Dentro del plan general de protección civil, el ayuntamiento de Madrid recomienda tener preparada una mochila de supervivencia a la que recurrir en caso de catástrofe: una especie de equipo familiar con medicamentos, documentación, teléfono, radio, agua, botiquín y demás elementos que permitan tomar las de Villadiego. Y la idea parece razonable. Por lo general nos acordamos de Santa Bárbara sólo cuando truena; y entonces, con las prisas y la improvisación, salimos en los telediarios de cuerpo presente y con cara de panoli, como si el último pensamiento hubiera sido: «A mí no puede ocurrirme esto». Y la verdad es que nunca se sabe. Yo, por lo menos, no lo sé. La prueba es que a los cincuenta y siete tacos sigo yendo por la vida -aunque a veces sea con Javier Marías y de corbata, expuesto a la justa cólera antifascista- con el antiguo reflejo automático de mi mochililla colgada al hombro, y en ella lo imprescindible para instalarme en cualquier sitio: una caja de Actrón, cargador del móvil, libros, gafas para leer, kleenex, jabón líquido, una navajilla multiuso, lápices, una libreta de apuntes pequeña y cosas así.
Al hilo de esto, se me ocurre que tampoco estaría mal disponer de una mochila para evacuación rápida nacional, siendo español. Algo con lo que poder abrirse de aquí a toda leche, como el Correcaminos. Mic, mic. Zuaaaaas. A fin de cuentas, si de sobrevivir a emergencias se trata, los españoles vivimos en emergencia continua desde los tiempos de Indíbil y Mandonio. La mejor prueba de lo que digo es que algunos de los lectores potenciales de esta página no tienen ni puta idea de quiénes fueron Indíbil y Mandonio. Y no me vengan con que soy un cenizo y un cabrón, y que lo de la mochila es paranoia. Hagan memoria, queridos amigos del planeta azul. La historia de España está llena de momentos en que el personal tuvo que poner pies en polvorosa sin tiempo de hacer las maletas. Con lo puesto. Eso, los que tuvieron la suerte de poder salir, y no se vieron churrasqueados en autos de fe, picando piedra en algún Valle de los Caídos o abonando amapolas junto a la tapia del cementerio.
De manera que, inspirado por la iniciativa de Ruiz-Gallardón, convencido como estoy de que un pesimista sólo es un optimista razonablemente informado, he decidido aviarme un equipo de supervivencia español marca Acme, que valga tanto para salir de naja en línea recta hacia la frontera más próxima como para quedarme y soportar estoicamente lo que venga. Que viene suave. Para eso necesito una mochila grande, porque a mi edad hay ciertas necesidades. Pero más vale mochila grande que discurso de ministro, como dijo -si es que lo dijo, cosa que ignoro en absoluto- Francisco de Quevedo.
Cada cual, supongo, sobrevive como puede. Mi equipo de emergencia -Ad utrumque paratus, decía mi profesor don Antonio Gil- incluye un ejemplar del Quijote, que para cualquier español medianamente lúcido es consuelo analgésico imprescindible. También hay unas pastillas antináusea que impiden echar la pota cuando te cruzas en la calle con un político o un megalíder sindical, y una pomada antialérgica -buenísima, dice mi farmacéutica- para uso tópico en miembros y miembras cuando las estupideces de feminazis analfabetas producen picores y sarpullidos. También tengo un inhibidor de frecuencias japonés, cojonudo, que impide sintonizar cualquier clase de tertulia política radiofónica o televisiva, un cedé de Joaquín Sabina y media docena de chistes contados por Chiquito de la Calzada, una foto de Ava Gardner, otra de Kim Novak, los deuvedés de Río Bravo, Los duelistas, Perdición y El hombre tranquilo, la colección completa de Tintín, una resma de folios Galgo -o podenco, me da igual- y una máquina de escribir Olivetti de las de toda la vida, que siga funcionando cuando algún gángster amigo de Putin compre Endesa, o toda la red eléctrica, tan antinucleares nosotros, se vaya a tomar por saco. Por si la supervivencia incluye poner tierra de por medio, también tengo una lista de librerías de Lisboa, Roma, París, Londres, Florencia y Nueva York, el número de teléfono de Mónica Bellucci, un jamón ibérico de pata negra y una bota Las Tres Zetas llena hasta el pitorro, una bufanda para poder sentarme en las mesas de afuera de los cafés de París, los documentos de Waterloo de mi tatarabuelo bonapartista, su medalla de Santa Helena y las que me han dado a mí los gabachos, a ver si juntándolo todo consigo convencer a Sarkozy y me nacionalizo francés. De paso, con el pasaporte y la American Express, meteré en la mochila una escopeta de cañones recortados, un listín de direcciones de fulanos con coche oficial y una caja de tarjetas de visita hechas con posta lobera. Sería indecoroso irme tan lejos sin dar las gracias. Compréndanlo. Por los servicios prestados.
30 de noviembre de 2008