Las cosas que tiene la vida. Estoy en París de la Frans de entrevistas y cosas así por mi última novela traducida al gabacho, y sentado muy serio en el hotel respondo a las preguntas de éste o aquel periodista sobre esto y lo otro, ya saben, el impulso creativo y todo eso que te pregunta la gente para poner de manifiesto que no se ha leído el libro ni falta que le hace; y encima te miran raro cuando dices oiga, yo escribo porque contando historias me lo paso de puta madre. Para angustias creativas y recherches de I'inspiration perdú vaya y pregúntele a Vicente Molina Patedefuá o a uno de ésos que viven de los suplementos literarios y del cuento sobre la obra maestra que en realidad, criaturitas, no escriben porque no quieren. Yo sólo le doy a la tecla: sujeto, verbo, predicado, planteamiento. Nudo y desenlace. Una vulgaridad. Un simple Tusitala de infantería, sin columna en las páginas de cultura de El País. El caso es que en esas te pasas el día. Larga que te larga. Y luego llega una fotógrafa que es clavada a Elizabeth Sue pero en franchute, y a ti se te cae el café en el pantalón mirando adivinen qué. Y sales en las fotos con cara de gilipollas. Que esa es otra. Pero lo peor de todo es que te ha pasado el día mirando el reloj en busca de un rato libre, de un hueco para saltar a un taxi y escaparte a la plaza del Trocadero, casi encima de la torre Eiffel. Porque allí, en el museo de la Marina, está la exposición temporal Mille sabords! -mil portas de cañón, o mejor mil rayos, en traducción libre-, subtitulada Tintin, Haddock y los barcos. Y eso, con novela o sin novela mía de por medio, no estoy dispuesto a perdérmelo por nada del mundo.
Algunos de ustedes comprenden lo que quiero decir. Quienes, como el arriba firmante, jugaron al ajedrez con el general Alcázar, resolvieron el enigma de los tres Unicornios -«Tres hermanos juntos navegando al sol del mediodía...»- o se enfrentaron con el submarino pirata del capitán Kurt al timón del Ramona en aguas del mar Rojo mientras Haddock rompía a martillazos al telégrafo de órdenes, sabrán a qué me refiero. Compartirán lo que sentí cuando, al fin, liberado por un rato de compromisos editoriales, crucé la puerta del museo entre una nube de escolares pequeñajos y ruidosos que caminaban de dos en dos, cogidos de la mano. Y al fondo, en las últimas salas del museo gabacho -bastante menos dotado, por cierto, que el magnífico museo naval de Madrid-, caminé despacio, como quien recorre una catedral, por las escenas expuestas, por lugares que eran tan familiares a mi memoria que los habría reconocido sin necesidad de rótulos ni láminas explicativas. Allí estaba la historia de una amistad legendaria: el vínculo establecido entre un joven reportero de mechón rubio y un borrachín capitán de la marina mercante, que habría de llevarlos a través de los mares y desiertos, a las heladas cumbres del Tíbet ya los silenciosos cráteres de la Luna. Ese largo camino yo también lo había hecho con ellos, página a página, sueño a sueño, y su historia también era mi historia. Tintin, Haddock, Milú, yo mismo. Por eso al recorrer aquellas salas me sentía recorriendo mi propio pasado. Todo empezó con una lata de cangrejo, naturalmente. Luego, el Karaboudjan en el muelle. La camareta del Aurora durante una tormenta. La estrella misteriosa. El libro de memorias del caballero Francisco de Hado que, comandante del navío real Unicornio. El Sirius alquilado al capitán Chester. La sala de marina del castillo de Moulinsart... Era mi infancia la que pasaba ante mis ojos, y de nuevo sentía erizárseme la piel como cada vez que abría una de aquellos álbums -me niego a escribir álbumes- que todavía conservo y hojeo con devoción y más cuidado que si manejara un Quijote de Ibarra. Otra vez me sentía frente a la aventura apasionante del viaje, la observación, la deducción y la resolución de un enigma a cuyo término ya no eres el mismo, pues tu vida se ha modificado en alguna de las múltiples direcciones que ofrecen el azar o el destino. Y todo eso junto a un perro fiel, y junto a un amigo duro y bronco -¿qué más se puede pedir?-: un marino barbudo, alcohólico, más furibundo que el pélida Aquiles, aficionado a encadenar insultos y juramentos:
Bachibuzuc, bebe-sin-sed, zuavo, negrero, tecnócrata, sajú, pirómano, Fátima de baratillo, anacoluto, coloquinto, ecto- plasma, paranoico, imbécil. O ese definitivo e inolvidable: iMil millones de rayos!
Así que si ustedes son de los que conocen el whisky Loch Lomond y el significado de la enigmática frase ametrallador con babero, y resulta que van a París a presentar una novela o a lo que sea, dejen esta vez el Louvre para los japoneses; la Gioconda Va a seguir allí, esperándolos igual que las furcias de la rue Saint Denis. En vez de eso, ya saben: plaza del Trocadero -tiene estación de metro-, museo de la Marina, exposición Mille sabords!, abierta hasta el 21 de noviembre. No todos los días puede uno tocar con sus propias manos el submarino del profesor Tornasol.
29 de abril de 2001
Algunos de ustedes comprenden lo que quiero decir. Quienes, como el arriba firmante, jugaron al ajedrez con el general Alcázar, resolvieron el enigma de los tres Unicornios -«Tres hermanos juntos navegando al sol del mediodía...»- o se enfrentaron con el submarino pirata del capitán Kurt al timón del Ramona en aguas del mar Rojo mientras Haddock rompía a martillazos al telégrafo de órdenes, sabrán a qué me refiero. Compartirán lo que sentí cuando, al fin, liberado por un rato de compromisos editoriales, crucé la puerta del museo entre una nube de escolares pequeñajos y ruidosos que caminaban de dos en dos, cogidos de la mano. Y al fondo, en las últimas salas del museo gabacho -bastante menos dotado, por cierto, que el magnífico museo naval de Madrid-, caminé despacio, como quien recorre una catedral, por las escenas expuestas, por lugares que eran tan familiares a mi memoria que los habría reconocido sin necesidad de rótulos ni láminas explicativas. Allí estaba la historia de una amistad legendaria: el vínculo establecido entre un joven reportero de mechón rubio y un borrachín capitán de la marina mercante, que habría de llevarlos a través de los mares y desiertos, a las heladas cumbres del Tíbet ya los silenciosos cráteres de la Luna. Ese largo camino yo también lo había hecho con ellos, página a página, sueño a sueño, y su historia también era mi historia. Tintin, Haddock, Milú, yo mismo. Por eso al recorrer aquellas salas me sentía recorriendo mi propio pasado. Todo empezó con una lata de cangrejo, naturalmente. Luego, el Karaboudjan en el muelle. La camareta del Aurora durante una tormenta. La estrella misteriosa. El libro de memorias del caballero Francisco de Hado que, comandante del navío real Unicornio. El Sirius alquilado al capitán Chester. La sala de marina del castillo de Moulinsart... Era mi infancia la que pasaba ante mis ojos, y de nuevo sentía erizárseme la piel como cada vez que abría una de aquellos álbums -me niego a escribir álbumes- que todavía conservo y hojeo con devoción y más cuidado que si manejara un Quijote de Ibarra. Otra vez me sentía frente a la aventura apasionante del viaje, la observación, la deducción y la resolución de un enigma a cuyo término ya no eres el mismo, pues tu vida se ha modificado en alguna de las múltiples direcciones que ofrecen el azar o el destino. Y todo eso junto a un perro fiel, y junto a un amigo duro y bronco -¿qué más se puede pedir?-: un marino barbudo, alcohólico, más furibundo que el pélida Aquiles, aficionado a encadenar insultos y juramentos:
Bachibuzuc, bebe-sin-sed, zuavo, negrero, tecnócrata, sajú, pirómano, Fátima de baratillo, anacoluto, coloquinto, ecto- plasma, paranoico, imbécil. O ese definitivo e inolvidable: iMil millones de rayos!
Así que si ustedes son de los que conocen el whisky Loch Lomond y el significado de la enigmática frase ametrallador con babero, y resulta que van a París a presentar una novela o a lo que sea, dejen esta vez el Louvre para los japoneses; la Gioconda Va a seguir allí, esperándolos igual que las furcias de la rue Saint Denis. En vez de eso, ya saben: plaza del Trocadero -tiene estación de metro-, museo de la Marina, exposición Mille sabords!, abierta hasta el 21 de noviembre. No todos los días puede uno tocar con sus propias manos el submarino del profesor Tornasol.
29 de abril de 2001