Estoy familiarizado con paisajes de orillas azules, cielos luminosos y cementerios blancos. Allí intuí pronto -o tal vez aprendí a aprender- que la muerte es episodio natural y consecuencia de todas las cosas. Quizá por eso tengo afición a las lápidas donde figuran inscripciones serenas, cuya contemplación ayuda a ordenar pensamientos y vidas. Me gusta leerlas e imaginar las existencias que allí se resumen, y calcular qué de ello puede serme útil o saludable. También, a veces, durante esos ratos tranquilos en que la biblioteca está en silencio absoluto y no tengo ganas de leer algo continuado y denso, hojeo las páginas de algún libro relacionado con el asunto, o que me lo parece. Mis queridos Montaigne y Cervantes, por ejemplo, abundan en esa clase de sentencias que a veces podríamos tomar por funerarias, o casi; y sospecho que los autores de los Ensayos y el Quijote lo que hicieron, en realidad, fue escribir astutos y caudalosos libros-epitafios para ayudarse ellos mismos a bien morir.
Tengo otros libros a los que acudo con esa intención. Mis favoritos son Epigramas funerarios griegos y los dos volúmenes de Poesía epigráfica latina, de la colección de clásicos Gredos, que reúnen buen número procedente de estelas funerarias o de fragmentos literarios antiguos. Me seducen especialmente sus antiquísimas fórmulas canónicas: invocación al caminante -«Llora mi amargo destino, caminante»-, elogio del difunto -«Nadie llegó a desceñir su virginal cinturón»- y consolatio final -«Amado por muchos, lo habría sido por más»-. Algunas de las inscripciones, sobre todo las dedicadas a niños y jóvenes muertos en su edad primera, me conmueven especialmente. «Con lamentos, mi madre colocó esta lápida junto al camino», dice una de ellas. Y otra: «En este lugar yazco, dejando huérfana la vejez de mi padre». Tengo varias favoritas. Por ejemplo: «Te admiraban mortales y dioses, pero una envidiosa divinidad se apoderó de ti», y «Sin apenas gustar de la juventud, me he hundido en el Hades». Aunque ninguna tan hermosa y triste como la de una recién nacida: «La mayor parte de mi vida la pasé en el vientre de mi madre».
Algunas de esas antiguas inscripciones resumen admirablemente toda una vida, una profesión o un carácter. «La Moira raptó a Cleómbroto, excelente en jurisprudencia», afirma una. Y otra: «Comadrona, salvé a muchas mujeres, pero no pude escapar a la Moira». Tampoco está nada mal: «Que mis herederos rocíen con vino mis cenizas». Aunque de ésas, mi más admirada es la magnífica «Vi las ciudades de muchos hombres y conocí su forma de pensar». Las inscripciones referidas a muertos en combate se encuentran también entre mis predilectas. La más famosa, por supuesto, es aquel «Caminante, si vas a Esparta...» de las Termópilas. Hay otra que me gusta mucho: «Entre roncos gemidos, sus compañeros levantaron este túmulo». También la de un soldado llamado Aristarco, que «Murió mientras sostenía el escudo en defensa de su patria», y la conmovedora «Cayó entre los que combatían en primera fila, e intenso dolor dejó a su padre». Pero la que siempre me pone al filo de la emoción es el sencillo elogio fúnebre de un hoplita muerto en la llanura de Curo, el año 281 antes de Cristo: «Yo no retrocedí ante el ataque de los enemigos. Era soldado de infantería».
Otra inscripción que me parece magnífica, por lo que tiene de épica y evocadora, está en el museo arqueológico de Córdoba. Se trata de la estela funeraria de un gladiador del siglo I muerto en su séptimo combate, y su escueto elogio -tres palabras en mitad del texto: venció seis veces, incluidas con orgullo por la esposa que costea su lápida- me hace evocar con facilidad el anfiteatro cordobés, el grito de la muchedumbre en los graderíos, el ruido de las armas y la sangre corriendo sobre la arena: «Actio, gladiador. Venció seis veces. Tenía veintiún años. Aquí está enterrado. Que la tierra te sea ligera».
Pero no es sólo en las piedras, o en los libros. Hace muchos años, en el cementerio helado de Bucarest, me asombró comprobar hasta qué punto ese eco funerario clásico, tan literario, puede llegar de forma natural hasta nuestros días. El día de Navidad, bajo la nieve, una pobre madre lloraba y rezaba ante la tumba aún abierta de su hijo, asesinado por la Securitate del dictador Ceaucescu. Y cuando la intérprete me tradujo sus palabras, me quedé estupefacto. Aquella mujer campesina, analfabeta, estaba recitando de memoria -una memoria antiquísima, sin duda, transmitida oralmente- un epigrama funerario triste y bello, quizás aprendido por algún antepasado suyo en una piedra contemplada, siglos atrás, a un lado del camino: «Es oscura la casa donde ahora vives».
27 de junio de 2010