domingo, 28 de julio de 2019

La Posada de Dickens

Alguna vez he comentado en esta página lo importante que es viajar a los lugares no para conocerlos, sino para confirmarlos. Llegar a ellos con lecturas previas que permitan amueblarlos con lo que fueron o con lo que otros imaginaron o vivieron allí. Contextualizarlos en su literatura, su tradición y su historia. No es lo mismo caminar con libros que sin libros en la memoria. No es igual pasar junto al café Procope sin saber quiénes fueron Diderot o el barón Holbach, desayunar en Sanborn’s ignorando a Zapata y Pancho Villa o deambular por Palermo sin la melancólica sombra del príncipe Salina. A cuento de eso, nada más adecuado para estos superficiales tiempos de selfi y a otra cosa, mariposa, que lo que en Clase de latín escribió Zbigniew Herbert: «Tal vez algún día lleguéis a Roma con el séquito de un procónsul. De modo que deberéis conocer los principales edificios de la Ciudad Eterna. No quiero que deambuléis por la capital de los césares como si fuerais unos bárbaros sin cultura». 

Pienso en eso sentado en el último banco a la derecha de la galería exterior de la Posada de Dickens, la Dickens Inn del muelle de St. Katherine de Londres, mirando desde ese caserón del siglo XVIII los barcos amarrados en el puertecito de abajo. Tengo una cerveza en la mano, el sombrero a un lado, las suelas de los zapatos cómodamente apoyadas en la barandilla, y acabo de dar un largo paseo a lo largo del Támesis, entre el puente de Waterloo y el de la Torre, que puede verse a lo lejos entre los edificios modernos y los antiguos que sobrevivieron a los bombardeos alemanes. Hace un rato anduve junto al crucero Belfast, que combatió con el Tirpitz y participó en el hundimiento del Scharnhorst, y junto a la réplica del Golden Hind de Drake, entre los viejos almacenes portuarios hoy rehabilitados y destinados a otras cosas. Y durante todo el camino, como ahora en la Posada de Dickens, los libros leídos en los últimos sesenta años vinieron en mi auxilio para dar sentido a lo que miraba. Borrando con la imaginación cuanto allí sobraba –que era mucho– y proyectando con nitidez perfecta lo que realmente contuvo, o contiene, este paisaje. 

Joseph Conrad, sobre todo. Paseando por los lugares donde estuvo el puerto me he detenido varias veces a contemplar la marea baja, pensando inevitablemente en la Nellie, la yola de recreo «que borneó sobre su ancla sin un flameo de las velas y dejó de moverse». Conrad es el único escritor del que tengo una fotografía en mi biblioteca de trabajo; el que no me abandona y envejece conmigo. El marino que me enseñó, desde muy pronto, que vivimos como soñamos, solos. El que escribió: «Recuerdo mi juventud y la sensación, que nunca volverá, de que podría durar para siempre, sobrevivir al mar, a la tierra y a todos los hombres», y también: «Toda pasión se ha perdido ahora. El mundo es mediocre, débil, sin fuerza. Y la locura y la desesperación son una fuerza. Por eso la fuerza es un crimen a los ojos de los necios, los débiles y los tontos». 

Es por esto y por algunas cosas más que, sentado en la galería superior de la Posada de Dickens, en este anochecer tranquilo de los muelles de Londres, mientras se extingue la luz entre los palos de los barcos amarrados y una madre pata y sus patitos nadan en fila por el agua tranquila donde se refleja el crepúsculo, no tengo necesidad de volverme a mi derecha porque sé perfectamente que ahí, al extremo del banco, también con una cerveza en la mano, se oscurece con el resto del día la silueta inmóvil del capitán Marlow, que en ese momento murmura: «Cada barco se parece a los demás y el mar no cambia nunca». Al escucharlo asiento en silencio porque estoy de acuerdo, y los dos bebemos un poco de cerveza antes de que Marlow, convertido ya casi en una sombra inmóvil, emita un leve gruñido y luego añada como para sí mismo: «Conoció la mágica monotonía de la existencia entre cielo y mar». Supongo que se refiere a Jim, Lingard, Mac Whirr o cualquiera de ésos; a uno de los nuestros. De manera que, como nada tengo que hacer hasta el cambio de marea, me acomodo con mi cerveza, dispuesto a escuchar la que sin duda será otra de esas historias a veces inconclusas que a Marlow le gusta contar. Pero permanece callado mientras la noche se adueña de todo, incluso de él mismo, y empiezan a encenderse luces lejanas a lo largo de la orilla. Hasta que, de pronto, la voz de mi vecino de banco surge de la oscuridad: «Creías que era una aventura, ¿verdad?… Pero sólo era la vida», dice muy despacio. Y pienso que nunca escuché una verdad como ésa. 

28 de julio de 2019

domingo, 21 de julio de 2019

Lanzada a Franco muerto

Hay un término que me irrita en los últimos tiempos, quizá por lo que en España se abusa de él: antifranquista. No porque yo tenga nada contra quien lo ha sido o de verdad lo es, o cree serlo, sino contra quien se adorna en exceso con la palabra, en muchos casos –para comprobarlo basta echar un vistazo a ciertas biografías– con escaso conocimiento directo, incluso indirecto, de lo que fue el franquismo. Es cierto que en determinados ambientes o espacios públicos el epíteto queda estupendo, e incluso tiene una indudable utilidad táctica. Sirve para situarse sin necesidad de entrar en detalles intelectuales. No hay más preguntas, señoras y señores. Pero aun comprendiendo eso, me chirría. No puedo evitarlo. Quizá porque nací en 1951 y conocí en mi juventud a muchos antifranquistas que lo eran de verdad; de los que pagaban un alto precio por serlo cuando proclamarse como tal no era una etiqueta de buen rollito, un postureo fácil, sino que se pagaba con el miedo, la violencia y la cárcel. 

He estado mirando biografías de conspicuos antifranquistas de ahora mismo y confieso mi estupor. Hay muchos más que en vida de Franco, lo que no deja de ser un fenómeno interesante. Y teniendo en cuenta que el dictador murió en 1975 y su régimen duró sólo un poco más, me pregunto qué lucha concreta llevaron a cabo ciertos luchadores por la libertad que entonces tenían cuatro o cinco añitos, estaban en la cuna o, lo que aún es más sorprendente, no habían nacido todavía. Cierto es que para ser o sentirse antifranquista no es imprescindible haber sido coetáneo del dictador, del mismo modo que en el siglo XXI uno puede ser antinazi, antiestalinista, antibonapartista o antiimperalista romano. Pero una cosa es todo eso, muy legítimo, y otra hacer de ello argumento político, mérito social y orgullosa proclamación ideológica, insultando la memoria y el sacrificio de quienes sí lo fueron de verdad. Suplantándolos por la cara. Porque no sólo se da el caso de numerosos antifranquistas, cada vez más jóvenes, que no vivieron nunca el franquismo, sino también el de quienes sí lo vivieron, ya con edad de echarse a la calle y romperse la cara con los grises, pero pasaron todos aquellos años punto en boca y sin hacer ruido. Y sin embargo, en sus biografías de las redes sociales e incluso en la solapa de sus libros se afirman hoy, como en algún caso concreto que no personalizo por no reírme, ferviente opositor a la dictadura de Franco. 

Ya que estamos en ello, y para dejar las cosas claras, diré que nunca fui luchador antifranquista. Mi idea del mundo estaba fuera de España, salí muy pronto de aquí, y hacia eso me orientaba en mi juventud: libros, viajes, aventuras. Mi único contacto con la lucha antifranquista fue pura chiripa, cuando en 1971, estando en primer curso de Políticas en Madrid, participé en una manifestación violenta porque una chica gallega que me gustaba mucho era militante radical, antifranquista de verdad, y fui con ella a tirar piedras, y me trincaron los grises en el paseo del Prado con un pañuelo tapándome la cara por los gases lacrimógenos, y sólo me comí once horas de Dirección General de Seguridad, un interrogatorio en el que me llamaron rojo hijo de puta y una multa de 5.000 pesetas, que entonces era una pasta enorme y pagó un tío mío, pues se lo oculté a mis padres. También esa chica que tanto me gustaba hizo una colecta solidaria en clase con el pretexto de pagarme la multa, pero en su caso nunca vi un céntimo del dinero, que supongo destinó a comprar gasolina para cócteles molotov. 

Así que lo doy por bien empleado. Sobre todo porque ella era guapísima y cuarenta y ocho años después lo sigue siendo, además de inteligente periodista y columnista ácida y certera. 

Hay una expresión clásica que ahora se usa poco, pero que tiene una importante raíz histórica: lanzada a moro muerto. Proviene de la España medieval y se refiere a los cobardes o aprovechados que, sin haber estado en lo duro del combate, se acercaban a un enemigo muerto o herido para manchar de sangre las armas, a fin de alardear luego de valientes y figurar incluso más que quienes habían peleado en serio. Y eso ocurre de nuevo, como ocurrió siempre, esta vez con antifranquistas sobrevenidos, demagogos que cacarean por encima de quienes lo fueron de verdad. Son ellos los que pretenden contarnos a quienes lo vimos con nuestros ojos qué es el franquismo y qué el antifranquismo: oportunistas de ambos sexos que con lanzadas a moro muerto montan su negocio y se hacen, sonrientes y satisfechos, el anhelado selfi. Aunque tampoco hay que extrañarse demasiado. La poca vergüenza es tan vieja como la vida. 

21 de julio de 2019 

domingo, 14 de julio de 2019

El lugar que vende nostalgias

Silencio, El tapado de armiño, La cumparsita, Chorra, Mano a mano, Tomo y obligo, y sobre todo una obra maestra entre todos los tangos que en el mundo han sido, Yira, yira, con esa frase perfecta, precisa y genial: Cuando estén secas las pilas / de todos los timbres / que vos apretás.
Viajar a Buenos Aires tiene para mí algo de peregrinaje: una especie de trayecto a cierta memoria imaginada que, como todo en la vida, tiene sus razones. Mi padre, que en su juventud era delgado y elegante, peinado hacia atrás y con fino bigote al estilo de la época –se parecía muchísimo al actor David Niven–, era un excelente bailarín de tangos, pericia necesaria en aquel tiempo para comerse una buena rosca, o dos. Y es el caso que Gardel y esta ciudad estuvieron muy presentes en la parte frívola de su vida, y siguieron estándolo años después. Cuando yo era niño lo oía canturrear tangos al afeitarse o cuando estaba de buen humor; y si hoy conozco la letra y música de una veintena es por habérselos escuchado docenas de veces a él:

Paseo por Buenos Aires con esas sensaciones en la cabeza, que vienen a fundirse con otras recientes, libros escritos y recuerdos vividos; con esa doble memoria, real e imaginada, que a menudo se mezcla hasta que es difícil distinguir una y otra. Deambulo así, evitando el barrio de La Boca –intransitable ya de turistas en chanclas y calzoncillos–, por Barracas, más duro y en absoluto visitado, miro el Riachuelo y como en El Puentecito como Mecha Inzunza y Max Costa, mi propio bailarín de tangos. Otras veces frecuento los alrededores de la plaza Dorrego, con sus hermosos balcones de hierro forjado y piedra, porque me gusta mucho este lugar los días de mercadillo viejo, cuando sus puestos callejeros exponen la resaca de tantos años y tantas vidas, aunque estoy más a gusto los días entre semana, que viene menos gente. Entonces puedo entrar con calma en las tiendas de anticuarios y visitar mis dos sitios predilectos: uno es el pasaje de la Defensa, con su suelo de baldosas blancas y negras, tiendecitas y oscuros rincones, en uno de los cuales –y esto lo juro por el cetro de Ottokar– vi hace años al fantasma de Borges, o tal vez era él mismo, jugando al ajedrez contra un espejo; el otro es el mercado cubierto que desde 1890 está entre las calles Estados Unidos, Carlos Calvo y Bolívar.

Visitar el mercado de San Telmo me suscita siempre un estado de ánimo cercano a la felicidad. Los puestos de carne, verduras y comida ocupan su lugar habitual; y aunque las tiendecitas de anticuarios que los rodean son cada vez menos, quedan suficientes para mantener el carácter del lugar. Paseo entre ellas mirando de nuevo las vitrinas polvorientas, los objetos de venta imposible que reconozco tras cuarenta años viéndolos allí, a la espera del comprador que nunca llega: viejos juguetes, gramófonos, frascos vacíos de perfume, plata antigua, figurillas de porcelana, oxidados facones gauchos, relojes parados en tiempos de Eva Perón. Y compruebo, satisfecho, que al fondo del corredor de la izquierda sigue abierto uno de mis lugares más queridos, el de postales, sellos, fotografías añejas, estampas, libros, impresos con letras de tangos y cosas así. Fue aquí donde una vez compré el mejor retrato que conozco de Carlos Gardel: el morocho del Abasto en blanco y negro, en foto de verdad, con corbata y sonrisa devastadora bajo el ala de un impecable Borsalino.

El caso es que me detengo, como de costumbre, a bichear un rato en la tiendecita: Dolly Dimple, Tango Bar, manoseados ejemplares de Gente y Playboy, números casi deshechos de El descamisado, fotos del viejo Buenos Aires, emigrantes bajando de un barco en Puerto Madero, el Parque Japonés, Serenata para Violeta, una primera edición de La razón de mi vida con foto de La Señora en la portada, postales cursis escritas con tinta desvaída y juramentos de amor eterno, docenas de instantáneas de novios que fueron jóvenes y guapos, centenares de retratos de familias de apariencia feliz a las que ya nadie recuerda; y, entre un cartel publicitario del analgésico Geniol y un gallardo militar que mira a la cámara soñando con gloriosas campañas, una jovencísima y linda rubia vestida de primera comunión, que sabe Dios en qué cementerio descansará ahora.

Estoy entre todo eso, como digo, tocando aquí y allá, cuando al levantar la vista encuentro la mirada del dueño de la tienda: un viejo conocido de pelo gris, que encoge los hombros como para justificarse y sonríe, melancólico. «Vendo nostalgias», me dice. Y pienso que es una frase perfecta para este lugar y este día.

14 de julio de 2019

domingo, 7 de julio de 2019

De muy frío a muy caliente

La semana pasada, al contarles cómo y por qué entran ciertas palabras en el diccionario de la Real Academia Española, me dejé algunas cosas en el tintero, o en el teclado del ordenador. Folio y medio no da mucho de sí, de modo que he pensado rematar hoy la faena. La cosa venía, como quizá recuerden ustedes, de que a menudo una palabra incorrecta y a veces incluso opuesta a su sentido real, acaba haciendo fortuna, pasa al habla común y termina incorporada al diccionario, pues todo el mundo la utiliza y el diccionario está, precisamente, para comprender el significado que damos a las palabras, sean éstas y aquél los que sean.

Un buen ejemplo de lo que digo es la palabra álgido. Proviene del latín algidus, que significa frío o muy frío. Con ese significado aparece en el diccionario Petit Robert francés, que es el mejor de aquella lengua, y en el Zingarelli italiano, que es el mejor de esa otra. Y cold, frío, es la única traducción que le da el Oxford Latin Dictionary apoyándose en Catulo, Catón y Horacio, entre otros autores clásicos que utilizaron esa palabra. Nada hay de caliente en ella, por tanto, excepto cuando se utiliza en España, donde hace mucho que el calor ha sustituido al frío. Es el único lugar donde esto ocurre, desde que a algún analfabeto con voz pública se le ocurrió echarlo a rodar con sentido incorrecto a mediados del pasado siglo. La transformación se oficializó en 1984, año en que la vigésima edición del diccionario de la RAE no tuvo más remedio que añadir a muy frío una segunda acepción (momento o período crítico o culminante de algunos procesos orgánicos, físicos, políticos, sociales, etc.) que terminó desplazando la original a un segundo lugar en posteriores ediciones. Y que todavía no ha incorporado la de muy caliente pero está a punto de hacerlo, debido a que en la actualidad todo el mundo cree que álgido significa eso y lo utiliza en tal sentido: punto álgido, punto máximo de calentura.

Les calzo toda esta murga lingüística para que se hagan idea de lo complejas que son las palabras y su evolución, y de cómo ciertos errores o usos incorrectos, a fuerza de ser usados por masas de hablantes poco cultos, acaban imponiéndose incluso en sentido opuesto al que tienen. Otra cosa son los bulos que algunos indocumentados hacen correr sobre palabras supuestamente incorrectas incluidas en el diccionario como almóndiga, toballa y demás, ignorando que no se trata de vulgarismos modernos que la RAE admite, sino de palabras antiguas que figuran en textos clásicos y a las que, precisamente para marcar su antigüedad, se les pone la marca desus, que significa desusado. Lo mismo ocurre con términos ajenos al habla cisatlántica –amigovio, bluyín– pero frecuentes en la América hispana, que a un hablante de aquí le suenan raros pero allí son habituales, y por tanto deben figurar en un diccionario panhispánico dirigido a 570 millones de personas de las que sólo una pequeña parte vivimos a este lado del Atlántico.

Dirán algunos de ustedes, y es natural, que tanto la Academia Española como sus hermanas de América deberían salir al paso de los errores, señalándolos para evitar que se extiendan. Y a mi juicio tienen razón, pero el asunto es delicado. En la RAE llevamos mucho tiempo discutiendo sobre eso, pues hay dos posturas enfrentadas. Una es la de quienes creemos –casi todos, escritores y gente con actividad pública– que la Academia debe señalar errores y fijar normas de uso, del mismo modo que lo hace en su Gramática y su Ortografía. Algunos de nosotros llevamos diez o quince años pidiendo, sin conseguirlo, que la RAE tenga una política eficaz de comunicación activa, incluido un acto público anual para hacer balance del estado de la lengua española y llamar la atención sobre incidencias de esa clase. Otros, sin embargo –y en esta postura se atrincheran varios académicos filólogos–, opinan que la lengua debe dejarse en completa libertad, y que la RAE sólo debe registrar los usos sin advertir de nada a nadie. Que la vida siga su curso, y nosotros, a mirar. Esa tensión entre dos posturas, la activa y la pasiva ante los errores y transformaciones de las palabras que usamos, sobre los límites o señales de peligro que deben o no ponerse junto a ellas, da lugar a interesantes y a veces ásperas discusiones académicas, y sigue sin resolverse. Sin embargo, no debería ser sólo asunto nuestro. También ustedes, usuarios de esa formidable herramienta común que es la lengua española, deberían interesarse más. Y cuidarla. La RAE es una institución importante y necesaria, pero el habla pertenece a todos. Nada de cuanto en ella ocurra nos es ajeno. Al fin y al cabo, las palabras que usamos son las que conforman nuestra vida. Las que definen el mundo.

7 de julio de 2019