domingo, 6 de junio de 1999

Elogio del mercenario


Ocurrió hace poco, cuando una periodista me entrevistaba con motivo de un reciente trabajo. “Fue un trabajo mercenario y divertido", dije, y observé que mi interlocutora daba un respingo, escandalizada. “¿Puedo decir eso exactamente: mercenario?”, preguntó. “Claro —respondí—. ¿Qué tiene de malo un trabajo mercenario?... Usted misma lo es. Viene a entrevistarme porque le pagan un sueldo”. No pareció muy convencida, e ignoro cuál fue el tratamiento final que dio al asunto. Por la cara que puso, prefiero no saberlo. Pero aquello me hizo reflexionar. He advertido con frecuencia, en conversaciones con periodistas o con lectores, incomodidad cuando pronuncio la palabra mercenario para definir etapas de mi vida como reportero, o esos trabajos que uno realiza simplemente porque le apetece y le pagan. Supongo que no es un término políticamente correcto. Suena mejor voluntario entusiasta, claro. O apasionado vocacional. Hemos llegado al punto de soplapollez en que si dices que haces un trabajo lo mejor que puedes, porque lo cobras y porque eso incluye cumplir con eficacia, la gente te mira raro. Por lo visto esperan que vayas a la guerra y te vuelen los huevos y escribas libros o toques la flauta por amor al arte y por altruismo. Y que además seas humanitario, honesto, solidario, guapo y finalista del Planeta. Como Mendiluce.

Pues no. A mí me van a disculpar ustedes, pero la palabra mercenario me pareció siempre de lo más honrosa. En realidad desconfío automáticamente, por experiencia y por instinto, de los voluntarios entusiastas teóricamente movidos por una fe, un libro o una idea. Cuando la vida los pone en situaciones extremas, suelen ser crueles e imprevisibles. Nada hay más turbio y peligroso que tener a Dios o una causa justa de tu parte. Sin embargo, que un fulano o una fulana hagan un trabajo por la debida soldada, y a cambio den lo mejor de su experiencia profesional, ya sea para sostener algo en lo que creen o para realizar cosas que les importan un carajo, incluido hacerle al prójimo un francés, me parece de perlas. Ahí nadie se llama a engaño. Por supuesto, hay mercenarios honestos y mercenarios deshonestos, y eso ocurre entre los que degüellan y entre los que aprietan tornillos en la Renault, entre los albañiles y entre los francotiradores. Los límites éticos ya son otra cuestión, —y cada cual decide los suyos—. Pero, en términos generales, mi ideal profesional ha sido siempre quien hace su curro de la forma más eficaz posible; el que se bate hasta el límite de sus fuerzas, porque en el trabajo bien hecho está su dignidad personal. No hay otro estipendio digno que el que ganas con tu resuello y con tu sangre. Y lo demás son milongas.

Y aún diré más. Durante veintiún años como reportero en lugares donde la moral ortodoxa no vale una puñetera mierda, siempre preferí trabajar con mercenarios eficaces antes que con voluntarios aficionados. Estos últimos me dejaron tirado muchas veces con variados pretextos. De pronto recordaban que tenían que ir a ocuparse de su anciana madre, o a hacer pipí, o a poner un telegrama. Sin embargo, cuanto más podrido o peligroso era el lugar, individuos de muy dudosa catadura moral, a quienes pagué puntualmente sus servicios tras seleccionarlos con sumo esmero entre lo mejor de cada casa —traficantes, proxenetas, lumis, taxistas, asesinos, torturadores, intérpretes, policías— fueron, en su mayor parte, eficaces colaboradores que corrieron riesgos inauditos por cien dólares diarios y que se ganaron de sobra esa pasta dejándose el pellejo, alguno para siempre, en el asunto. E incluso ahora que me busco la vida por derroteros apacibles, sigo prefiriendo a un punto filipino que sea buenísimo en su trabajo, y cobre por ello, antes que a un aficionado voluntarioso, un simpático tiñalpa al que a la hora de la verdad le tiembla el pulso y no sabe hacer la o con un canuto. Así que lo siento. No tengo el menor complejo a la hora de utilizar la palabra mercenario, que para mí sólo es sinónimo de profesional. Al contrario, lamento que no haya más. Y que, entre los que hay, no todos sean pundonorosos y sin complejos, ya se trate de fontaneros, soldados, curas, putas o políticos. Además, si un día alguien me pone una cuchilla en el gaznate, espero que sea un profesional capaz de hacer las cosas con limpieza y eficacia, rápido y como Dios manda, en vez de montárselo en plan chapuza, quiero y no puedo, y dejarme tirado de mala manera, imagínense, media hora desangrándome como un cerdo.

6 de junio de 1999

1 comentario:

Adán Moreno dijo...

Don Arturo en estado puro. Me ha gustado eso del francés (como recompensa). Claro que sí, un mercenario es un profesional. Cuando decía eso de los pringaos que actúan por fé, por un libro o por un ideal ciego, me ha venido a la mente las brigadas Internacionales que estuvieron luchando en nuestra Guerra Civil española, menudos ignorantes tocapelotas. Un saludo Maestro.