Mostrando entradas con la etiqueta 1999-44 Business class y otras sevicias. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta 1999-44 Business class y otras sevicias. Mostrar todas las entradas

lunes, 1 de noviembre de 1999

Business class y otras sevicias


Qué cosas. Te pasas la vida evitando cuidadosamente volar en Iberia, por aquello de no caer en la emboscada. Antes de viajar bajo el dudoso amparo de esa compañía de pabellón nacional, te aseguras de que no hay autovías para ir en automóvil, ni trenes que solventen la papeleta, ni tampoco vuelos de otras compañías, la Thai, o la Air Camerun, o la que sea. Cualquier cosa, le ruegas a la encargada de la agencia de viajes. Búsqueme cualquier cosa menos Iberia. Se lo ruego por su madre. Y así te vas escapando, más o menos, mientras la tarjeta Iberia Plus, que te sacaste un día de locura temporal transitoria, cría óxido en la banda magnética. Pero al final te pillan. Tarde o temprano te sale un viaje inevitable, y zaca. Palmas.

Iberia no es una compañía, es una vergüenza. El otro día, de nuevo, caí en sus manos y todavía me tiemblan las carnes. Volaba —mis editores me cuidan, y yo tampoco soy gilipollas— en clase preferente, que como ustedes saben es más cara que la turista, y a cambio ofrece algunas mejoras en el servicio, más espacio en los asientos, etc. Pero eso era antes. Ahora, en vuelos nacionales viaja más gente en esa clase que en turista. Para empezar había más pasajeros que plazas asignadas, y la cabina era un esparrame de equipajes que no cabían, de gente que protestaba, de azafatas desbordadas, ante la pasiva guasa de un piloto, o comandante, o general de brigada, o como se llamen esos fulanos de las gafas de sol y el Rolex y la gomina y los trescientos kilos al mes y la huelga de celo de Semana Santa y de Navidad, que estaba apoyado en la puerta y pasando por completo del asunto. Yo llevaba una bolsa de mano de dimensiones reglamentarias para cabina y una maleta facturada; pero como faltaba sitio, una azafata me pidió que también metiera la bolsa en la bodega. Lejos de irse a hacer puñetas como sugerí cortésmente, optó por dejarme en paz, obligando a una anciana osteoporósica a incrustarse entre dos pasajeros. Clac, hacía la pobre señora. Y cuando después corrió la cortina separándonos de la clase turista, yo pensé: ahí va. Si esto es lo que nos hacen a los de preferente, no quiero ni pensar lo que van a hacerles a ésos de atrás. Cómo será la cosa que hasta corren la cortina para que no haya testigos.

Total. Que cierran las puertas para que no se escape nadie, y mientras una azafata pretende sobornarnos con una copa de champaña catalán, otra se pone a hacer publicidad por la megafonía. Publicidad por todo el morro. Nada de el chaleco se pone así y la puerta está allí y el comandante Ortiz de la Minglanilla-Salcedo les da la bienvenida, sino publicidad pura y dura. Algo así como Iberia les recomienda la tarjeta Bobo Word o algo por el estilo, que es una tarjeta cojonuda y con ella los vamos a tratar como se merecen. A todo esto, emparedado entre dos pasajeros en asientos idénticos a los de clase turista; intento abrir el periódico, y como no hay sitio le vuelco a uno de mis vecinos el champaña catalán en los pantalones. El hombre se hace cargo de la situación y se abstiene de pegarme una hostia. Secamos la cosa como podemos -la azafata sigue hablándonos de la Bobo Word y de su puta madre-, y acto seguido, ya sobre las nubes, el piloto nos suministra el apasionante dato de que estamos volando sobre la vertical de Palencia -imagínense: todos luchamos a brazo partido en las ventanillas para asomarnos y ver Palencia- y luego nos pregunta si tenemos ya la tarjeta Bobo Word. A mí las apreturas de ir comprimido en el asiento me han dado un calambre en la pierna derecha, así que me pongo a golpear el pie en el suelo para que se me pase, pensando que más que la Bobo Word lo que debía ofrecer Iberia es la tarjeta de Sanitas. Mi vecino de los pantalones manchados, que es guiri, debe de estar pensando que lo del zapateado es una forma de protesta típica, porque me acompaña con palmas y mucho arte.

Aterrizamos -hora y media de retraso- muertos de hambre y sin que nos sirvan ni un canapé. Sólo una de esas chocolatinas que fabrica Ruiz Mateos. Salgo del avión preguntándome quiénes somos, de dónde venimos, a dónde carajo vamos, y por qué hace año y medio que nunca desembarco por uno de esos fingers, o túneles retráctiles casualmente construidos por Thyssen, y siempre me toca subirme al autobús. Al fin, tras aguardar cuarenta y cinco minutos de reloj en la cinta de equipajes, mi maleta sale, por supuesto, cuando ya la daba por perdida.

Sale con la última remesa, y todas llevan la etiqueta Business class, Priority.

31 de octubre de 1999