domingo, 26 de enero de 1997

Gringos, lumis y camareros

Alguien se ha ofendido, creo, porque hace unas semanas sugerí que, tras negociarlo con Washington, el Gobierno podría conseguir que la VI Flota utilice Cartagena y Cádiz como burdeles, a fin de animar un poco la economía nacional. Un lector, incluso, se adhiere a mi propuesta sugiriéndome que añada a la oferta la casa de la madre que me parió. De cualquier modo -mientras considero el asunto- creo superfluo precisar que los nombres de esas ciudades, bases navales por cierto, fueron tomados al azar, y no porque sus condiciones las hagan más idóneas que, por ejemplo, Cáceres o Barcelona. Lo que pasa es que Cáceres no tiene puerto de mar, y en Barcelona los marineros gringos de origen hispano, que son cada vez más, iban a hacerse la picha un lío con la rotulación lingüísticamente normalizada, pasándose las noches preguntándoles a las lumis de las esquinas si estaban en España o no. De cualquier modo, la idea original no es mía. Asociaciones de comerciantes de algunas ciudades mediterráneas han llevado a cabo iniciativas para ofrecer facilidades y descuentos a los marinos de los buques norteamericanos si éstos hacen escala fija en sus puertos. Y por algo se empieza. Ignoro cuál es el estado actual de esas gestiones, y prefiero no saberlo. Pero el móvil resulta comprensible: es muy duro vivir del pequeño comercio y ver que mientras todo el mundo, Gobierno, ayuntamientos y ciudadanos de a pie, da las máximas facilidades a las grandes superficies, a tí no te entra nadie en la tienda. Así que, bueno. Más vale, se dicen, un fulano de Arkansas con descuento que ciento volando.

Y es que hay que cogerle el tranquillo al asunto. El cuadro general consiste en la afirmación apriorística de que Europa es un espacio compartido, cuya población y gobiernos tienen por meta el bien común y la solidaridad: inexactitud que orientó la política económica de mis primos, los de los cien años de honradez, durante trece largos años. No sé si se acuerdan de aquel ministro bajito y de Tafalla, cuya gestión -pelotazos de gente guapa aparte puede resumirse en la idea de que, como Europa era un solo espacio económico, las industrias lo mismo daba que estuvieran en Alemania que aquí. Así que, puestos manos a la obra, se desmanteló lo de aquí, y ahora, efectivamente, las industrias están en Alemania. Y allí se van a quedar para el resto de nuestra puta vida. En cuanto al concepto de liberalismo económico -que los sonrientes herederos del asunto parecen compartir con entusiasmo- resulta que en España consiste en decirle a la gente que se busque la vida como pueda. A saber: que el empresario es quien se lo guisa y se lo come, que las prestaciones a los más desfavorecidos y a la enseñanza pública van a menos, y que quienes educaron a sus hijos para ganarse el pan honrado en un puesto de trabajo decente y seguro, ya pueden irlos reciclando para que sean unos golfos buscavidas, salvo que prefieran trabajar jornadas interminables por sueldos de miseria que a veces ni llegan a cobrar, en manos de explotadores y de sinvergüenzas que se aprovechan de la mano de obra barata, y a quienes sus víctimas no se atreven a denunciar por miedo a verse en la lista negra de la oferta laboral.

Voto a Dios que lo están consiguiendo. En realidad, cuando algunos hablan de buenas perspectivas económicas se refieren a que hay pajar abierto para quienes se montan el asunto de la pasta de tú a tú con Europa o con quien sea; pero muchos de tales negocios también pueden hacerse con una secretaria y un fax, sin generar puestos de trabajo estables, suspendiendo pagos de vez en cuando, cerrando unas empresas y abriendo otras a conveniencia, peloteando letras y chalaneando de aquí para allá. Aunque lo pare un país no es próspero porque circule el dinero negro, sino porque la gente goza de perspectivas estables que aseguran su futuro, en vez de ir tirando a base de contratos basura, limosnas comunitarias y subvenciones. Y a este paso, la aventura europea va a quedarse, para buena parte de España, en un país de servicios. Y como todo el mundo sabe, servicios es un eufemismo para referirse, entre otros, a los países de putas y camareros. Los imbéciles y los irresponsables que hicieron y hacen posible todo esto son los que, a la larga, dan lugar a que la gente aplauda a las malas bestias totalitarias que, a cambio de ofrecer trabajo, secuestran la vida y la libertad.

26 de enero de 1997

domingo, 19 de enero de 1997

Parejas venecianas

Nunca antes me había fijado en la cantidad de parejas homosexuales que se ven paseando por Venecia. Los encuentras caminando por los puentes, a la orilla de los canales, cenando en los pequeños restaurantes del casco viejo. No suele tratarse de dúos espectaculares, sino todo lo contrario: gente discreta, tranquila, a menudo con aspecto educado. Mirando a los demás aprendes cantidad de cosas, y en el caso de estas parejas siempre me encanta sorprender sus gestos comedidos de confianza o afecto, el reparto convencional de roles que suele darse entre uno y otro, la ternura contenida que a menudo sientes flotar entre ellos, en su inmovilidad, en sus silencios. Pensaba en todo eso el otro día, a bordo del vaporetto que cubre el trayecto de San Marcos al Lido. Sobre la laguna soplaba un viento helado, los pasajeros íbamos encogidos de frío, y en un banco de la embarcación había una pareja, hombre y hombre, cuarentones, tranquilos. Se sentaban muy juntos, apoyado discretamente un hombro en el del compañero, en un intento por darse calor. Iban quietos y callados, mirando el agua verdegris y el cielo color ceniza. Y en un momento determinado, cuando el barco hizo un movimiento y la luz y la gama de grises del paisaje se combinaron de pronto con extraordinaria belleza, los vi cambiar una sonrisa rápida, fugaz, parecida a un beso o una caricia.

Parecían felices. Dos tipos con suerte, pensé. Aunque sea dentro de lo que cabe. Porque viéndolos allí, en aquella tarde glacial, a bordo de la embarcación que los llevaba a través de la laguna de esa ciudad cosmopolita, tolerante y sabia, imaginé cuántas horas amargas no estarían siendo vengadas en ese momento por aquella sonrisa. Largas adolescencias dando vueltas por los parques o los cines para descubrir el sexo, mientras otros jóvenes se enamoraban, escribían poemas o bailaban abrazados en las fiestas del Instituto. Noches de echarse a la calle soñando con un príncipe azul de la misma edad, para volver de madrugada hechos una mierda, llenos de asco y soledad. La imposibilidad de decirle a un hombre que tiene los ojos bonitos o una hermosa voz, porque, en vez de dar las gracias o sonreír, lo más probable es que le parta a uno la cara. Y cuando apetece salir, conocer, hablar, enamorarse o lo que sea, en vez de un café o un bar, verse condenado de por vida a los locales de ambiente, las madrugadas entre cuerpos danone empastillados, reinonas escandalosas y drag queens de vía estrecha. Salvo que alguno -muchos- lo tenga mal asumido y se autoconfine a la alternativa cutre de la sauna, la sala X, la revista de contactos y la sordidez del urinario público.

A veces pienso en lo afortunado, o lo sólido, o lo entero, que debe de ser un homosexual que consigue llegar a los cuarenta sin odiar desaforadamente a esta sociedad hipócrita, obsesionada por averiguar, juzgar y condenar con quién se mete, o no se mete, en la cama. Envidio la ecuanimidad, la sangre fría, de quien puede mantenerse sereno y seguir viviendo como si tal cosa, sin rencor, a lo suyo, en vez de echarse a la calle a volarle los huevos a la gente que por activa o por pasiva ha destrozado su vida, y sigue destrozando la de chicos de catorce o quince años que a diario, todavía hoy, siguen teniéndolo igual que él lo tuvo: las mismas angustias, los mismos chistes de maricones en la tele, el mismo desprecio alrededor, la misma soledad y la misma amargura. Envidio la lucidez y la calma de quienes, a pesar de todo, se mantienen fieles a sí mismos, sin estridencias pero también sin complejos. Seres humanos por encima de todo. Gente que en tiempos como éstos, cuando todo el mundo, partidos, comunidades, grupos sociales, reivindica sus correspondientes deudas históricas, podría argumentar, con más derecho que muchos, la deuda impagada de tantos años de adolescencia perdidos, tantos golpes y vejaciones sufridas sin haber cometido jamás delito alguno, tanta rechifla y tanta afrenta grosera infligida por gentuza que, no ya en lo intelectual, sino en lo más elemental y humano, se encuentra a un nivel abyecto, muy por debajo del suyo.

Pensaba en todo eso mientras el barquito cruzaba la laguna y la pareja se mantenía inmóvil, el uno junto al otro, hombro con hombro. Y antes de volver a lo mío y olvidarlos, me pregunté cuántos fantasmas atormentados, cuántas infelices almas errantes no habrían dado cualquier cosa, incluso la vida, por estar en su lugar. Por estar allí, en Venecia, dándose calor en aquella fría tarde de sus vidas.

19 de enero de 1997

domingo, 12 de enero de 1997

El hidalgo desnudo

Bueno, pues ya lo he visto. Y se me han caído los palos del sombrajo. El caballero de la mano en el pecho todavía tiene la mano ahí, es cierto; pero poco más. Después de la limpieza de cutis que le han hecho en el Prado, no es que parezca otro, sino que es otro. Con ese fondo gris que le han descubierto a la espalda, y con la antaño triste figura lavada, aclarada y centrifugada, no me cabe duda de que ahora se parecerá mucho más al cuadro original. Pero resulta que el cuadro original, y hasta el modelo, se ven más vulgares y de andar por casa. La mirada del observador, que antes iba, sobrecogida, de la cara realzada por la gola a la mano y a la empuñadura de la espada, deslizándose al paso por el suave relucir de la cadena y la medalla, se dispersa ahora en una visión general del asunto que destruye el antiguo efecto, luz y sombra, con aquel levísimo halo que enmarcaba de dignidad el delgado rostro del hidalgo.

El cuadro sigue siendo bello, por supuesto. Pero ya es, y será siempre, otro cuadro. Que a estas alturas resulte que fue así como lo pintó Doménico Teotocópulos, y no como lo oscurecieron la oxidación del barniz y la mano de un anónimo reformador para acercarlo más al gusto del XIX, resulta, a mi juicio, lo de menos. Hay objetos, cuadros, monumentos, que adquieren con el tiempo carácter de símbolos; y su apariencia, genuina o no, pasa a formar parte de la propia historia y esencia de la obra misma. Desde ese punto de vista, no sé hasta qué punto la voluntad personal de un restaurador tiene derecho a devolver la obra a su estado original. Es como si a Nuestra Señora de París, por ejemplo, le quitaran ahora las gárgolas de Viollet le Duc porque no estaban en el edificio medieval y fueron añadidas en 1845. Quiero decir con eso que determinadas circunstancias del tiempo y la Historia que, para bien o para mal, imprimen carácter a un edificio, estatua o cuadro, adquieren a veces tanto derecho a estar allí como la propia obra original. Además, si es cierto que a menudo la verdad nos libera de muchas falsedades, no siempre es forzosamente buena la desaparición de ciertas mentiras, cuando las verdades que vienen son más prosaicas, o más infames. A veces el hombre necesita también, junto a las dosis de realidad, dosis de esa substancia maravillosa que está hecha de la misma materia que las ideas, y los sueños. Aunque, por otra parte, si es cierto que la verdad no siempre resulta revolucionaria, ni siempre nos hace libres, con frecuencia tiene la virtud de destruir embustes que permitieron a otros manipularnos a su antojo. O disipar cortinas de humo que nos confortan o nos acomodan, y cuya desaparición obliga a afrontar la realidad, haciéndonos adultos a la fuerza.

Ambas posturas, supongo, son justificables. Y allá cómo mira cada cual los cuadros que le apetece mirar. En lo que al arriba firmante se refiere, confieso que descubrir a ese desconocido, a ese impostor que acaba de meterse a traición en el ropaje de un viejo y respetado amigo, ha sido un golpe duro. Porque hay embustes que a uno le gustaría creer; baluartes necesarios para protegerse de la mediocridad, la estupidez o la desesperación. Cuando miras hacia atrás en la Historia de España y observas esa sucesión de sombras y claroscuros, esa siniestra trayectoria que nos llevó de la nada a la miseria, tienes -o tenías- al menos el consuelo de creer que, incluso en lo oscuro, en lo trágico, en la maldad y en el error, se daba una especie de coartada espiritual, ideológica o lo que diablos fuera. Una actitud ética; o incluso, si me apuran, sólo estética. Algo que, si bien no bastaba para justificar lo injustificable, sí al menos explicaba que antaño fuésemos lo que fuimos, como preludio de la desgracia que ahora somos. Pero resulta que no. Que basta una mano de jabón Lagarto y estropajo para probar que ya hace cuatro siglos éramos tan ordinarios como ahora; y que la representación pictórica del hidalgo español por antonomasia, del alma solemne de ese cierto modo de entender España que se nos vendió como coartada de todo lo demás, era tan postiza y falsa como el resto. Al final hasta va a resultar que, en vez de uno de esos sobrios y enlutados caballeros en los que se nos hacía admirar la austera virtud de nuestros ancestros, el fulano se llamaba Manolo y era un comerciante de paños de Tarrasa, un traficante de negros gaditano, o un usurero gallego. Igual -lo estoy viendo venir- hasta era el novio del amigo Teotocopulos, vestido con el traje de los domingos.

12 de enero de 1997

domingo, 5 de enero de 1997

El muñeco y la ex ministra

Hay domingos en que le dan a uno esta página hecha, y vas y te sientas ante el teclado del ordenador con el colmillo goteante. Creo haberles dicho alguna vez antes que -desde mi siempre subjetivo y parcial punto de vista- a menudo hace más daño un tonto con buenas intenciones que un malvado perverso. Al malvado puedes comprarlo, sobornarlo, convencerlo de que daña sus propios intereses, e incluso, puestos a lo peor y en el contexto histórico o social idóneo, volarle los cuernos con posta lobera. Pero al bobo bienintencionado, al tiñalpa que se cree su propia letanía, a ese no hay manera de convencerlo de nada. Y puestos a sumar, no hay nada peor que la estupidez sumada al poder, y al fanatismo.

Toda esta introducción, o exordio, viene a cuento porque estamos en vísperas de Reyes, y hay un muñeco que se vende, o que se vendía por ahí, con el careto de un niño que tiene un ojo amoratado, un diente roto, un chichón en la frente y una tirita en la cara. Un muñeco, por cierto, feo como la madre que lo parió, pero muñeco al fin y al cabo, cuyo aspecto consideró el fabricante -desaprensivo en el sentido literal del término- que sería interesante para los niños, niñas más bien, que a fin de cuentas son los destinatarios presuntos del invento. Personalmente, el muñeco de marras me parece una gilipollez; pero también es cierto que los almacenes de juguetes y las llamadas grandes superficies y los anuncios de la tele están plagados estos días de gilipolleces de mucha más envergadura, y tampoco pasa nada. Es lo que hay, y punto. Allá los fabricantes, y los papas, y los puñeteros niños con lo que venden, lo que piden y lo que compran.

Pero hete aquí, y a eso es a lo que iba, que a la ex ministra de Asuntos Sociales y diputada socialista Cristina Alberdi tampoco le ha gustado el muñeco. No porque el engendro le parezca horroroso o de mal gusto como nos lo parece a otros, sino porque ve en él a un niño maltratado; y es "inadmisible -afirma- la comercialización de un juguete de esas características en desprecio del más elemental respeto a la protección de los menores"... Esto no es que la ex ministra lo haya dicho tomando unas cañas, o comentado con su mejor amiga, o escrito como personal impresión de la jornada en su querido diario. No. Esto se lo ha contado al Defensor del Pueblo, en un texto trufado con citas del Código Penal y la Constitución sobre lesiones a menores, violencia en el seno familiar y vulneración de derechos fundamentales, amén de un enérgico apremio para que el mencionado Defensor tome cartas en el asunto. Y comentan que, en efecto, el señor Álvarez de Miranda, a quien defender al pueblo en España le deja mucho tiempo libre, llamará al muñeco a declarar para investigar los malos tratos, por si hubiera lugar a delito o a lo que sea, ahora que la Dura Lex sed Lex, Duralex, está más desahogada tras rehabilitar al honesto Laureano Oubiña, y tiene lugar para ocuparse de otros asuntos de peso.

En fin. Me encantaría que la ex ministra, de quien ignoraba tan pasmosa habilidad para apuntarse a cualquier foto, dedicase un poco de su celo integrista a explicar por qué el muñeco de marras tiene que haber sufrido forzosamente malos tratos y no, por ejemplo, estar como un Ecce Homo después de haberse caído por las escaleras de su casa, o haberse golpeado con una puerta, o ser atropellado por un coche de Famóvil que luego se dio a la fuga. A ver por qué diablos, digo yo, incluso aunque tras arduas investigaciones, careos, procedimientos e intervención del Tribunal Tutelar de Menores se demostrara que el muñeco fue, en efecto, objeto de malos tratos, no iba a ser bueno para los niños acoger en casa a un bebé maltratado. Y de ese modo, con su infantil cariño, el calor de un hogar y una familia unida y ejemplar, curar las heridas físicas y morales del muñeco y devolverle, al pobre desgraciado, la fe en la Humanidad, etcétera. A ver por qué, del mismo modo que los atormentados cristos barrocos movían a la reflexión y a la piedad, no puede ese muñeco, por ejemplo, inducir en los niños idéntico efecto piadoso y saludable. Ya he consignado antes que el engendro me importa un bledo. Pero, puestos a ejercer la demagogia baratera, mejor me parece acoger a un huerfanito maltratado que a ese putón relamido, la tal Barbie, tan rubia, sonriente, cursi y snob, que -ella sí- supone una incitación directa, de juzgado de guardia, a la violación y el asesinato.

5 de enero de 1997