domingo, 25 de marzo de 2018

Hombres

Parado frente a un semáforo junto a dos niños varones de diez o doce años, oigo que uno le dice al otro: «Adrián es un buen tío; nunca me dejaría tirado». Siguen su camino y me quedo pensando en la frase significativa con la que, en mi opinión, un enano imberbe acaba de resumir siglos de historia masculina. Porque, hasta hace muy poco tiempo, ese «nunca me dejaría tirado» parecía más propio de hombres que de mujeres. Resabio instintivo de algunas reglas básicas que durante miles de años ayudaron a la supervivencia de nuestra especie. 

Hablando en general –lo que no excluye infinitas excepciones–, dudo que hasta fecha reciente una niña o mujer adulta considerase importante señalar, en esos términos, que la dejasen tirada o no. Era menos habitual que una mujer mencionase la cohesión de grupo como factor clave, pues sus códigos de lealtad solían referirse a otras circunstancias. Lo más probable, llevando la frase a ese terreno, es que dijera algo como: «Marta me entiende y puedo contar con ella». 

Desde mi torpeza de varón me esfuerzo por analizarlo. A mi juicio, dejar tirado es jerga de grupo, y contar con ella es más individual e intenso. Más profundo. Creo que para una mujer, pese al cambio en la sociedad occidental, es aún importante la empatía personal, el apoyo concreto de quien tiene la misma memoria genética –y a veces el triste presente– de soledades y sumisiones; de siglos como rehén del hombre, pariendo, cuidando el hogar que daba calor a todos. Para esa mujer, históricamente sometida a hombres buenos y también a injustos y malos, para esa mirada sabia en silencios, contar con otra mujer, aunque fuera o sea sólo una, reconfortaba y reconforta. Rompía la soledad e iluminaba, o ilumina, el mundo. 

Ahí el hombre era distinto. Necesitaba menos comprensión que lealtad. Durante mucho tiempo y por asignación de roles, mientras ellas cuidaban a los cachorros, ellos salían al frío, la caza y la guerra, protegiendo desde fuera lo que las mujeres protegían desde dentro. Se enfrentaban a animales salvajes y tribus enemigas, mataban y morían; y cuando se alejaban entre el viento y la lluvia, muchos no regresaban. Eso les daba privilegios que nadie discutía. Privilegios que no pocos imbéciles ajenos al viento y la lluvia, a sacrificarse para que hembra y cachorros sobrevivan, incapaces incluso de fregar los platos, se empeñan hoy en mantener, aunque ya nada les dé derecho a ello. 

En aquel mundo áspero, peligroso, los varones iban en grupo a cazar o guerrear. Ahí no bastaba contar con uno; se necesitaban varios. Las reglas solidarias eran fundamentales, pues quebrantarlas suponía fracaso y muerte. No dejar tirado a uno de los tuyos era pura supervivencia. Y creo que en muchos de los actuales varones, en sus comportamientos y códigos, esos recuerdos instintivos de caza y guerra siguen presentes. Observen de qué forma tan distinta se comportan todavía, pese a la creciente, necesaria e imparable igualdad, los grupos de chicos y los de chicas. 

Por eso es importante comprender, sin que eso sea justificar. Entenderlos a ellos como a ellas. Criminalizar al varón, hacerlo avergonzarse de su masculinidad cuando ésta no es opresora ni nociva, resulta injusto. Hombres con sus códigos, y precisamente por tenerlos, han peleado y siguen haciéndolo con mucho valor y dureza. Y ya no hablo de caza o batallas, sino de padres de familia que se dejan la salud y la vida trabajando –como también hacen ellas ahora, dentro y fuera de casa, a veces en doble combate–, para sobrevivir en un mundo hostil donde, igual hoy que hace siglos, sigue haciendo mucho frío. 

En otros momentos de mi vida vi a muchos hombres, con sus torpezas y brutalidades, ser leales a esos códigos de grupo. Tragarse el miedo y caminar bajo el fuego porque al compañero no se le podía dejar solo; o porque, vuelto el mundo al horror de su implacable realidad, era necesario proteger a hembras y cachorros cuando las buenas intenciones, los progresos sociales, la igualdad tan duramente conseguida de la mujer, se iban al carajo. O se siguen yendo. Prueben a hablarle de feminismo a un chetnik serbio, a un yihadista o a uno de Boko Haram. 

Todo eso no me lo han contado. Lo vi en la centuria vigesimosecular que dejamos atrás y en casi dos décadas de la actual. Y si el péndulo de la vida volviese a oscilar aquí, no pocos de esos hombres a los que en este lado confortable del mundo se criminaliza y desprecia, incluso los peores, apretarían los dientes y saldrían a cumplir con las viejas reglas, para no dejarse tirados entre ellos y para no dejarlas tiradas a ellas. Obligados por códigos ancestrales que para bien y para mal, y no siempre por su culpa, todavía llevan en la sangre. Y es que, a pesar de quienes pretenden reducirlo todo a una estúpida simpleza, el ser humano es un animal apasionante y complejo. 

25 de marzo de 2018 

domingo, 18 de marzo de 2018

La joven del violín

Sentado en la terraza del bar Laredo de Sevilla, con un libro en las manos –Memorias de un librero, de Héctor Yánover– y una copa de manzanilla sobre la mesa, levanto de vez en cuando la vista para mirar a la gente que pasa. De vez en cuando, grupos de turistas desembocan en la plaza de San Francisco viniendo por la calle Sierpes, camino de la Giralda y el Patio de los Naranjos; y otros, que van por libre, se pasean despacio mirando el edificio del Ayuntamiento. Es una mañana muy sevillana, luminosa y tranquila. Y para hacerla todavía más agradable, suena música de violín. 

La violinista llegó hace un momento, dejó en el suelo el estuche abierto de su instrumento y empezó a tocar Fascinación. La tengo a unos cinco metros. Es joven, gordita y guapa, con el pelo recogido en dos trenzas cortas. Su aspecto es simpático. Tiene los ojos claros y al principio me parece extranjera, pero al rato pasan dos conocidos suyos, deja de tocar un momento y la oigo cambiar unas palabras en perfecto español. Después sigue tocando. Mientras desliza el arco sobre las cuerdas, su expresión se torna muy dulce. La observo detenidamente y concluyo que no está fingiendo. Con certeza ama la música que hace, es feliz con el violín encajado en el hueco del hombro y la mandíbula, tocándolo con elegante maestría. No sé casi nada de música, pero sí lo bastante para saber cuándo un intérprete es bueno o malo. Y ésta es muy buena. No de esos aguafiestas que estás hablando y se te sitúan al lado con un altavoz y un chundarata insoportable, amargándote el aperitivo; y luego, encima, pretenden que les pagues por ello. Nada de eso. La chica del violín es una artista de verdad. Una violinista seria. 

Pese a todo, el estuche del suelo sigue vacío. Nadie de los que pasan, y son muchos, deja una moneda. Ocurre, además, algo que me desagrada siempre, y que observo a menudo en lugares semejantes: turistas equipados con cámaras o teléfonos móviles, que creen que quienes están en la calle haciendo pompas de jabón, o disfrazados de astronauta, o tocando el violín, están allí para que ellos puedan hacer fotos por la cara, completamente gratis. Que les paga el Ayuntamiento para que alegren el itinerario. Gente tacaña, o estúpida, que se acerca, hace la foto o, lo que es peor, pide que la fotografíen junto al artista o personaje de turno, y luego sigue su camino sin dejar nada a cambio. 

Eso es lo que ocurre con la chica del violín. La miran, se paran a su lado, se hacen fotos con ella y nadie deja caer un euro. Es más: en la mesa contigua a la mía hay una pareja. Un hombre y una mujer negros, muy bien vestidos. Ella es grandota y abundante; y él, un tipo corpulento con un pesado reloj de oro en la muñeca y un teléfono pegado a la oreja, por el que habla en inglés, a grito pelado, sin importarle la música y quienes la escuchamos. Y yo miro a la violinista, su dulce expresión absorta en la música, los ojos claros que entorna a veces como si se sintiera transportada por ella, y me pregunto con tristeza cuántos sueños mueren aquí, frente a esta terraza de un bar de Sevilla, o frente a no importa qué bar del mundo. Cuántas horas de esfuerzo, de practicar, de confiar en poder dedicarse un día a vivir de lo que sin duda era una pasión, y que, tras vaya usted a saber cuántas decepciones, fracasos y amarguras, acaban en un estuche abierto en el suelo, en una melodía que apenas nadie atiende en serio, en una joven con trenzas y ojos claros que, absorta en la música que ama, la ofrece en la calle a fin de ganarse la vida con lo que sabe, como la dejan, como puede. 

La chica toca ahora Moon River; y una vacaburra, acompañada por un animal varón de apariencia aún más grosera que ella, se acerca, se hace una foto al lado y sigue su camino sin mirar siquiera a la chica del violín, que cuando les sonríe lo hace ya al vacío. Entonces llego a ese pasaje del libro en el que Yánover habla del cliente que preguntó: «¿Tienen Crimen y castigo, de Doctor Jekyll?». Y me digo que ya es suficiente, que mi capacidad de tristeza se ha colmado de sobra esta mañana; así que cierro el libro, me levanto, y antes de irme dejo un billete en la funda vacía. Al incorporarme, encuentro un destello de agradecimiento en la mirada clara de la joven. Entonces le guiño un ojo y ella hace lo mismo, sin dejar de tocar. Y mientras me alejo, cuando dirijo una última mirada a la violinista cuya melodía va quedando a mi espalda, veo que la negra de la mesa se ha levantado y también deja algo en el estuche. 

18 de marzo de 2018 

domingo, 11 de marzo de 2018

Mujeres

Acabo de mirar un viejo bloc de notas para confirmar que aquello sucedió en los Balcanes en septiembre de 1991. El ejército serbio, que todavía era yugoslavo, intentaba aplastar la sublevación nacionalista croata. Por delante, preparando el terreno, iban los irregulares chetniks, una milicia despiadada para la que el degüello de hombres y la violación de mujeres eran legítimas armas de guerra. Aquello dejaba un rastro de pueblos en llamas, casas destruidas, enjambres de moscas zumbando sobre cadáveres tirados por todas partes. El paisaje de Croacia, como más tarde Bosnia, era idéntico al fondo de El triunfo de la Muerte, de Brueghel. Parecía el mismo lugar y la misma guerra. En realidad, lo era. 

Estábamos allí ganándonos el jornal: Márquez con su cámara, Jadranka, nuestra intérprete croata, y el arriba firmante. Aquel día la Armija yugoslava atacaba fuerte en Okučani, y allá nos fuimos temprano, para contarlo en el telediario. Cuando llegamos el pueblo ardía, y mientras los hombres peleaban al otro lado, intentando contener a los tanques serbios, mujeres, niños y ancianos intentaban escapar por la carretera. De vez en cuando caía un zambombazo de artillería que aceleraba la desbandada y el pánico. Dejamos el coche a un lado y nos pusimos a trabajar. Las imágenes no las describo porque esa misma noche salieron en el telediario. De pie entre aquella locura, sereno como siempre, el ojo pegado al visor y un cigarrillo en la boca, Márquez lo grababa todo. Después nos metimos en el pueblo en dirección a donde sonaban los tiros, para completar el curro. De pronto dejamos de ver gente. Sólo calles desiertas, ruido de tiros y cristales rotos. Territorio comanche. 

Jadranka era alta, tranquila y muy valiente. Le pagábamos una pasta por trabajar con nosotros, pero lo que hacía no podía pagarse con dinero. Aquel otoño, en tres meses de combates y sobresaltos, vi su cabello, originalmente oscuro, encanecer por completo. Negro en Petrinja y gris en Vukovar. En aquella campaña Jadranka nos sacó de muchos apuros; y nosotros a ella, de alguno. La única vez que Márquez y yo renunciamos a una gran exclusiva fue a causa de Jadranka, para evitar que cayera en manos de los serbios. Pero no me arrepiento, ni Márquez tampoco. De todas formas, ésa es otra historia. Aquel día en Okučani estuvo estupenda, como siempre. Y fue ella quien nos señaló al pequeño grupo de gente que corría entre las casas en llamas: dos mujeres jóvenes con niños pequeños, un anciano que apenas podía caminar y una mujer también mayor, enlutada. 

Márquez y yo les salimos al paso. Y se asustaron. Dos tíos con casco y chaleco antibalas que aparecen de pronto entre la humareda y les apuntaban con una cámara, parecida a un arma, no era en absoluto tranquilizador. Y entonces, de pronto, me di cuenta de que la anciana llevaba en las manos una escopeta de caza, y que al vernos se la echaba a la cara, a bocajarro, dispuesta a mandarnos al otro barrio sin más trámite. Decidida y mortal. Alcé las manos y grité «¡Novinar, novinar!» para que supiera que éramos periodistas, pero seguía apuntándonos con el dedo en el gatillo, y si no llega a interponerse Jadranka, largando en croata, la abuela nos limpia el forro. Pocas veces estuve tan seguro de que nos iban a matar. 

Después, mientras los ayudábamos a salir de allí, Jadranka nos fue traduciendo la historia. Los hombres de la familia combatían en las afueras del pueblo; y el abuelo, descompuesto por la edad y el terror, no servía para nada. Los chetniks violaban a las mujeres jóvenes, así que era la abuela la que cuidaba de sus nueras, su marido y sus nietos, llevando para protegerlos la vieja escopeta de caza de la familia. Era una vieja bajita, regordeta, de casi setenta años, con un pañuelo en la cabeza y un hatillo donde llevaba unos mendrugos de pan, tres latas de sardinas y una docena de cartuchos de postas. Miraba a Márquez con suspicacia y desafío mientras éste la filmaba, sin soltar el arma, con el dedo rozando el guardamonte. Como si no acabara de fiarse del todo. Y mientras yo la observaba caminar y volverse de vez en cuando a comprobar que sus nueras, nietos y marido la seguían, y veía a su lado a Jadranka, erguida pese a la fatiga, tiznada de humo y sucia de barro, con aquel pelo que ya agrisaban las primeras canas, pensé que los hombres miramos desde fuera a las mujeres. Vivimos con ellas, las amamos, halagamos, toleramos y utilizamos. Creemos conocerlas, pero en realidad no sabemos nada. Absolutamente nada. Hasta que cualquier día, en Okučani o en donde sea, las forzamos a coger la escopeta y pelear. Y entonces te hielan la sangre. 

11 de marzo de 2018 

domingo, 4 de marzo de 2018

Cediendo el paso, o no

Camino por el lado izquierdo de una calle de Lisboa, subiendo del Chiado al barrio Alto: una de ésas que tienen aceras estrechas que sólo permiten el paso de una persona a la vez. Me precede un individuo joven, sobre los treinta y pocos años. Un tipo normal, como cualquiera. Un fulano de infantería que camina con las manos en los bolsillos. Podría ser portugués, o inglés, o español; de cualquier sitio. Va razonablemente vestido. De frente, por la misma acera, camina hacia nosotros una señora mayor, casi anciana. Por reflejo automático, sin pensarlo siquiera, bajo de la acera a la calzada para dejar el paso libre, atento al tráfico, no sea que un coche me lleve por delante. Lo hago mientras supongo que el individuo que me precede hará lo mismo; pero éste sigue adelante, impasible, pegado a las fachadas, obligando a la señora a dejar la acera y exponerse al tráfico.

Cuando la mujer queda atrás, me adelanto un poco para ver la cara de ese cenutrio. Lo miro, me mira él a mí como preguntándose qué diablos miro, y en su estólida expresión, en la forma en que continúa su camino, comprendo que sería inútil recriminarle algo. No lo iba a entender aunque se lo cantara en fado y con fondo de guitarras, me digo. No es consciente de lo que ha ocurrido. No ha hecho apartarse a la señora por descuido, ni por deliberación; ni siquiera por no exponerse al tráfico él mismo. Es, sencillamente, que no le ha pasado por la cabeza. Que ni le pasa, ni le pasará nunca. Y si yo ahora le dijera que es una grosera mala bestia, antes de liarnos a guantazos –ganaría él, porque es mucho más joven– me miraría sorprendido, preguntándose por qué.

Y ése es el punto, concluyo desolado. Que en el mundo de ese fulano, en la forma natural, instintiva, que semejante sujeto tiene de abordar la vida y la relación con los demás –él y los millares y millones que son como él–, ceder el paso o gestos parecidos ya no forman parte de sus reflejos. De su adiestramiento social. De su educación. Da lo mismo, a estas alturas, que quien venga por la acera sea mujer, niño, anciano o joven de su mismo sexo y edad. Lo más elemental del mundo, ceder el paso a cualquiera, al que viene de frente, va a cruzar el umbral de una puerta o te cruzas en un pasillo, resulta para él algo impensable, por completo ajeno a su comprensión y a su forma de mirar el mundo. No existe, y punto. Nadie se lo ha enseñado en casa o en el colegio, o nadie le ha insistido en ello. Lo suyo es irreprochable, por tanto. Es un grosero honrado, un animal consecuente. Una bestia inocente, limpia de polvo y paja.

Ustedes saben que lo que acabo de contar no es una anécdota casual. Siempre hay justos en Sodoma, claro. Por suerte aún quedan muchos y muy nobles. Pero su número decrece, sin duda. Basta un trayecto en metro o autobús, un rato en los bancos de espera de una estación de tren de cercanías: jambos o pavas despatarrados en un asiento, dándole al móvil mientras un anciano, una mujer embarazada o quien diablos toque, cualquiera a respetar, están de pie a su lado. Descarados que se ponen delante cuando estás esperando un taxi y le hacen señas primero, en vez de preguntar si lo esperabas tú; brutos que empujan para pasar primero, ignorando que exista algo parecido a una disculpa; cretinos de ambos sexos que permanecen callados mirando al vacío cuando saludas al entrar en una sala de espera; gentuza que no ha pronunciado nunca las palabras ‘por favor’ y ‘gracias’, e ignora lo mucho que esas expresiones facilitan la vida propia y ajena; patanes que, cuando les sostienes la puerta para que no les dé en las narices, pasan por tu lado sin mirarte siquiera, sin un gesto de agradecimiento o una sonrisa. Chusma incivil, en suma. Bajuna morralla que ignora, porque ya casi nadie lo impone en ninguna parte, que la educación, la cortesía, las buenas maneras son la única forma de hacer soportable la ingrata promiscuidad a que nos obliga la vida.

Claro que, a veces, uno también tiene ocasión de tomarse pequeños desquites; como aquella vez en el hotel Colón de Sevilla, cuando mi compadre Juan Eslava Galán y yo entramos en un ascensor, saludando corteses a un individuo que estaba dentro, y éste siguió mirando el vacío sin despegar los labios, tan apático y silencioso como una almeja cruda. Entonces Juan, con esa eterna guasa pícara que tiene, se volvió a mirarme, suspiró hondo y dijo con aire contrariado: «Vaya por Dios. Otra vez nos toca subir con un mudo».

4 de marzo de 2018