domingo, 26 de junio de 2022

Una historia de Europa (XXXI)

A mediados del siglo V, Roma terminó yéndose al carajo. Primero en su forma monárquica, luego en la republicana y finalmente en la imperial, la otrora dueña del mundo europeo y mediterráneo había estado muchas veces al borde del abismo; pero siempre tuvo hombres excepcionales (César, Augusto, Vespasiano, Diocleciano y varios más) que la habían salvado o impulsado de algún modo. Ahora, sin embargo, el tiempo de los grandes personajes ya era pretérito pluscuamperfecto. Incluso a un emperador, Valente, lo habían matado los godos al destrozar su ejército en la batalla de Adrianópolis (escabechina ocurrida finales del siglo IV). El caso es que cuando la noche del 31 de diciembre del año 406 (bonita fecha) contingentes de guerreros suevos, vándalos y alanos cruzaron el Rhin para desparramarse por el oeste de Europa y llegar a Hispania, los emperadores y generales romanos estaban más ocupados en asegurar sus parcelas de poder que en defender las fronteras; y el imperio, despoblado y arruinado, era un caos. Los mismos ciudadanos habrían terminado liquidando aquello por hambre y desesperación; pero no les dio tiempo, pues fueron los bárbaros (recordemos que eso sólo significaba al principio extranjero), en su mayor parte tribus germánicas, quienes hicieron el trabajo guarro. Además, unos empujaban a otros. Llegaban los hunos, por ejemplo, que eran más bien asiáticos, a dar por saco a los godos. Y éstos, para alejarse de la amenaza, se movían hacia el oeste, que era la parte floja. Y así, obligados o con ganas, avanzaban los bárbaros dentro del Imperio Romano, aprovechando en muchas ocasiones que ellos mismos ya formaban parte de él en plan mercenario, pues Roma les confiaba la custodia de las fronteras (Bella gerant alii, había escrito el poeta Ovidio: en traducción libre, que la guerra la haga su puta madre). De ese modo, el panorama europeo fue cambiando con relativa rapidez. Dos de aquellas tribus germánicas, los anglos y los sajones, acabaron por invadir Bretaña y los romanos se largaron de allí ciscando virutas. Mientras tanto, los vándalos se habían metido en la Galia y pasado los Pirineos para saquear Hispania antes de irse al norte de África, que ya era llegar lejos; pero es que tras ellos llegaba repartiendo estopa la tribu de los francos, que al establecerse en la Galia dio a ésta el nombre con que la conocemos hoy. En cuanto a los godos de los que antes hablamos (los que se habían cargado a Valente en Adrianópolis), inventaron el turismo de masas invadiendo el norte de Italia, que saquearon e incendiaron más a gusto que un arbusto. De este desparrame sólo quedó a salvo la parte oriental del imperio, que tenía su capital en Constantinopla (antes llamada Bizancio) y se convirtió en depositaria del legado cultural y político de lo que habían sido Grecia y Roma, mientras los invasores hacían picadillo Europa occidental. Uno de ellos, visigodo y cristiano por más señas, era un antiguo militar romano, o bárbaro romanizado, que respondía al simpático nombre de Alarico, al que podríamos considerar primer rey godo digno de ese nombre, o precursor de los más tarde monarcas medievales. Harto de que un emperador llamado Honorio incumpliera promesas y le diera largas, el tal Alarico empleó sus conocimientos profesionales para dirigirse a Roma con un ejército de los suyos, reforzado por antiguos esclavos y romanos cabreados que se le juntaban. Y así, por la cara, entró en Roma el año 410 después de Cristo. Sus tropas saquearon buenamente lo que pudieron, pero ojo al dato: como Alarico era cristiano bautizado, las basílicas de San Pedro y San Pablo y los principales bienes de la Iglesia fueron respetados, dentro de lo que cabe. En aquel desmadre, el poder de los obispos de Roma, ya conocidos como papas, era lo único sólido en lo que iba quedando del imperio; así que la cristianización de los invasores, iniciada en el siglo IV, puso relativamente a salvo a la Iglesia, sentando el fundamento religioso de monarquías romano-germanas que con el tiempo se convertirían en los reinos medievales europeos. A la Italia imperial le quedaban dos telediarios; pero, más que una invasión en regla, lo que ocurrió allí fue que los contingentes bárbaros al servicio de Roma acabaron adueñándose del poder. En el año 476, el último emperador, un niño de 14 primaveras irónicamente llamado (con poca vista o mala leche por parte de sus papás) Rómulo Augústulo, fue destituido por un señor de la guerra llamado Odoacro. Día más o día menos, desde su fundación (Ab urbe condita, Tito Livio) en el siglo V antes de Cristo, Roma había durado la friolera de 1229 años. Y lo que fue o fuimos, pues éramos parte de ella, condiciona todavía hoy nuestra cultura, nuestra inteligencia y nuestras vidas. 

[Continuará]

26 de junio de 2022

domingo, 19 de junio de 2022

El hombre que se burlaba de sí mismo

No era guapo ni apuesto, y tenía el rostro tan devastado como un paisaje lunar. Tampoco se creía los personajes que interpretaba en la pantalla, siempre en películas cutres, o sea, de escaso presupuesto; de las que ahora llamamos serie B. Lo vi muchas veces en el cine, de jovencito, en aquellos tiempos felices de programa doble en los que uno se lo tragaba todo. Me era simpático ese fulano que daba puñetazos sonriendo y siempre parecía burlarse de su propio personaje. Y ahora, con el tiempo, comprendo por qué. Eran películas tan malas que eso mismo acabó convirtiéndolas en obras de arte. Sólo recuerdo haberlo pasado tan bien viendo las pelis mexicanas del luchador Santo, el Enmascarado de Plata. O con aquella obra maestra de lo cutre –Charros contra gángsters, creo recordar que se llamaba– en la que una banda de mariachis vestidos como tales se enfrentaba a otra banda estilo Chicago, y se mataban con ametralladoras mientras por las calles caminaban transeúntes y circulaban los automóviles con toda normalidad, y al apoyarse en una pared ésta se movía porque era un decorado de cartón. 

En las películas de Eddie Constantine no se llegaba a tanto, pero casi. Encarnaba a tipos duros, agentes secretos y detectives de novela negra, y para mí su imagen está vinculada en especial a uno de ellos, el agente del FBI Lemmy Caution, basado en las novelas de Peter Cheyney. El amigo Constantine –si no lo conocen, busquen su imagen en internet y vean la cara que tenía– encarnó a Lemmy Caution en varias películas. Todas eran infames; pero una de ellas, Lemmy contra Alphaville, fue dirigida por Jean-Luc Godard. Como narración cinematográfica, la de Godard es un coñazo futurista insufrible; pero tiene virtudes que la convirtieron en obra de culto de su época, con un éxito extraordinario y una notable influencia posterior, hasta el punto de que pueden rastrearse sus huellas incluso en la magnífica Blade Runner, de Ridley Scott. 

De cualquier modo, dejando aparte Alphaville, las otras películas en las que Eddie Constantine encarnó a Lemmy Caution son, como digo, deliciosamente malas. No es ya que rocen el disparate, sino que incurren gozosamente en él. Y el puntito reside justo en eso, porque no se trata de parodias tipo Superagente 86 de un género que entonces apenas existía –en realidad, los cinematográficos James Bond, OSS 117, Harry Palmer, Derek Flint y Matt Helm, entre otros, se inspiraron en cierto modo en él–, sino de películas rodadas en serio, interpretadas en serio, pero en las que todo el rato intuimos al protagonista, que nunca deja de ser Lemmy Constantine o Eddie Caution, choteándose de sí mismo mientras actúa casi guiñándole un ojo al espectador. Es como una precuela de parodia antes de que se produjeran las parodias, o la exposición de un personaje que en su propia esencia lleva un mentís sobre sí mismo: una suerte de no os creáis lo que estáis viendo, y disfrutad con ello. Por eso, cómplice, se lo perdonas todo: que sonría mientras da y recibe puñetazos, que se comporte como un canalla, que se emborrache con chulería o que en casi todas las películas abofetee a una mujer, o a más de una, tras decirles como respuesta a si tiene fuego para encenderles el cigarrillo: «He viajado nueve mil kilómetros para dártelo». 

Tengo casi todas las novelas de Lemmy Caution, heredadas de la biblioteca de una abuela que era lectora voraz de esa literatura policíaca que ahora a los cursis les ha dado por llamar noir. A veces las releo, disfrutándolas como si fuese la primera vez, y suelo combinar su lectura con alguna de las películas. Lamentablemente las tengo casi todas en francés, pues creo que, salvo Alphaville, ninguna de las otras se encuentran con facilidad dobladas o subtituladas. Sé que en YouTube puede verse Pasaporte falso doblada al italiano (Lemmy pour les dames), y en Netflix Agente federal en Roma (Vous pigez?) e Incógnito, subtituladas en español. Quizá buscando mejor se encuentren más. El caso es que, aunque sólo sea por ver su careto, recomiendo a quien no lo conozca que eche un vistazo a alguno de los fascinantes disparates que Eddie Constantine rodó encarnando a Lemmy Caution. Al menos una vez, si pueden, óiganlo decir, con su gesto de tipo duro marcado por cicatrices, serio pero con un brillo de guasa incrédula en los ojos, cosas como «Siempre es así, nunca entiendes nada. Y una noche, mueres sin entender nada». O aquella otra frase, mi favorita de él, que sólo se disfruta de verdad viendo la cara con que la dice: «Tengo miedo a la muerte. Pero para un humilde agente secreto, la muerte es algo tan habitual como el whisky. Y llevo bebiendo toda mi vida». 

19 de junio de 2022

domingo, 12 de junio de 2022

Una historia de Europa (XXX)

El único emperador romano del siglo IV en el que todavía vale la pena detenerse se llamó Constantino, y fue importante por varios motivos. El principal es que, sin ser cristiano (no se convirtió oficialmente hasta que estuvo en el lecho de muerte), fue el primero que vio las ventajas de unir aquella nueva religión a su política. Andaba el hombre en plena guerra civil con otros emperadores (recordemos que Roma era para entonces un desmadre imperial) cuando tuvo la inspiración, que él atribuyó a un sueño donde se le apareció Jesús, de combatir bajo el signo cristiano y ganar así la batalla de Puente Milvio a su enemigo Majencio. Hay quien atribuye el asunto a la influencia de su madre, que se llamaba Helena y era cristiana y bastante beata; pero la razón real fue que los cristianos habían crecido (ya eran seis millones y medio en esa época) hasta convertirse en un verdadero poder, y podían ser un pegamento adecuado para unir el imperio, que a esas alturas estaba fragmentado entre la zona de oriente y la de occidente. Así que Constantino empezó a comerse el pico con los papas y los obispos de entonces: a Silvestre I le regaló un palacio donde hoy está San Juan de Letrán y construyó una basílica en la colina del Vaticano, donde habían crucificado a San Pedro. Pero el verdadero golpe de efecto fue el llamado Edicto de Milán, que dio libertad de culto a todas las religiones pero benefició en especial a la que estaba de moda, que era la cristiana; a la que además se devolvieron todos los bienes confiscados por los anteriores emperadores, lo que no era ninguna tontería. Aún tardó el cristianismo medio siglo, ya con el emperador Teodosio, en convertirse en religión del imperio (año 380, Edicto de Tesalónica), pero el nuevo rumbo estaba claro. Desde entonces, cercanos al poder oficial y crecidos en el suyo propio, los jefes cristianos, o sea, los papas y obispos, a cambio de garantizar la lealtad de sus feligreses y controlarlos como Dios mandaba, influyeron cada vez más en la política general, con una íntima relación iglesia-estado que habría de tener toda clase de consecuencias para Europa y el mundo (una relación, o injerencia, que se prolongaría durante dieciséis siglos y que todavía hoy colea de vez en cuando). De cualquier modo, como prueba de lo que es la hijoputez humana (cristiana y no cristiana) es que, apenas instaurada oficialmente la nueva religión, sus dirigentes empezaron a machacar a la competencia azuzando a sus fieles contra los paganos, destruyendo templos, derribando estatuas y asesinando a sacerdotes rivales. Y ya en la temprana fecha de 324, sólo diez años después de su puesta de largo, los obispos ordenaron la destrucción del Logoi katá kristianón (Discursos contra los cristianos) del filósofo neoplatónico Porfirio y de cuantas obras de éste y otros autores consideraron heréticas. El hecho de que el tal Porfirio fuese un cabrón venenoso que había alentado las persecuciones en tiempos de Diocleciano, aunque explica el asunto, es lo de menos: lo interesante es que se consagró así la molesta costumbre de prohibir y quemar libros adversos (y a ser posible, también a los autores) que durante muchos siglos la iglesia cristiana, en sus diversas derivaciones católicas y no católicas, practicaría con leña, cerillas e ígneo entusiasmo. Por lo demás, mientras el cristianismo crecía y se enfrentaba ya a las primeras disidencias internas (arrianos y otras heterodoxias), Constantino hacía méritos para pasar (como en efecto pasó) a la historia como Constantino el Grande. Fundó lo que podríamos llamar monarquía europea hereditaria, hizo una importante reforma administrativa, mantuvo a raya a los invasores francos, germanos y sármatas dándoles las suyas y las del pulpo, y recuperó alguna provincia perdida por anteriores emperadores. También creó un protocolo cortesano a la manera oriental (el monarca como figura sagrada, súbditos que debían arrodillarse y otros etcéteras) que luego sería imitado hasta la exageración por las monarquías medievales europeas. Pero lo que iba a tener mayores consecuencias fue el desplazamiento del centro de poder desde la península itálica, prácticamente abandonada por los emperadores, al oriente griego. Eso dejó la antigua capital del imperio en manos de los representantes de la iglesia cristiana: papas y obispos que desarrollaron a fondo el ritual de la Iglesia y sus mecanismos de influencia política, convirtiéndose a partir de entonces en los dueños de Roma. Pero es que, además, al cambiar de sitio la capital imperial, Constantino la trasladó a la ciudad de Bizancio, refundada en el año 330 con el nombre de Nueva Roma y que acabaría llamándose Constantinópolis. La Constantinopla que hoy todos conocemos como Estambul. 

[Continuará]. 

12 de junio de 2022

domingo, 5 de junio de 2022

Una historia de amor

Creo que la de Manolo y Pepa es una de las más bonitas historias de amor que conocí nunca. Ocurrió hace tanto tiempo que no estoy seguro de que ella se llamara de verdad Pepa. Del nombre de él sí me acuerdo, pues es al que más frecuenté. Los conocí a mediados de los 70. Tenían un restaurante diminuto entre la carretera de La Coruña y el puente de los Franceses: una pequeña venta que siempre estaba llena. Quizá algunos de quienes lean esto los recuerden, sobre todo a Manolo. Era sesentón, flaco, agitanado de aspecto. Todavía un hombre guapo. Atendía las mesas y de noche, al terminar, tocaba la guitarra. Ella era regordeta, más rubia que morena, con bonitos ojos claros. Y poco a poco fui enterándome de su historia. 

Todo había empezado veinte años atrás, durante una montería a la que asistían ministros, jefes provinciales del Movimiento y autoridades varias, acompañados de sus esposas: escopetazos, cena campera y cuadro flamenco con bailaoras, cantaores y guitarristas. Uno de esos guitarristas era Manolo: moreno, chuletilla, gitano. A Pepa, por entonces mujer de uno de los ministros, le cayó simpático. Tanto, que al regreso a Madrid, acompañada por amigas de confianza, empezó a visitar el lugar donde Manolo actuaba, un conocido tablao que estaba en la plaza de Santa Ana. Él la veía entre el público de turistas, actores de cine americano, señoritos noctámbulos y gente de diverso pelaje, y tocaba mirándola a los ojos con su espléndida sonrisa. Acariciando la guitarra como si la acariciara a ella. 

Acabó pasando lo que tenía que pasar. Arropada por las íntimas amigas, Pepa faltó al sagrado deber del matrimonio, como se decía entonces. Se enamoró hasta las trancas; y a Manolo, que al principio sólo se dejaba querer, le pasó lo mismo. Él era soltero y ella no tenía hijos. Más que simple amor, por ambas partes fue un acto de valor en toda regla, porque la época no estaba para adulterios, y mucho menos con señoras de ese nivel y poderío. Hablamos de los primeros años 50 en la España de Franco, o sea. Quien lo vivió, lo sabe. La estricta moral del régimen, al menos en lo público, lo ponía realmente difícil. Al fin ocurrió lo más temible: el marido, el ministro, se enteró. Y empezó la pesadilla. 

Hubo varias fases. La primera, con intervención de parientes, amigos de la familia, obispos y hasta policías. Ante todo eso, Pepa se portó como se portan las mujeres de casta cuando se enamoran: irreductible, orgullosa y valiente. Y como ella no cedía, el ministro hizo que fueran a por Manolo. Primero fueron detenciones arbitrarias, días de calabozo y palizas. Después, usando su influencia, consiguió que lo echaran del tablao y que nadie le diera trabajo. Lo dejó sin un duro y en la calle, pero no contaba con la casta de Pepa. Al enterarse, dejó al marido y se fue con Manolo. 

Siempre perseguidos por el marido-ministro, vivieron un tiempo con los ahorros de ella y lo que el guitarrista ganaba malviviendo por ahí. Y entonces a Pepa se le ocurrió la idea. Tú tocas de maravilla y yo cocino como los ángeles, dijo. Montemos un restaurante. Con sus últimos recursos se pusieron a eso, alquilaron un local y ella pidió ayuda a sus amigas de la buena sociedad, que clandestinamente, encantadas con la romántica historia, la alentaban todo el tiempo. La comida era simple, de cuchara: lentejas, fabada, estofados, cocido. Todo muy bueno, pero nada más. El truco clave fue poner unos precios desproporcionados, carísimos, como si ahora por unos huevos fritos con patatas te clavaran cincuenta euros. Y el día de la inauguración, las amigas se portaron: aquello se llenó de señoras de ministros y altos cargos, de amigos con pasta, de gente bien. Pepa cocinaba, la hermana de Manolo servía y él tocaba la guitarra. El éxito fue enorme, y lo siguió siendo durante años. Y aunque empezaba a decaer cuando yo empecé a ir por allí, los fines de semana era imposible encontrar una mesa libre. 

Fue así como, una noche de copas y conversación hasta las tantas, Manolo me confirmó los detalles de la historia que yo había ido conociendo a retales. Ya tocaba él la guitarra raras noches, aunque ésa lo hizo. Estábamos allí algunos amigos del diario Pueblo –Paco Cercadillo, Pepe Molleda y no recuerdo quién más– y conversamos hasta muy tarde, dándole al alcohol y al tabaco sin ganas de irnos. Y al fin, como aquello se prolongaba, Pepa se asomó desde la cocina para decir que ya estaba bien, que era hora de cerrar. Y Manolo, sonriendo resignado, dio la última calada al pitillo, puso a un lado la guitarra, apuró el gintonic y dijo: «Ahí la tenéis. Si hubiera sido ternera, habría parido toros bravos». 

5 de junio de 2022