Tengo unos vecinos que se llaman Luisa y Pepe. Son unos viejecitos encantadores, sin hijos, cerca ya de los ochenta. Luisa es una castellana de pelo blanco, menuda, siempre sonriente, educadísima, a la que uno se encuentra por el campo paseando a su perra —una salchicha de pelo duro andarina y apacible—, o muy precavida al volante del coche, yendo a hacer la compra o a buscar los periódicos. Porque Pepe, el marido, no conduce. Está hecho polvo, y los años se le notan. Es un gallego muy flaco, alto, de cabello abundante y canoso, que sale con zuecos de madera a tomar el sol. Como pareja, es una de las más insólitas que conozco. Porque Luisa es catedrática jubilada de Filología, y Pepe es teniente jubilado de la Guardia Civil.
Se conocieron en una residencia de abueletes. Pepe, viudo, quedó fascinado por los ojos azules, la vivacidad y la ternura de aquella simpática viejecita soltera, que había dedicado su vida a las lenguas clásicas y seguía desayunándose con Jenofonte y cenando con Apolonio de Rodas. Pepe no era demasiado instruido, pero a Luisa la sedujo su elegante delgadez, la bondad de su honrado corazón celta, la sencillez con que contaba fragmentos de su vida de hombre de acción: La guerra civil de marinero en el Canarias, la difícil postguerra, la larga carrera desde abajo, como picoleto chusquero, hasta retirarse como jefe de puesto, con el grado de teniente. Se quedaban charlando hasta las tantas, iban siempre juntos a todas partes, y ocurrió lo que tenía que ocurrir: se enamoraron como zagales. Así que, tras darle vueltas al asunto, decidieron casarse, dejar la residencia y buscar una casa en la sierra de Madrid.
Y aquí siguen. Ella con sus trabajos filológicos, sus monografías y sus libros: Amor omnibus idem y todo lo demás. Él cultiva el jardín y da cortos paseos al sol cuando se lo permite su salud, que ahora es muy mala. No soy nada inclinado a la vida social, y hay vecinos que saludo desde hace quince años sin saber todavía cómo se llaman. Ni falta que me hace. Pero Luisa y Pepe me caen tan bien que siempre charlo un rato, me intereso por los trabajos de ella o le pregunto a él por los años de juventud, aquel bombardeo atrapado en un pañol del Canarias, o cuando andaba por la sierra con zamarra, boina y naranjero, combatiendo al maquis. Fue la época más dura de su vida: monte, nieve, escaramuzas y peligro, donde a veces el cazador se convertía en cazado. Como quienes los han vivido de verdad, Pepe sabe hablar del miedo y del sufrimiento con naturalidad, sin darles más importancia que la que tienen como parte de la vida. Lo del maquis fue su gesta personal; le gusta recordar, y siempre detecto en su voz admiración por el coraje de los hombres y mujeres contra los que combatió. Cuando encuentro libros sobre esa época se los regalo, y él los lee —aunque cada vez le cuesta y tarda más— y luego me los comenta: La sierra en llamas, de Ángel Ruiz Ayúcar. Luna de lobos, de Julio Llamazares. Maquis, de Alfonso Cervera.
Los dos viejecitos viven solos, y todo el mundo los conoce y aprecia en un lugar donde la gente hace vida a su aire y se ocupa poco de los otros. Tal vez por eso me gusta este sitio: porque hay silencio, hay árboles, y, si no das confianza, nadie viene a pedirte sal ni a invitarte a una barbacoa. Aquí te puedes morir tranquilo, sin pelmazos y sin visitas. Hasta don José, el páter, a quien a veces encuentro comprando el pan y charlamos sobre escribas y fariseos, sólo acude a darte los óleos si los pides con mucha urgencia. Sin embargo, la otra noche ocurrió algo especial: estaba leyendo en el jardín cuando oí la sirena de una ambulancia, que al parecer se había detenido frente a la casa de los dos ancianos. Salí a toda prisa, pensando en la mala salud de él, en la soledad de ella. Y, para mi sorpresa, comprobé que todos los vecinos, absolutamente todos, se habían congregado allí dispuestos a echar una mano. Por suerte no era Pepe; la ambulancia estaba detenida en la casa de al lado. Entonces nos miramos unos a otros, sorprendidos, confusos, arrancados de pronto a nuestro egoísmo natural, a nuestra reserva. Por un instante nos vimos bajo un aspecto mejor, o diferente. Esforzados, tal vez. Solidarios en una inesperada causa común. Casi buena gente. Luego, un poco avergonzados, nos saludamos en voz baja y regresamos despacio cada mochuelo a su olivo. La luz de la ambulancia seguía lanzando destellos ante la casa de más allá. Pero Pepe y Luisa estaban bien, y esa era ya otra historia.
27 de junio de 1999
Se conocieron en una residencia de abueletes. Pepe, viudo, quedó fascinado por los ojos azules, la vivacidad y la ternura de aquella simpática viejecita soltera, que había dedicado su vida a las lenguas clásicas y seguía desayunándose con Jenofonte y cenando con Apolonio de Rodas. Pepe no era demasiado instruido, pero a Luisa la sedujo su elegante delgadez, la bondad de su honrado corazón celta, la sencillez con que contaba fragmentos de su vida de hombre de acción: La guerra civil de marinero en el Canarias, la difícil postguerra, la larga carrera desde abajo, como picoleto chusquero, hasta retirarse como jefe de puesto, con el grado de teniente. Se quedaban charlando hasta las tantas, iban siempre juntos a todas partes, y ocurrió lo que tenía que ocurrir: se enamoraron como zagales. Así que, tras darle vueltas al asunto, decidieron casarse, dejar la residencia y buscar una casa en la sierra de Madrid.
Y aquí siguen. Ella con sus trabajos filológicos, sus monografías y sus libros: Amor omnibus idem y todo lo demás. Él cultiva el jardín y da cortos paseos al sol cuando se lo permite su salud, que ahora es muy mala. No soy nada inclinado a la vida social, y hay vecinos que saludo desde hace quince años sin saber todavía cómo se llaman. Ni falta que me hace. Pero Luisa y Pepe me caen tan bien que siempre charlo un rato, me intereso por los trabajos de ella o le pregunto a él por los años de juventud, aquel bombardeo atrapado en un pañol del Canarias, o cuando andaba por la sierra con zamarra, boina y naranjero, combatiendo al maquis. Fue la época más dura de su vida: monte, nieve, escaramuzas y peligro, donde a veces el cazador se convertía en cazado. Como quienes los han vivido de verdad, Pepe sabe hablar del miedo y del sufrimiento con naturalidad, sin darles más importancia que la que tienen como parte de la vida. Lo del maquis fue su gesta personal; le gusta recordar, y siempre detecto en su voz admiración por el coraje de los hombres y mujeres contra los que combatió. Cuando encuentro libros sobre esa época se los regalo, y él los lee —aunque cada vez le cuesta y tarda más— y luego me los comenta: La sierra en llamas, de Ángel Ruiz Ayúcar. Luna de lobos, de Julio Llamazares. Maquis, de Alfonso Cervera.
Los dos viejecitos viven solos, y todo el mundo los conoce y aprecia en un lugar donde la gente hace vida a su aire y se ocupa poco de los otros. Tal vez por eso me gusta este sitio: porque hay silencio, hay árboles, y, si no das confianza, nadie viene a pedirte sal ni a invitarte a una barbacoa. Aquí te puedes morir tranquilo, sin pelmazos y sin visitas. Hasta don José, el páter, a quien a veces encuentro comprando el pan y charlamos sobre escribas y fariseos, sólo acude a darte los óleos si los pides con mucha urgencia. Sin embargo, la otra noche ocurrió algo especial: estaba leyendo en el jardín cuando oí la sirena de una ambulancia, que al parecer se había detenido frente a la casa de los dos ancianos. Salí a toda prisa, pensando en la mala salud de él, en la soledad de ella. Y, para mi sorpresa, comprobé que todos los vecinos, absolutamente todos, se habían congregado allí dispuestos a echar una mano. Por suerte no era Pepe; la ambulancia estaba detenida en la casa de al lado. Entonces nos miramos unos a otros, sorprendidos, confusos, arrancados de pronto a nuestro egoísmo natural, a nuestra reserva. Por un instante nos vimos bajo un aspecto mejor, o diferente. Esforzados, tal vez. Solidarios en una inesperada causa común. Casi buena gente. Luego, un poco avergonzados, nos saludamos en voz baja y regresamos despacio cada mochuelo a su olivo. La luz de la ambulancia seguía lanzando destellos ante la casa de más allá. Pero Pepe y Luisa estaban bien, y esa era ya otra historia.
27 de junio de 1999