domingo, 26 de diciembre de 2021

Encantados de haberse conocido

Encantados de haberse conocido Los que tenemos cierta edad y vivimos el franquismo –empecé a colaborar en periódicos muy jovencito, hacia 1967– recordamos la importancia que los medios informativos daban a los políticos del régimen, que en esa época lo eran todos, en plan visitó un taller el excelentísimo señor subsecretario de Trabajo, o en los juegos florales entregó el premio la distinguida señorita Sónsoles de la Muñeira, hija del señor alcalde. Todo cuanto tenía personaje político de por medio era reseñado minuciosamente, y pobre del medio informativo que no cumpliera. Como hoy, salvando el contexto. La diferencia, a favor de los periodistas de antes, es que informar sobre cualquier actividad de un ministro, un gobernador civil, un alcalde o un jefe local del Movimiento –succionarles el ciruelo, dicho en plata– era obligatorio. Mientras que ahora se trata de una actividad periodística voluntaria, a veces entusiasta. Y no sólo eso. Si uno se fija, buena parte de la información política en España va por ahí. Por la letra pequeña. Por la chorrada. 
 
No recuerdo ahora ningún otro país europeo donde los medios informativos, periódicos, radio y televisión, dediquen tanto espacio a la política. Eso no es malo en sí: la política es necesaria en democracia, y un ciudadano informado sirve mejor a sus compatriotas y a sí mismo a la hora de meter su voto en la urna. El problema es el exceso. La saturación que lleva más allá de lo razonable y útil, incluyendo la descripción detallada de todos los pormenores referentes a partidos políticos: el continuo protagonismo que la clase política tiene en nuestra vida informativa. 
 
La aberración llega al punto de que en España es más conocido un político de medio pelo, cualquier tiñalpa analfabeto, que un economista, un escritor, un científico, un músico, un filósofo, un cineasta. Tampoco la información internacional, tan necesaria en el mundo en que vivimos, ocupa el lugar debido. Por ejemplo: pese a la importancia que Hispanoamérica tiene para España, sólo se habla de ella cuando hay elecciones presidenciales, tragedias o incidentes graves. Venezuela, Cuba y poco más. Consideren cuántos nombres de presidentes hispanoamericanos conocemos los españoles. Sin embargo, vivimos informados por tierra, mar y aire de la moción de censura en el ayuntamiento de Villaperales del Canto, de si el edil de Mataconejos cae mal a la ejecutiva de su partido, de si el alcalde y la presidenta de una comunidad se saludaron en un acto público, de si un asesor ministerial cenó con fulano o mengano, de si la ministra de Exteriores y la de Igualdad se miraron a los ojos o se hurgaron displicentes la nariz. 
 
Hay una explicación. Este disparatado lugar que habitamos son 17 Españas que exigen, no sin razón, un trato semejante. Todos deben ser mencionados para que nadie se sienta al margen; de modo que lo que en ningún país normal abriría un telediario, aquí sí lo hace. Un bostezo de la alcaldesa de Barcelona, una sombra de ojos de la presidenta de Madrid, el escupir un hueso de aceituna de un político, un concejal tránsfuga, llenan informativos con escaletas de telediario que aburren a las ovejas: políticos, Covid, ayudas europeas, volcán y vuelta a empezar. Con los personajes de cada taifa reclamando espacio y los periodistas concediéndoselo para que nadie se sienta marginado, por Dios. Para que todos queden contentos. 
 
Eso hace creer a nuestros políticos que son algo más que piezas intercambiables en un mecanismo llamado democracia. Oyes hablar a algunos, adviertes su aplomo, su arrogancia, y comprendes que oírse nombrar a diario los trastorna hasta hacerlos sentirse el ombligo del mundo. Dije alguna vez –después de 30 años escribiendo esta página temo haberlo dicho todo alguna vez– que durante siglos España estuvo en manos de aristócratas y obispos que gobernaron vidas y trazaron rumbos, cuando los hubo. Unos y otros quedaron atrás, pero vino el relevo. La clase política es la nueva aristocracia y el nuevo episcopado: la que moldea una España a la medida de su cochino negocio. Pero no lo hace sola. Nadie consigue eso sin la complicidad de víctimas e intermediarios. En lo que a los ciudadanos se refiere, estar informado es salud democrática. Lo perverso llega cuando la clase dirigente, encumbrada por quienes la adulan y aplauden, pues también viven de ella, contamina a los ciudadanos con su egoísmo, su simpleza argumental y su vileza sectaria. Con las menudas, íntimas y lamentables miserias que decepcionan y alejan a la gente honrada. Estar politizado no es malo, siempre y cuando quien no piensa como tú lo exprese en libertad, se debatan ideas, y de ese modo se llegue a conclusiones lúcidas e inteligentes. Pero saber que a un concejal de Sangonera la Seca le ha salido un flemón en una encía no ayuda una puñetera mierda. 
 
26 de diciembre de 2021

domingo, 19 de diciembre de 2021

Una historia de Europa (XVIII)

Cartago y Roma eran demasiados gallos y demasiada chulería para un solo corral, y aquello sólo podía acabar de mala manera. De todas formas, el proceso fue largo y sangriento: un siglo y pico, entre el año 264 y el 146 antes de Cristo, estuvieron arrimándose candela en varias guerras sucesivas, tal vez el conflicto armado más largo del mundo antiguo, que marcarían el futuro de Europa. Las guerras púnicas (se llamaron así porque púnico era el dialecto fenicio que hablaban los cartagineses) fueron tres, y las conocemos bien porque fueron los primeros sucesos que animaron a los romanos a escribir su propia historia, primero en griego y luego en latín. Eso sigue teniendo importancia, pues las lecciones tácticas y estratégicas de aquellas batallas fueron estudiadas durante veintidós siglos y lo siguen siendo hoy en las academias militares, hasta el punto de que Napoleón, Federico el Grande, Rommel o los generales de las dos guerras del Golfo las mencionaron a menudo. La primera de esas guerras fue de especial ferocidad, librada en torno a Sicilia y Cerdeña, principalmente naval, y terminó con la victoria romana de las islas Égadas y su posesión de aquellas islas mediterráneas. Para recuperarse del revolcón, Cartago buscó una expansión occidental extendiéndose por la península ibérica. Los iberos, muy en su estilo de toda la vida, se dividieron en dos bandos, pro-romano y pro-cartaginés, y el ataque púnico a la ciudad de Sagunto, que era amiga de Roma, desencadenó la segunda guerra, que ya se estaba haciendo esperar. Apareció allí uno de esos fulanos que la Historia produce de vez en cuando: uno de los grandes. Se llamaba Aníbal, cartaginés, hijo de Amílcar y hermano (o cuñado, ya no me acuerdo) de Asdrúbal; y era, como se dice ahora, un puto genio. Mientras los romanos andaban con el bolo colgando, dubitativos sobre si atacar en Hispania o en África, Aníbal (que era tuerto, pero con un ojo veía más que ellos con dos) les jugó la del chino dispuesto a calzárselos por detrás: en un visto y no visto cruzó los Pirineos con un ejército impresionante (con elefantes y todo, el tío), pasó por el sur de la Galia y los Alpes, se metió en Italia repartiendo estopa a diestro y siniestro, y derrotó a los romanos en las batallas de Tesino, Trebia, el lago Trasimeno y Cannas, donde el destrozo fue de órdago: en esta última palmaron 40.000 romanos, uno más o uno menos. A punto estuvo el cartaginés de llegar ad portas de Roma capital; y a los romanos, aterrorizados, no les cabía un cañamón por el ojete. Sin embargo, también ellos tenían hombres excepcionales, y uno se llamaba Escipión, hijo de otro Escipión. Mientras Aníbal, ahíto de victorias y cansadas sus tropas, se relajaba en Italia perdiendo fuelle, los romanos, mostrando unos reflejos admirables y una extraordinaria capacidad de recuperación, enviaron a Escipión padre a Hispania con un ejército que empezó a hacer allí la puñeta, complicándoles la retaguardia a los cartagineses. Luego, muerto el padre, Escipión hijo (Publio Cornelio de nombre), que resultó ser un tío estupendo, un fenómeno y todo un caballero, tomó Qart-Hadast (desde entonces, Cartago Nova) y Gádir (desde entonces, Gades) y asentó del todo a Roma en la península antes de desembarcar en África, llevando la guerra a la misma Cartago. Aníbal, claro, tuvo que volver a toda leche porque se le quemaba el solar; pero en el año 202 a. C., cuatro después de que ya no quedase un cartaginés en Hispania, Escipión derrotó al general tuerto en la batalla de Zama. Lo hizo polvo, y el golpe fue de pronóstico grave: Cartago, hecho una piltrafa, no tuvo más remedio que firmar la paz, consagrando el dominio de los romanos sobre un Mediterráneo que ya empezaban a llamar, viniéndose arriba, Mare nostrum. Sin embargo, Cartago seguía coleando en África; y Roma, implacable y tenaz, quiso rematar la faena. Así que con el pretexto de un conflicto en Numidia, azuzada por los discursos de un político duro y austero llamado Catón que dijo aquello de Delenda est Carthago (hay que darles hasta debajo de la lengua, en traducción libre), declaró la tercera guerra, y en el 146 antes de Cristo la ciudad fue arrasada hasta los cimientos. Los supervivientes fueron vendidos como esclavos y el último reducto cartaginés, borrado del mapa, se convirtió en provincia romana de África. En el mundo entonces conocido, a la república de Roma no había ya quién le mojara la oreja. Aunque la verdad es que no se lo regaló nadie. El historiador Polibio, que fue amigo de Escipión y estuvo presente en la destrucción de Cartago, lo explicó de maravilla: Las conquistas romanas no se debieron al azar. Fueron resultado natural de la dura escuela obtenida en la dificultad y el peligro
 
[Continuará] 
 
19 de diciembre de 2021

domingo, 12 de diciembre de 2021

Una historia vieja y triste

Era rollizo, feo y patoso. Lo llamaré Pablo, aunque algunos –las chicas sobre todo, pues alguna era despiadada– lo apodaban Grasitas. A veces lo hacían en su propia cara, y él lo encajaba con humor resignado y benévolo porque era una excelente persona. Lo conocí en 1972, durante el tiempo que viví en un colegio mayor universitario de Madrid. Había otro de chicas muy cerca y la relación era estrecha. Hacíamos pandilla con ellas, íbamos a las discotecas o a escalar a la sierra, pasábamos largas veladas discutiendo de política, de cine, de música. De cuanto anhelábamos. Agonizaba el franquismo, en Madrid se calentaba la movida cultural y el futuro estaba a la vuelta de la esquina y nos parecía espléndido. 
 
Pablo era huérfano de padres. Quería estudiar Medicina. Llegó en mi segundo año de estancia en el colegio mayor, desvalido y torpe. Así que los amigos y yo –Pepe Tejada, Esteban, Manolo, Vicente– lo tomamos bajo nuestra protección para protegerlo de las novatadas. Su agradecimiento hizo que se nos pegara como una lapa. Era obsequioso y leal, siempre dispuesto a hacer algo por los demás. Nuestras amigas también lo adoptaron, aceptándolo. Venía con nosotros al cine, a la discoteca Copains o a El Latigazo. Las chicas eran listas y guapas, nosotros teníamos aspecto razonable –pocos no lo tienen, a esa edad–, y soplaban aires de libertad, de modo que entre unas y otros se daban situaciones que ustedes pueden imaginar. Nos las arreglábamos bien, excepto Pablo. Ya he dicho que era gordito, feo y torpe. No se comía una rosca. Y cuando se lo proponían, las chicas eran –supongo que lo siguen siendo– bastante cabronas. Pero él lo llevaba, como dije antes, con humor y resignación. Incluso cuando algún imbécil lo llamaba Grasitas en la cara. En todo caso, no se hacía ilusiones. Asistía a nuestros episodios con solidaridad de camarada, alegrándose. Así aprendo, decía. Para cuando me toque. 
 
Pero nunca le tocaba. Supongo que hoy, a cincuenta años de aquello, no es fácil para un joven imaginar cómo eran las cosas entonces. En interminables charlas nocturnas bebiendo café y vodka en alguna habitación los amigos dábamos a Pablo consejos sobre esto y aquello: cómo acercarse y entablar conversación –regla de la aproximación indirecta, primero la amiga fea– y cómo llenar silencios. Aplicado como buen alumno, escuchaba atento y tomaba nota de todo, pero a la hora de actuar era un desastre. Se volvía invisible para ellas. Llegamos a sufrir por él, pues lo queríamos mucho. Su bondad era desconcertante. Había perdido a sus padres muy pequeño; y una noche, en una sesión de hipnotismo –Vicente, aficionado a esas cosas, intentaba hipnotizar sin éxito a Pepe–, fue Pablo, que estaba cerca, quien de pronto inclinó la cabeza y, para nuestro asombro, empezó a hablar con su madre muerta. Nos enterneció tanto que emparejarlo con una chica se convirtió en nuestra obsesión. 
 
Lo conseguimos al fin, con ayuda de nuestras amigas: una cita en una cafetería de Madrid y luego cine y discoteca. Durante días lo preparamos para el momento crucial, le dimos consejos sobre cómo comportarse y qué decir. Pablo estaba ilusionado y feliz. El día de autos lo hicimos ducharse y lo afeitamos nosotros mismos. Esteban le prestó su mejor camisa y yo lo repeiné y le puse en la cara unas gotas de colonia Nenuco. Lo acompañamos al autobús y lo despedimos deseándole suerte. Ya nos contarás esta noche, dijimos. Pepe, que como buen gaditano era un optimista, le había metido un preservativo en un bolsillo. 
 
Después de cenar estábamos en mi habitación fumando Ducados y bebiendo Smirnoff cuando apareció Pablo, deshecho. Lloraba. Había esperado tres horas y media, pero la chica no se presentó nunca. Se derrumbó a nuestro lado, sobre mi cama. Siguió llorando mientras lo abrazábamos y le poníamos en la mano un vaso de vodka tras otro. Hizo un globo soplando en el preservativo y lo reventamos con un cigarrillo. Al fin se quedó dormido, húmedo el rostro de lágrimas. Cargándolo entre todos, lo llevamos a su habitación. 
 
Yo empezaba a trabajar y a viajar en serio por esas fechas. Poco después dejé el colegio mayor y alquilé un apartamento. No volví a ver a Pablo. Me dijeron que abandonó la carrera y se alejó por las vueltas y revueltas del camino. A partir de ahí ignoro qué fue de él. Pero si aún vive y lee esta página, deseo que sepa que no lo he olvidado. Que su fracaso de aquel día fue también el de cuantos lo queríamos. Que sus amigos nunca lo llamamos Grasitas. Y que estoy seguro de que la vida le habrá concedido, al fin, toda la felicidad que su nobleza y su bondad merecían. 
 
12 de diciembre de 2021

domingo, 5 de diciembre de 2021

Una historia de Europa (XVII)

Si miramos un mapa del Mediterráneo, comprobaremos que Italia tiene forma de bota y que frente a la puntera de esa bota, como si fuese a dar una patada a un balón, está Sicilia, que sería el balón. Pues bueno: justo detrás de ese balón, desde el siglo VIII antes de Cristo, estaba Cartago. Y lo del fútbol y las patadas no está cogido por los pelos, ni mucho menos. Porque aquel partido fue encarnizado y sangriento, y decidió el futuro de una Europa que, de haber sido otro el resultado, tal vez sería hoy más africana de lo que es. El asunto es que Cartago era un antiguo establecimiento fenicio, ciudad-estado que había crecido de modo espléndido con la metalurgia, la construcción naval, el comercio y la agricultura (el Manual agrario del cartaginés Mago tuvo enorme influencia cuando se tradujo al griego y al latín). Y mientras Tiro y Sidón declinaban en el Oriente mediterráneo, este enclave se hacía rico y poderoso al otro lado del mismo mar. Cuando hacia el siglo IV a. C. empezó a darse codazos serios con Roma, Cartago era de verdad impresionante. Además de casi toda la costa mediterránea de África, estaba asentada en Sicilia, media España y sur de Francia. Sus marinos eran los más expertos: se aventuraban más allá del estrecho de Gibraltar (llegaron hasta Canarias y las Azores), y navegaron hacia arriba la costa de Europa y hacia abajo la de África, como lo probó una antigua tabla de bronce en la que se narraba el Periplo de Hannón, general y navegante cartaginés que, echándole agallas, barajó el litoral atlántico africano para conseguir establecimientos comerciales y llegó hasta Camerún. Que ahora parece fácil, claro, pero imaginen la hazaña. En cuanto a las aguas del norte, otro marino cartaginés, un tal Himilcón, siguiendo las antiguas rutas náuticas de fenicios y tartesos, alcanzó, o eso dicen, las islas Oestrímindas o Casitérides (o sea, Irlanda y Gran Bretaña) en busca de plomo y estaño. Todo eso fue posible, entre otras cosas, porque en Cartago había mucho dinero y muchas ganas de tener más. La gente con viruta iba a instalarse allí como ocurre hoy en Mónaco, Suiza, Wall Street, la City de Londres y lugares parecidos, y su estructura económica era la más avanzada de su tiempo, hasta el punto de que mientras en otros lugares (la creciente Roma, por ejemplo) sólo acuñaban monedas, en Cartago circulaban ya billetes de banco en forma de tiras de cuero estampilladas con su respaldo en oro o plata. A los cartagineses de clase alta les gustaba vivir bien, su urbanismo era moderno y tenían bibliotecas. Funcionaban con un senado de familias de clase alta, como los romanos, y tenían sus propios dioses. Los principales se llamaban Tanit, que era una señora, y Baal: un grandísimo hijo de puta al que sacrificaban niños para tenerlo contento (cuando tocaba a los ricos entregar a uno suyo, compraban el de una familia pobre y ahí nos las den todas). Las mujeres estaban bastante marginadas e incluso solían ir con velo, pero (o eso afirman Polibio, Plutarco y Apiano, historiadores que barren para casa) la moral orillaba lo disoluto, o sea lo guarro, y los cartagineses eran comedores, bebedores y puteros. En lo militar no se rompían los cuernos propios: la cosa bélico-patriótica la subcontrataban a un ejército de mercenarios (sobre cuya rebelión en el 241 a. C. escribió Flaubert una novela mala e irreal llamada Salambó, pero curiosa de leer). Mercenarios, por cierto, entre los que había un buen manojo de los que luego serían llamados españoles: turdetanos, bastetanos, oretanos, baleares, etcétera. Esto era normal, habida cuenta de que para entonces la presencia cartaginesa en la península ibérica era notable. Un general llamado Amílcar Barca había desembarcado en la antigua colonia fenicia de Gádir (Cádiz) en busca de poder militar, materias primas, soldados y metales preciosos. Pero aquel cartaginés no sabía con qué gente tan peligrosa se jugaba los cuartos; porque en cuanto se descuidó media hora, un caudillo local le dio matarile a traición. Tomó el relevo su pariente Asdrúbal, que se casó con una de allí para asegurarse el pescuezo. Entre lo grande de Asdrúbal se cuenta fundar en el Levante peninsular la importante ciudad de Qart-Hadast (después llamada Cartago Nova y Cartagena) para tener una plaza fuerte y un puerto seguro desde donde controlar las minas de plata y plomo de la región. De esa forma, casi toda la península ibérica al sur del Ebro quedó bajo control (relativo, claro) de los cartagineses. Y por esa razón, en el conflicto que se avecinaba entre Cartago y Roma, o sea, el gran partido de fútbol que ya iba estando a punto de caramelo, la futura España tendría un papel importante, del que hablaremos en el próximo capítulo. 
 
[Continuará] 
 
5 de diciembre de 2021

domingo, 28 de noviembre de 2021

Teoría del sombrero

Los rojos no usaban sombrero
, afirmaba un anuncio —genial de puro eficaz— de la sombrerería madrileña Brave en la posguerra española. Y, bueno. Sin que sea esa la razón, hace quince años que uso sombrero a diario, tanto en invierno como en verano: fieltro con los fríos y panamá cuando llegan el sol y el calor. Aunque la costumbre viene de mis tiempos de reportero dicharachero, cuando solía cubrirme con sombreros de lona del ejército británico, raros entonces, pero que inspirarían los sombreros de caza y pesca hoy tan habituales. En realidad mi primer sombrero de verdad fue un Stetson clásico que compré hace dos décadas en San Juan de Puerto Rico; y luego, poco a poco, fueron llegando otros. Considero que los sombreros son útiles por varias razones: hace tiempo que entré en la edad adecuada, me agrada su uso, abrigan en invierno y protegen del sol cuando a los setenta tacos, que acabo de cumplir, el pelo clarea y conviene andarse con ojo. 
 
Ya escribí otras veces sobre eso. Los lectores lo recuerdan, y a veces me preguntan. Ahora, con la proximidad del invierno, algunos piden consejo sobre cómo utilizarlos o dónde comprarlos. No soy especialista en sombreros; pero, como digo, los uso a menudo. Así que hoy les cuento lo que sé de ellos. Y lo primero de todo, aparte su utilidad, es la necesidad de cubrirse con el modelo adecuado. En materia de sombreros, la línea que separa lo correcto de lo ridículo puede ser sutil. Uno debe buscar modelos que encajen con su aspecto físico y su forma de vestir. A alguien de baja estatura, un Fedora —fieltro, alas de más de seis centímetros de ancho— puede sentarle tan mal como a alguien rollizo un Porkpie —copa baja, ala muy corta vuelta hacia arriba, frecuente en músicos y gente del espectáculo—. Y no es lo mismo llevar un sombrero determinado cuando paseas por el campo que cuando vistes de ciudad (donde, a partir de cierta edad, la gorra de beisbol más elegante es la que no llevas puesta). Mis favoritos con lluvia o para viajes son los clásicos de gabardina, cada vez más difíciles de encontrar. Para el campo, blandos de tweed. En verano, los panamá Montecristi con ala de seis centímetros como máximo. Y en ciudad, el modelo Trilby, preferentemente Borsalino con copa alta y ala no mayor de cinco centímetros y medio —a las señoras esos sombreros masculinos les sientan muy bien, sobre todo con el pelo recogido en trenza o coleta—. Detalle importante: ningún sombrero de hombre debe verse nuevo, sino ligeramente usado (y atención a la talla, pues encogen un poco con el uso). En cuanto a calidad, mejor uno bueno que varios baratos. En Madrid recomiendo tres lugares: Casa Yustas, Medrano y La Favorita. En Barcelona, la tradicional tienda Mil. Y en clásicos extranjeros, las mejores que conozco son Bates o Lock en Londres, Simon en París —también Marie Mercier para las señoras—, Azevedo Rúa en Lisboa y la pequeña y bien surtida Luciana de Génova. 
 
Dicho lo cual, vamos a lo importante. Mientras que una señora no ha de quitarse el sombrero casi nunca, los varones sí deben hacerlo. Eso es lo que marca la diferencia entre un usuario habitual y un aficionado o alguien con mala educación. En cuanto a lugares, hay una regla básica: quitárselo siempre bajo techo, sobre todo en iglesias y lugares o momentos de respeto, excepto en eventos deportivos, transportes, ascensores y edificios públicos como aeropuertos, estaciones de ferrocarril y grandes galerías comerciales. En cuanto al saludo a otras personas, la tradición exige quitárselo al saludar a una señora, a un amigo muy apreciado o a una persona mayor. Para pedir disculpas, agradecer algo o saludar al paso de un conocido, un ademán adecuado —que observé a menudo en mi padre y mi abuelo— puede ser tocarse con el pulgar y el índice el ala del sombrero. 
 
Pero es al descubrirte cuando te juegas el prestigio de usuario. Quitarse un panamá de buena calidad, doblarlo y metérselo en un bolsillo, aparte de que es una gilipollez propia de esnobs y de pijos cantamañanas, acorta la vida del sombrero. Fieltro o panamá, el sombrero debe tenerse en las manos sostenido por un ala o dejarlo en el guardarropa, colgarlo en el lugar idóneo e incluso, si no hay otro sitio en un bar o restaurante (toque de estilo donde se la juega un profesional del asunto), ponerlo con toda naturalidad bajo la silla, vuelto hacia arriba con la copa apoyada en el suelo si está razonablemente limpio. En realidad, y esto también lo decía mi abuelo, que los usó toda su vida —mi padre sólo hasta principios de los años 70—, lo importante de un sombrero no es tanto llevarlo en la cabeza como saber cuándo quitártelo y qué hacer con él si te lo quitas. Un sombrero es todo un ritual. Casi una liturgia. Y de ahí su encanto. 
 
28 de noviembre de 2021

domingo, 21 de noviembre de 2021

Una historia de Europa (XVI)

En menos de noventa años, entre el siglo IV y el III antes de que naciera Jesucristo, los romanos conquistaron el resto de la península italiana. Todo fue ocurriendo sin prisa pero sin pausa, con una política territorial oportunista, agresiva e implacable. Libraron guerras con todos sus vecinos, los sometieron y les impusieron su lengua, el latín. No fue fácil, claro. Aquellos romanos que se habían librado de sus reyes para instaurar una república vivieron no pocos sobresaltos, incluido el saqueo de la capital por unos bárbaros celtas conocidos como galos (los de Astérix y Obélix, pero un poquito antes) y una larga enemistad con Cartago de la que hablaremos otro día. Lo que importa ahora es que, a punto de empezar su expansión por las orillas del Mediterráneo y convertirse en dueña del mundo, creciendo en población y dinero gracias a sus conquistas, Roma se fue dotando de estructuras políticas, sociales y militares decisivas para su grandeza. Fue el tiempo (más tarde añorado y tal vez exagerado por historiadores e intelectuales romanos) de la austeridad, el trabajo y las virtudes republicanas. No había todavía un ejército profesional ni se contrataban mercenarios: el soldado era el propio ciudadano. Se dejaba el arado para combatir a los enemigos y se retornaba a él cuando llegaba la paz. La autoridad se basaba, o decía basarse, en la rectitud moral, la disciplina, la religión, el trabajo y la familia, cuya figura principal era la paterna (el paterfamilias), con imperio absoluto sobre sus componentes, incluido el derecho de vida y muerte. Las hijas vivían sometidas hasta que su papi las entregaba en matrimonio, limitándose a cambiar de dueño. La máxima autoridad política era el senado, controlado al principio por las familias patricias (patricios eran los más ricos y privilegiados, y plebe el pueblo en general), y que más tarde, con la evolución social, fue combinándose con instituciones y figuras más igualitarias. En el aspecto religioso, los romanos salieron eclécticos: tenían dioses a los que respetaban escrupulosamente (muchos de origen griego), pero no ponían pegas a adoptar los de los pueblos conquistados, con lo que llegó un momento en que su Panteón estaba hasta las trancas: tenía deidades para todos los gustos, y Petronio (un guaperas elegante de los tiempos de Nerón) llegó más tarde a chotearse diciendo que había más dioses que ciudadanos. Por lo demás, la prosperidad crecía con el comercio y los esclavos, que era mano de obra conseguida en las conquistas o vendida por los piratas. Aparecieron los equites o caballeros, clase media alta y ricachona, y el pueblo reclamó acceder a todas las magistraturas del Estado. Como nadie regala nada, no faltaron disturbios, pero se impusieron nuevos modos; y a partir de entonces, en todo lo oficial figuraron las siglas SPQR (Senatus Populusque Romanus). Se llegó así a dos figuras novedosas. Una fue la del dictador, palabra todavía desprovista de sentido negativo: un fulano serio y respetable al que se otorgaban durante seis meses todos los poderes, en momentos de grave peligro para la república, y que renunciaba al cumplir su mandato. La otra fueron los tribunos de la plebe, representantes del pueblo cuya influencia equilibró la de los cónsules (altos magistrados procedentes de la pomada dirigente), y cuyas figuras históricas acabarían influyendo, con el paso de los siglos, en el parlamentarismo británico, la Revolución Francesa y la constitución norteamericana (que ya es influir). Los tribunos más dicharacheros y famosos fueron los hermanos Graco: dos chicos de buena familia que se pusieron de parte del pueblo (populismo de clase alta mezclado con ideas sinceras) y dieron la brasa a cónsules y senadores hasta que sus enemigos, como se veía venir, les dieron las suyas y las del pulpo. El caso fue que la lucha por la igualdad, las conquistas, el comercio y otros etcéteras necesitaban garantías formales; y eso dio lugar a algo que hoy sigue vigente o influye en buena parte de la Europa actual: el Derecho romano. O sea, un conjunto de leyes que regularon comercio, libertades y obligaciones, y que se fueron sucediendo y ampliando desde mediados del siglo V a. C. De esa forma, entre pitos y flautas, y al menos hasta finalizar la segunda guerra contra Cartago, aquella cada vez más sólida y asombrosa República conoció momentos de tanto equilibrio entre cónsules, senado y pueblo, que el historiador Polibio (un griego que llegó a Roma como prisionero y se enamoró de ella hasta las cachas) llegó a escribir: Nadie, aunque sea romano, podrá decir con certeza si el sistema de gobierno es aristocrático, democrático o monárquico. Lo que para aquellos interesantes tiempos republicanos resulta una definición estupenda. 
 
[Continuará]
 
21 de noviembre de 2021

domingo, 14 de noviembre de 2021

Una historia de Europa (XV)

El 21 de abril del año 753 antes de Cristo, un joven llamado Rómulo mató a su hermano gemelo Remo. Estaban fundando una ciudad a la manera etrusca, con surcos de arado para delimitar el contorno. Uno se lo tomó a guasa, saltó el surco en vez de entrar por la puerta, y el otro lo puso mirando a Triana o a los montes Albanos, o como se dijera entonces. Le dio matarile, vamos. La historia suena a leyenda, por supuesto; pero es que, desde el principio del principio, Roma estuvo vinculada a la leyenda. Porque aún se daba otra más vieja, o sea, que los dos hermanos descendían del guerrero Eneas: uno de los pocos supervivientes de Troya, que fugitivo de los griegos habría ido a desembarcar en la costa del Lacio, o latina. Lo que ya no es leyenda es que hacia el siglo VIII a. C. había en las tierras cercanas al río Tíber, por arriba y por abajo, varias pequeñas ciudades (pobladas por latinos, sabinos y etruscos) que se llevaban muy mal entre ellas. La más poderosa era Alba Longa, de la que procedían Rómulo y Remo. Siempre según la leyenda, las dos criaturas fueron arrojadas al río por un malvado tío abuelo y amamantados por una loba, etcétera. Y cuando fueron mayores, tras ajustar las cuentas al tío, decidieron establecerse por su cuenta en un bonito lugar rodeado por siete colinas. El fratricida Rómulo fue el primer rey de la nueva ciudad, poblada por hombres jóvenes y fuertes que acudieron con ganas de hacer carrera sin distinción de esclavos y libres, ansiosos de novedad, según escribe Tito Livio. Así que imagínense ustedes la cuadrilla, no precisamente compuesta por intelectuales. Sin embargo, las mujeres escaseaban en la zona; así que Rómulo y sus compadres las robaron por la cara a un pueblo vecino, los sabinos, que estaba bien surtido (tecleen en Google Rapto de las sabinas, que hay cuadros y todo). La faena dio lugar a un buen pifostio bélico, apaciguado por las damas al interponerse entre sus raptores y sus padres y hermanos. No estamos mal con estos chicos nuevos, dijeron, y tampoco los hombres sabinos sois como para tirar cohetes. El caso es que al final fueron todos felices y comieron espaguetis con perdices, decidiendo latinos y sabinos gobernar juntos en plan cuñados, con reyes y tal. Fue así como siguieron creciendo y haciéndose más fuertes, dedicados a machacar a otro pueblo poderoso de la zona, que eran los etruscos. Como dice Indro Montanelli en su Historia de Roma (amena y recomendable, como su Historia de los griegos), rara vez se ha visto desaparecer a un pueblo de la faz de la tierra y a otro borrar sus huellas con tan obstinada ferocidad. Los etruscos, que parecían gente interesante y simpática, habitaban sobre todo la actual Toscana, pero eran una potencia comercial con colonias y todo, buenos navegantes, poseían un grado de civilización superior y miraban a los del Tíber por encima del hombro, tratándolos de rústicos y catetos. En realidad, leyendas aparte, la primera Roma fue probablemente un poblado o colonia etrusca donde los otros se fueron arrimando, primero como lugareños o inmigrantes, haciéndose después dueños del cotarro. Que los etruscos desaparecieran fue una pena, porque vestían bien, eran cultos, sabían de comercio y de urbanismo. Además, las señoras etruscas tenían fama de guapas y elegantes, y las hubo doctas en matemáticas y medicina. También eran bastante libres de costumbres, o eso se dice (incluso el autor teatral Plauto lo dijo), hasta el punto de que en la futura Roma, que al principio fue austera y aburridamente moralista, se llamaba etruscas o de costumbres toscanas a las mujeres ligeras de cascos. Zorriputis, dicho en seco. El caso es que latinos y sabinos, que ya empezaban a ser romanos, odiaron a los etruscos con la misma inquina que luego dedicarían a los cartagineses, combatiéndolos hasta conseguir su destrucción total. Y es que un detalle fundamental en su futuro fue que aquellos primeros ciudadanos de Roma eran gente muy peligrosa (enemigo público número uno los llamó Montanelli). Sabían odiar como nadie, tenaces hasta la tumba, y ésa fue una de las causas de su éxito. El caso es que siete fueron los reyes de Roma desde Rómulo, hasta que el último, Tarquinio el Soberbio, fue derrocado más o menos en el año 509 antes de Cristo. Entonces el pueblo eligió a los dos primeros cónsules democráticos de su historia (No se consentirá rey alguno ni persona que sea peligro para la libertad, proclamaron), y nació de ese modo la famosa república romana. Aquellos surcos de arado sobre los que Rómulo había derramado la sangre de su hermano Remo estaban a punto de convertirse en caput mundi: capital del imperio más asombroso, influyente y decisivo de la Historia. 
 
[Continuará] 
 
14 de noviembre de 2021

domingo, 7 de noviembre de 2021

El regreso del héroe

Tenía doce años y no lo olvidará nunca. Era un día hermoso, de sol y cielo azul, sin una nube: uno de esos días que parecen dispuestos por Dios o por quien disponga esas cosas para saludar los grandes acontecimientos. Y fue a media mañana cuando su padre llegó exultante a casa. Venía optimista, feliz, caminando a largas zancadas. Con prisa. 
 
–Ven conmigo, anda –dijo cogiéndolo de la mano–. Porque vas a recordar este día durante el resto de tu vida. Regresa un héroe, chico. Un héroe de verdad. Y lo verás con tus propios ojos. 
 
Salieron juntos de la casa, encaminándose hacia la plaza del ayuntamiento. El pueblo era pequeño y casi todos los vecinos estaban allí, o al menos eso le pareció al niño. Se congregaban sonrientes y conversaban animados, con aire festivo. Miraban hacia la calle principal, que se iba llenando poco a poco mientras la gente, alineada a uno y otro lado, formaba un corredor. 
 
–Quince años –decía el padre con amargura–. Han pasado nada menos que quince años. Pero todo se acaba, y él está al fin de regreso. 
 
Miraba el niño en torno con ojos de asombro: el bullicio, el ambiente de fiesta. Había banderas y pancartas, incluida una colgada en la fachada del ayuntamiento: frases de afecto y una palabra pintada con grandes letras rojas. Bienvenido, decía ésa. Y debajo, en letra más pequeña: Feliz regreso a tu hogar
 
–Ahí viene –exclamó de repente el padre–. Nuestro soldado. 
 
Miró el niño y vio aparecer al héroe al extremo de la calle. No era como imaginaba, así que lo estudió con mucha atención: flaco, pequeño, de mediana edad. El pelo ralo, escaso en las sienes, estaba salpicado de canas, como el bigote. Caminaba despacio, flanqueado por varias personas que parecían su familia: una mujer que lo abrazaba por un lado, un chico y una chica jóvenes por el otro. Sonreían felices y la mujer lloraba agarrada a su brazo. A medida que el héroe pasaba ante la gente, lo vitoreaban. Una señora mayor, de pelo gris y aspecto respetable, le echó los brazos al cuello, le entregó un ramo de flores y le dio un beso. Algunos hombres le palmeaban la espalda. El héroe caminaba asintiendo con la cabeza, con una vaga sonrisa en la boca. Parecía al mismo tiempo abstraído y emocionado. Más mujeres mayores lo besaron, más hombres le palmearon la espalda. Llegó así ante el bar grande, la taberna de la plaza principal. Los más amigos, los íntimos, lo metieron dentro, y el padre arrastró de la mano al niño para seguirlos allí. 
 
–Cuéntanos –pedían al héroe mientras le servían un vaso de vino–. Cuéntanos cómo fue, soldado. 
 
Tras hacerse rogar mucho, el héroe contó. Lo hizo despacio, en voz baja. Pensativo como si le costase penetrar la niebla del tiempo en busca de los recuerdos. Mientras todos escuchaban absortos rememoró aquella gloriosa mañana del pasado ya remoto, la tensión del largo acecho, el sudor que hacía resbaladiza la mano con que empuñaba la pistola. El batir de la tensión, el pulso golpeando sobre el silencio de los tímpanos mientras se acercaba por detrás al objetivo, primero con cautela, decidido al fin. El gatillo, el impacto del balazo en la nuca, el hombre que se desplomaba, derribado sobre el puesto de chuches con que se ganaba la vida, entre los caramelos y las barritas de regaliz. Ajusticiado por soplón y por fascista. 
 
–¿Y luego? –preguntó alguien. 
 
El niño vio al héroe encogerse de hombros. Luego, le oyó responder con gesto amargo, la huida, los días escondido. Y una noche, la puerta hecha pedazos, la Guardia Civil, las torturas salvajes, ya sabéis cómo las gastan ésos. Los jueces y la cárcel. Sin arrepentirse nunca, sin firmar nada. No como esos perros traidores que chaquetean para salir antes. Quince años a pulso, como los hombres. Y ahora, por fin, otra vez en casa, en la patria –levantó el vaso de vino–. Con los suyos. Con su gente. 
 
Estallaron aplausos, brindis, vítores. Bienvenido, repetían todos. Bienvenido, soldado. Fue entonces cuando el padre del niño estrechó la mano derecha del héroe, la misma con la que había ejecutado al fascista del puesto de chuches, y con la misma mano en alto, todavía caliente, se volvió hacia él y se la puso dulcemente en la mejilla. 
 
–Toma, hijo mío –le dijo, conmovido hasta las lágrimas–. Ésta es la caricia de un gudari. 
 
7 de noviembre de 2021

domingo, 31 de octubre de 2021

Aquella chica que fumaba

José Luis Garci da un sorbo al único martini que se permite a la semana y me mira, satisfecho, por encima de la copa. «No es sólo una película –concluye–, sino también un documental extraordinario. La crónica perfecta de un enamoramiento real. Registra con toda precisión, en gestos y miradas, cómo Bogart y Bacall se aman a medida que avanza el rodaje. Y nadie, ni siquiera Howard Hawks, el director, esperaba eso». 

Con esas palabras en la cabeza, vuelvo a casa, pongo el deuvedé y me siento a confirmar de nuevo lo que Garci ha dicho; a regresar por decimoquinta o enésima vez a La Martinica en plena guerra mundial, al capitán Harry-Steve Morgan y a su amigo Eddie, al hotel de Frenchie, a la caja de fósforos que vuela de una mano a otra. A la mirada socarrona y magnética de la jovencísima actriz que, en la primera película de su vida, fue –o sigue siendo, porque el gran cine no envejece nunca– capaz de decir en tono irónico, tan duro y hastiado como si por ella hubiesen pasado todas las mujeres del mundo: «¿Sabes que no tienes que actuar conmigo, Steve?… No tienes que decir nada y no tienes que hacer nada. Sólo, silbar… ¿Sabes cómo silbar, verdad? Simplemente junta tus labios y sopla». 

Y tiene razón el viejo y sabio Garci. Desde que Bogart y Bacall se encuentran en el pasillo del hotel, trama cinematográfica aparte, escenarios de cartón piedra aparte, guión desordenado e imperfecto aparte, Tener y no tener, la película entera con sus cien minutos de metraje, es un prodigio rodado en vivo sobre un curtido actor de 44 años y una jovencita de 19 que, ambos en estado de gracia, se enamoran sin remedio escena tras escena. Un hombre resabiado, hecho en la pantalla y fuera de ella, que va siendo seducido plano a plano, incapaz de volver atrás, envuelto en el denso voltaje erótico de una muchacha que mira oblicuo, habla ronco y se conduce como una mujer a la que el mar que la arrojó a la playa de los náufragos no logró nunca arrebatar el humor ácido, la dignidad y la belleza. «No se meta con ella –aconseja Bogart, divertido y admirado a la vez–. Es capaz de devolver los golpes». 

Más que una película convencional, Tener y no tener es, en efecto, un documental hecho de miradas, diálogos, insinuaciones y silencios. Una fórmula espontánea de física y química que nunca había ocurrido antes y nunca se repitió en la historia del cine. No es la actriz Lauren Bacall, sino Betty, la mujer real, quien dice: «Podría ser para siempre, ¿o te da miedo eso?… Soy difícil de conseguir, Steve. Sólo tienes que pedírmelo». Y así fue: Bogart se lo pidió. Primero fue un beso robado en un camerino y después una cajita de fósforos donde ella escribió su número de teléfono. Algo que lo llevaría a él a divorciarse de su esposa y a casarse con la joven actriz, junto a la que permanecería hasta su muerte por cáncer de esófago –demasiados cigarrillos dentro y fuera de la pantalla– en 1957. «Quizá sólo estemos juntos cinco años», había dicho él. «Cinco es mejor que nada», había respondido ella. Al final fueron doce. 

Resulta evidente al ver despacio la película, primera de las cuatro que rodarían juntos. Los gestos, las miradas, el tono de las palabras, la corriente eléctrica que parece recorrer el espacio vacío que hay entre actor y actriz, el movimiento de caderas final, la mirada de Slim cuando se despide del pianista Cricket y se deja coger del brazo por Steve… Todo eso va mucho más allá de lo que dos impecables actuaciones cinematográficas harían posible. La atracción, el humor áspero, alegre y deliciosamente escéptico que se advierte entre ellos («No podíamos estar en una habitación sin la necesidad de acercarnos uno al otro», dirían más tarde), la complicidad erótica, no entre Steve y Slim, sino entre Bogart y Bacall, llegan allí donde ningún director, ningún guionista, ningún actor o actriz convencional podrían llegar por sí solos. Howard Hawks, que era un realizador inmenso –después dirigió nada menos que Río Bravo, entre otras–, se dio cuenta de eso y, en vez de inmiscuirse, les permitió dejar de actuar e interpretarse a sí mismos. El resto es historia del cine. También de la vida real, y José Luis Garci tiene razón, como siempre la tiene: lo asombroso de Tener y no tener es que, siendo como es una mediocre historia original del cínico Hemingway, un deficiente guión de los cínicos Furthman y Faulkner, una película del no menos cínico Hawks, nos convierta en testigos de la más perfecta historia de un enamoramiento real jamás rodada. 

31 de octubre de 2021

domingo, 24 de octubre de 2021

Una historia de Europa (XIV)

Filipo II era tuerto (perdió un ojo en una batalla) y muy listo. Rey de Macedonia al comienzo de la jugada, decidió hacerse amo de Grecia aprovechando la decadencia de Atenas y Esparta. Él liquidó los conceptos de polis y democracia con mano izquierda y mucho arte. Conocía la alta cultura griega porque de jovencito había sido rehén en Tebas y sabía tocar las teclas oportunas, sobre todo la ojeriza que los helenos tenían a los persas por el recuerdo de las invasiones. Así que se presentó en plan protector reivindicativo, y la peña mordió el anzuelo. El único que lo vio venir fue el brillante político y orador ateniense Demóstenes (un figura que se habría merendado en cinco minutos a todos los analfabetos, golfos y moñas que hoy medran y trincan en el parlamento español). Pero ni los discursos de este fulano, que por ir contra Filipo se llamaron filípicas, frenaron la cosa. Macedonia conquistó territorios, consiguió recursos y una marina, contrató mercenarios y creó una nueva táctica militar con una formación de infantería llamada phálanx (falange) que superó la eficacia de los hoplitas espartanos. Además, incorporó unidades de caballería tracia que cambiaron las reglas de la guerra. Y así, combinando la zanahoria y el palo, tras la batalla de Queronea, que en el año 338 antes de Cristo dio el triunfo a Macedonia, Filipo se convirtió en hegemón de allí. La polis griega, o sea, la idea de ciudad-estado, no desapareció del todo (aún duraría siglos y conocería transformaciones), pero la participación en los asuntos públicos del demos, el pueblo, se fue por completo al carajo. Sin embargo, el ambicioso rey macedonio disfrutó poco del éxito, pues uno de sus hombres de confianza (todos tenemos un mal día) se lo cargó a puñaladas por un vaya usted a saber. Y entonces, en una de esas carambolas fascinantes que tiene la vida, aquel asesinato llevó al trono al hijo de Filipo, Alejandro, un chaval de veinte años que había tenido por maestro nada menos que al filósofo Aristóteles, y cuyo deslumbrante y rápido paso por la Historia, en sólo 13 años de reinado y conquistas, iba a marcar el futuro del mundo. Porque Alejandro fue la repanocha, y considerar lo que hizo esa criatura en tan corto espacio de tiempo te deja de pasta de boniato. Lo primero fue dar una buena mano de hostias a las ciudades griegas que creían (ilusas ellas) que con la muerte de Filipo iban a poder ponerse flamencas. Lo segundo fue devolver a los persas la jugada del siglo anterior, organizando una impresionante expedición militar que cruzó el Helesponto, penetró 25.000 kilómetros en Asia (han leído bien, sí, 25.000 kilómetros), libró y venció las batallas del río Gránico, Iso y Arbelas, se hizo amo absoluto de Persia, Mesopotamia, Siria y Egipto, y tras pacificar esos países llegó hasta la frontera de la india tras cruzar Afganistán. Que tiene tela. Además, como era ferviente lector de Homero y amigo de las ciencias y el progreso, llevó con él a una buena pandilla de matemáticos, geógrafos, botánicos y astrónomos. Respetó las tradiciones locales siempre que pudo (y cuando no, hizo como en Gordium, donde había un nudo sagrado, el Nudo Gordiano, imposible de deshacer, que cortó con un tajo de su espada), fundó ciudades que llevaron su nombre (como la de Alejandría, que lo conserva), casó a sus generales con señoras de las noblezas locales y, como en las películas, él mismo desposó a una guapa y elegante princesa persa llamada Roxana. Fatigados sus soldados de tanto caminar y tantas conquistas, al fin se retiró a Babilonia, donde murió a los 33 años tras haber conquistado el mayor imperio nunca conocido. Un imperio que a su muerte, como suele ocurrir, sus ambiciosos generales dividieron y destrozaron entre ellos. Nunca, en la historia de la Humanidad, volvió a haber nadie como Alejandro: ni siquiera Julio César (lean las Vidas paralelas de Plutarco) o Napoleón Bonaparte. Aventurero, militar y explorador, el macedonio conquistó en su década asombrosa el primero y más grande de los imperios europeos. Y el mundo helénico que expandió de forma tan fulgurante hizo posible que en Mesopotamia calculasen la duración del año en 365 días; que Euclides asentase la geometría; que Arquímedes fuera el primer científico moderno; que Herófilo descubriese (antes que Miguel Servet) la circulación de la sangre; que Eratóstenes calculase la longitud del meridiano y dirigiese la biblioteca de Alejandría; que Heráclides concluyera que la Tierra gira sobre su eje y que Aristarco (adelantándose en varios siglos a Copérnico) estableciese que orbita en torno al sol. Lo mejor de la Europa que estaba por llegar fraguaba despacio en todo aquello, siglo a siglo, en espera de un pueblecito oscuro y apenas conocido llamado Roma. 
 
[Continuará]
 
24 de octubre de 2021

domingo, 17 de octubre de 2021

El perro de la guerra

Casi sesenta años después vuelvo a tener en las manos Hazañas bélicas, de las primeras series publicadas en los años 50 y todavía ilustradas por el gran Boixcar: una colección mítica de tebeos infantiles que cualquier veterano de mi generación conoce bien. Un amigo lector me ha hecho llegar varios números antiguos, de los que aún no llevaban a la izquierda de sus clásicas portadas de formato apaisado la imagen, tan característica, del soldado de aspecto fatigado, tramado en verde, con casco de acero y ametralladora Thompson. 
 
Aquella colección de episodios bélicos, leidísimos entre los chicos de entonces y también por numerosos adultos, fue incluso más popular que El guerrero del antifaz, Roberto Alcázar y Pedrín, El capitán Trueno y El Jabato. Sus historietas, dibujadas primero por Boixcar y luego por su hermano, que firmaba Boix, y por artistas como Vicente Farrés y Alan Doyer, se centraron principalmente en la Segunda Guerra Mundial, y en menor medida en la de Indochina y la de Corea. Pero los números que hoy tengo delante, de la serie primitiva, poseen una particularidad especial, un puntito de morbo extra, pues son historietas de la División Azul en Rusia, de ésas que poco a poco fueron escaseando hasta desaparecer por completo cuando el régimen franquista prefirió que sus nuevos amigos los Estados Unidos, con los que estaba en plena luna de miel, olvidaran aquellos otros viejos tiempos del cuplé. 
 
Supongo que hoy resulta difícil, por muchas y complejas razones, hacerse idea de lo que significaron esos tebeos para los niños de entonces. Su enorme influencia y las horas de lectura y juegos derivados que suscitaron. Dibujábamos a hurtadillas soldados y tanques en el cole, jugábamos a la guerra con los amigos, poníamos el rostro del mal a los siniestros comisarios soviéticos o a los diabólicos oficiales comunistas coreanos. La edad y la vida fueron situando las cosas en su sitio, y ahora, a sesenta o setenta años de aquello, la lectura de Hazañas bélicas hace sonreír con sus tramas ingenuas, buenistas y parciales tan propias de la época, con su anticomunismo radical, con su pacifismo tontorrón y cursi basado, paradójicamente, en el militarismo entonces al uso. Y todo eso me parece rodeado de un halo de tristeza añadida al considerar lo que entonces ignorábamos: que Guillermo Sánchez Boix, el genial Boixcar, guionista e ilustrador de aquellos primeros episodios, había combatido por la República y regresado a España desde un campo de concentración en Francia. 
 
Fui, como mis compañeros de colegio y otros chicos de mi tiempo, seguidor de Hazañas bélicas, cuyos números se deshacían en casa de tanto sobarlos mis amigos y yo. Pero es que, además, puedo rastrear en ellos apuntes personales que, vistos y recordados ahora, me hacen sonreír. Como el premonitorio corresponsal de guerra Donald Bell, personaje del guionista Alex Simmons y el ilustrador Vicente Farrés. O como la noche en que, sin sospechar siquiera situaciones que se darían muchos años más tarde, realicé la primera incursión de comandos de mi vida. 
 
No puedo evitar reírme, al recordar. Yo tenía nueve años, jugaba con mis amigos, y la chacha Pepita –escribo deliberadamente chacha, y nada más cariñoso que esa vieja y entrañable palabra doméstica– me había cosido una capucha de trapo con agujeros para los ojos; y al pasar así enmascarado ante la casa de un vecino que se apellidaba Forné o algo parecido, lo oí decir a su mujer: «Ese niño es tonto». Gravemente ofendido en mi honra infantil, lector apasionado de Hazañas bélicas como era, decidí tomar cumplida venganza del agravio recurriendo a bélicas maneras. Así que muy shakespearianamente –aunque todavía ignoraba quién diablos era Shakespeare–, decidí gritar ¡devastación! y soltar los perros de la guerra. Vivía en un lugar de Cartagena, el Valle de Escombreras, donde los niños de ambos sexos nos movíamos con una libertad que hoy resulta inimaginable. Así que esa misma noche me vestí con ropa oscura, me tizné la cara con un tapón de corcho quemado, me ceñí a la cintura mi puñal de comando de plástico y, mientras mi amigo Antoñito Rafael Lorente Muñoz vigilaba afuera equipado de la misma guisa, me introduje sigiloso en el jardín del vecino arrastrándome por las tapias, y al amparo de las sombras le vacié sistemáticamente en el suelo al señor Forné, arruinándoselas una tras otra, todas las putas macetas del jardín. Después me arrastré en retirada con la satisfacción del deber cumplido. Y al dejarme caer al otro lado de la tapia me sentía –lo juro por la memoria de Boixcar– como si acabara de volar los cañones de Navarone. 
 
17 de octubre de 2021

domingo, 10 de octubre de 2021

Una historia de Europa (XIII)

Sobre aquellos años dorados de la Atenas del siglo V antes de Cristo, antes de que (como ocurre siempre en la Historia) todo o casi todo se fuera al carajo, campea una figura entrañable que marcaría el intelecto de la Europa que estaba por venir: se trata de Sócrates, cuyo pensamiento, transmitido y desarrollado por sus discípulos y seguidores Jenofonte, Platón y Aristóteles (él nunca escribió nada), sentaría las bases de la filosofía occidental. Creía aquel fulano que el verdadero conocimiento proviene del interior de cada cual, y que transmitir sabiduría en crudo no es sino adoctrinamiento. Que el educador debía ser comadrona de ideas, orientando al alumno para que hallase sus propias respuestas y creyera ser (y en cierto modo fuese) verdadero descubridor de lo que el maestro le enseñaba. Ese genial Sócrates era feo, desastroso (su mujer le pegaba unas palizas de órdago), pobre y honrado, y se enorgullecía de serlo. A pesar de eso, o tal vez por eso, fue referente intelectual de su tiempo, maestro de hijos de familias nobles y figura polémica entre sus conciudadanos: unos lo respetaban y otros lo odiaban. Al fin sus enemigos consiguieron que fuese condenado a muerte. Apoyado por mucha gente, Sócrates pudo huir pero no quiso (opinaba que, incluso en su propio caso, la ley estaba por encima del parecer de las masas y del populismo), prefirió arrostrar su destino y bebió voluntariamente, con un par de huevos fritos, un veneno llamado cicuta que lo dejó tieso como la mojama pero consagró para siempre su nombre. Atenas, por su parte, iba a pagar caro ese y otros errores. Su edad de oro duró sólo medio siglo, agostada por un conflicto con su antigua aliada Esparta que se llamó guerra del Peloponeso, y que contaría muy bien el historiador Tucídides. Simplificando mucho podríamos decir que el origen fueron los celos que la Esparta dura y militar sentía por el poder de la Atenas culta y próspera. Y considerando que bélicamente las diferencias entre unos y otros eran muchas (los hoplitas espartanos eran soldados profesionales y los atenienses los mejores marinos de su tiempo), la guerra discurrió bastante equilibrada, supliendo Atenas con moral y audacia lo que Esparta oponía de disciplina y rigor castrense. Aquello fue una larga serie de partidas de ajedrez de las que muchas acabaron en tablas, duró la friolera de veintisiete años, arruinó a unos y otros, y acabó con ambos contendientes extenuados y cansados; hasta el punto de que, aunque fue Esparta la que salió mejor librada, ni una ni otra volvieron a ser lo que habían sido. La batalla de Egospótamos señaló el final de la guerra con el marcador favorable a Esparta, que pudo imponer duras medidas a los atenienses: derribo de sus murallas, instalación de una guarnición espartana y liquidación (esto fue lo más triste) del régimen democrático, sustituido por una dictadura que se llamó Oligarquía de los Treinta (una panda de hijos de puta que hizo una escabechina asesinando a demócratas y opositores). Luego, con el tiempo, a trancas y barrancas se acabó restaurando la democracia, pero Atenas ya no era sino sombra de lo que fue: el siglo áureo había pasado. Sin embargo, su prestigio intelectual se mantuvo intacto y llega hasta nuestros días. En el imperio romano que estaba de camino, las familias con posibles enviarían a sus hijos a estudiar a Atenas, por el caché que daba el asunto (más o menos, incluso más, que estudiar ahora en Estados Unidos, Gran Bretaña o Suiza). Durante la noche oscura de las invasiones bárbaras que acabó arrasando Europa siglos más tarde, la herencia socrática, platónica y aristotélica sobrevivió en los monasterios medievales; y también el Renacimiento, los neoclásicos y los románticos se inspiraron en aquella Grecia cuyo inmenso legado llega hasta hoy, pese a los analfabetos que en Bruselas (y en los sucesivos ministerios de Educación y Cultura españoles) se obstinan en envilecerlo y desmantelarlo todo. De todas formas, volviendo al pasado y en otro orden de cosas, Grecia iba todavía a dar mucho juego en el siglo IV antes de Cristo, tallando a golpe de espada la configuración del Mediterráneo oriental y del mundo conocido. Desde un pequeño territorio situado al norte, tierra de pastores considerados extranjeros o barbaroi por los griegos de pata negra, un ambicioso rey local había observado la lucha entre atenienses y espartanos, así como la decadencia de ambos, y vio llegado el momento de agarrarlos a todos por el pescuezo (o por donde más doliera), y hacerse dueño del paisaje. Ese rey se llamaba Filipo de Macedonia, y su hijo sería conocido como Alejandro Magno. 
 
 [Continuará]
 
10 de octubre de 2021

domingo, 3 de octubre de 2021

Los hombres del cuarto de luna

Los hombres del cuarto de luna Ocurrió en 1962 y lo recuerdo bien. Tenía once años y había ido al cine con mi padre, en Cartagena. Aquella tarde vimos Su mejor enemigo (I due nemici), tragicomedia bélica dirigida por Guy Hamilton sobre una historia de Luciano Vincenzoni con guión del británico Jack Pulman. La película, protagonizada por el gran Alberto Sordi y el no menos grande David Niven, era un relato sobre el enfrentamiento de ingleses e italianos durante la Segunda Guerra Mundial. Y, como solía ocurrir en el cine anglosajón, la imagen de los combatientes del Duce no era heroica. Más bien, patética. Ridícula, incluso. Al salir del cine se lo comenté a mi padre, y éste, que era muy lector de Historia y sobre todo de historia naval, dijo algo que yo recordaría toda la vida: «No creas que eso fue siempre así. Hubo italianos muy valientes que lucharon muy bien». Y luego, mientras bebía un café en la terraza de la cafetería Mastia, me contó la historia de los buzos de combate de la X Flotilla MAS en el Mediterráneo. Los incursores de Gibraltar, Argel, Malta y Alejandría. Los hombres que atacaban a través del mar, en el último cuarto de luna. 
 
Las novelas no surgen de pronto, o al menos a mí no me pasa. Se gestan durante años con vida y lecturas. Acompañan silenciosas, pacientes, y un día te dan un golpecito en el hombro y dicen «estoy lista y es el momento, escríbeme». A veces estás a la altura y otras no; en unas ocasiones te equivocas y en otras aciertas, pero el proceso es el mismo. Eso me ha ocurrido en los treinta y cinco años que llevo dándole a la tecla, y sigue ocurriendo. En el caso de El italiano todo empezó con aquella película y la conversación con mi padre. Desde entonces, incluso antes de imaginar que un día escribiría novelas, cada vez que tan fascinante historia se cruzaba de nuevo en mi camino, prestaba mucha atención: libros, películas, viajes. Fue así como, primero como lector, luego como periodista y más tarde como escritor profesional, investigué las hazañas de aquellos hombres de caucho negro que asestaron a la flota británica los más humillantes golpes de su historia. También llegué a hablar con quienes, como mi amigo el duro gibraltareño Eddie Campello, los habían conocido, y accedí a los dramáticos relatos escritos por los supervivientes. Así, poco a poco, un amplio lugar de mi biblioteca y archivos se fue llenando con ese material, y en varias visitas a los museos navales de La Spezia y Venecia pasé largo tiempo ante los míticos maiale, los torpedos tripulados que ayudaron a echar al fondo 27 navíos de guerra y mercantes aliados en el Mediterráneo. 
 
Por fin, un día, la novela me dijo aquí estoy. De pronto la vi definirse en mi cabeza con absoluta claridad: un hombre que sale del mar como Ulises ante Nausicaa; una mujer que de niña tradujo a Homero y que proyecta en ese hombre, en el mar y en la guerra de la que proviene, una mirada vengativa y serena. Y mezclado con todo eso, o acicateándolo, mi amor por Italia, tantas veces expresado en esta página: mi respeto por su gente y su historia, tan infeliz a veces, tan secularmente sabia, tan hermosa siempre. Desde el principio concebí la novela como un acto de reparación, de justicia hacia esa patria italiana que también respeto y amo, pues el español que no ama a Italia desatiende su propia historia. Un modo de honrar, también, la memoria de tantos valientes ninguneados, ocultos, con frecuencia ridiculizados por la arrogante propaganda anglosajona y también por buena parte de sus compatriotas. Para hacerles justicia no era necesario inventar, ni adornar los hechos. No era apenas precisa la literatura, pues bastaba con narrar la impresionante verdad: contar cómo aquellos hombres buenos y audaces cruzaban el mar entre el frío y el horror de la noche para hundir barcos enemigos; no por una guerra absurda en la que nunca debieron estar, no por un payaso llamado Mussolini que no los merecía, y ni siquiera por una Italia fascista que no estaba a la altura de su heroísmo y su sacrificio. Aquellos hombres jóvenes y fuertes salían de noche al mar, luchaban y morían con sencillez, sin darse importancia, porque creían que era su deber. Por lealtad hacia su patria, hacia sus compañeros y hacia sí mismos. Por eso todo cuanto narro en la novela es real, excepto los mecanismos necesarios de la ficción. Aunque lo más real sea la mirada de la protagonista, Elena Arbués: la librera, viuda de un marino mercante, que vive con su perro junto al mar y es capaz de reconocer al héroe de sus antiguas lecturas, ennoblecerlo con su mirada lúcida y recorrer, resuelta como sólo una mujer valiente puede serlo, el camino peligroso de la aventura y de la vida. 
 
3 de octubre de 2021

domingo, 26 de septiembre de 2021

Una historia de Europa (XII)

Es muy posible que nunca haya habido en la historia de la Humanidad alguien tan inteligente como lo fueron los griegos del siglo V antes de Cristo, con la Atenas de la época como centro intelectual de todo. No me pregunten por qué, pero las cinco décadas que siguieron a la victoria de Salamina producen verdadero asombro. Porque lo que llamamos identidad europea, la base que generó el pensamiento, las ciencias, el arte, la literatura forjada en los dos mil quinientos años transcurridos hasta hoy, nació allí y fue cuajando en un largo proceso que tuvo aquel mundo fascinante como referencia. Europa y el llamado Occidente son lo que son (en su parte buena, por supuesto) precisamente porque aquella Grecia fue lo que fue. Nunca en la Historia, excepto tal vez en la Florencia del Renacimiento, el Madrid del Siglo de Oro y el París de la Ilustración, se dio un caso semejante de concentración de figuras ilustres y de talento en el pequeño espacio de una ciudad. Aquella Atenas, gobernada por un hombre ilustre llamado Pericles, se convirtió en una ciudad próspera y hermosa; una ciudad-estado que se regía por reglas democráticas con consultas populares, y que albergaba a grandes artistas, grandes escritores de teatro seguidos por las masas, grandes matemáticos y grandes filósofos: hombres sabios que se dedicaban a pensar y tenían maravillosas ideas. Se equivocaron muchas veces, claro. Ni ellos eran perfectos. Su ciencia tampoco era la nuestra, con hipótesis, pruebas y experimentación. Pero sus intuiciones y aciertos fueron infinitos. Esos extraordinarios fulanos consideraban la geometría como una guía para comprender el Universo (la geometría que se sigue enseñando hoy en los colegios es griega) y trabajaban sólo con la reflexión y con un sistema de inspiradas conjeturas, pero fueron tan lejos con todo eso que te dejan turulato. Ellos intuyeron, por ejemplo, veinticinco siglos antes de que se confirmara el asunto, que toda materia estaba formada por pequeñas partículas llamadas átomos (palabra griega que significa imposible de cortar, indivisible). Por supuesto, vista con ojos del siglo XXI, sobre todo por los demagogos baratos que hoy pretenden regir el mundo (demagogía, por cierto, es otra palabra griega), aquella sociedad distaba de la perfección. La vida, y hay que ser muy estúpido o muy sectario para no comprenderlo, funcionaba de otra manera. La democracia no alcanzaba a todos por igual, y cuando así era en sus momentos más radicales, o casi lo era, los propios atenienses se quejaban de ello, y más de uno y de dos admiraban la férrea disciplina de la vecina Esparta (paradójicamente, las obras de teatro de más éxito popular, como las de Aristófanes, abundan en críticas a los excesos del pueblo). En cuanto a la guerra, por supuesto, también era despiadada (Jenofonte nos lo cuenta con frío detalle), y tras recibirse la rendición incondicional de una ciudad enemiga (veinticuatro póleis fueron aniquiladas en esa época) se degollaba a los varones adultos, se vendía como esclavos a mujeres y niños, y a otra cosa, mariposa. Lo de la esclavitud, sin embargo, resultaba muy llevadero en Atenas en comparación con lo que luego fue en Roma, puestos a considerar. Si es cierto que había tres esclavos por cada ciudadano ateniense libre (y a veces los más crueles amos daban a sus siervos las suyas y las de un bombero), podían comprar su libertad y había leyes que los protegían. O sea que, comparativamente, pueden considerarse los esclavos mejor tratados de la Historia. Por otra parte, y en lo que a las mujeres se refiere, la situación de las atenienses resulta curiosa. Paradójicamente, las que más derechos ciudadanos tenían eran las prostitutas, pues allí su profesión se consideraba socialmente útil. Los griegos las llamaban etairas; palabra que (esto es interesante) podía significar lo mismo puta profesional que compañera, amante o amiga. Menos prejuicios, imposible. Los hombres, o al menos los que podían permitírselo, las contrataban por razones no solo sexuales, las llevaban a fiestas, al teatro y cosas así (lo que hoy llamaríamos escort de lujo, no siempre con derecho a consumar la faena). Y había de todo, claro: señoras de diverso nivel y actividad social, de baja estofa y de tiros largos, según la clientela. Pero la clase superior de las que hoy conocemos como hetairas (véase diccionario de la RAE) abundaba en mujeres educadas, independientes y que pagaban impuestos al Estado por los beneficios obtenidos. Ciudadanas ejemplares, o sea. Señoras, en fin, a menudo tan admiradas y respetables que incluso Pericles, el gran gobernante de Atenas bajo el que floreció aquella edad de oro griega, se casó con una de ellas. Aspasia, se llamaba la dama. Y cuentan los historiadores que era un trueno de señora. 
 
[Continuará]. 
 
26 de septiembre de 2021

domingo, 19 de septiembre de 2021

Fabricando misóginos

Me lo cuenta el padre, que es amigo mío. Y me lo cuenta preocupado. Escríbelo tú que puedes, dice. Porque para estar preocupado no le falta razón. Su hijo, al que llamaremos Pedro, o Pedrito, tiene doce años. Es un crío vivo y listo, rápido de cabeza, honrado, buen estudiante. De los que dicen buenos días, gracias y por favor. Además, le gusta leer libros y ver películas viejas con sus padres. Un chico, en fin, de ésos que vamos a necesitar mucho como adultos dentro de unos años: los que levantan la mano en clase, hacen sus propias preguntas y no se dejan comer el tarro, o no demasiado para los tiempos que corren, por el grupo ni la tendencia. Un niño como Dios manda. 
 
Todo iba bien hasta el curso pasado, dice el padre. Obediente, educado, buenas notas. Así era Pedrito. Todo iba de perlas hasta que se cruzó el azar, reforzado por la estupidez humana. Y lo hizo en forma de niña. El suyo es un colegio mixto, de una ciudad grande: Valencia, para ser exactos. Unos treinta críos en clase, entre ellos y ellas. Convivencia normal, respeto mutuo, etcétera. Todo según los cánones actuales. Formado en el respeto a las niñas y la igualdad, Pedrito era de los que no pasaban por alto un comentario supuestamente machista, una frase hecha, un lugar común. Valoraba al otro sexo porque había sido educado para ello por sus padres y profesores. En esa materia era puntilloso, implacable como un gendarme prusiano. Sin embargo, llegó el día fatal. El incidente. 
 
Ni siquiera fue en el colegio, señala amargo el padre. Fue en la calle, a la salida, cuando Pedrito y un grupo de niños y niñas charlaban esperando el autobús. Críos de doce años, repitámoslo. Surgió una discusión sobre los motivos de cada cual para ser delegado de clase, y en un momento determinado, sin que mediase acto previo ni provocación especial por parte de Pedrito, una niña –de carácter difícil, que ya había protagonizado otros incidentes en clase– le dio una bofetada. A ella la llamaremos Lucía. Al recibir el golpe, la reacción del chico fue automática: devolvió la bofetada. Todo acabó allí, al menos en esa fase del asunto. Llegó el autobús, fuéronse todos y no hubo más. Aparente final, de momento. 
 
Pero de final, nada. Sólo era el principio. Al día siguiente, en el colegio, consejo de guerra: vista disciplinaria sumarísima por parte de los profesores. Los padres de la niña se habían quejado; y el colegio, sin escuchar a nadie más, comunicó por teléfono a los de Pedrito que su hijo quedaba suspendido durante dos semanas por agredir a una compañera. Los padres del chico no se tragaron el asunto tal cual, le preguntaron a él, hicieron llamadas telefónicas, lo interrogaron, preguntaron a los otros niños, acudieron al colegio exigiendo igualdad de trato. De ese modo lograron que se escuchase a los demás testigos y también a Pedrito, que compareció al fin para dar su versión ante los profesores, con la calma de quien tiene la conciencia tranquila. No negó en absoluto el hecho, asumió su parte de responsabilidad, confesó que fue la reacción instintiva a un golpe dado por Lucía, y con la honrada convicción de quien todavía no ha sido estropeado por la mierda de sociedad en la que vive y va a vivir, dijo: «Me pegó y le pegué sin pensarlo, es verdad. Nada más. Castigadme si lo hice mal, pero también ella lo hizo, y además me pegó primero. Así que castigadla también a ella. ¿No decís que los chicos y las chicas somos iguales?». 
 
De nada, o de poco, sirvió el argumento. Reunido el consejo escolar, dictó sentencia final: Pedrito, suspendido una semana y nota negativa en su expediente. Lucía, absuelta de todo y tan tranquila, segura en adelante de su poder y su impunidad. Pero lo más grave, cuenta el padre, fue cuando el niño conoció la sentencia. Lo que dijo referido a sus profesores y también a sus padres: «Es injusto, me habéis estado engañando con eso de las chicas». No añadió nada más, y desde entonces no ha vuelto a comentar el asunto, como si quisiera borrarlo de su cabeza. Pero he notado algo, señala el padre. Y no me gusta. Ahora, cuando estamos viendo la televisión y hay una escena de reivindicación feminista, alguien defiende los derechos de la mujer o habla de igualdad o algo parecido, no falla: cada vez, Pedrito, impasible el rostro, cambia de canal si tiene el mando automático en las manos. Y si no, se levanta y sale de la habitación con el pretexto de beber un vaso de agua, hacer pipí, sacar al perro al jardín. Al cabo de un par de minutos regresa, mira de reojo la tele y se sienta de nuevo, imperturbable, silencioso. Y a su madre y a mí, dice el padre, nos llevan los diablos. 
 
19 de septiembre de 2021

domingo, 12 de septiembre de 2021

Una historia de Europa (XI)

Una historia de Europa (XI) Por esas paradojas raras de la Historia (que a menudo tiene ganas de broma), las dos grandes confederaciones griegas del siglo V antes de Cristo, la Esparta sobria y militarizada y la Atenas culta y democrática, iban a ser aliadas en una de las guerras más decisivas de la Antigüedad. A esta guerra, o guerras, se las llamó médicas porque los enemigos eran los persas, también conocidos por medos por la región de Asia de la que provenían, que en aquel momento eran un imperio de lo más potente (algo así como los Estados Unidos de entonces). Y fue el asunto que el rey de Persia, que se llamaba Darío y codiciaba el Mediterráneo, quiso hacerse con Grecia amenazando y tal, en plan chulito. Casi todas las ciudades de allí, acojonadas, intentaron quedarse al margen u ofrecieron a Darío el ojete para evitar problemas, excepto dos: los atenienses, que iban de conciencia intelectual griega y tal, y los brutos y duros espartanos, que cuando los persas les exigieron que entregaran sus armas respondieron algo así como molón labé, que significa ven a quitárnoslas si tienes huevos. Y Darío fue, o hizo ir a su ejército. Así que espartanos y atenienses prepararon las falanges de hoplitas, se despidieron de sus mujeres e hijos como Héctor de Andrómaca y se dispusieron a vender caro el pellejo. El primer intento persa se fastidió porque un temporal hundió la flota. El segundo les fue mejor, y desembarcaron. Como los espartanos no llegaban a tiempo, los atenienses decidieron enfrentarse solos a los invasores (lo hicieron en proporción de uno contra diez, todos los hombres disponibles menos los ancianos y los niños). Y asombrosamente, vencieron. Ocurrió en una llanura llamada Maratón, a 40 kilómetros de Atenas. Y como no había teléfono, automóviles ni internet, los vencedores mandaron a un atleta llamado Filípides para que comunicase la buena noticia. Recorrió éste 40 kilómetros corriendo, gritó «Hemos vencido» al llegar y cayó muerto por el esfuerzo (aunque muchos actuales deportistas no lo sepan, cada vez que corren una maratón están recordando a ese bravo chaval). Aquella batalla fue una de las más famosas de la Historia y timbre de orgullo para los atenienses, hasta el punto de que el autor trágico Esquilo, que combatió en ella (Los griegos no son esclavos ni vasallos de nadie, afirma en Los persas), prefirió que se la mencionara en su epitafio en lugar de sus muchas obras teatrales (algo parecido al autor del Quijote, nuestro querido Cervantes, para quien su mayor orgullo fue haber sido soldado en Lepanto). Sin embargo, no hay dos sin tres. Los persas, a los que ahora gobernaba Jerjes, hijo de Darío, tenían metida Grecia entre ceja y ceja; así que el año 483 a. C. cruzaron el Helesponto con un ejército que Heródoto describe como inmenso. Esta vez Esparta acudió a su cita con la Historia y fue fiel a su fama: 300 hoplitas espartanos y otros auxiliares griegos sucumbieron sin ceder un palmo de terreno, peleando con su rey Leónidas en el paso de las Termópilas en proporción (siempre según Heródoto) de uno contra mil. Después los persas avanzaron hasta Atenas y la incendiaron mientras sus habitantes se refugiaban en las islas de Egina y Salamina. Pero a los invasores les salió el cochino mal capado, porque gracias a un fulano llamado Temístocles habían construido antes de la guerra una buena flota de barcos (llamados trirremes porque tenían tres filas de remos a cada lado). Y como los griegos eran unos marinos estupendos, en la bahía de Salamina se les apareció la Virgen, o la diosa Hera, o quien se apareciese entonces, y le dieron a Jerjes una mano de hostias náuticas que lo hizo bicarbonato. Luego, crecidos por el éxito y para rematar la faena, al año siguiente, que fue el 479 a. C., se vinieron más arriba y también le dieron las del pulpo en la batalla de Platea. Abrió eso un período de prestigio y esplendor para Grecia que florecería en lo que iba a llamarse Edad de Oro (de ella hablaremos en un próximo episodio), que durante medio siglo convertiría a Atenas, vencedora moral de la guerra, en cuna de lo que hoy llamamos cultura europea, u occidental. Así, sobre las cenizas del derrotado ejército persa quedó definida la primera gran frontera geopolítica, tal vez aún simbólica pero significativa, entre el mundo de Oriente y el de Occidente. Entre sumisión al poder absoluto y libertad individual del ser humano (asunto actual, que supongo les suena a ustedes). Y veintiséis siglos después, pese a nuestras contradicciones, crímenes, olvidos y desastres, los europeos de hoy, en lo mejor que tuvimos y aún tenemos, lo sepamos o no, somos nietos históricos de aquellos griegos que lucharon heroicamente, defendiendo su mundo y su libertad (o sea, nuestro mundo y nuestra libertad) en Maratón, las Termópilas y Salamina. [Continuará]. 
 
12 de septiembre de 2021

domingo, 5 de septiembre de 2021

Llamando al lobo como idiotas

Salieron de la casa por la ventana, con una calma increíble. Serenos, sin prisa, primero uno y luego otro, alejándose luego a paso lento, incluso cuando empezaba a oírse en la distancia la sirena de un coche de la policía. El primero llevaba una bolsa con los objetos robados y el segundo tuvo cuajo para caminar despacio ante los vecinos que lo miraban con asombro e indignación, arrojar el cuchillo a un contenedor de basura y alejarse como si estuviera dando —y en realidad es lo que hacía, dárselo— un tranquilo paseo. Impotente, en la esquina misma, la dueña de la casa, que había escapado al verlos entrar, los miraba alejarse. 
 
Si teclean en Internet verán la escena, que tuvo lugar en Valencia hace un par de semanas. Desesperación de los vecinos e impunidad de los delincuentes, lo que no es novedad. Conscientes los primeros de que, si intervenían, además de llevarse una puñalada podían meterse en un lío cuando la absurda Justicia española pidiera cuentas de cualquier daño causado a los del cuchillo, argumentando que tal vez la actuación no era necesaria, actual ni proporcionada. Y conscientes por su parte, los malos, de que si la policía les echaba el guante, por muchos antecedentes que tuvieran, el asunto acabaría con un máximo de setenta y dos horas de calabozo y la citación de un comprensivo juez para que se presentaran en un juzgado dentro de un año, o nunca, o vaya usted a buscarme para entonces, señoría. 
 
Todo eso que acabo de contarles ocurre a diario en una España —la que hemos hecho entre todos, votando a quienes legislan— donde a un ciudadano honrado le embargan la cuenta bancaria por no pagar una multa o debe seguir costeando el agua y la luz si lo dejan sin casa los okupas. Donde lo que importa a los políticos y a los jueces es a qué hora abren o cierran las terrazas. Donde no se encarcela a quien lo merece porque las prisiones, dicen, están saturadas de delincuentes nacionales y extranjeros, pero no se deporta a nadie por peligroso que sea. Donde cuando se habla de castigar las peleas clandestinas de perros ninguna autoridad sabe ni contesta. Donde a un cabronazo de diecisiete años, malo, resabiado y grande como un castillo, los medios de comunicación y las redes sociales se refieren a él como un menor, un chaval, una desvalida criatura. Donde toda injusticia tiene fundamento legal y todo absurdo encuentra su aplauso. Un país, en fin, donde, por escribir este artículo, quienes hacen de la demagogia su negocio, o sea, numerosos sinvergüenzas y también innumerables idiotas, me llamarán simpatizante de la ultraderecha. Pero miren cómo me tiembla la tecla. 
 
Tengo cierta experiencia en eso de que te jodan los malos. Dos veces entraron en mi casa a robar, con una sangre fría que deja de pasta de boniato. Y las dos veces tuve que dejar que esos hijos de puta se fueran tan panchos, convencido de que si les soltaba un taponazo iba a comerme más talego que el conde de Montecristo. Una de las veces, gracias a las cámaras, identifiqué a dos fulanos con nombre, apellidos y domicilio. Seguro de que por vía judicial nada podía hacer, llegué a considerar la oferta que me hizo un amigo para hacerles una visita privada; pero al final no tuve huevos. Imaginaba los titulares, si la cosa trascendía. El fascista de Reverte se toma la justicia por su mano. Etcétera. 
 
Hay algo de lo que no sé si somos conscientes, y si lo somos me pregunto por qué nos importa un carajo. Desde hace siglos, la convivencia social se basa en que el ciudadano confía al Estado su protección y, llegado el caso, su satisfacción o justicia. Y también la venganza, impulso tan natural en el ser humano como el amor o la supervivencia. Pero esa palabra tiene mala fama; la sustituyen otras a cuya sombra se cobija mucha golfería y mucho disparate. Y el resultado es que el ciudadano se ve indefenso ante la maldad. Ante la impunidad y arrogancia de quien vulnera las leyes o se aprovecha de ellas porque perjudican al honrado y benefician a quien delinque. Cuando tal cosa ocurre, hartos, tendemos a volvernos hacia quien promete —prometer es fácil— garantizar la seguridad, la propiedad y la vida. La Historia demuestra que eso acaba alumbrando movimientos totalitarios, redentores siniestros, peligrosos salvapatrias que recortando libertades y derechos conducen a callejones oscuros, cuando no a cementerios. Por eso temo que la irresponsabilidad de tantos políticos demagogos, jueces que no se complican la vida, oportunistas sin escrúpulos y cantamañanas con una estúpida percepción del mundo y la vida, acabe deparándonos a los españoles gobiernos de ultraderecha para varias legislaturas. Tengo casi setenta tacos de almanaque y quizá no esté aquí para verlo, pero ustedes prepárense. Lo van a pasar de miedo. 
 
5 de septiembre de 2021