domingo, 26 de julio de 2020

Los últimos testigos


Me telefonea un amigo, conversamos y dice que hace una semana murió su madre. No era, me cuenta, ni muy mayor ni demasiado joven, en esa edad en la que la vida nos sitúa ya en la franja de lo posible y lo probable. Charlamos un rato sobre eso, y al colgar el teléfono me quedo pensando en que hace sólo unos días otro querido amigo, al que conozco desde que íbamos juntos al colegio, me habló de lo mismo: también la suya acababa de morir; en este caso, felizmente centenaria. Recuerdo ahora las conversaciones y pienso en la mía, que tiene 96 años y hace tiempo se apaga como un pajarito cansado, lenta y dulcemente. Vive lejos de mí, en otra ciudad, muy bien atendida por mis hermanas. Tuvo una infancia perturbada por viajes turbulentos y por la guerra, pero después encontró el amor, la paz y la felicidad, y creo que ha tenido una vida afortunada, envidiable. Morirá pronto, supongo, de muerte natural: esa bella expresión que hemos desterrado del vocabulario, ‘muerte natural’, porque la estupidez creciente en que vivimos se empeña ahora en negar toda naturalidad a un hecho tan lógico, sencillo e inevitable como es la muerte. 
 
Fui a visitar hace poco a mi madre y comprobé que la vida es generosa con ella hasta el final. Se extingue despacio y sin dolor, y la memoria también se le adormece entre las brumas del último ensueño. No reconoció al sexagenario de barba cana que sentado a su lado le apretaba una mano. Lo miraba con atención y sonreía dulcemente al escuchar sus palabras. A veces, un nombre, un lugar, una referencia, la palabra ‘mamá’, le hacían abrir un poco más los ojos y asentir, como si un filo de mi pasado penetrase en los restos de su memoria. Es duro para un hijo que su madre no lo reconozca, y de eso hablé con mi amigo de la infancia al telefonearnos el otro día. Cuando los padres olvidan o mueren, con ellos se borra parte de nosotros; incluso situaciones, escenas, momentos que tal vez desconocemos. Un padre, y sobre todo, una madre, poseen recuerdos que sólo ellos tienen, como un álbum de imágenes que guardan en el disco duro que les borrará la muerte: nosotros en la cuna, nuestras primeras palabras, pasos, miedos y pesadillas; nuestras primeras ilusiones o decepciones. Ellos fueron testigos únicos de aspectos de nuestra vida que tal vez nunca nos contaron. Los conservan en su recuerdo, el único lugar posible; y al morir se los llevan, perdiéndose en la nada. Con su muerte empezamos a morir nosotros; a desaparecer lentamente del mundo por el que anduvimos, como una vieja foto que pierda los contornos. A ser más lo que somos y un día no seremos, y a ser menos lo que antaño fuimos. 
 
No solemos darnos cuenta. Sin embargo, a cada momento, alrededor, en nuestra propia familia, desaparecen testigos de nuestro mundo, el propio; y también de los mundos que no llegamos a conocer, pero de los que ellos fueron testigos. Medio siglo, un siglo de vida se esfuma llevándose con ellos el siglo anterior, el recuerdo de los padres y los abuelos que, a fin de cuentas, también es nuestro patrimonio y nuestra memoria. Dejarlos marchar sin extraerles la información es como vaciar un desván sin estudiar los objetos, no siempre viejos e inútiles, que en él se amontonan. Y no se trata de un gesto sentimental o romántico, sino de algo práctico; incluso necesario. Permitir que los últimos testigos se apaguen en silencio, dejarlos enmudecer para siempre sin sacarles antes todo el material posible para que sus recuerdos sobre el mundo en general, y sobre nosotros mismos en particular, se salven y permanezcan de algún modo es dejar morir también lo que nos explica, lo que nos narra. Lo que nos hizo y hasta aquí nos trajo. Y especialmente en tiempos confusos como éstos, resulta más peligroso que nunca resignarse a esa clase de orfandad. Permitir que un ser querido se vaya sin legarnos el tesoro de su memoria es ser doblemente huérfanos. Perderlo a él con una buena parte de nosotros mismos. Quedarnos más desorientados y más solos. 
 
Inténtenlo, porque vale la pena. O eso creo. Ahora que aún es posible, siéntense junto a ellos y háganlos hablar, si pueden. Tengan la inteligencia, la astucia si es preciso, de que el nieto, el adolescente, la jovencita a quienes nada parece importar, se interesen por esa memoria familiar que pronto va a desvanecerse como humo en la brisa. Porque un día, tengo certeza de eso, ellos se alegrarán de haber escuchado. De conocer de dónde vienen y quiénes los hicieron posibles. De saber que los testigos de su memoria no pasaron sin dejar huella por este lugar extraño, triste, bello, peligroso, fascinante, al que llamamos vida. 
 
26 de julio de 2020 
 

domingo, 19 de julio de 2020

Un barco no es una democracia


Estoy leyendo por incontable vez en mi vida Tifón, que estimo la novela más conradiana de cuantas escribió Joseph Conrad, mientras espero con ansiedad ese momento cumbre, la culminación del relato que llega cuando, poco antes del final y refiriéndose al personaje del capitán Mac Whirr, el autor escribe: El huracán que hace enloquecer las olas, que hace naufragar los barcos y arranca los árboles, que derriba murallas y precipita a los pájaros contra el suelo, ese huracán había encontrado en el camino a este hombre taciturno, y su mayor esfuerzo no consiguió arrancarle más que unas pocas palabras. Estoy leyendo eso y no puedo evitar que se vaya mi cabeza al mar y al novelista que me enseñó a amarlo todavía un poco más. Y pienso en los Mac Whirr que conocí en mi vida, que fueron unos cuantos. Y entre ellos, por supuesto, lo recuerdo a él. Lo mencioné de refilón en La carta esférica, pero nunca hablé de él aquí, me parece. Así que voy a hacerlo hoy. 
 
No era taciturno en absoluto, sino todo lo contrario: expansivo, jovial, arrollador. Una especie de vikingo grande, pecoso, con el pelo casi rojizo, fuerte y vital. No diré su nombre, pues era un individuo complejo y extraordinario, lo mismo cuando estaba al mando de un buque que cuando pisaba tierra. Labró la infelicidad de una esposa y una hija y acabó su vida de modo prematuro tras arrastrar un escándalo social que lo persiguió hasta el final. El cáncer le impidió terminar como una vez le oí decir que deseaba hacerlo: «Navegando por un mar gris, bajo un cielo gris, fumando una pipa gris». 
 
Era uno de los mejores amigos de mi padre. Habían navegado juntos en petroleros a Oriente Medio y al Golfo Pérsico. Mi padre era todo lo contrario: serio, silencioso, prudente. Hacían una extraña pareja cuando estaban juntos, el marino arrollador en tierra y el técnico educado, elegante y frío que jugaba al ajedrez. Sé que el carácter expansivo y bronco de ese amigo desagradaba a mi padre; pero aquel hombre había salvado de ahogarse a una de sus hijas, mi hermana Marili, un día que la arrastró el mar, y el agradecimiento y la lealtad que por eso le profesaba no tenían límites. Estaba en casa leyendo y de pronto se abría la puerta con estrépito: «Ah del barco, Cala, acabo de desembarcar, hazme una ensalada con mucho verde, que llevo un mes comiendo congelados». Y a mi padre: «Luego, Pepín, nos vamos a tomar café a Benidorm». Y mi padre cerraba el libro, resignado, y después de que mi madre hiciera la ensalada, cogía el coche y hacía ciento cincuenta kilómetros para tomar café donde hiciera falta. Eran los años 60, y en esa época le oí decir al capitán una frase que retuve toda mi vida, porque es una de las mayores verdades que escuché jamás. Algo que hoy suena mal en tierra, pero que todo marino comprende y comparte: «Un barco no es una democracia». 
 
Esa frase resumía bien muchas cosas y lo resumía a él. Era de la vieja escuela; de los que, como mi tío Antonio y otros capitanes amigos de mi padre, hicieron el aprendizaje náutico trepando a los palos de barcos de vela. Y era, sobre todo, un magnífico marino. En tierra firme podía llegar a ser insoportable, pero en el puente de un barco sabía enfrentarse, como pocos, a los diablos cuando bailan sobre las olas. Ejercía el mando de sus buques con ese concepto hoy arcaico del poder absoluto a bordo, comprensible cuando no existían los teléfonos móviles y un capitán era responsable de las vidas, el barco y la carga. E hizo cosas espléndidas: en una ocasión salvó su petrolero sin ayuda de nadie, ahorrando remolcadores a la empresa, tras un abordaje entre la niebla del canal de La Mancha. En otra, logró entrar en un puerto ruso con una impecable maniobra entre un espantoso temporal de nieve, con el hielo reventando las válvulas y la tripulación de un crucero soviético aplaudiendo en la borda al amarrar junto a ellos. 
 
Siempre imaginé al capitán Bligh de El motín de la Bounty con su voz y su aspecto. Era un marino de los pies a la cabeza, para lo bueno y lo malo: tozudo, autoritario y eficaz. Un capitán de aquella vieja escuela que los nuevos tiempos condenaban sin remedio. «A bordo –afirmaba–, un capitán es el amo después de Dios; y a veces, cuando Dios queda demasiado lejos, simplemente el amo». Pero su frase más famosa no se la dijo a mi padre, sino al tribunal de capitanes de marina que lo juzgó por arrojar del puente a cubierta, por una escala, a un tripulante que le había discutido una orden en pleno temporal, rompiéndole al pobre hombre una pierna: «Pues que no se queje, porque ha tenido suerte. Hace un siglo lo habría colgado del palo mayor». Lo absolvieron. Eran sus iguales y eran otros tiempos, como digo. Otros capitanes y otros mares. 
 
19 de julio de 2020 
 

domingo, 12 de julio de 2020

Más latín y menos imbéciles

En tiempos de Franco, un ministro llamado José Solís –natural de Cabra, en Córdoba– dijo en las Cortes: «Menos latín y más deporte; porque ¿para qué sirve hoy el latín?»; a lo que el catedrático de filosofía Adolfo Muñoz Alonso respondió: «Sirve para que a ustedes, los de Cabra, los llamen egabrenses y no otra cosa». La anécdota es muy conocida; pero está de más actualidad que nunca, con la enésima ofensiva de la gentuza que gobierna o ha gobernado, que esta vez es final y de exterminio contra la enseñanza escolar de las lenguas clásicas. Nada tiene que ver con ideologías de izquierda o derecha, pues todos los gobiernos españoles desde hace sesenta años, sin excepción, han clavado a martillazos la tapa del ataúd con el que de modo tan imbécil se entierran las claves de lo que somos y podríamos ser: la civilización europea con su cultura, sus leyes, sus derechos y su libertad de pensamiento. El código que permite interpretar el mundo en que vivimos. 
 
El último disparate mortal es el anteproyecto de la nueva ley orgánica que modificará la de Educación. Por primera vez desde 1857, desaparece cualquier referencia a las asignaturas de Latín y Griego. La materia de Cultura Clásica, que descafeína y diluye el asunto, sólo se menciona como optativa, pero acompañada de tantas otras como deseen las autoridades –importante, tratándose del multiputiferio educativo español– de las diferentes comunidades autónomas. Lo que, en la práctica, significa que verdes las van a segar. Calculen ustedes si ante el estudio del silbo gomero o la sobrasada mallorquina el Latín o el Griego van a tener alguna posibilidad; y más en esta España secular y gozosamente inculta, en la que hace casi un par de siglos aquel palurdo del artículo de Larra decía que lo dejaran de gramáticas, que le bastaba con la gramática parda. 
 
Las razones de este disparate al que nadie pone límites no es asunto mío relatarlas, y tampoco sirve de nada hacerlo. El hecho actual es que la educación escolar en España, que en conocimiento del mundo clásico y humanidades consiste en textos cada vez más infantilizados que insultan la inteligencia de alumnos y padres, lleva décadas dirigida no por profesores, sino por sociólogos y pedagogos que enseñan a los profesores a enseñar. Y hay pedagogos excelentes, pero también otros que practican un nocivo fanatismo igualitario. Lo que tiene su intríngulis paradójico si consideramos que en la antigüedad griega, de donde procede el término, el pedagogo (paidagogos) era el esclavo encargado de llevar los niños a la escuela y el maestro (megas, didáskalos, magister) quien les enseñaba. 
 
La superstición numérica en que vivimos, que incluye separar las ciencias de las humanidades y enfrentarlas entre sí, es la carcoma que roe las bases culturales de nuestra civilización. Un alumno español puede pasar su vida académica sin saber quiénes son Homero y Virgilio –y tampoco, que ésa es otra, Noé, Judith, Moisés o Jesús–; y lo que es aún más triste, sin que le importe un carajo. Puede ser un fenómeno –palabra de origen griego– en matemáticas sin saber que esa materia se llama así porque viene del griego mathema, que significa conocimiento, como del griego vienen tecnología, física, megas o gigas. Puede ser un fan (del latín fanaticus) de El Señor de los Anillos sin saber que lo del anillo que vuelve invisible y poderoso ya lo contaban Heródoto y Platón. Puede ser un portento (latín, portentus) jugando Fortnite o sabiéndose de memoria Juego de Tronos, ignorando que fue Homero quien fijó las raíces de ese fascinante mundo. 
 
Cualquier joven que se enfrente a la realidad de la vida en sus peores y en sus mejores aspectos, sobre todo cuando llegan tiempos duros, necesita un Newton y un Darwin; pero también un Virgilio, un Sófocles, un Ovidio, un Cervantes que lo protejan. Sin ellos será incapaz de interpretar en su totalidad el paisaje hostil por el que se mueve el ser humano. En ellos encontrará soluciones o, al menos, explicaciones y consuelo. Que no es poco. Si las Humanidades mueren, condenaremos a ese joven a verse más perdido, más indefenso y más solo en los combates que la vida le hará librar. Por eso es tan importante que pese a los políticos ruines y analfabetos, a los padres apáticos, a la sociedad estúpida que los abandona e ignora, los profesores (latín, professor), los maestros, no se rindan en sus particulares y actuales Termópilas. Que los que aún creen en la lucha heroica, aunque ésta sea oscura, incomprendida, sigan dispuestos a morir matando persas, aunque luego la fama se la lleven los 300 hoplitas espartanos, y ellos sólo sean los 700 tespios, los 400 tebanos o los centenares de ilotas que, habiendo podido huir aquel día, decidieron caer con Leónidas, y de los que nadie se acuerda. 
 
12 de julio de 2020

domingo, 5 de julio de 2020

La foto de Sexymbol


Hay lugares de los que nunca regresas del todo. Se quedan suspendidos en el tiempo y la memoria, y de vez en cuando cierras un momento los ojos –a veces ni siquiera hace falta cerrarlos– y te encuentras de nuevo en ellos. Hasta puedes oírlos y olerlos. Mi amigo Gervasio Sánchez, que durante mucho tiempo fue fotógrafo de guerra, es de los que nunca volvieron del todo y anda por ahí en plan pelmazo, arrastrando mochilas incómodas de las que nunca llega a librarse. A muchos nos ocurre, por otra parte. Lo que pasa es que, no satisfecho con la suya, el cabrón de Gerva se empeña en revolver también la mochila de los demás: de los que en otro tiempos fuimos compañeros en esos paisajes donde, pisando cristales rotos, caminabas hacia lugares de los que la gente se iba. 
 
El otro día, mi amigo fotógrafo volvió a jugarme la del chino. Me mandó por Twitter una imagen en la que José Luis Márquez y yo estábamos haciendo una entradilla para la tele junto a un edificio reventado a bombazos, en Vukovar, los Balcanes, septiembre de 1991. No conocía esa foto, y me removió cosas vernos ganándonos el jornal para el telediario cuando yo todavía no había escrito Territorio comanche para dedicárselo a Márquez. Le di las gracias a Gerva –ése fue mi error–, y entonces éste se vino arriba y colgó más fotos. Una fue del hotel Dunav, también de Vukovar, lleno de agujeros, que fue nuestra efímera residencia mientras la artillería serbia se dedicaba a machacarlo, y en cuyo vestíbulo, una noche de mucha candela, Gerva, que siempre fue un moñas solidario, empeñado en hacerme bajar al apestoso refugio de los urinarios donde se hacinaba la gente para escapar al bombardeo, al negarme yo y decidir él permanecer conmigo para no dejarme solo, pronunció la frase inmortal por la que lo amaré siempre: «Si me matan por tu culpa, no te lo perdonaré nunca». 
 
A nosotros no nos mataron, porque pudimos salir de Vukovar escondidos por los maizales horas antes de que el cerco se cerrara y el Stalingrado croata se fuera al carajo; pero sí mataron a todos los chicos con los que habíamos convivido en la ciudad: unos murieron combatiendo y otros fueron asesinados al caer prisioneros, incluso los heridos que estaban en el hospital, como mi amigo Grüber, al que sacaron de la cama para pegarle un tiro. Que sepamos, no quedó ni uno. En su recuerdo, Gerva siguió desempolvando más fotos de aquellos muchachos. Y entre ellas colgó una de Sexymbol. 
 
Lo habíamos bautizado así, Sexymbol, y nunca supimos su nombre real. Era posiblemente el croata más guapo de toda la guerra; una especie de Brad Pitt moreno con el pelo por los hombros. En la foto de Gerva está arrodillado, con uniforme de camuflaje, casco y el Kalashnikov sobre las rodillas. Por alguna razón me fijé en la suela de sus botas, casi nuevas porque no tuvo tiempo de gastarlas. No había vuelto a verlo desde que metí un plano suyo en mi último reportaje sobre esa guerra, pero lo reconocí al momento. No podría olvidarlo, porque aunque alto, guapo y cachas, como soldado era un desastre. Fíjense cómo sería de patoso, que una mañana en la que Márquez y yo íbamos con él de patrulla por los maizales, de pronto nos quedamos helados, inmóviles, porque el hijoputa acababa de pisar una mina. Lo hizo yendo un metro delante de nosotros, y no olvidaré nunca el artilugio: redondo de dos palmos, pintado de marrón, con tres tornillos detonadores. Por suerte era una mina antitanque, que necesitaba más presión que el peso de un hombre. Agachado cámara al hombro, Márquez, que tiene malas pulgas, se ciscó en todos sus muertos; pero Sexymbol se lo tomó a coña. Reía, muy contento. I am very lucky man, dijo. 
 
Compensó la cosa al día siguiente pisando otra. Suena a coña, pero es verdad. Iba en otra patrulla y la pisó. Era un pisador de minas claramente vocacional: nacido para pisar. Lo malo es que esta vez el artefacto era antipersonal, de ésos saltarines que esparcen metralla, y lo dejó hecho filetes. Por suerte, Márquez y yo no íbamos con él. Lo sentimos mucho cuando nos lo contaron, porque era un buen tipo y, como dije, tenía una pinta estupenda. Sin aquella guerra, quizás habría llenado Croacia de guapos y guapas croatitas. 
 
Se lo comento a Márquez, al que llamo por teléfono, y me dice que sí, que vio la foto y lo ha reconocido. Pues fíjate, le digo. Si Sexymbol hubiera sobrevivido, tendría ahora sesenta años, y canas en ese pelazo. Entonces Márquez se queda un rato callado, y luego, con su voz de carraca vieja, responde: «Pues eso se ahorró el chaval. Estaría tan viejo y tan jodido como nosotros». 
 
5 de julio de 2020