensé que en ese momento quedaban vengados, ante mis ojos, Santiago de Cuba, Cavite y Trafalgar.
7 de enero de 2007
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