Si es que no puede ser. Por más que uno lo intenta y le pone buena voluntad, las cosas son lo que son. Mira que ya me tenía casi convencido mi vecino el rey de Redonda de que en materia de ingleses y de perros soy un ultrameridional de lo más abyecto, o sea, que lo mío es pura xenofobia pero mirando para arriba: quiero decir que un moro o un negrata o un sudaca me caen de maravilla, pero veo a un rubio tomando cerveza y diciendo gudmornin y se me pone un vello rojo y me vuelvo Doctorjeckyll -el conocido autor de Crimen y castigo-, o mister Hyde, o Frankenstein; o como se llame ese personaje al que cuando salía la luna llena se le ponía una mala leche espantosa. Que a mi lado el obispo de Solsona, su colega Setién, Marta Ferrusola, Heribert Barrera y el Dúo Sacapuntas Arzalluz y Egíbar, con sus catilinarias continuas contra maketos, charnegos y emigrantes con el RH cambiado, o sea, contra toda esa chusma advenediza que no habla lo que se debe hablar ni reza donde se debe rezar, pero al final exige derecho a comer, y derecho a opinar y derecho al voto si los dejas, y está jodiendo de mala manera las esencias de las madres patrias respectivas, son tacitas de tila y valeriana comparados con el arriba firmante. Estaba ya casi convencido de todo eso, o sea, de que soy tan intransigente, tan reaccionario y tan cabroncete como ellos, o aún más si cabe. Que cabe poco. De manera que, para combatir esa perversa tendencia mía, había decidido dedicar una temporada a hacer ejercicios espirituales con el Tristam Shandy y las hermanas Bronte, comprarme todas las películas de Kenneth Branagh y James Ivory, mandarle un libro dedicado al Orejas -inconsolable viudo de lady Di- y pasar mis próximas vacaciones tomando té en Oxford. Les aseguro a ustedes que en ese propósito de enmienda estaba, cuando hete aquí que el otro día todos mis buenos propósitos se fueron al carajo.
Les cuento. Iba yo por la calle Mayor de Madrid, dando un paseo camino de Las Vistillas. Un paseo que me prometía apacible, hojeando el catálogo de la librería náutica de Tarragona Cal Matías. Iba tan campante, decía, cuando de pronto caí en la cuenta de que había elegido un día nefasto para pasear, pues no paraba de cruzarme con energúmenos auIlantes en grupos de seis o siete, todos varones, con el pelo muy corto, claros síntomas de intoxicación etílica y extrañas camisetas amarillas. Les juro a ustedes por la cobertura de mi móvil –ahora llevo uno, a veces- que no tenía ni idea de quién era aquella peña. Así que me acerqué a un guardia. «¿y todos estos hijoputas?», pregunté. «Es que hoy juegan el Leeds y el Madrid», respondió, mirándome como si yo fuera gilipollas. Di las gracias y seguí adelante sin entender muy bien la relación directa, y por lo visto obvia, entre el hecho de que esa tarde jugaran el Leeds y el Madrid, y que las calles estuvieran llenas de animales borrachos que gritaban en jerga bárbara, molestando impunemente a la gente y haciendo gestos obscenos. Qué cosas, pensé. Qué cosas.
Delante de mí, calle Mayor abajo, caminaba un rebaño de esas malas bestias. Y les doy mi palabra de honor de que nunca he visto, en cosa de cuatrocientos metros y en el espacio de diez minutos, tantas barbaridades juntas. Allí no había rastro de James Ivory: todo era puro Ken Loach. Iban mamados hasta la madre que los parió, por supuesto; y en ese trayecto tuvieron tiempo para molestar a cuantas mujeres se cruzaron con ellos, amenazar a dos operarios de Telefónica que estaban sentados comiéndose sus bocadillos en la acera, quitarle el casco a un albañil que trabajaba en una obra un poco más allá, cambiar alaridos en la lengua de Shakespeare con otro grupo similar de cerdos borrachos que vomitaba al otro lado de la calle, orinar en un portal y caerse dos al suelo al llegar al semáforo de la calle Bailén. Hubo un momento en que coincidí con ellos allí, junto al semáforo, cavilando: ahora estos agropecuarios hijos de la gran puta también la toman conmigo, y si se pasan mucho no tendré más remedio, por la negra honrilla, hay que joderse, que coger las llaves del coche que llevo en el bolsillo y abrirle la cara a uno, al más bajito si puede ser, que a ese le llego, antes de que me den de hostias hasta en el cielo de la boca; que guapo me van a poner aquí, mis primos, y el puente que llevo en las dos últimas muelas me lo van a incrustar en el esófago. Pero hubo suerte y siguieron camino hacia el Viaducto, ignorándome. Y yo pensé: en mala hora se le ocurrió al alcalde poner paneles de metacrilato, porque con un poco de suerte se inclinaban a mirar, y con la castaña que llevan igual se caía alguno, aaaaaah, chof. Y angelitos al cielo.
Pero no cayó esa breva. Mi único consuelo fue que por el camino, la meadilla se la echaron casi en la esquina de la casa de Javier Marías, al que además le gusta mucho el fúmbol. Ya eso, colega, se le llama justicia poética.
25 de marzo de 2001
Les cuento. Iba yo por la calle Mayor de Madrid, dando un paseo camino de Las Vistillas. Un paseo que me prometía apacible, hojeando el catálogo de la librería náutica de Tarragona Cal Matías. Iba tan campante, decía, cuando de pronto caí en la cuenta de que había elegido un día nefasto para pasear, pues no paraba de cruzarme con energúmenos auIlantes en grupos de seis o siete, todos varones, con el pelo muy corto, claros síntomas de intoxicación etílica y extrañas camisetas amarillas. Les juro a ustedes por la cobertura de mi móvil –ahora llevo uno, a veces- que no tenía ni idea de quién era aquella peña. Así que me acerqué a un guardia. «¿y todos estos hijoputas?», pregunté. «Es que hoy juegan el Leeds y el Madrid», respondió, mirándome como si yo fuera gilipollas. Di las gracias y seguí adelante sin entender muy bien la relación directa, y por lo visto obvia, entre el hecho de que esa tarde jugaran el Leeds y el Madrid, y que las calles estuvieran llenas de animales borrachos que gritaban en jerga bárbara, molestando impunemente a la gente y haciendo gestos obscenos. Qué cosas, pensé. Qué cosas.
Delante de mí, calle Mayor abajo, caminaba un rebaño de esas malas bestias. Y les doy mi palabra de honor de que nunca he visto, en cosa de cuatrocientos metros y en el espacio de diez minutos, tantas barbaridades juntas. Allí no había rastro de James Ivory: todo era puro Ken Loach. Iban mamados hasta la madre que los parió, por supuesto; y en ese trayecto tuvieron tiempo para molestar a cuantas mujeres se cruzaron con ellos, amenazar a dos operarios de Telefónica que estaban sentados comiéndose sus bocadillos en la acera, quitarle el casco a un albañil que trabajaba en una obra un poco más allá, cambiar alaridos en la lengua de Shakespeare con otro grupo similar de cerdos borrachos que vomitaba al otro lado de la calle, orinar en un portal y caerse dos al suelo al llegar al semáforo de la calle Bailén. Hubo un momento en que coincidí con ellos allí, junto al semáforo, cavilando: ahora estos agropecuarios hijos de la gran puta también la toman conmigo, y si se pasan mucho no tendré más remedio, por la negra honrilla, hay que joderse, que coger las llaves del coche que llevo en el bolsillo y abrirle la cara a uno, al más bajito si puede ser, que a ese le llego, antes de que me den de hostias hasta en el cielo de la boca; que guapo me van a poner aquí, mis primos, y el puente que llevo en las dos últimas muelas me lo van a incrustar en el esófago. Pero hubo suerte y siguieron camino hacia el Viaducto, ignorándome. Y yo pensé: en mala hora se le ocurrió al alcalde poner paneles de metacrilato, porque con un poco de suerte se inclinaban a mirar, y con la castaña que llevan igual se caía alguno, aaaaaah, chof. Y angelitos al cielo.
Pero no cayó esa breva. Mi único consuelo fue que por el camino, la meadilla se la echaron casi en la esquina de la casa de Javier Marías, al que además le gusta mucho el fúmbol. Ya eso, colega, se le llama justicia poética.
25 de marzo de 2001