domingo, 29 de marzo de 2020

Recuerda que eres mortal

Tal vez este tiempo difícil que estamos viviendo nos sirva de lección, aunque no estoy seguro. Tarde o temprano, por duras que sean las clases magistrales que la vida ofrece, o impone, el ser humano acaba teniendo mala memoria. Deseando, incluso, que acabe la pesadilla para hacer de nuevo lo que, a menudo, fue causa de ésta. Ha ocurrido y seguirá ocurriendo. A veces sucede en un plazo breve y otras en años, o generaciones. No soy optimista en eso, sobre todo porque además de leerlo en libros lo he visto yo mismo. Cuando vives lo suficiente y en los lugares adecuados, hay cosas que no necesitas que nadie te cuente. Las tienes de primera mano, porque forman parte de tu biografía. Las posees y las recuerdas. 

Hay una pequeña tienda en el Madrid viejo en la que de vez en cuando compro una pequeña semiesfera de cristal, de ésas que al agitarlas producen un efecto de nieve, que tiene en su interior un iceberg y un Titanic a medio hundirse. Suelo regalárselo a los amigos a quienes la vida coloca en situaciones de privilegio, o de éxito. A los que viven un momento dulce personal o profesional. Era un prodigio de la técnica moderna, digo al entregarlo. Era un buque insumergible, o las 2.228 personas embarcadas en él creían que lo era. Y creer eso, a bordo de un monstruo de acero de 45.000 toneladas lanzado a 22 nudos de velocidad por un mar lleno de icebergs, costó la vida de 1.513 pasajeros. Ocurrió hace 108 años, pero el principio básico sigue siendo el mismo. Acuérdate de eso por muy bien que te vayan las cosas, o en especial cuando vayan bien las cosas. Ten presente, siempre, que cuando un general romano obtenía una gran victoria y desfilaba en triunfo por la capital, en la cuadriga, tras él, iba un esclavo público que sostenía sobre su cabeza una corona de oro, repitiéndole una y otra vez al oído: «Recuerda que sólo eres un hombre». Recuerda que eres mortal. 

También yo tengo cerca uno de esos Titanic, en el lugar de la biblioteca donde trabajo. Puedo verlo mientras tecleo. Y más de una vez, en los casi treinta años que llevo escribiendo esta página, he recordado aquí ese barco y lo que, en mi opinión, simboliza. Y no es sólo que cada progreso técnico, cada paso hacia lo nuevo, lleve incluida su propia disfunción, su fallo particular, su accidente específico. Es que también, y sobre todo, nuestro olvido de ese principio elemental aumenta el peligro. Intensifica los riesgos, pues cuando el fallo minuciosamente reglamentado por el azar del cosmos –hay azares que, paradójicamente, son reglas inmutables– sitúa el iceberg correspondiente en el lugar exacto de la carta náutica por la que nuestro alegre barco navega, se cumplen de modo inexorable las viejas y eternas leyes. 

Olvidamos con frecuencia que el mundo es un lugar peligroso: un paisaje hostil. Y por cada olvido, cuando llega el inevitable recordatorio a corto, medio o largo plazo, pagamos precios muy altos. Cada despertar de nuestra modorra irresponsable, del engaño en que preferimos vivir, nos cuesta los mil y pico muertos de un transatlántico, los cinco mil de unas Torres Gemelas, los cincuenta mil de una Pompeya, los cien mil de un tsunami, los millones de una gran epidemia o una guerra mundial. Nuestros bisabuelos o tatarabuelos, que estaban más acostumbrados a lo real, lo sabían perfectamente. Conocían la fragilidad de sus vidas y actuaban, o intentaban hacerlo, con arreglo a esa lucidez. Las lecciones que extraían de cada golpe, de cada burla malvada del cosmos o de los dioses, eran más firmes y duraderas. Vivían sabiendo que iban a morir y que ese camino tenía innumerables atajos. Hoy, sin embargo, hemos decidido vivir como si no fuéramos a morir nunca. Cual si estuviéramos a salvo, vamos por el mundo fingiendo ser inmortales, y eso nos hace imprevisores; incluso tacaños a la hora de llevar en el bolsillo la moneda que tarde o temprano nos exigirá Caronte, el que transporta a los muertos a la otra orilla del río Estigia. Nos sorprendemos y protestamos, indignados, a la hora de pagar la factura del barquero; y creo que es un error. No se trata de vivir angustiados viendo la existencia como un drama, sino de caminar con naturalidad por un paisaje lleno de cosas hermosas y también de lugares turbios y peligrosos. Moverse entre los icebergs con la saludable incertidumbre del buen marino, preparados para ocupar los botes salvavidas o incluso para cederlos a quienes más los merecen. Se trata, en resumen, de asumir con sencillez las reglas. De escuchar atentos, serenos, lúcidos, conscientes, las palabras del esclavo que nos susurra al oído que somos mortales. Y sólo esa certeza nos hará mejores de lo que somos. 

29 de marzo de 2020

domingo, 22 de marzo de 2020

Teoría de la lentitud

Hasta no hace mucho, ser lento era una virtud. No hablo de ser perezoso o indolente, sino de hacer las cosas despacio, con eficacia pero concediéndoles el tiempo necesario. Moverse, caminar, despedirse con lentitud cortés, remarcaba la dignidad de las personas. Confería un aire respetable. Incluso, elegante. Por eso los antiguos monarcas, los filósofos, los aristócratas, se movían despacio. La razón era el respeto que entonces inspiraban los ancianos y la gente mayor, experimentada, libre ya de las prisas e impulsos de la juventud. Eran ésas unas referencias que se procuraba imitar. La literatura española del Siglo de Oro abunda en tales situaciones, con la figura del hidalgo pobre que, cuando salía a la calle fingiendo haber comido, caminaba con digna lentitud. Con altiva y sosegada calma. 

Pero no hace falta ir tan lejos. Todos recordamos ejemplos recientes, familiares o no, de quienes hacían las cosas despacio. De quienes se movían, no ansiosos por hacerlo todo cuanto antes, sino empleando el tiempo adecuado. Sin demora, pero sin prisa. Fijándose en lo que hacían y planeaban hacer, daban autoridad a sus actos y decisiones. Y la vida les era más provechosa. Más rentable. Invertían tiempo en percibir matices, circunstancias, caracteres. Nuestros abuelos no pretendían hacerlo o tenerlo todo en el acto. Al moverse y vivir despacio, hacían su existencia más rica y plena. También la de quienes los rodeaban. 

Un tigre, un gato que caza, son lentos hasta el salto final. Creo que nos equivocamos renunciando a la lentitud en favor de una engañosa rapidez que a menudo anula cierta clase de eficacia. Antes, viajar no era sólo ir de un lugar a otro, sino un modo de vivir mientras viajabas: paisajes vinculados a reflexión y tiempo para ésta. Ahora nos movemos deprisa por autopistas sin nada que mirar, saltamos de aeropuerto en aeropuerto y hasta el turismo es itinerario fijo e ineludible, visita aquí y allá, comida a las dos y selfi a las cinco. Nueva York en dos días, China en cuatro. Cruzamos océanos en once horas y recorremos continentes de punta a punta en la mitad de ese tiempo, renunciando a los trenes que en sí mismos suponían una aventura; a los transatlánticos que dejaban espacio a las relaciones, a la reflexión y a la vida. Queremos en casa lo deseado al día siguiente de adquirirlo en Amazon; nos entregamos sin reservas al producto industrial y renunciamos al trabajo minucioso del artesano; buscamos el significado de una palabra pulsando en un teléfono móvil, renunciando al placer de hojear despacio un libro o un diccionario; privándonos así, también, de las sorpresas inesperadas, los descubrimientos colaterales que ese hojear de páginas puede depararnos. 

Por supuesto, vivir con lentitud sin parecer torpe o indolente, o serlo, es arte de unos pocos. Hay que trabajarlo y pagar el precio. Pero quien sabe ser lento acaba siendo rico; y el apresurado suele caer, además, en el ridículo. Aunque tampoco el ejercicio de la lentitud sea una garantía contra la ridiculez. Hay una especie de movimiento social, el Slow –nacido en 1986 cuando el periodista Carlo Petrini se indignó por la apertura de un McDonald’s en el centro de Roma–, que defiende ciudades lentas, comida lenta, moda lenta. Como todos los movimientos de los que se apropia el mundo actual, mezcla principios muy razonables con demagogias varias y alguna tontería. Pero, en mi opinión, las ventajas de una inteligente lentitud no necesitan adscribirse a movimiento alguno; entre otras cosas porque las tendencias sociales suelen acabar en manos de agencias publicitarias. La lentitud positiva es un asunto individual, de cómo cada ser humano desea vivir y relacionarse con el entorno. Viajar, comer, leer… Incluso, vestir. La obsesión por comprar ropa continuamente, por renovar el vestuario cada cinco minutos, llega a lo enfermizo en las sociedades acomodadas. En oposición, y al menos en lo que a ropa masculina se refiere, nada me parece más adecuadamente lento que pocas prendas de buena calidad, ligeramente usadas, clásicas y pasadas de moda: es decir, de las que no pasan de moda nunca. Y hasta el insulto, puestos a ello, queda maravillosamente resaltado por la digna lentitud de quien lo emite. Los niños de Cartagena adorábamos a Pinares, el cochero fúnebre, al que cuando pasaba solemne y vestido de negro en el pescante de su coche de caballos decíamos, para provocarlo: «Pinares, ¿nos das una vuelta?». Y él, volviendo despacio el rostro, nos miraba muy serio. Y luego, sosegado, tranquilo, respondía: «Cuando se muera vuestra madre la voy a llevar por todos los baches –aquí hacía una lenta y digna pausa–. Hijos de la gran puta». 

22 de marzo de 2020 

domingo, 15 de marzo de 2020

Todavía soy francés

A menudo, mientras cenamos juntos y cambiamos cromos de cine y libros, Javier Marías y yo coincidimos en que los años nos acercan a Italia más que cuando éramos jóvenes. La formación de Javier en aquel tiempo, británica en buena parte, hizo de Inglaterra una importante referencia cultural y casi un hogar para él. Fuera de España siempre estuvo a gusto allí; del mismo modo que, por parecidas razones, yo me incliné más hacia Francia y lo francés: París era capital cultural de mi mundo. Sin embargo, con el paso del tiempo ambos aflojamos tales vínculos, y ahora es Italia, por razones diversas, el país al que con más agrado viajamos; donde solemos hallarnos más relajados y felices. En mi caso, a eso se añade la convicción, asentada en los últimos treinta años, de que mi verdadera patria, la principal de todas, es ese Mediterráneo por el que vinieron el alfabeto, las legiones romanas, el aceite, el vino, los héroes y los dioses. 

Los antiguos amores son difíciles de olvidar. Pienso en eso sentado en Le Départ, el café que está en la esquina del bulevar Saint Michel con el Sena, mientras releo La promesa del alba, de Romain Gary, esta vez en la bella edición francesa de La Pléiade. El café contiguo –he olvidado su nombre– desapareció hace meses, seguramente para convertirse en otra tienda de ropa; y la librería Gibert Jeune cerró también sus puertas, supongo que con idéntico destino, del mismo modo que en la cercana Saint André des Arts no queda ni una sola de las muchas librerías de viejo que yo solía frecuentar en otro tiempo. Mi viejo París parece desvanecerse como en una vieja foto de Eugène Atget: la ciudad de D’Artagnan y sus amigos, pero también de Lucas Corso e Irene Adler; las calles y muelles donde aún puedo advertir, si presto atención, el fantasma del jovencito que recorría sus calles mochila al hombro, llenándola de lugares, imaginación y libros. 

Esta mañana, tras un rato en la librería L’Ecume des Pages y otro en la Gibert Joseph, por simple y añeja rutina paseé hasta la Closerie des Lilas para saludar al mariscal Ney, bravo entre los bravos; bajé luego por la rue de l’Odeon hasta la calle que en otro tiempo se llamó des Cordeliers, y tras darle los buenos días a los bronces de Dantón y Diderot pisé las dieciochescas piedras contiguas al café Procope pensando en el almirante Zárate, el bibliotecario don Hermógenes, el abate Bringas, madame Dancenis y la lectura íntima de Thérèse philosophe. Y ahora, cerca del lugar donde a María Antonieta le cortaron el pelo antes de llevársela en carreta a seguir cambiando la historia moderna de la Humanidad –«guillotina, guillotina, guillotina», diría Agapito Cárceles–, miro a los graves camareros; al gendarme que es capaz de fastidiarte con impecable cortesía; a la elegante parisina de cabello gris, vestida de negro, que camina como si Gainsbourg, Brassens o Brel aún pusieran letra y música a sus pasos; al matrimonio de setentones que todavía se hablan de vous cuando están ante terceros. 

Observo eso y lo demás y concluyo que no es cierto, o que no lo es del todo. Que Italia, en verdad, es donde estoy más a gusto; que los 415 volúmenes de la biblioteca clásica Gredos alineados en mi biblioteca –algún día hablaremos de los imbéciles que dejaron de publicarla– siguen siendo cuna y refugio; que el Mediterráneo, sus islas y orillas son, sin duda, el lugar del que procedo y en el que querría desaparecer mientras fumo ese último cigarrillo que no me llevo a la boca desde hace veinte años. Pero que mi pasaporte cultural, mi identidad europea, la mirada sobre el mundo actual, la dolorida conciencia de la infeliz España en la que vivo, deben mucho a esta ciudad. A paseos, reflexiones y lecturas que sólo eran posibles aquí. A Michelet, Thiers y Lamartine; al barón Holbach, Diderot, Voltaire y la Encyclopédie; a Montaigne, La Rochefoucauld, Montesquieu, Condorcet, Saint-Simon, Chateaubriand y todos aquellos que me enseñaron a mirar intelectualmente, o al menos intentarlo, la historia, la sociedad, el mundo y la vida. Entre todos ellos, educándome la lucidez, me vacunaron contra patrioterismos nocivos y demagogias infames; me enseñaron a asumir con ecuanimidad luces y sombras, admirando a los pueblos en sus grandezas y despreciándolos en sus bajezas. A no tener miedo a nada cuando sabes de dónde vienes y a dónde vas. Por eso hoy, pese a Italia, al Mediterráneo y a todo lo que también llevo en la piel y la memoria, sentado en el café du Départ mientras leo a un judío polaco que decidió, convencido por su madre, que Francia sería una patria perfecta, no puedo evitar el orgullo, la grata certeza, de que todavía, y también, sigo siendo francés. 

15 de marzo de 2020 

domingo, 8 de marzo de 2020

Qué hay de lo mío

Gruñones, malhumorados, protestones, viejunos, rancios…
Desde hace tiempo, algunos veteranos escritores, periodistas y políticos españoles que por su biografía, ideas y trabajo podríamos situar, simplificando mucho, en la izquierda (Javier Marías, Iñaki Gabilondo, Alfonso Guerra, Raúl del Pozo, entre otros), están siendo adjetivados con aquellos términos. Hasta algún facha o fascista les cae de vez en cuando, según el grado de ignorancia o estupidez del emisor. Y eso va a más. El parasitismo que algunas televisiones, prensa en papel y digital, y por supuesto las redes sociales, practican comentando declaraciones o artículos ajenos, incluye a menudo esos ataques. Que no vienen de lo que –también simplificando mucho– podríamos llamar derecha, sino de la izquierda. O de lo que en esta España desmemoriada y ágrafa algunos creen que es, o debería ser, la izquierda. 

Llevo tiempo dándole vueltas, y no me gusta. Puedo estar equivocado, pero el paisaje no es alentador. Según los cánones que se consolidan no sólo en España sino en lo que antes llamábamos Occidente, ser de izquierdas no exige ya un posicionamiento ideológico definido, como fue en el pasado. Ahora, para ser de izquierdas o que te consideren como tal, basta con un par de circunstancias o actitudes que a veces ni siquiera dependen de uno mismo: respeto a los emigrantes, ser feminista, antihomófobo, proabortista, antitaurino, cobrar poco, estar en paro, no tener futuro o preocuparte por la salud del planeta; mientras que no se acepta bajo ningún concepto –complicaría la simpleza del esquema–, que alguien de derechas pueda compartir alguna de esas ideas o circunstancias. 

Según datos frescos, 32 de cada 100 españoles nunca leen libros. Por otra parte, sean de izquierdas o derechas, la mayoría recibe información a través de redes sociales o no la recibe en absoluto. Y tal vez está ahí la clave: no existe inquietud intelectual. Ni lecturas, ni análisis. El mundo se simplifica de modo equivocado y peligroso en buenos y malos, ricos y pobres. En rencor del que no tiene hacia el que tiene, y en miedo del que tiene a perderlo. Y se extiende peligrosamente la falsa creencia de que quien reivindica, protesta, pelea, siempre es de izquierdas. 

Como a principios del siglo XX, igual que la derecha española es otra vez analfabeta, vuelve a haber una izquierda que también lo es, manejada por los pocos que sí han leído –aunque sus lecturas sean a veces limitadas– y conocen los mecanismos. No se siente ya la necesidad de leer. Hace medio siglo, el acto podía ser arriesgado: se buscaban libros para saber, para comprender, y a veces poseerlos implicaba multas y cárcel. La izquierda era culta, o quería serlo. Sabía que no bastaba con querer cambiar el sistema, porque un sistema se cambia si lo estudias, contextualizas y conoces. Cuando en pleno franquismo Javier Marías era opositor clandestino y el director de cine Agustín Díaz-Yanes jefe de célula comunista, arriesgando ambos ir a prisión, lo eran porque al mirar alrededor no les gustaba lo que veían; porque tenían conciencia de la injusticia, aunque ellos particularmente estuviesen bien. Así que leían, discutían, actuaban. Querían comprender el mundo para hacerlo mejor. Era el suyo un impulso generoso, arriesgado y solidario. Ahora, sin embargo, buena parte de quienes los llaman rancios y gruñones se reivindican ellos mismos, y ni siquiera a todos. El todos suele ser una excusa que se desvanece en cuanto el interés particular queda a salvo. 

Era entonces muy distinto ser de izquierdas, como digo. Había una conciencia intelectual que hoy usurpan lugares comunes, emociones e intereses particulares, con reivindicaciones que se atemperan según le va a cada cual. En su mayor parte, la gente sale a la calle a gritar qué hay de lo mío, y antes no era así. La izquierda que yo conocí pretendía cambiar el mundo con independencia de su posición social o privilegios. Era solidaria y miraba lejos, quizás porque aún no conocía los miedos de ahora; conseguir trabajo era más fácil, y lo que buscaba era una mejora colectiva. Por eso leía en busca de una solvencia intelectual que hiciese de palanca. Hoy no es así: el aparato que maneja la autodenominada izquierda única es simple y desolador: tuiteos de algún iletrado, tertulias de la tele, monólogo de un humorista. Cualquier indocumentado, cualquier ingenuo, pueden apuntarse a eso. Por ello no es extraño que los veteranos izquierdistas, que lo fueron a su verdad y riesgo, se choteen de tanto asaltador de cielos de vía estrecha. O de tanto oportunista analfabeto sentado en las Cortes, cuyo único riesgo es que el maître del restaurante o el taxista que los lleva de copas no acepten la tarjeta Visa del Parlamento. 

8 de marzo de 2020 

domingo, 1 de marzo de 2020

La chica del pasillo

Sucedió hace veintiún años, en marzo de 1999, pero no lo he olvidado. Y la verdad es que no sé por qué, pues nada tiene esta historia de especial. Pero así son las cosas de la memoria. Lo que no recuerdo es el nombre del hotel. Quizá en ese viaje fuera el Algonquin, pero no figura en mis notas y no puedo asegurarlo. Estaba en Nueva York para presentar la traducción al inglés de mi entonces última novela, que era La piel del tambor. La ciudad no me gustaba demasiado, y aún tardaría muchos años y viajes en cogerle el punto. Solía acostarme temprano, pero aquella noche volví tarde de cenar: Howard Morhaim, mi agente literario norteamericano –que sigue siéndolo–, me había llevado a un restaurante japonés y luego habíamos estado bebiendo y fumando por los bares de Manhattan –yo todavía fumaba entonces, sobre todo cuando en un aeropuerto encontraba Players sin filtro– mientras Howard hablaba de su divorcio, de su hija a la que adoraba, y de que sólo era capaz de enamorarse de mujeres que lo hacían sufrir. 

Era cerca de la una de la madrugada. Estaba en mangas de camisa, a punto de tomar una ducha antes de meterme en la cama, cuando oí llanto en el pasillo. Era largo y quejumbroso, con hondos hipidos. No parecía dolor, sino tristeza. Alguien tiene problemas, pensé. O motivos para estar desolado. El llanto no cesaba, y me pareció que era una mujer. Al cabo de un rato, como seguía oyéndolo, me asomé al pasillo. Nueva York no es lugar para que un español busque problemas, recuerdo que pensé. Pero tampoco podía quedarme como si tal cosa. 

Había una joven sentada en el suelo, apoyada la espalda en la pared. Era rubia, muy anglosajona de aspecto. Recuerdo su ropa como si la hubiera visto ayer: jersey gris de cuello holgado y falda negra, arrugada, que le cubría hasta la mitad de los muslos. Tenía las piernas extendidas sobre la moqueta y los pies desnudos. El rostro estaba cubierto de lágrimas; y los ojos, rojos como dos tomates, hinchados de llorar. No era guapa ni fea; aunque, con ese aspecto, aunque hubiera sido guapa no se le habría notado. No salía nadie a mirar ni a buscarla: estábamos solos en el pasillo. Me miró desde abajo entre hipidos, como ausente, mientras yo le preguntaba en mi atroz inglés –siempre lo hablé casi como los indios de las películas de John Ford– si tenía algún problema serio y si podía ayudarla en algo. Se me quedó mirando sin responder mientras sollozaba a intervalos, y al cabo de un minuto de estar así, ella llorando y yo de pie sin saber qué hacer ni decir, decidí sentarme a su lado. No sé por qué, pero fue lo que hice, quizá porque con el llanto y los pies descalzos parecía vulnerable y muy sola. El caso es que me senté junto a ella, manteniendo una distancia adecuada para que no hubiese malas interpretaciones. Y me quedé allí sin despegar los labios mientras la joven seguía llorando. Esto valdría para comienzo de una novela, pensé. Tal vez algún día lo escriba. Pero yo sabía de sobra que la vida no es una novela. 

No sé cuánto tiempo estuvimos sentados y quietos. Cinco o diez minutos. De pronto alargó una mano y cogió la mía; o más que cogerla, lo que hizo fue aferrarse a ella como si estuviera a punto de caer por un precipicio, una ventana o algo parecido. Agarró mi mano y se mantuvo así un buen rato, sin mirarme, mientras los sollozos que la hacían temblar se calmaban despacio. Ninguno dijo una palabra. Yo, porque estaba acojonado con la situación. Ella, seguramente, porque en realidad no había nada que decir. Al fin se volvió hacia mí. Lo hizo unos pocos segundos, sin que su rostro mojado de lágrimas cambiase de expresión. Después hizo un ademán inconcluso, cual si se llevara mi mano a los labios para besarla, pero lo detuvo a medio camino. Liberó mi mano, se puso en pie, dobló la esquina del pasillo y desapareció de mi vista. Y yo volví a mi habitación, fumé un cigarrillo apoyado en la ventana, me di la ducha y me fui a dormir. 

La vi bajar al desayuno a la mañana siguiente. La acompañaba un fulano flaco de pómulos hundidos y cara sin afeitar. Pasaron por mi lado camino de su mesa, y vi cómo la mirada de la joven se fijaba un instante en mí y luego resbalaba desde mi rostro al vacío, como si no me hubiera visto nunca. Quizá, concluí, porque realmente no me había visto nunca. Luego, ya sentados, él se inclinó a decirle algo y ella sonrió sin hacerle mucho caso, pensativa, mirando su taza de café. Las mujeres son animales extraños, pensé. Y observé de nuevo al fulano: realmente no tenía ni media hostia. Por un momento sentí deseos de ponerme en pie, ir hasta él y romperle una botella en la cabeza. Pero no lo hice, claro. Estaba en Nueva York y aquélla no era mi guerra. O tal vez sí lo era. 

1 de marzo de 2020