domingo, 31 de mayo de 2020

Sobre héroes y/o asesinos

Cada vez me gusta menos cierto tipo de español que nuestra infame clase política y la gozosa incultura general están fabricando. Si fuera más joven, a lo mejor me iba a otro sitio; pero me da pereza mover la biblioteca. Además, tengo curiosidad por ver en qué termina esto: si se cumplen los viejos ciclos históricos, o si este país fascinante, tan prolífico en hijos de puta, sacará la cabeza del agujero. Lo amo por desgraciado, tal vez. O, como figura en un monumento a los marinos muertos en el desastre del 98, por lo mucho que sufre y ha llorado. Y va a llorar. 

Esto viene al hilo de un cuadro de mi amigo Ferrer-Dalmau, nuestro pintor de batallas. Augusto no es hombre de izquierdas, pero sí de historia militar; y ejerciendo su oficio pintó hace días un maquis, un guerrillero comunista junto a una fogata, fumándose un cigarrillo. Lo colgué en Twitter, como suelo hacer con sus trabajos. Confieso que lo hice sin inocencia, sabiendo lo que iba a ocurrir. Y ocurrió. Aquello se convirtió de inmediato en el habitual conmigo o contra mí. Tuiteros de buena fe, la mayoría, que alababan el talento del maestro; pero también zafarrancho de partidarios, enemigos, agraviados y ofendidos. Cualquiera habría dicho que los maquis fueron hace dos días y las heridas siguen frescas: valientes, cobardes, idealistas, héroes, bandoleros, asesinos… Hasta hubo quien reprochó a Augusto pintar un maquis y no un guardia civil; cuando, entre otras muchas cosas, el gran Augusto lleva pintando guardias civiles toda su vida. 

Lo grave de todo esto es que esa minoría que no sale del cliché elemental, que cuando tiene una ideología determinada es incapaz de ver nada negativo en la propia ni nada positivo en la del adversario, ya no es tanta minoría, pues crece en los últimos tiempos, contagiada del disparate que la superficialidad de las redes sociales y la televisión, la ignorancia, el sectarismo y la mala fe imponen a los jóvenes. Es en momentos como éste cuando más falta hacen personas como mi amigo y vecino Paco –olvidé su apellido, o prefiero olvidarlo hoy–. Pero Paco murió hace veinte años, y el testimonio de quienes escriben con ecuanimidad sobre él y sus antiguos enemigos resulta poco frecuentado en librerías y bibliotecas. 

Paco fue mi vecino, como digo. Su casa lindaba con la mía. Un jubilado tranquilo y amable, de pelo blanco. Había sido capitán de la Guardia Civil; y al ganar confianza, supe cosas de su vida. En su juventud había estado en las contrapartidas antimaquis, combatiéndolos en las montañas. No era muy lector, aunque su mujer había sido maestra, y le regalé un libro que no conocía: La sierra en llamas, de Ruiz Ayúcar. Al final me contaba episodios interesantes de cuando él y otros guardias se disfrazaban con ropas civiles y libraban una dura guerra contra el maquis bajo el frío, la lluvia y la nieve, cazándose unos a otros como alimañas con emboscadas, golpes de mano, secuestros, asesinatos mutuos, en aquella sucia guerra rural silenciada por el franquismo. Hablaba Paco de sus enemigos de entonces con una curiosa mezcla de rencor y admiración. De sus tropelías y asesinatos, y también de su valor y entereza. «Eran hombres de verdad –me dijo una vez– que sabían vestirse por los pies. Luchaban como fieras. Y había con ellos mujeres que tenían incluso más cojones que muchos». Cuando hablaba de eso, a Paco se le enturbiaba la mirada y sonreía triste: «Era gente brava que había tenido un ideal y tuvo mala suerte. Ellos cumplieron con el que creían era su deber y nosotros con el nuestro». 

Nadie me lo explicó nunca tan bien como Paco, que había sido su enemigo. Entre 1939 y 1952, los maquis asesinaron a casi un millar de campesinos, a 257 guardias civiles y a 50 militares y policías. Pagaron por ello un precio sangriento y acabaron aniquilados. Pero esos hombres acosados como alimañas, que terminaron siendo bandoleros fugitivos por los montes, habían combatido tres años en la Guerra Civil; y luego, exiliados en Francia, luchado en la Resistencia, liberado París y peleado en Alemania. Y después, creyendo que había llegado su hora, volvieron a España a hacer lucha de guerrillas contra el franquismo (cuando alguien los compara con las ratas criminales de ETA, de bomba fácil y tiro en la nuca, dan ganas de reír, o de vomitar). Los maquis españoles fracasaron, quedaron traidoramente abandonados por el Partido Comunista y acabaron librando una lucha desesperada y cruel, vagando por los montes como lobos peligrosos, cayendo uno tras otro hasta que acabó todo. Fueron heroicos y criminales, como muchos de quienes los persiguieron. Y si Paco, que era guardia civil y los mataba, hablaba de ellos con lucidez crítica y con respeto, no sé quién puede creerse con derecho a hacerlo de otra manera. 

31 de mayo de 2020 

domingo, 24 de mayo de 2020

La actriz de aquella noche

«Yo a los amigos no les cuento las penas; que los divierta su puta madre». El actor Antonio Gamero, copa en mano, acababa de pronunciar su frase inmortal apoyado en la barra del Bataplán, cuyos ventanales y terraza se abrían a la playa de la Concha de San Sebastián. Era septiembre, a finales de los 90, en pleno festival, y el mundo del cine de entonces se congregaba allí cada noche después de asistir a las proyecciones y cenar, los que podían permitírselo, en Aldanondo o en Ganbara, donde Amaia, la expeditiva y acogedora dueña, te trataba como a uno de su familia. 

Daban las tantas y habíamos estado trasegando alcohol de diversa procedencia, entre humo de cigarrillos –qué tiempos– y rumor de conversaciones, el grupo de amigos y conocidos que cada año nos congregábamos en la mesa de la esquina del bar del hotel María Cristina: mi casi hermano el productor Antonio Cardenal –acababa de rodar con Polanski La novena puerta, basada en una novela mía–, Pedro Masó, Pepe Vicuña, Ana Belén, Imanol Uribe, María Barranco, Sancho Gracia y otros del oficio. La noche anterior había sido mágica, pues al regreso al hotel, con Fito Páez sentado al piano, Ana Belén se había puesto a cantar como el ángel que era y supongo sigue siendo. Andábamos un poco resacosos, así que, tras cumplir con el ritual nocturno de Bataplán, casi todos se iban largando ya. En el bar quedábamos cuatro gatos: Gamero atornillado a la barra, Cardenal atornillado al White Label y yo contándole a Carmelo Gómez el chiste del oso maricón. Entonces, una agente de actores, chica simpática a la que yo apreciaba mucho, me cogió aparte. Acabo de llegar con ella, dijo señalando a una señora delgada y elegante que estaba de pie junto a la puerta. Y no conoce a nadie. ¿Me harías el favor de hacerle un poco de compañía? 

Es difícil decir no a esa petición si estás en Bataplán a las dos de la madrugada y compruebas que la compañía que te proponen rodó una película con Visconti. Acompañé a mi amiga, me presentó a la actriz y nos dejó solos. La actriz iba muy bien vestida y yo me felicité de estar a tono con una americana azul oscuro. Le llevé la copa que me pidió, y con un gintonic de Bombay azul en la mano procuré darle conversación. Mi inglés es infame, más adecuado para hablar con taxistas nigerianos o marines americanos que para hacer vida social; pero en francés nos manejamos muy bien. Nunca hasta esa noche había visto a esa mujer en persona, y me sorprendieron dos cosas: era más delgada de lo que parecía en la pantalla, y sus ojos claros eran muy luminosos y melancólicos. Debía de tener, calculé, cinco o seis años más que yo. Pequeñas arrugas se marcaban en torno a sus ojos y las comisuras de la boca. Ya no era tan bella, pero conservaba el encanto ambiguo, casi andrógino, que la había llevado a la pantalla. 

Intenté ser original no hablando de sus películas, de las que supuse le hablaría todo el mundo. Tampoco, por simples buenas maneras, hablé de mí. Su agente me había presentado como novelista y ex reportero, y no creí necesario más. Hablé del festival, de la gente pintoresca del cine español, de galanes de antaño como Rafael Durán y Alfredo Mayo, de Conchita Montenegro, que sedujo a Leslie Howard y protagonizó la extraordinaria Rojo y negro. Y cuando agoté la conversación sobre cine y aledaños, salimos a la terraza a contemplar la bahía bajo la luna y eso me dio pie para contarle que en esa playa aterrizó un avión con fugitivos nazis al final de la Segunda Guerra Mundial. Hablé luego del monte Igueldo, del casino de Biarritz, de Arzak y hasta de los chipirones encebollados. Y cuando ya no supe qué más decir, miré el reloj, dije que era muy tarde y se la devolví a su representante con la satisfacción del deber cumplido. 

A la mañana siguiente, desayunando en un café frente al María Cristina –siempre que puedo, evito los desayunos de hotel–, vi a la representante de la actriz. Me dio las gracias muy cariñosa y añadió: «Eso sí, no te imaginas lo enfadada que la tienes». Me quedé inmóvil, con la tostada a medio camino, pregunté por qué y respondió: «Dice que durante la hora larga que estuvisteis juntos no le hablaste ni una sola vez de sus películas». 

Como podrán ustedes comprender, desde entonces, cada vez que me encuentro con un director de cine, un actor o una actriz, y por si acaso también con un escritor o escritora, les hablo de sus películas. O de sus libros. O de lo bien que envejecen o rejuvenecen. Esa es, sin duda, la razón de que entre directores, actores y escritores se haya corrido la voz de que tengo una conversación interesante. 

24 de mayo de 2020 

domingo, 17 de mayo de 2020

El sastre, el traje y la madre que los parió

Durante estos días de estado de alarma y confinamiento según y cómo pero todo lo contrario, es posible que recuerden ustedes aquel chiste del sastre chapucero y el traje mal cortado. Por alguna razón que no establezco –tal vez mi natural ingenuidad–, yo mismo pienso en él a menudo, mientras oigo la radio o veo la tele. Y como hoy no se me ocurre otra cosa mejor que contarles, y el mencionado chiste contiene aspectos que podrían tener una lectura en clave política y social del tiempo y la España en que vivimos, y también de quienes la administran, me van a permitir ustedes que se lo refresque. Así que procedo a ello. 

Un cliente acude a la sastrería a probarse un traje hecho a medida, que ya está listo, dicen, para que se lo lleve. Situado frente al espejo de cuerpo entero, mientras el cliente se estudia detenidamente, el sastre dice: «La verdad es que le queda a usted de puta madre». Poco convencido, el cliente comenta que ve el cuello de la chaqueta ligeramente holgado hacia la derecha. «Eso se le adaptará por sí solo en cuanto lo use un poco», responde el sastre. «Podría retocárselo –añade–, pero sería una pena porque, como le digo, el traje le queda de puta madre. Le recomiendo que durante un par de días tuerza usted un poco el cuello y lo incline hacia ese lado, ¿ve? Hasta que se asiente la hechura. ¿A que tengo razón? ¿Ve cómo ahora le queda de puta madre?». 

Obedece el cliente, comprobando que el sastre tiene razón y que, con el cuello torcido a la derecha, la chaqueta le cae ahora impecable. Pero de pronto observa que, en esa postura, una manga queda más corta que la otra. Y se lo hace notar al sastre. «Eso también se asentará en cuanto lo use usted un par de días –responde el tijerillas con mucho aplomo–. Bastará, de momento, con que encoja usted un poquito ese brazo, así, mire, y la manga tendrá la longitud perfecta. Y no es por no retocárselo, se lo aseguro; pero sería una lástima tocar los hilvanes porque, desde luego, el traje le queda a usted de puta madre». 

Convencido por el argumento técnico, el cliente –que es un bendito de Dios– encoge el brazo y comprueba que, en efecto, si tuerce el cuello hacia la derecha encogiendo al mismo tiempo el brazo izquierdo, esa manga muestra exactamente un centímetro de puño de camisa, como debe ser. Pero también repara en que el pantalón hace una bolsa bajo la cintura, sobre la pinza de la izquierda, y se lo indica al sastre. «Es que estamos hablando todo el tiempo de lo mismo –responde sin inmutarse el otro–. El traje le sienta de puta madre, pero la lana fría de oveja virgen de Cornualles, como producto que es de altísima calidad, siempre necesita unos días para adaptarse de forma natural al cuerpo que la lleva. Esto no es tergal, caballero». Entonces el cliente, casi avergonzado por preguntar, reclama una solución para el asunto. Y el sastre, magnánimo, responde: «Muy fácil, fíjese. Durante ese par de días que le aconsejo, procure usted caminar con la cadera así, un poco echada para el lado izquierdo. ¿Ve lo que le digo? De ese modo no se nota bolsa ni nada. Y así, también el pantalón le queda de puta madre». 

Levanta un dedo el cliente, tímido pero inquieto. Permítame una observación, dice. Observo que si echo a un lado la cadera, la bolsa del pantalón desaparece; pero entonces queda una pernera más corta que la otra. Fruncido el ceño, cinta métrica en mano, el artista se agacha, toma la medida y se incorpora, displicente. «Sólo dos centímetros –sentencia–. No merece la pena retocarlo porque, como digo, la lana inglesa Chaste Sheep de cuatro hilos tejida en crudo se adapta muy bien con el uso. Bastará con que flexione usted esa rodilla y tuerza la pierna al andar. Sería una pena descoser y coser de nuevo, el tejido perdería su apresto. Y como le repito, y usted mismo puede comprobar, mírese bien ahora, el traje le queda de puta madre». 

Convencido, adoptando simultáneamente todas las posturas sugeridas por el sastre, el cliente sale a la calle a lucir el traje nuevo. Atento a recordar cada uno de los consejos sartoriales, camina con el cuello inclinado a la derecha, el brazo izquierdo encogido, la cadera a un lado y una pierna torcida. Pasa así, orgulloso de su indumento, por delante de un bar en cuya puerta hay dos parroquianos que se lo quedan mirando. «Oye, compadre –comenta uno–. Ese tío tan raro que pasa, fíjate en lo mal hecho que está». A lo que responde el otro: «Raro es, desde luego. Pero debe de tener un sastre estupendo, porque el traje le sienta de puta madre». 

Y, bueno. Supongo a muchos de ustedes les sonará el chiste. Y el sastre. 

17 de mayo de 2020 

domingo, 10 de mayo de 2020

Confinado con un sable

Tengo en las manos un sable de caballería, de húsar francés. Procede de las guerras napoleónicas y es un modelo que la Historia conoce como An IV, fabricado entre 1795 y 1796 en la factoría de Klingenthal. Se trata de una hermosa pieza con hoja ancha ligeramente curva y empuñadura de estribo a la húngara: el arma más prestigiosa y clásica de las guerras del Consulado y el Imperio, hasta el punto de que muchos húsares veteranos se negaron a cambiarla por los nuevos modelos y llegó hasta 1815 y Waterloo. 

He limpiado esa pieza como hago periódicamente con otras de mi modesta colección: paño suave y una cera que protege el metal y el cuero de la vaina. Alguno de estos días de confinamiento y calma lo he dedicado a ellos; a repasarlos uno por uno y poner sus fichas al día, averiguando más de cada ejemplar por las pistas que ofrece: punzones y marcas que indican dónde y por quién fue fabricado y utilizado, investigando en catálogos de armas, libros técnicos y de Historia que permiten reconstruir sus fascinantes biografías. Porque un sable, como todo objeto coleccionable, habla a quien lo escucha. Sobre todo, del tiempo que vió y las manos que lo empuñaron. Como sabe cualquier aficionado a coleccionar algo, un objeto no es sólo codiciable por su valor material, que puede ser escaso, sino también, o sobre todo, por su historia y la de quienes antes lo poseyeron. Es una puerta de las muchas que se abren al conocimiento y la memoria. 

He pensado en eso estos días. En los coleccionistas de sellos, cromos, juguetes, relojes, libros, pastilleros, dedales de coser, automóviles, ceniceros, botellas de vino, cajas de cerillas o las innumerables variantes posibles. Creo que en estos tiempos de reclusión, que el privilegio de una buena biblioteca y lugares cómodos hacen llevaderos, pero que a otros menos afortunados condenan al aislamiento y la desesperación, los coleccionistas de algo, quienes amueblan su mundo personal con esas vías de escape que permiten ir más allá del objeto para disfrutar de cuanto suscita en la imaginación, encajarán con más sosiego lo difícil y amargo. Revisar sus colecciones, ponerlas al día, ampliar el conocimiento sobre tal o cual pieza –y más cuando se dispone de la formidable herramienta de Internet– habrá aliviado, sin duda, momentos que en otros casos habrían sido de hastío, ocio estéril o desesperación. 

Pero no se trata sólo de coleccionistas. Cualquier afición, un móvil cualquiera que libere al ser humano de lo inmediato, si así lo desea, para llevarlo a otras regiones de placer y gratos ensueños, desde la simple contemplación de lo bello, útil o interesante hasta la penetración intelectual en cuanto ese objeto hace posible, ha salvado y salva, desde hace siglos, al ser humano de sus pozos oscuros y sus peores abismos. Entramos aquí en el ámbito de las aficiones, de los gustos alimentados por la iniciativa. En poseer, porque uno mismo lo construye, una tabla de salvación, un burladero confortable, una trinchera donde refugiarse –mirando al exterior o negándose a hacerlo, ya es cosa de cada cual– para abrigarse del frío que a veces hace ahí afuera. Del mismo modo que, cuando en otra etapa de mi vida, el regreso con malas imágenes en la retina a un hotel de paredes agujereadas y ventanas rotas me sumergía en un libro en cuyas páginas encontraba evasión, pero también explicaciones y consuelo, tengo la certeza de que quienes tienen una retaguardia amueblada con objetos que aman por su belleza o utilidad, gozan de más herramientas para que su cabeza, y como consecuencia su cuerpo, sobrevivan a los tiempos duros. 

Por eso hace un rato, cuando limpiaba el sable de húsar antes de devolverlo a su vaina, pensaba con una pequeña sonrisa cómplice en todos ellos. En los hermanos de la costa a los que nos une, no la misma afición ni los mismos gustos, pero sí algo común y por encima de eso: la conciencia, o la intuición, o la experiencia, de que hay actividades, mundos propios que nos salvan; que alivian esas soledades que todos tenemos, incluso, o tal vez precisamente por ello, encerrados en un piso de 60 metros con niños, marido, esposa y suegra, o suegro. En quien con minuciosa paciencia construye barcos de madera para navegar con la imaginación, pinta soldados de plomo, recupera películas amadas de la videoteca, alinea vitolas de puros en un álbum, mata marcianos en la videoconsola, acaricia un libro como si fuera la piel de un amante o un amigo. Dichoso es, por tanto, quien tiene un sable en casa. No como arma, que eso es lo de menos, sino como compañía, evasión y consuelo. 

10 de mayo de 2020 

domingo, 3 de mayo de 2020

El hombre al que mató el miedo

Era un judío austríaco, culto, rico, elegante y cobarde, y se había suicidado en Brasil veinticuatro años atrás. Todo eso lo ignoraba yo cuando lo descubrí en la biblioteca de mi abuela María Cristina. Mi abuela y mi tía Pura eran muy aficionadas a la literatura contemporánea, y Stefan Zweig era de su agrado. Carta de una desconocida, Veinticuatro horas de la vida de una mujer y la biografía María Antonieta me gustaron mucho; pero yo leía de todo, compulsivamente, y ese autor quedó atrás, como quedan tantos libros y autores cuando un joven lector piensa más en engullir con voracidad que en digerir despacio. 

Lo redescubrí más tarde, cuando José Ramón Zabala, un amigo al que debí importantes hallazgos literarios, me aconsejó Novela de ajedrez. Con ella, Zweig volvió a mi vida. Adquirí sus obras completas en editorial Juventud y luego en La Pléiade, y me lo zampé varias veces. Sus extraordinarias biografías –ese magistral Fouché–, con las de Ludwig y Maurois, amueblan buena parte de mi percepción del mundo. También me fascinó su inteligente forma de penetrar en personajes femeninos. Por eso me sorprendía que los críticos literarios españoles catalogaran a Zweig como simple autor de novelas de éxito, cuando a mí me parecía un escritor inmenso, a la altura de mis adorados Mann, Stendhal y, sobre todo, Conrad, también despreciado entonces por nuestros mandarines de la literatura. Pero en los años 80, debido a su reconocimiento intelectual en Francia, aquellos idiotas dejaron de enarcar la ceja, pasaron al aplauso, y hoy nadie discute lo indiscutible. 

Nunca he olvidado a Stefan Zweig –releo algo suyo de vez en cuando–, pero lo recuerdo mucho en estos días difíciles para Europa y el mundo: famoso, rico, la llegada de los nazis lo empujó al exilio haciéndole perder patria, casa, biblioteca, idioma, amigos y esperanzas. También las ganas de vivir. A diferencia de otros intelectuales de habla alemana como los Mann o Joseph Roth –autor de la extraordinaria La marcha Radetzky–, Zweig quiso mantenerse al margen. Creyó al principio que la tormenta totalitaria sobre Europa era pasajera y que pronto volvería todo a la normalidad. A su normalidad cómoda, educada y elegante. Por eso eludía comprometerse. La polémica no es la forma de expresar mis convicciones, escribió. Su voz ni siquiera se alzó para denunciar los crímenes nazis ni defender a los otros judíos que iban a los campos de exterminio. Se quitó de en medio, huyó a Inglaterra, de donde también puso pies en polvorosa cuando la guerra llegó allí. Y mientras otros escribían artículos o daban conferencias denunciando el horror en el que Europa se sumía, él pretendió mirar desde lejos, creyendo que el dandi mundano que había sido sobreviviría, mano sobre mano, a la tragedia en marcha. 

Esa irrealidad de emboscado, de pacifista naif, le duró poco. La entrada de Estados Unidos en guerra, la caída de Singapur en manos japonesas, le hicieron comprender que en ningún lugar estaría a salvo. Y ya era tarde para unirse a los intelectuales antinazis que llevaban tiempo batallando en el exilio. Sus libros estaban prohibidos en la Europa ocupada, su paraíso confortable no existía, y creyó que un futuro mejor, si llegaba, tardaría en manifestarse. Lo dijo en una carta a sus amigos: Cuanto hice se reduce a la nada. Europa, nuestra patria, está devastada para un tiempo que se extenderá más allá de nuestras vidas. Así que en 1942, junto a su joven esposa, tomó una sobredosis de Veronal y salió de escena para siempre. Fue Thomas Mann, el autor de La montaña mágica, quien le dedicó este duro epitafio: No tenía conciencia de su deber hacia sus compañeros de infortunio en el mundo entero, para quienes el exilio fue mucho más duro que para él, famoso, adulado y libre de toda preocupación material.  

Nos quedan sus libros, por fortuna. Uno de ellos, el último, es el extraordinario El mundo de ayer, adiós melancólico a una Europa deshecha ante sus ojos asustados e impotentes. Y es de aconsejable lectura por muchas razones: una es la gran calidad literaria; otra, su dolorido adiós a una geografía histórica y cultural, vieja república de las artes y las letras, humanidad kantiana reconciliada en el amor de lo bello y lo justo. El testamento de un hombre de extraordinario talento derrotado por sí mismo, para quien la vida fue un privilegio; y ese mismo privilegio, unido a un carácter débil, lo incapacitó para gritar y luchar. Por eso El mundo de ayer de Stefan Zweig no es realmente el final de un mundo. Es el final de su mundo. El testamento conmovedor, pese a todo, de un hombre que murió sin pelear mientras otros sí lo hacían. 

 3 de mayo de 2020