domingo, 28 de febrero de 2021

El amigo del cole

Lo vi parado junto a un semáforo, al otro lado de la calle. Pude reconocerlo en el acto pese a los 54 años transcurridos desde la última vez. Miraba a uno y otro lado esperando cruzar, sin darse cuenta de mi presencia. Me sorprendió su fragilidad; en mi recuerdo era más alto. Lo habían expulsado de nuestro colegio, los Maristas de Cartagena, un año antes que a mí. Y que no nos hubiesen echado juntos no era más que una casualidad. Tuvo menos suerte y dio motivo antes, aunque en realidad los dos habíamos dado motivos de sobra los años que compartimos aula. Era verdaderamente un tipo duro, y lo llamaré Rafael. Indisciplinado, cimarrón, poco amigo de obedecer e hincar el codo, fue el niño más independiente e irreductible que conocí en mi vida. Aguantaba las bofetadas de los profesores –eran otros tiempos– con una sonrisa que yo procuraba imitar. 
 
Tampoco yo era el Enrique de Corazón de Edmundo de Amicis. El respeto a la autoridad docente no era una de mis virtudes. Acumulaba suspensos y repetí cursos, como Rafael. Compartimos pupitre desde los nueve años bajo la férula de un hermano marista apodado el Cuellotoro, y contra él, en compañía de otro salvaje alumno conocido como Manolico el Nabo, hicimos las primeras y gloriosas armas. Los golpes y los castigos –«Usted y usted, hasta las ocho»– nos unieron como en una cárcel se unen dos presos peligrosos. Nosotros lo éramos, y no poco. 
 
Esa solidaridad de proscritos se reforzó en los cursos siguientes, ante la Ballena Alegre –se dormía fumando y se le quemaban los papeles, o se los quemábamos nosotros–, el Severiano, el Tomate, el Poteras. Éramos imaginativos e insolentes, sin respeto a los dioses ni a los hombres. Rafael más audaz y yo más creativo. Él era capaz de acercarse al Tomate, que era sordo como una tapia, decirle entre dientes «hijoputa» y obtener como respuesta: «Sí, sí, pásenlo a limpio con tinta y a pluma». Lo mío era algo más trabajado. El Poteras –ése fue mi Richelieu, mi Moriarty, el primer enemigo malvado que tuve en la vida– nos encargaba una redacción sobre la muerte de un amigo, y yo contaba con detalle, sin una sola falta de ortografía y obligándolo a ponerme como mínimo un aprobado, la atroz muerte de mi amigo el gato Poteras, al caerse de un tejado cuando estaba tonteando con una gata. 
 
Los profesores nos odiaban y ese odio era mutuo. En mi caso hubo dos excepciones: el hermano Luis, de Latín, y el hermano José Luis Vallejo, de Literatura. Pero Rafael no conocía excepciones: iba contra todos por igual. Yo lo admiraba tanto que lo secundé incluso en empresas suicidas como robarle cigarrillos al Paco Farolas, traficar con tizas ante el temible hermano Severiano, leer tebeos de Hazañas Bélicas en clase o presentarnos ante el hermano Rebollo, un abuelete al que habían encarcelado en la Guerra Civil y era un fascista de tomo y lomo, cuadrándonos en la puerta con el saludo falangista, un taconazo y el grito «Arriba España», porque así nos subía la nota. A la hora del recreo nos largábamos al puerto a ver los barcos y ya no volvíamos, nos colábamos en los cines de sesión continua o íbamos a la puerta de San Miguel y las Carmelitas a ver salir a las niñas que nos gustaban. En las peleas a la salida de clase, cuando los alumnos ajustaban cuentas en un ring improvisado con las carteras de los compañeros, peleábamos juntos contra los otros, apoyándonos espalda contra espalda. Nos profesábamos esa lealtad ciega de la que sólo los niños valientes son capaces. No sé lo que yo era para él; pero en mi caso, Rafael era un héroe. Tal vez el primer héroe de carne y hueso que conocí en mi vida. 
 
Y allí estaba Rafael, medio siglo después, al otro lado de la calle. Cambió el paso de peatones a verde y lo vi avanzar mientras yo también lo hacía. Al acercarnos uno al otro sentí una incómoda desazón. Lo vi pequeño, ajado, viejo, nada que ver con el homérico luchador que yo recordaba. Cuando llegamos al centro de la calzada me quité el sombrero y me reconoció. Nos quedamos allí parados, mirándonos. «Arturo», dijo. «Rafael», respondí. Imagino que también me vio como yo lo veía: viejo, lejano, desconocido. La gente pasaba por nuestro lado y los coches aguardaban la luz roja. Nos estrechamos la mano, titubeantes. De pronto encogió los hombros. «Te sigo», comentó. «Y yo me alegro de verte», repuse. El semáforo estaba a punto de cambiar. Sonrió muy despacio, melancólico, y no reconocí esa sonrisa. Ni siquiera sus ojos eran los mismos, y leí en ellos que tampoco los míos. «Tenemos que vernos», dijo. «Claro», asentí. Nos dimos otra vez la mano y cada cual siguió su camino. 
 
28 de febrero de 2021 
 

domingo, 21 de febrero de 2021

No hay café, gilipollas

A ver si soy capaz de explicártelo, pedazo de gilipollas. Lee bien lo que te digo por si te sirve de algo, y de paso me sirve a mí. Uno de los efectos secundarios de la infinita capacidad de estupidez del ser humano es que reduce la compasión de cualquier observador lúcido. De esa estupidez nadie es inocente; todos somos responsables y víctimas. Pero sus manifestaciones extremas encierran un daño colateral: que cuando llega la nueva desgracia pronosticada en la lotería de la vida, ésa que las despiadadas reglas naturales imponen periódicamente –geometría del caos lo llamaba Faulques, un fulano que sale en una de mis novelas–, algunos observadores lúcidos miren la cosa con menos horror que curiosidad científica. Incluso con un amargo «pero ¿qué esperabais, idiotas?». Y ojo al dato, oye. Porque lo de idiotas va por ti. 
 
La compasión, te digo. Busca la palabra en el diccionario y me ahorras texto. Me preocupa que ahora la pongamos tan difícil. Tú y yo, claro; pero –perdona que aquí pluralice menos– sobre todo tú. En otros tiempos tenías justificaciones, atenuantes; pero hace mucho que casi todos llevamos en el bolsillo un aparato donde basta pulsar una tecla para acceder a tres mil años de cultura, ciencia y memoria. Así que la excusa de la ignorancia no vale un carajo. Y esa certeza es peligrosa, porque de las pocas palabras que cuando todo se derrumba nos mantienen erguidos –dignidad, lealtad, amor, honradez y alguna otra– la compasión es básica. Si se pierde, es difícil recuperarla. Y sin ella, el ser humano se convierte un poco más en el peligroso animal que siempre fue, aunque la idiotez de nuestro siglo lo camufle con frases de Paulo Coelho. Sin compasión, estamos fritos. Nos volvemos gruñones, misántropos, egoístas, vitriólicos, francotiradores. Sin compasión me acabaré ciscando en tu puta madre, y eso no es bueno. No me quites la capacidad de compasión, por la cuenta que nos trae. Por lo menos, a mí. 
 
Esa compasión me la pusiste de nuevo en peligro hace unos días, viéndote en la tele. Eras tú, el de siempre. Salías hablando de los terremotos que han sacudido Granada porque ese día eras de allí, aunque te he reconocido en otros lugares. Y oyéndote hablar, me enganchaste de nuevo. Tu comentario era estupendo, y lo apunté para que no se me fuera: «Tienen sismógrafos para prevenir estas cosas, pero nadie nos ha avisado. Es una vergüenza». Eso fue lo que soltaste. Y no me digas que recordada en frío no es una frase cojonuda. Resume de forma admirable un montón de cosas que no detallaré porque sonarían a insulto, pero sí te digo una: estás mal acostumbrado, ciudadano. O, seamos compasivos, te acostumbraron mal. Pasó igual cuando Filomena taponó España con nieve, las carreteras se llenaron de automóviles bloqueados pese a que se había advertido de lo que venía, y saliste en el telediario a quinientos metros de Carrefour –ese día eras mujer, pero te reconocí– indignado porque tenías niños en el coche, llevabais allí doce horas «y no ha venido nadie a ver cómo estamos, y ni siquiera nos han traído un café». 
 
Podría seguir poniéndote ejemplos. Los hay a millares, pero con ésos te harás idea, a menos de que seas muy imbécil, de por qué te llamo imbécil. Primero, por tu incapacidad de asumir que el mundo es un lugar hostil donde pasan cosas malas, donde normalidad y seguridad son relativas, y donde puedes horrorizarte, pero no sorprenderte. Y en segundo lugar, porque crees que el Estado, sea el que sea y lo maneje quien lo maneje, tiene la capacidad y la obligación de llevarte ese café o avisar por teléfono de que en tu casa se van a resquebrajar las paredes dentro de media hora. Pretendes, cretino implume, que el mundo sea una oenegé dispuesta a atenderte en el acto; y en caso contrario buscas automáticamente un responsable, una autoridad, un policía, un bombero; alguien en quien descargar el resultado de tu imprevisión, o a quien atribuir responsabilidades que nada tienen que ver con la voluntad humana. Eres tan infantil que no comprendes que no todo es previsible, y que nadie es inmune al caos periódico, al zarpazo de una Naturaleza desprovista de sentimientos. Se cae el avión, pillas el bicho, se estrella el coche, y lo primero que haces es buscar a quien se zampe el marrón. Necesitas culpables, y tal vez ésos a los que acusas lo sean; pero no por los motivos que esgrimes. Llevan demasiado tiempo haciéndote vivir en un cuento de hadas que acaba cuando pasas la página o tecleas en Google las palabras Boko Haram, Afganistán o mujeres de Ciudad Juárez. Te han hecho creer que el mundo es por fin un lugar seguro y que papá Estado se ocupa de todo. Te han engañado como a un chino, suponiendo que a los chinos de ahora los engañe alguien. 
 
21 de febrero de 2021

domingo, 14 de febrero de 2021

El amor de una noche

Había sido muy guapa, y a los 82 años todavía lo era. Después he visto una foto de su juventud, con un vestido rojo que no hace sino confirmarlo. Fue realmente un trueno de mujer, de las que pisan fuerte. Nacida en la Martinica, enviada por sus padres a estudiar a Francia siendo quinceañera, entró precozmente en el mundo cultural parisién. Atractiva, audaz, lectora voraz, conoció en persona o entabló correspondencia con los nombres más importantes del momento: Anouilh, Camus, Sartre, Cocteau, el actor Jean Marais… Incluso llegó a tiempo de tratar a Colette antes de que la famosa novelista desapareciese. Adoraba a Alejandro Dumas en particular y la literatura en general, pero su libro favorito siempre fue el Quijote. Eso la llevó a vivir en Madrid, a enamorarse de España. A convertirse en la gran señora del hispanismo francés que fue toda su vida. 
 
La conocí en Tolón, sur de Francia, hace poco más de un año. Se celebraba un congreso sobre la presencia del Mediterráneo en mis novelas, y allí se habían reunido catedráticos, profesores y amigos franceses, italianos, ingleses y españoles. Marie-Stéphane Bourjac, especialista en mi trabajo, era la moderadora de unas charlas que yo agradecía pero procuraba evitar o asumía con resignación, pues a todo novelista –al menos a mí me pasa– le avergüenza escuchar a quienes, aunque sea para bien y no para mal, desguazan y analizan sus libros. Aquella noche fuimos todos a cenar a Le Gros Ventre, y ella y yo nos sentamos juntos. Era una gran conversadora, entusiasta de muchas cosas que compartíamos. Hablamos de todo en varios tonos distintos, desde Juan Valera y Felipe Trigo hasta la pesca del atún rojo en el Mediterráneo. Del mar, que ambos necesitábamos. De la vejez, de la juventud y de los amores. 
 
Para mi asombro, y seguramente el suyo, terminamos coqueteando. O algo parecido. La situación era agradable y Marie-Stéphane recobraba o recordaba, supongo, antiguos y gratos reflejos. Ecos de lo que fue y que, en aquel momento casi mágico, todavía era. Nos rozábamos las manos al conversar. Sus 82 años se desvanecían, diluidos en sus palabras y su sonrisa. Hablaba como si el tiempo no hubiera pasado en la vida de aquella jovencita que llegó a París, en la mujer que llegó a Madrid. Le brillaban los ojos, aniñándole el rostro. De pronto me hacía confidencias sobre su juventud, sobre su gato Mazarin y su nueva gata Tessa, adoptada, que si hubiera sido gato, aseguró, se habría llamado Sidi. Sobre su pasión infinita por el mar, en el que se bañaba incluso en invierno porque, decía, podía aguantar el frío tan bien como una ballena. Y también sobre un español cuyo nombre no pronunció, al que había amado durante toda su vida, pero junto al que no pudo envejecer. 
 
No me habló de su cáncer hasta que salimos del restaurante. Caminábamos por la orilla del mar, muy por detrás del grupo. El cielo estaba cuajado de estrellas, destellaba un faro a lo lejos, y la penumbra de la noche difuminaba la frontera de nuestra edad. Se cogió de mi brazo y anduvimos despacio. Estaba muy enferma, confesó. Su vida dependía, sin remedio, de una operación de las que son decisivas, a cara o cruz. A vida o muerte. El quirófano estaba previsto para esas fechas, pero había conseguido aplazarlo para participar en el congreso. Eran aquéllos unos días felices que no quería perderse, dijo. Y añadió: «Estos días son para mí como una última luz antes de entrar en la oscuridad». Fue exactamente lo que dijo: entrar en la oscuridad. En cuanto a mí, soy mejor escuchando que hablando, así que atendía en silencio. Se apretó un poco más contra mi brazo y apuntó de improviso, pensativa: «Por un tiempo fui una joven más bien disoluta». Rió un poco al decirlo, y aún más cuando apunté: «Me habría gustado mucho conocerte cuando lo eras». Seguía riendo cuando hizo un ademán hacia la noche y dijo: «Quizá en otro tiempo nos habríamos besado». Asentí a eso, convencido. «No te quepa la menor duda», repuse. Entonces se inclinó hacia mí y nos besamos en la mejilla el uno al otro. 
 
Hace una semana me contactó desde Tolón una común y querida amiga, Marie-Thérèse García, para decirme que Marie-Stéphane se veía al borde de la oscuridad final, de la última certeza. La operación no había salido bien y se hallaba en cuidados paliativos, estoica como siempre, consciente de la situación; pero me enviaba sus recuerdos. «Cuando vayas a verla –respondí– dale un beso por mí, y dile que quiero que el último beso que reciba de un hombre sea mío». Ayer, nuestra amiga me envió un correo electrónico para decirme que Marie-Stéphane había muerto. Que llegó a tiempo de darle mi encargo. Y que sonreía. 
 
14 de febrero de 2021

domingo, 7 de febrero de 2021

Una orgía en Roma

Fue una noche de comedia perfecta, aunque todo se improvisara sobre la marcha. Ocurrió en Roma a principios de los años 80. Yo estaba allí volviendo de un viaje al Líbano y mi periódico me pidió que cubriese una visita del presidente del gobierno español. Lo acompañaban varios periodistas, y esa noche fuimos seis o siete a cenar a l’Antica Pesa con Fernando Puig de la Bellacasa, alto funcionario de Presidencia y buen amigo mío. Uno de los periodistas era un joven tímido y muy católico al que llamaré Pedro, que trabajaba para una agencia de noticias del Opus Dei. Y al final de la cena, ya con cierto nivel de alcohol en el cuerpo, me levanté y, como si lo hubiésemos acordado antes, dije: «Dadme las cinco mil pesetas cada uno y vamos a lo otro». Sin saber de qué iba la cosa, pero siguiéndome la corriente –todos éramos viejos zorros y nos conocíamos de sobra– Pepe Oneto, Amalia Sampedro, Fernando Puig y los otros me dieron el dinero, o fingieron dármelo. También Pedro lo hizo sin saber para qué. Conté la pasta, pasé revista al grupo y dije: «Vale, voy a telefonear. Una puta para cada uno y un tío guapo para Amalia». 
 
Pedro se levantó como impulsado por un resorte. «¿De qué va esto?», preguntó alarmado. «Es la costumbre», respondí; y todos incluida Amalia, como una coordinada panda de cabrones, asintieron muy formales. «¿Nunca oíste hablar de las orgías romanas?», añadí. Pegó Pedro un respingo, se levantó de la mesa y se fue del restaurante sin reclamar siquiera las cinco mil pesetas, con las que pagamos las copas. Nos reímos mucho y allí acabó todo por el momento. Pero al regreso al hotel, ya muy tarde –estábamos en el Plaza de la vía del Corso–, se nos ocurrió prolongar la broma. Así que nos agrupamos en torno a un teléfono del vestíbulo mientras Fernando Puig, que hablaba un italiano excelente, telefoneaba a Pedro a su habitación haciéndose pasar por el recepcionista: «Señor, aquí hay una señorita llamada Paola que quiere subir a su habitación. ¿La autoriza?». Aterrado, Pedro dijo que no, que no la conocía, y colgó el teléfono. Diez minutos después, Fernando volvió a llamar. «Mire, señor, éste es un hotel serio. La señorita Paola insiste. Dice que usted la ha citado, que ha venido desde lejos y que quiere verlo inmediatamente». Colgó Pedro, y a la tercera llamada ya no cogió el teléfono. Todo iba a acabar ahí, pero entonces –audacem forsque venusque iuvant– un golpe de suerte vino en nuestro auxilio. Apareció Antxón Sarasqueta, otro periodista español que no había estado en la cena. Y le contamos la historia. 
 
Cinco minutos más tarde, el recién llegado llamaba a la puerta de la víctima: «Abre, que soy Antxón». Se entreabrió la puerta y asomó la nariz la angustiada víctima. «Tío, la que has liado abajo. Hay una puta montando un escándalo en recepción, y dicen que van a llamar a la policía». Pedro, blanco como el papel, tartamudeaba: «No sé nada de eso, te lo aseguro. Te juro que no conozco a esa Paola». Antxón, perfecto en su papel, repuso inspiradísimo: «¿Y cómo sabes que se llama Paola?». Y cuando el otro, al borde de la lipotimia, se agarraba a la puerta para no caerse al suelo, remató implacable: «Pues dicen en recepción que mañana van a mandar un fax a tu agencia para protestar por tu comportamiento. Que no se puede citar a una profesional de la noche y dejarla tirada en un hotel como éste». 
 
Así acabó todo. Al menos, para nosotros. Una borrachera de risas y una historia por contar, de las muchas que el lado gamberro de aquel oficio nos deparaba. Sin embargo, como luego supimos, la historia no terminó allí. Porque aterrado Pedro, tras pasar la noche en blanco, por la mañana telefoneó a su agencia –del Opus Dei, insisto– para asegurarles que con la historia de la mujer en el hotel de Roma él no había tenido nada que ver. Y como ésa fue la primera noticia que del asunto tuvieron en la agencia, telefonearon al ministerio de Exteriores para averiguar qué había pasado. Y los de Exteriores telefonearon a Fernando Puig de la Bellacasa; que, por supuesto, aseguró ignorarlo todo, liquidándolo con un mundano –era un chico guapo, elegante, con mucha clase– «Una noche equívoca puede tenerla cualquiera». En cuanto a la víctima, en adelante se negó siempre a hablar del asunto. No hubo para él ninguna consecuencia, claro. Pero todavía un par de años después, cada vez que uno de nosotros se encontraba con algún periodista de su agencia, éste nos guiñaba un ojo preguntando por la famosa aventura de Pedro con una puta en Roma. Que yo recuerde, no la desmentimos nunca. Al contrario, fue creciendo en detalles con el tiempo. Y de ese modo, Pedro, Paola y el recepcionista del hotel Plaza pasaron a la iconografía de los reporteros españoles. Así es como se forjan las leyendas. 
 
7 de febrero de 2021