lunes, 28 de junio de 2004

Manguras tiene nombre de tango

Hay algo que no comprendo bien, pero tal vez me falta información. En lo que va de año, nuestros vecinos franceses le han metido mano a un montón de barcos que pasaban frente a sus costas soltando mierda. No hablo de vertidos en puertos ni derrames a lo bestia, sino de esos barcos que limpian tanques, sentinas y cosas así mientras navegan. Según las estadísticas, la suma anual de esos vertidos en alta mar equivale, a veces, a una marea negra. Con ese motivo los gabachos llevan empapelada una docena larga de barcos, tras sorprenderlos con reconocimientos aéreos o satélites, contaminando mar adentro. Y no sólo los que ensucian a veinte o treinta millas de la costa. Al mercante maltés Nova Hollandia lo trincaron de marrón setenta millas al oeste de la punta de Raz; y al chipriota Pantokratoras, cuando pasaba frente al Finisterre bretón, dos meses después de que lo pillaran vaciando algo ciento veinticinco millas al sudoeste de Penmarch. Quiero decir con esto que, aunque un pelín fantasmas, ya saben, la Frans y todo eso, nuestros vecinos de arriba se toman las cosas marinas en serio. Allí, quien la hace, la paga. 

En España, una de dos: o el único barco que contaminó fue el Prestige, o a esa cuenta le están cargando, por comodidad y para no complicarse la vida, cuanto desaguisado marítimo vino después. Porque ya me contarán. Desde entonces no hay apenas nombres, ni responsables. Alguna cosilla suelta, un vertido por aquí, un chorrito por allá. Poca cosa. Como ese infeliz barco cargado de borregos que lleva un año pudriéndose en un puerto gallego. Porque eso sí: aquí sobre el papel todo es rigurosísimo, claro, y cuando al fin cae alguien, para que no se diga, se la endiñan hasta las amígdalas. Pregúntenselo al capitán Apóstolos Manguras, que se ha comido las suyas y las del ministro, el desgraciado, y ya sólo les falta fusilarlo. O tal vez lo que ocurre es que trincan muchos barcos delincuentes, pero en secreto. Puede ser, aunque me temo lo más probable: que aquí no se detecte, ni se sancione, ni se trinque a casi nadie. Misterios de la alta mar española y salada. Sobre todo teniendo en cuenta que, lo mismo que los franchutes, España tiene información por satélite, supongo, aviones de vigilancia marítima y una Armada, o sea, una Marina de guerra entre cuyas competencias deberían contarse tales cosas. Y disculpen si uso la palabra guerra, socialmente incorrecta; pero no se me ocurre otra, la verdad, para una Marina que lleva cañones, por muy humanitarias y oenegés que se hayan vuelto nuestras fuerzas de tierra, mar y aire. Tengo entendido que el ministro Bono estudia seriamente la posibilidad de llamarla Marinos sin Fronteras. 

Pero les hablaba de contaminación y de que, periódicamente, a las costas españolas llegan nuevos vertidos. Hace sólo un mes, por ejemplo, medio millar de aves alquitranadas desbordó los centros de salvamento de fauna en Galicia. ¿Los culpables? Misteriño. Hasta hubo quien recurrió de nuevo a las anchas espaldas del Prestige. Resumiendo: siguen los vertidos ilegales, pero nadie se mata por identificar al culpable. Yo mismo, hace poco, un amanecer y navegando a treinta millas de la costa, avisé por radio, canal 16, de que cruzaba la estela de petróleo, larga de una milla, que dejaba un mercante al que identifiqué con su nombre, puerto y bandera. Ni puto caso. No hubo costera, institución u organismo que dijera esta boca es mía. Silencio radio administrativo. Nadie se dio por enterado. Y no se trata sólo de falta de medios, que también. En ningún país de Europa se da, como en éste, tanta multiplicación y fragmentación de organismos, responsabilidades, intereses y competencias autonómicas y de las otras: aquí cada perro se lame su cipote, y nadie coordina nada. Ni para pagar la gasolina de un avión de vigilancia se ponen de acuerdo. No aprendemos nada de los desastres: legislación y papeleo aparte, quinientos y pico días después del Prestige todo sigue igual. O casi. Que recen los gallegos para que no amanezca allí otro petrolero en apuros, pidiendo un puerto de refugio. Cuando algo se descuajeringa, nunca hay un responsable. Todo cristo se pone a silbar y a mirar hacia otro lado jurando que él no ha sido, que no lo dejan hacer las cosas, que sólo pasaba por allí, que lo obligaron. Y así, ministros de Fomento como Álvarez Chapapote Cascos pueden jubilarse limpios de polvo y paja, sin que nadie les parta la cara. Quiero decir políticamente, por supuesto. La cara. 

28 de junio de 2004 

lunes, 21 de junio de 2004

En Londres están temblando

Huy, qué miedo. Una enérgica protesta, nada menos. Temblando tienen que estar en Londres. Resulta que el Gobierno español ha protestado con extrema energía ante el británico, después de que dos militronchos de la Royal Navy, adscritos a los servicios secretos de Su Graciosa Majestad, fueran descubiertos en la Costa del Sol al volante de una furgoneta con matrícula de Gibraltar cargada con material militar. Sin pedirle permiso a nadie, claro. Por la cara, como suelen. Por lo visto, lo que mosqueó a los picoletos, o a los maderos, o a quienes los trincaron, fue que conducían sobrios. Y ya se sabe: dos ingleses sobrios en Málaga llaman mucho la atención. El caso es que a los guiris los colocaron creyendo que se trataba de narcotraficantes; pero al darles el estáis servidos dijeron: no, oiga, somos agentes de la Queen y de su vástago el Orejas, ya saben, Cero Cero Siete al aparato. Esto es material secreto y lo llevamos a nuestra colonia colonial. Somos unos mandados, y las explicaciones las da el maestro armero. Así que las autoridades españolas se pusieron en contacto con el maestro armero, y éste dijo lo de siempre: sorry my friend, very lamentable mistake, error, malentendido, cosas de la vida y del tráfico por carretera, etcétera. No ocurrirá never more, santo Tomás Moore. 

Pero no vayan a creer que las autoridades españolas, que en asuntos de soberanía nacional son siempre enérgicas y tenaces cual perros doberman, se dieron por satisfechas. No. Vía Ministerio de Exteriores, el Gobierno exigió a las autoridades británicas una explicación exhaustiva de lo ocurrido. Lo hizo, insisto, con tanta energía y firmeza, que estoy seguro de que a la hora de publicarse esta página –la tecleo con tres semanas de antelación– el Gobierno británico, acojonado, habrá aclarado el asunto con luz y taquígrafos. Faltaría más. Ni Blair –el amigo íntimo de Bush y del extinto José María Aznar, el Eje del Bien– ni sus ministros de la Pérfida Albión desean verse expuestos a las espantosas represalias que la audaz diplomacia española puede poner en marcha si no media satisfacción conveniente. Tiemble después de haber reído, míster. A ver si se creen esos fanfarrones arrogantes que porque, hace dos años y mandando el Pepé, el desembarco en pleno día de treinta comandos de marina británicos en una playa de La Línea no tuviera consecuencia ninguna –fue un error, dijeron también entonces, imperturbables–, nuestra Costa del Sol va a convertirse en el chichi de la Bernarda. 

Uno, que tiene sus fuentes, ya ha recibido el soplo sobre la panoplia de represalias que el Gobierno español se dispone a aplicar si no se aclaran las cosas. Tampoco se trata, ojo, de que la sangre llegue al Estrecho. La chulería y el desprecio continuos de Londres, los barcos de la OTAN escoltados por naves británicas bandera al viento cuando cruzan la bahía de Algeciras, el contubernio portuario, el pasarse por el forro de los huevos las aguas territoriales españolas, el blanqueo de dinero, los treinta mil gibraltareños y su chollo vitalicio, beneficiándose al mismo tiempo de España, Gran Bretaña, la Unión Europea y el campo de Gibraltar, no van a secuestrar las grandes líneas de nuestra serena política exterior. Y menos ahora, cuando al fin volvemos a Europa, dicen, y tenemos a ésta –nada más hay que verla– comiéndonos alpiste en la mano. O sea, que no hay que esperar gestos espectaculares, sino talante adobado de firmeza: mano de hierro en guante de terciopelo. Por eso las represalias que prepara el Gobierno español serán sutiles de forma, pero contundentes en cuanto al fondo. No les quepa duda. A mí, por lo menos, no me cabe. Entre ellas se contempla subir el precio de la litrona de cerveza, prohibir a los turistas ingleses rapados, tatuados y sin camiseta vomitar más de ocho veces seguidas en la vía pública, y hacer que al fin, con todo el peso de su autoridad, la Guardia Civil empiece a amonestar severamente con el dedo, o a mover la cabeza con aire reprobador, cada vez que vea pasar a esos hijoputas que viajan por España con el volante al otro lado y menos papeles que Farruquito, y que cuando se toman la decimosexta sangría ya no se acuerdan de circular por la derecha. Se van a enterar. No saben los ingleses con quién se juegan los cuartos. Hay Bambis que se revuelven en un palmo de terreno, oigan. Y se vuelven tigres. 

21 de junio de 2004 

martes, 15 de junio de 2004

Jóvenes lobos negros

Detengo el coche en un semáforo de la Castellana de Madrid, y miro a uno y otro lado los enormes bloques de cemento, acero y cristal con rótulos de bancos, financieras y cosas así, sintiéndome como el conductor del carromato de las películas de John Ford, ya saben, cuando la caravana cruza el desfiladero mientras suenan tambores comanches y los pioneros se tocan con aprensión la cabellera. Estoy parado en el semáforo, como les cuento, pero hay un buen pedazo de sol que se mete entre las torres altísimas e ilumina la calle, enmarcando en un rectángulo de luz a dos niños que caminan con sus mochilas a la espalda camino del cole, a una viejecita que cruza despacio, a un señor de pelo gris que lee el Marca y a una señora madura, guapa, que cruza con el paso firme y el poderío de quien tuvo, y retuvo. 

Mientras espero con las manos en el volante, pienso que no está mal del todo. Me refiero a esto. Siguen mandando los de siempre, claro. Los que no dejaron de hacerlo nunca. Pero la vida continúa, los chicos se besan en los parques, a los obispos nadie les hace ni puto caso, gracias a Dios, y a lo mejor ese mensaka con cara de peruano que se para al lado con la moto, o la mujer de aire eslavo y ojos claros que espera el autobús, traen en su sangre y en su ambición y en su voluntad la solución biológica que cambiará al fin esta España vieja, egoísta, insolidaria, enferma, cantamañanas e ignorante. A ver si hay suerte, me digo, y el indio y la ucraniana y el moro y el negro de color preñan a nuestras hijas y son preñados por nuestros hijos, rediós, y mandan a tomar por saco todo el tinglado de la antigua farsa y a los innumerables mangantes, demagogos y sinvergüenzas que viven de él, de trapichear con nuestra estupidez y nuestra vileza de casposo campanario de pueblo. A ver si los bárbaros cruzan en masa el Danubio otra vez y nos dan candela. La Historia demuestra que, a veces, de los incendios y el degüello nacen Venecias. 

Estoy pensando en eso, más o menos, y hasta se me pone en la cara una sonrisilla, supongo. Como si el rectángulo de sol se hiciera más amplio y me iluminara también a mí. Entonces miro a la derecha y los veo salir del edificio de oficinas financieras. Son cinco hombres jóvenes que parecen troquelados en una máquina de fabricar ejecutivos: los mismos trajes oscuros, la misma clase de corbatas, la misma forma de peinarse, de caminar, de mirar, de imitarse unos a otros. Cantan de lejos, al primer vistazo. Teléfono móvil, ordenador portátil, inglés fluido, master aquí y allá, dinero en cualquiera de sus infinitas manifestaciones virtuales de ahora: plástico, impulsos electrónicos, fibra óptica. Son killers en versión postmoderna, asesinos cualificados desprovistos de piedad y de sentimientos. Fríos como peces, tiburones de moqueta dispuestos a vender su alma por ser durante cinco minutos Michael Douglas en Wall Street. Parecen, me digo al verlos pasar, una manada de lobos jóvenes y crueles: asépticos, seguros, guapos o intentando serlo, dispuestos a devorarse entre ellos sin remordimiento, miembros de una religión implacable cuyo cielo es medio punto más en la bolsa, cuyo purgatorio es el índice de cada día, cuyo único infierno es el fracaso. Se creen una casta privilegiada. Una élite. Pero en realidad, contemplados uno a uno, no son nada: sólo la prescindible infantería de un ejército siniestro. Basta fijarse en sus zapatos. Tarde o temprano la mayor parte de ellos caerá, será devorada por su propio Saturno ajeno a la compasión, y al minuto siguiente estarán otra vez ahí, idénticos a sí mismos, goteándoles el colmillo, dispuestos a ejercer la depredación para la que son entrenados. Por eso, al verlos cruzar ante mi coche ajenos a todo lo que no sea el próximo zumbido del teléfono móvil o la próxima cotización, mirando el mundo con el desprecio y la avidez de su ambición –el bono de rendimiento, el sueldazo, el coche de quince kilos, el chalet maravilloso, la mujer despampanante, las vacaciones caribeñas de cinco estrellas– siento que una nube oscura oculta el rectángulo de sol y que el día se vuelve gris. Y pienso que el mensaka peruano y la polaca de la parada del autobús y yo mismo, por mucho cóctel biológico y mucha imaginación que nosotros o nuestros nietos le echemos al asunto, nunca tendremos la menor posibilidad –nunca la tuvimos, y ahora menos que nunca– en manos de estos inmortales e implacables hijos de puta. 

14 de junio de 2004 

lunes, 7 de junio de 2004

Viento en las velas

Hace unos días palmó Alejandro Paternain. La mayor parte de ustedes no sabrá quién carajo era ese tío; pero algunos, entre los que me cuento, le deben –le debemos– maravillosas páginas con olor a mar y a pólvora, noches de guardia bajo las estrellas, rumor de velas henchidas por la brisa allí donde de verdad empieza la única libertad del hombre: a cincuenta o cien millas de la costa más cercana. Como habrán adivinado, Alejandro Paternain era escritor. Novelista, para ser exactos. Lo conocí hace años, y sé que le habría ofendido en extremo que lo confundiesen con alguno de esos soplapollas vivos o muertos –él, uruguayo, habría pronunciado soplapochas, pero no lo hacía porque era hombre correctísimo– que llenan páginas masturbándose con fascinantes reflexiones sobre su propia caspa. Alejandro Paternain no era de ésos, sino de los otros: Stevenson, Conrad, Melville, O’Brian. Ya saben. Los hermanos de la costa. Contaba historias de aventuras, casi siempre con el mar como fondo, con deliberada y sobria eficacia. Yo le llamaba respetuosamente profesor, y él sonreía al oírlo, con benevolencia cortés. Era alto, anciano, apuesto, tan elegante como su nombre y apellido. Setenta y un tacos de almanaque. Un auténtico cabachero. 

Lo conocí de forma singular. Un día entré en una librería de Montevideo –estaba siguiendo la huella de los marinos del Graf Spee– y encontré una novela llamada La cacería. Me gustó el título, me gustaron las páginas que leí por encima, me llevé el libro al hotel y me lo fumigué completo en tres horas. Entusiasmado. A la mañana siguiente cogí el teléfono, hice unas pesquisas editoriales y llamé a Alejandro Paternain a su casa. Oiga usted, dije. No tengo el gusto de conocerlo, pero olé sus huevos. Ya no se escriben novelas como ésa, y me habría encantado firmarla yo. Me dio las gracias, charlamos un rato, quedamos en vernos alguna vez. Cuando volví a Uruguay ya había leído otras dos historias suyas, y lo llamé. Me reafirmo en lo dicho, sostuve. Maestro. Nos vimos, claro. No me esperaba a ese profesor de Literatura jubilado, leidísimo, modesto, buen tipo. Hablamos mucho de barcos, de naufragios, de libros, de viajes. Nos hicimos amigos. Tiempo después, cuando La cacería se editó en España, Paternain vino a Madrid para presentar el libro, feliz por verse publicado, a sus años y sus canas, en la madre patria. Volvimos a vernos y a intercambiar nombres de libros y de barcos, vientos, latitudes y longitudes como dos chicos que cambiasen cromos. Él no era de ninguna mafia literaria, ni tenía editores de ésos que sólo publican obras maestras imprescindibles para la cultura occidental, ni escribía novelas sobre la imposibilidad de escribir una novela. Así que en la mayor parte de los suplementos literarios españoles importantes, los mismos tontosdelculo que por aquella época jaleaban con entusiasmo cualquier obviedad publicada por cagatintas indocumentados y mediocres, pasaron por completo de La cacería, ninguneando clamorosamente al libro y al autor. Ni una maldita línea. O casi nada. Aun así, circulando la consigna de lector en lector, la novela se vendió muy bien. Y lo que es más importante: se convirtió en libro cómplice para iniciados, en signo de reconocimiento de los lectores especializados en el mar y la aventura. 

Ahora Alejandro Paternain largó amarras. Desde la muerte de su esposa ya no era el mismo, cuentan. Trabajaba poco. Había perdido las ganas de casi todo. Me dieron la noticia cuando –cosas de la muerte y de la vida– yo estaba cerca de Montevideo, en la otra orilla del Río de la Plata, en Buenos Aires. Al enterarme le dediqué mentalmente un brindis: una pinta de ron. A tu salud, profesor. A tu memoria y a la de los hermosos libros que escribiste. Luego me propuse teclear estas líneas en cuanto regresara a España, donde apenas se ha publicado alguna mezquina reseña sobre su muerte. Para hacer justicia al novelista uruguayo que fue uno de los últimos clásicos vivos del mar, la historia y la aventura. Para agradecerle una vez más las páginas vividas con todo el trapo arriba, el viento silbando en la jarcia, y en la boca el sabor de la sal y el aroma del peligro. Por Alejandro Paternain dobla hoy aquí a muerto la campana de la inmortal goleta Intrépida, mientras él descansa junto a todos los corsarios y todos los piratas que surcaron los mares en busca de gloria o de fortuna. En la tumba donde yacen ellos y sus sueños. 

7 de junio de 2004