Pues eso. Que estaba el arriba firmante sentado el otro día en una terraza de la plaza de San Francisco de Cádiz, mirando la vida. Y en la mesa contigua había un matrimonio joven con dos zagales, dos enanos rubios de entre siete y nueve años, y el mapa desplegado, y la cámara de fotos. Y yo, que tenía más hambre que un caracol en la vela de un barco, desayunaba un mollete untado de aceite; y entre mordisco y mordisco al pan caliente miraba la plaza, y las palomas revoloteando frente a la puerta de la iglesia. También miraba a los dos niños, a quienes sus papis acababan de comprar dos tirachinas de esos que antes los críos fabricábamos en plan artesanal, con un trozo de madera en V, tiras de neumáticos, un retal de cuero y un palmo de alambre, y que ahora se venden en las tiendas y en las jugueterías, y valen una pasta. Que por cierto tiene tela, tanta capullez sobre los juguetes bélicos y las armas y las navajas de Albacete, y resulta que cualquier parvulito puede comprar un tirachinas de precisión para saltarle un ojo al vecino, o un huelguista de la Bazán ponerle un tornillo dentro y perforarle la visera del casco a un antidisturbios. Que no tengo yo nada contra el hecho en sí, y cada cual perfora lo que cree conveniente; pero extraña que por un lado el personal se lleve las manos a la cabeza, y por el otro ponga las cosas tan a huevo.
En fin. El caso es que allí, imagínense, están los dos niños con sus tirachinas recién comprados, y yo sigo con mi desayuno mirando cómo se pasean las palomas, y cómo un palomo muy seguro de sí y muy flamenco hincha el buche sacando pecho y se contonea entre las marujillas plumíferas, que hacen corros y lo miran de reojo, bucheando, o zureando, lo que sea que hacen las palomas en voz baja cuando el cuerpo les pide marcha. Y estoy en ésas, pendiente de a cuál se liga el Travolta del palomo, cuando de pronto se me atraganta medio mollete porque oigo al niño rubio mayor decirle a su hermano rubio menor: “Vamos a espantar palomas”. Miro al padre, suponiendo que ha oído lo mismo que yo, y compruebo que el padre sigue leyendo con mucha calma el periódico. Miro a la madre, rubia, muy bien vestida, y compruebo que desliza su mirada lánguida por la plaza, apática e impasible, mientras sus dos criaturas se ponen en pie y, lanzando gozosos gritos de guerra, cogen guijarros de las jardineras municipales y empiezan a sacudir chinazos a diestro y siniestro. A Travolta lo pillan descuidado, metiendo barriga y sacando pecho, y de una pedrada le cortan el rollo y la digestión de las miguitas que acababa de jalarse al pie de mi mesa. Luego los tiernos infantes se ponen al dispararles a las palomas con precisión letal de francotiradores serbios, y la plaza se vuelve revoloteo de palomas acojonadas y plumas que flotan en el aire. Alucino. Miro al padre, que sigue pendiente de su periódico. Miro a la madre, que observa silenciosa la almogavaría de sus pequeños gamberros. Miro las dos cabecitas rubias que van y vienen gozosas desde hace cinco minutos largos, disfrutando del momento inolvidable que sin duda, dentro de cuarenta años, cuando se reúnan a cenar por Navidad, ambos evocarán con lágrimas en los ojos, por aquello de que la infancia es el paraíso perdido, etcétera. La madre me mira. Ha debido leerme el pensamiento, porque desvía los ojos hacia sus niños y luego vuelve a mirarme. Entonces, saliendo de su apatía con un esfuerzo casi físico, llama al mayor. Paquito, le dice. Paquito, ven inmediatamente y trae a tu hermano. Paquito no le hace ni puto caso y sigue a lo suyo. La madre deja transcurrir otro minuto, me mira de nuevo e insiste. Paquito. A esas horas, la paloma más cercana está en lo alto del campanario, y Paquito regresa con su hermano, sudoroso, vencedor cual César tras darse una vuelta por las Galias. Con los tirachinas traen, como trofeo, sendas plumas blancas de la cola del pobre Travolta, que a estas horas debe volar a ciento ochenta por hora camino de Ciudad El Cabo. Con mucho alarde, la madre les confisca por fin el armamento. Paquito me mira con ojos de odio, intuyéndome culpable. Se parece, me digo, a aquel soldado que quiso matar a un prisionero en KuKunjevac, Croacia, septiembre del 91, y no lo hizo porque la cámara de Márquez lo estaba filmando. Y es que algunos hijos de puta ya prometen desde su más tierna infancia. Uno se los tropieza lo mismo en Cádiz que en Kosovo, con tirachinas o con fusil de asalto Kalashnikov, y sospecha que no siempre Herodes o Javier Solana degollaron inocentes.
13 de junio de 1999
En fin. El caso es que allí, imagínense, están los dos niños con sus tirachinas recién comprados, y yo sigo con mi desayuno mirando cómo se pasean las palomas, y cómo un palomo muy seguro de sí y muy flamenco hincha el buche sacando pecho y se contonea entre las marujillas plumíferas, que hacen corros y lo miran de reojo, bucheando, o zureando, lo que sea que hacen las palomas en voz baja cuando el cuerpo les pide marcha. Y estoy en ésas, pendiente de a cuál se liga el Travolta del palomo, cuando de pronto se me atraganta medio mollete porque oigo al niño rubio mayor decirle a su hermano rubio menor: “Vamos a espantar palomas”. Miro al padre, suponiendo que ha oído lo mismo que yo, y compruebo que el padre sigue leyendo con mucha calma el periódico. Miro a la madre, rubia, muy bien vestida, y compruebo que desliza su mirada lánguida por la plaza, apática e impasible, mientras sus dos criaturas se ponen en pie y, lanzando gozosos gritos de guerra, cogen guijarros de las jardineras municipales y empiezan a sacudir chinazos a diestro y siniestro. A Travolta lo pillan descuidado, metiendo barriga y sacando pecho, y de una pedrada le cortan el rollo y la digestión de las miguitas que acababa de jalarse al pie de mi mesa. Luego los tiernos infantes se ponen al dispararles a las palomas con precisión letal de francotiradores serbios, y la plaza se vuelve revoloteo de palomas acojonadas y plumas que flotan en el aire. Alucino. Miro al padre, que sigue pendiente de su periódico. Miro a la madre, que observa silenciosa la almogavaría de sus pequeños gamberros. Miro las dos cabecitas rubias que van y vienen gozosas desde hace cinco minutos largos, disfrutando del momento inolvidable que sin duda, dentro de cuarenta años, cuando se reúnan a cenar por Navidad, ambos evocarán con lágrimas en los ojos, por aquello de que la infancia es el paraíso perdido, etcétera. La madre me mira. Ha debido leerme el pensamiento, porque desvía los ojos hacia sus niños y luego vuelve a mirarme. Entonces, saliendo de su apatía con un esfuerzo casi físico, llama al mayor. Paquito, le dice. Paquito, ven inmediatamente y trae a tu hermano. Paquito no le hace ni puto caso y sigue a lo suyo. La madre deja transcurrir otro minuto, me mira de nuevo e insiste. Paquito. A esas horas, la paloma más cercana está en lo alto del campanario, y Paquito regresa con su hermano, sudoroso, vencedor cual César tras darse una vuelta por las Galias. Con los tirachinas traen, como trofeo, sendas plumas blancas de la cola del pobre Travolta, que a estas horas debe volar a ciento ochenta por hora camino de Ciudad El Cabo. Con mucho alarde, la madre les confisca por fin el armamento. Paquito me mira con ojos de odio, intuyéndome culpable. Se parece, me digo, a aquel soldado que quiso matar a un prisionero en KuKunjevac, Croacia, septiembre del 91, y no lo hizo porque la cámara de Márquez lo estaba filmando. Y es que algunos hijos de puta ya prometen desde su más tierna infancia. Uno se los tropieza lo mismo en Cádiz que en Kosovo, con tirachinas o con fusil de asalto Kalashnikov, y sospecha que no siempre Herodes o Javier Solana degollaron inocentes.
13 de junio de 1999
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