Parado frente a un semáforo junto a dos niños varones de diez o doce años, oigo que uno le dice al otro: «Adrián es un buen tío; nunca me dejaría tirado». Siguen su camino y me quedo pensando en la frase significativa con la que, en mi opinión, un enano imberbe acaba de resumir siglos de historia masculina. Porque, hasta hace muy poco tiempo, ese «nunca me dejaría tirado» parecía más propio de hombres que de mujeres. Resabio instintivo de algunas reglas básicas que durante miles de años ayudaron a la supervivencia de nuestra especie.
Hablando en general –lo que no excluye infinitas excepciones–, dudo que hasta fecha reciente una niña o mujer adulta considerase importante señalar, en esos términos, que la dejasen tirada o no. Era menos habitual que una mujer mencionase la cohesión de grupo como factor clave, pues sus códigos de lealtad solían referirse a otras circunstancias. Lo más probable, llevando la frase a ese terreno, es que dijera algo como: «Marta me entiende y puedo contar con ella».
Desde mi torpeza de varón me esfuerzo por analizarlo. A mi juicio, dejar tirado es jerga de grupo, y contar con ella es más individual e intenso. Más profundo. Creo que para una mujer, pese al cambio en la sociedad occidental, es aún importante la empatía personal, el apoyo concreto de quien tiene la misma memoria genética –y a veces el triste presente– de soledades y sumisiones; de siglos como rehén del hombre, pariendo, cuidando el hogar que daba calor a todos. Para esa mujer, históricamente sometida a hombres buenos y también a injustos y malos, para esa mirada sabia en silencios, contar con otra mujer, aunque fuera o sea sólo una, reconfortaba y reconforta. Rompía la soledad e iluminaba, o ilumina, el mundo.
Ahí el hombre era distinto. Necesitaba menos comprensión que lealtad. Durante mucho tiempo y por asignación de roles, mientras ellas cuidaban a los cachorros, ellos salían al frío, la caza y la guerra, protegiendo desde fuera lo que las mujeres protegían desde dentro. Se enfrentaban a animales salvajes y tribus enemigas, mataban y morían; y cuando se alejaban entre el viento y la lluvia, muchos no regresaban. Eso les daba privilegios que nadie discutía. Privilegios que no pocos imbéciles ajenos al viento y la lluvia, a sacrificarse para que hembra y cachorros sobrevivan, incapaces incluso de fregar los platos, se empeñan hoy en mantener, aunque ya nada les dé derecho a ello.
En aquel mundo áspero, peligroso, los varones iban en grupo a cazar o guerrear. Ahí no bastaba contar con uno; se necesitaban varios. Las reglas solidarias eran fundamentales, pues quebrantarlas suponía fracaso y muerte. No dejar tirado a uno de los tuyos era pura supervivencia. Y creo que en muchos de los actuales varones, en sus comportamientos y códigos, esos recuerdos instintivos de caza y guerra siguen presentes. Observen de qué forma tan distinta se comportan todavía, pese a la creciente, necesaria e imparable igualdad, los grupos de chicos y los de chicas.
Por eso es importante comprender, sin que eso sea justificar. Entenderlos a ellos como a ellas. Criminalizar al varón, hacerlo avergonzarse de su masculinidad cuando ésta no es opresora ni nociva, resulta injusto. Hombres con sus códigos, y precisamente por tenerlos, han peleado y siguen haciéndolo con mucho valor y dureza. Y ya no hablo de caza o batallas, sino de padres de familia que se dejan la salud y la vida trabajando –como también hacen ellas ahora, dentro y fuera de casa, a veces en doble combate–, para sobrevivir en un mundo hostil donde, igual hoy que hace siglos, sigue haciendo mucho frío.
En otros momentos de mi vida vi a muchos hombres, con sus torpezas y brutalidades, ser leales a esos códigos de grupo. Tragarse el miedo y caminar bajo el fuego porque al compañero no se le podía dejar solo; o porque, vuelto el mundo al horror de su implacable realidad, era necesario proteger a hembras y cachorros cuando las buenas intenciones, los progresos sociales, la igualdad tan duramente conseguida de la mujer, se iban al carajo. O se siguen yendo. Prueben a hablarle de feminismo a un chetnik serbio, a un yihadista o a uno de Boko Haram.
Todo eso no me lo han contado. Lo vi en la centuria vigesimosecular que dejamos atrás y en casi dos décadas de la actual. Y si el péndulo de la vida volviese a oscilar aquí, no pocos de esos hombres a los que en este lado confortable del mundo se criminaliza y desprecia, incluso los peores, apretarían los dientes y saldrían a cumplir con las viejas reglas, para no dejarse tirados entre ellos y para no dejarlas tiradas a ellas. Obligados por códigos ancestrales que para bien y para mal, y no siempre por su culpa, todavía llevan en la sangre. Y es que, a pesar de quienes pretenden reducirlo todo a una estúpida simpleza, el ser humano es un animal apasionante y complejo.
25 de marzo de 2018