lunes, 28 de noviembre de 1994

Nos echan los gringos


Nos están barriendo por todo el morro, y vamos a perder aquello igual que perdimos Filipinas, Guinea Ecuatorial y el Norte de África. Mientras nuestros linces de la geopolítica siguen con especial atención los graves acontecimientos de la Europa del Este, los Balcanes y el Asia Media, en las alineaciones de los equipos de fútbol hispanoamericanos hay cada vez menos nombres españoles y más italianos, turcos, eslavos y hasta japoneses. Ése sí es un síntoma de verdad, y no los autocomplacientes informes de algunos de los capullos de carrera y cuello blanco que, salvo un par de honrosas excepciones, tenemos por allí jugando a la cosa del virreinato y sin comerse una paraguaya mientras hablan de una Hispanoamérica imaginaria que ya no se tragan ni los caimanes del Paraná.

La política exterior española -donde la tasa de soplapollas es muy alta por metro cuadrado- tiene tres ejes de actuación. El principal es Europa, por deslumbre. El segundo es el mundo árabe, por miedo a lo que se nos viene encima. Y el tercero es Hispanoamérica, por aquello de los lazos. En la práctica, Bruselas resulta ser el único lugar que consume esfuerzos; porque la política árabe es simple, y consiste en periódicas bajadas de calzones para ir teniendo tranquilo al moro, y el que venga detrás que arree. En cuanto al asunto americano, que es nuestro auténtico espacio natural, todo se queda en mucho pueblo hermano y tal, y mucho marear la perdiz. Pero los presidentes se llaman ahora Fujimori, Menem, Maronna, y cosas así. Y los jóvenes ya no vienen a estudiar a España, sino que se van a Estados Unidos. Y los gringos se los están comiendo sin pelar. Y resulta que el único sitio donde todavía nos quieren, hay que joderse, es en La Habana.

Después de las fiebres independentistas, la idea de la Madre Patria se estableció en las antiguas colonias hacia el Cuarto Centenario más o menos, cuando Rubén Darío y toda la panda redescubrieron la cosa. Ser español empezó a llevarse otra vez muchísimo, y eso abrió las puertas a dos grandes migraciones: los trescientos mil gallegos, vascos, asturianos y demás que fueron a buscarse allí la vida a principios de siglo, y el éxodo republicano de finales de los años treinta, entreverado todo eso con legiones de misioneros y de monjas dispuestos a convertir aborígenes. Pero después se fue cerrando el grifo, y los españoles cambiaron de horizontes o se quedaron en casa a ver a Nieves Herrero. En cuanto a los curas, los que no se salieron para casarse con indias se afiliaron a la teología de la liberación o se hicieron guerrilleros, y los milicos locales y sus asesores norteamericanos se los fueron cepillando un poco por aquí y por allá. El caso es que uno viaja a Buenos Aires, Bogotá o Tegucigalpa, y menos españoles de origen empieza a encontrar de todo. Así que lo del Quinto Centenario de hace un par de años, allí les sonó en buena parte a cuento chino. Y es que además, por otra parte, cada vez hay más chinos.

Así que, claro, con lo de la Madre Patria ya no comulga nadie, salvo unos cuantos nostálgicos jubilados que se apellidan Sánchez. Ahora todavía hay muchos que tienen un abuelo español, y aún les tira un poco el asunto de la lágrima. Pero de aquí a una generación los abuelos estarán criando malvas con Gardel, en La Chacarita, y ya me contarán ustedes de qué van a hablar nuestros embajadores en los cócteles a la hora de justificar el sueldo con fulanos que se llaman Makihito o Benamussa. Además, por mucho que la diplomacia española le dé a la retórica y a la demagogia fraterna, los gringos están más cerca y se lo ponen todo más barato. Y sobre todo se lo ponen, que ésa es otra. Y mientras los que quedan aún aguardan al español de toda la vida, de aquí sólo mandamos oportunistas, etarras rebotados, narcoemisarios con lista de la compra, o capullos de Bruselas hablando de prioridades comunitarias, del 0,7 por ciento y de que, en el marco de la OTAN, lo táctico es apoyar a los kurdos.

Supongo que al actual equipo de Exteriores le da lo mismo, porque cuando España termine de esfumarse en Hispanoamérica, que será pronto, ellos ya no saldrán en los telediarios. Pero a mí no me da igual. Y me pregunto si, en estos tiempos de tanta objeción de conciencia, tanto insumiso y tanto no saber qué hacer con esos chicos, no estaría bien inundar Hispanoamérica de jóvenes cooperantes, con ilusiones y ganas de marcha, para que preñen indias y se hagan guerrilleros y le den otra vez un poco de vidilla al asunto. Mejor eso que pagar con vidas de cascos azules las fotos que el ministro Solana se hace en Bruselas.

27 de noviembre de 1994

lunes, 21 de noviembre de 1994

A Chiquito de la Calzada


¿Se da usted cuen, don Gregorio? Toda la vida persiguiendo los garbanzos de uno en uno, rodando por tablaos de mala muerte hecho un fístro y con más agujeros en el diodeno que la ventana de un chérif. Sesenta años que se le retratan a usted en la cara, doce lustros andaluces y flamencos palma va y palma viene, con el gaznate hecho polvo por los trasnoches y el Machaquito, buscándose la vida a cuatro duros. Y ahora resulta que basta un rato en la tele para que la gente le pida autógrafos, y le den palmaditas en la espalda, y Pepita, que es una santa por haberle aguantado a usted, pecador de la pradera, treinta y seis tacos de almanaque haciendo juegos malabares con la cartilla de ahorros, ya no tiene que andar preocupándose de qué echarle al puchero.

Cuánto me alegro, maestro. Sobre todo porque, como dice la copla, al arriba firmante lo que más le alegra es comer jamón serrano de pata negra y oír a un flamenco contar un chiste. Contarlo además como Dios manda, o sea, dándole a uno igual el chiste que sea, y atento a la manera, que es donde está el duende, por la gloria de mi madre; como una vez que oí a Paco Gandía, que es un monstruo, comprándole un periódico a Curro el de la Campana en la esquina de Sierpes, en Sevilla, y tuve que sentarme en la confitería para no caerme al suelo de risa. Mi mujer, que es rubia y de Huesca, dice que no le ve a usted la gracia. Pero ya sabe usted, don Gregorio, que en España los chistes según y cómo. De Despeñaperros arriba, la historia necesita gracia. De Despeña-perros abajo, el chiste nos da igual. La guasa está en quién y en cómo lo cuenta' Y cuanto más largo, mehó.

Pero me desvío del tema. Lo que quería decirle es que el otro día, mientras me contaba usted el del mono que le endiña el diodeno vaginal al león, o sea, yo le miré los ojos y me encontré de pronto allá, al fondo, toda la tristeza lúcida y resabiada de quien ha hecho muchas palmas y ha cantado muchas coplas mientras la vida le daba, por lo bajini, más cornás que un Vitorino loco. De pronto -y disculpe, maestro, si me meto en lo que no me importa- me pareció verle en las arrugas del careto, en las patillas y el pelo en caracolillo tras la oreja, en esos ojos tranquilos y zumbones, mucha cátedra de la vida y de la puñetera condición humana. De esa que tienen los viejos flamencos; la que nadie, le cuenta a uno sino que se aprende palmo a palmo, noche a noche mirando la vida desde el tablao, entre guitarristas y bailaoras de faralaes llenos de zurcidos, alegrándole la noche de sangría barata a rebaños de guiris que ni entienden lo que se les canta ni se les baila, ni maldito lo que les importa, o a señoritos de fino La Ina y pameses, bautizo en el cortijo, boda, despedida de soltero, cuéntanos otro, Chiquito. Esa mariquita que va por la calle. Ja, ja. Etcétera.

Por eso me alegro tanto de lo suyo, don Gregorio. Aparte de haber enriquecido con un par de nuevas palabras el lenguaje de los españoles -más de lo que han hecho en su vida muchos ilustres escritores y académicos-, es bueno que de vez en cuando aquí triunfe alguien que merezca la pena, no por lo que cuenta, sino por lo que es y lleva a cuestas en su vieja y abollada maleta. En este país donde el éxito suele ir ligado a niñatos canta-mañanas que nacen de pie, a demagogos de lágrima fácil o a tiburones de moqueta, compadre y pelotazo, usted, merced al único golpe de suerte de su vida, se lo acaba de montar a puro huevo, y eso tiene mucho mérito y nunca estará del todo pagao. Porque la gente no sabe que un flamenco contando un chiste es lo más trágico del mundo, y de ese desgarro es, precisamente, de donde sale la gracia. A ver si no, de qué. A ver cómo sobrevive uno en esta casa de putas si se lo toma, encima, por la tremenda.

En cuanto a lo que el diodeno dé de sí, bueno estará y usted lo sabe. Hay gente que sale en la tele y cree, ¿verdad?, que lo de firmar autógrafos y lo de muy bueno lo tuyo es algo que dura toda la vida. Parece mentira, pero en este país donde a uno lo aplauden y al día siguiente lo apuñalan con idéntico entusiasmo, menudean fistros con menos futuro que un espía sordo, de esos que creen que el triunfo llega y no se va nunca. Pero a usted, don Gregorio, no hay más que mirarle la cara. Usted tiene más mili que el cabo Tres Forcas, y nadie tiene que contarle de qué está hecho el éxito. Sobre todo el éxito de la tele, que suele actuar como un macró con las lumis: las pone al punto en las mejores esquinas y luego, cuando están quemadas y hechas polvo, las cede a los compadres de los puticlubs, a precio de saldo.

Así que Dios lo bendiga, maestro. Y que le dure.

20 de noviembre de 1994

domingo, 13 de noviembre de 1994

La foto a traición


Antes, los recaudadores del Estado te quemaban la cosecha y violaban a las doncellas, y a uno siempre le quedaba el recurso de cargarse a un par de ellos y echarse al monte: era incómodo, pero te desahogabas. Ahora no. Llegan con un ordenador, te envuelven en los tentáculos de los boletines oficiales, y vas listo. Verbigracia: la Dirección General de Tráfico se dispone a aplicar un nuevo sistema de notificación de multas para que no se escape ni el Correcaminos. La cosa consiste en dar por notificada legalmente la sanción a través de su publicación en el boletín oficial de la provincia o en los tablones de anuncios del ayuntamiento local, cuando no se tenga éxito en la localización del interesado. O sea: que si no te paran en la carretera, ni lees los boletines y los tablones de anuncios, un día te dicen hola buenas los picoletos y te encuentras con que llevas seis años conduciendo sin carnet y tienes multas acumuladas como para embargarte el piso. O incluso más bonito y emocionante; de pronto van y te comunican del banco el embargo de tu cuenta por una sanción desconocida de un día que -dicen-, sin darte cuenta, te saltaste un ceda el paso en Talavera.

Y es que ésa es otra. Hay conductores de los que llegan dándote las luces cuando estás adelantando para que te arrojes a la cuneta y dejes franco el paso, virtuosos de las dieciséis válvulas que deben de tener mucha prisa por ir a visitar a la madre que los parió. También hay camioneros asesinos circulando por encima del límite en días de lluvia, o autobuseros que se te pegan al parachoques trasero a ciento veinte, para que espabiles. A los citados y a algunos otros me parece de perlas que los multen, los embarguen y los cuelguen por los pulgares en la gavia del palo mayor. Pero no es frecuente. Lo normal es que la sanción provenga de cuando, en una recta o en una travesía señalizada a 80, pasas a 92 y te hacen una foto. No dispongo de estadísticas ni maldita la falta que me hacen, pero apuesto un vermut a que, en este país, la mayor parte de los ingresos de la DGT vienen de ahí. A los otros hay que perseguirlos, pararlos, localizarlos, y eso lleva tiempo, naturalmente.

Y trabajo. Pero como en realidad de lo que se trata es de recaudar mucho con el mínimo esfuerzo, pues resulta que casi todos los conductores sancionados palman de lo mismo. De lo fácil.

La culpa, seamos justos, no es de Picolandia. Ellos trabajan a piñón fijo, se atienen a las órdenes y al reglamento, y no tienen la culpa de que les hayan cambiado el tricornio por la gorra de recaudadores públicos. Bastante vergüenza tienen que pasar emboscados en las cunetas como los merodeadores de caminos que antaño ellos perseguían, para pegarle un flashazo a traición al que le pisa a fondo por una recta de los llanos de Albacete. Porque un guardia civil como Dios manda tendría que estar, piensa uno, con el amoto o el coche listo para salir zumbando con el pirulo a toda mecha y la sirena haciendo pi-pa-pi-pa detrás de los malos, como en las películas, o para ayudar al que se queda sin agua del radiador, llevar parturientas a urgencias y proteger como mayorales de charol a esos toros de Osborne a los que Borrell quiere dar matarile porque estropean el elegante paisaje de sus autovías de diseño.

Y sin embargo, ahí los tienen -me refiero a los picoletos- tendiendo emboscadas a Mariano y su familia cada fin de semana, con esos coches de los que tan orgulloso se muestra el director general de Tráfico, con radares móviles, escáner y toda la parafernalia, que ya sólo falta ponerles un logotipo con el signo del dólar, caja registradora y una terminal de tarjetas de crédito. Pero estamos en España, así que todo se andará. Con el tiempo y unas cañas.

(Añadiré, para curarme en salud, que en veinticinco años de carnet no me han multado más que un día que cambiaron un ceda el paso de toda la vida por un stop, y yo fui el primer pardillo que pasó por allí aquella mañana. Me lo tragué de marrón total, y los picos que estaban al acecho sabiendo que era día de colecta fueron simpáticos dentro de lo que cabe, y de no ser por las diez mil que me clavaron, los tíos, todavía me estaría riendo. Así que luego, cuando algún lector ofendido le escriba al director para cagarse en mis muertos como cada semana, no vaya a decir que si respiro por la herida abierta y que si tal y que si cual y que se me ve el plumero. Lo que pasa es que he tenido más suerte que otros y, salvo el maldito stop, no me han cazado nunca. Aunque después de este desahogo, ya se pueden figurar. El día que tenga prisa y me retraten, la foto va a salirme por un ojo de la cara).

13 de noviembre de 1994

domingo, 6 de noviembre de 1994

Antes nos moríamos mejor


Antes nos moríamos de otra manera. Salvo accidentes, guerras e imprevistos, los españoles decían adiós muy buenas en el dormitorio de su propia casa y, según las esquelas del ABC, tras larga y dolorosa enfermedad. Eran los nuestros unos óbitos dignos y meridionales, con la familia alrededor, los hijos diciendo papá no te vayas y las vecinas rezando el rosario en la cocina, entre copita y copita de anís del Mono y agua de azahar. Se oía una campanilla, llegaba un cura rezando latines, y una de dos: el agonizante decía pase usted padre, con cristiana serenidad, o lo mandaba a freír espárragos con la mujer y las hijas diciéndole hay que ver, Paco, papá, cómo eres, te vas a condenar. Morirse en España era morirse uno en la cama como Dios manda, protagonista del último acto de su vida, libre de aceptar o rechazar los santos óleos, bendecir a la progenie o, llegado el momento supremo, incorporarse un poco sobre la almohada y decirles a los deudos con el último suspiro eso tan satisfactorio y tan castizo de podéis iros todos a la mierda.

Además, era instructivo para los niños. Ahora los quitan de en medio en el acto, no sea que vayan a traumatizarse con el espectáculo, y así salen después los nenes, creyendo que no van a morirse nunca y que la enfermedad y el dolor son cosa exclusiva de los bosnios y los negritos de Ruanda. Al arriba firmante le dejaron de fumar casi todos los ancestros en casa, y recuerdo perfectamente a dos, llevándome de la mano para darle un último beso al abuelito y a la abuelita cuando ya estaban tiesos como la mojama. A otro abuelo ayudé a amortajarlo personalmente con quince años, y recuerdo que mi padre le quitó de la solapa el clavel chulapón que yo, en un exceso de celo, le había puesto buscando un póstumo toque elegante. Claveles aparte, no me quedó ningún trauma, sino todo lo contrario. Todo aquello tenía algo de solemne, de lección de vida y de aprendizaje.

Pero la muerte ya no es lo que era. Ahora vas y te sientes un día un poco pachucho, el yerno te lleva al hospital en el Opel Corsa, y de allí ya no sales. Como si acabaras de caer en una trampa, te ponen un pijama, te llenan de tubos, una enfermera cuarentona pero de buen ver te dice tranquilo, abuelo, esto no es nada, y te pasas la agonía mirando el techo blanco de la habitación de la clínica, con la familia llorosa yendo a verte de cuatro a cinco, y los parientes lejanos de tu vecino de cama, que palmó ayer por la tarde, equivocándose de visita y despertándote en mitad de la siesta para decir qué buena cara tienes, tío Mariano, sin saber que al tío Mariano lo enterraron a las doce. Si duras lo suficiente tendrás varios vecinos de cama: desde el que no te deja dormir por las noches con la tos hasta ese otro con el que haces amistad y su mujer, una santa, te da conversación y hasta se ofrece a traerte la chata o el lagarto para que te alivies por las noches. Eso es lo bueno de los hospitales: que mientras te mueres, conoces gente.

Y después, que esa es otra, viene lo del tanatorio. Porque antes llegaban los del Ocaso S. A. a casa y te ponían en una caja de pino, recién afeitado, con el traje de los domingos que sólo te faltaba en el bolsillo el cigarro puro y la entrada para ir a los toros, y después se iban congregando los vecinos y los amigos en el vestíbulo, y la escalera, Y la calle, antes de que te sacaran a hombros, por muy mal que lo hubieras hecho, para conducirte solemnemente a tu última morada, con las hijas diciendo que no se lleven a papá y una corona con la inscripción Tus compadres de mus no te olvidan.

Ahora, sin embargo, ponen un biombo mientras te amortajan con una sábana del hospital y te sacan discretamente, a escondidas, como si palmarla fuera algo vergonzoso, y te llevan a toda prisa al tanatorio donde hay ocho o diez funerales a la vez, y la gente llega y pregunta éste es el entierro número diez, y le contestan no, éste es el número ocho, el diez es la puerta quince, allí donde llora esa señora. Y aquello ni es funeral ni es nada, todo el mundo mirando el reloj porque hay que desalojar la sala a la hora justa, música de casettes que un día igual se equivocan y te ponen a los Ronaldos mientras el cura -con sandalias y camiseta- despacha el requiéscat con dos mantazos y media estocada. Y para postre, el nicho tiene tu nombre con letras pegadas de rotulit de ese, que se caen a los tres días, y encima el yerno sugiere que pongan tu foto. Y allí te quedas, en óvalo, mirando al personal con cara de panoli cada uno de noviembre, cuando vienen a cambiarte las flores de plástico.

6 de noviembre de 1994