domingo, 31 de diciembre de 2000

El rezagado


Se acaban el siglo y el milenio. Ahora sí que se acaban de verdad, y no saben cuánto agradezco que todos los grandes almacenes, y todas las agencias de viajes, y todos los hoteles y restaurantes que doblaron los precios, y todos los soplapollas que hace justo un año montaron aquel grotesco numerito del festejo con doce meses de adelanto, lo hicieran entonces, y no ahora. Así han dejado la fecha bastante despejada, dentro de lo que cabe, y estarán calladitos y tranquilos, y no habrá que soportar está vez más estupideces que las imprescindibles. En cuanto a mis propias estupideces, tenía previsto hacer una especie de reflexión sobre cómo este siglo que acaba empezó con la esperanza de un mundo mejor, con hombres visionarios y valientes que pretendían cambiar la Historia, y cómo termina con banqueros, políticos, mercaderes y sinvergüenzas jugando al golf sobre los cementerios donde quedaron sepultadas tantas revoluciones fallidas y tantos sueños. Iba a comentar algo de eso, pero no voy a hacerlo porque hay una imagen que me acompaña estos días, coincidiendo —y no casualmente— con las fechas. La imagen es la de una historia real y breve, casi un cuentecito, que lleva mucho tiempo conmigo. Y tal vez hoy sea el día adecuado para escribirla.

Una gran bandada de pájaros se ha estado congregando durante días en un palmeral mediterráneo, antes de volar hacia el sur para buscar el invierno cálido de África. Ahora viaja sobre el mar, extendida tras los líderes que vuelan en cabeza, dejando atrás las nubes y la lluvia y los días grises, hacia un horizonte de cielo limpio y agua azul cobalto donde se perfila la línea parda de la costa lejana. Allí encontrarán aire templado y comida, construirán sus nidos, se amarán y tendrán pajarillos que en primavera retornarán con ellos otra vez hacia el norte, sobre ese mismo mar, repitiendo el rito inmutable y eterno, idéntico desde que el mundo existe. Muchos de los que viajan al sur no volverán, del mismo modo que muchos de los que hicieron a la inversa el último viaje quedaron atrás, en las tierras ahora frías del norte. Eso no es malo ni es bueno; simplemente es la vida con sus leyes, y el código de cada una de esas aves afirma en el silencio de su instinto que hay cosas que son como son, y nada puede hacerse para cambiarlas. Viven su tiempo y cumplen las reglas de ese dios impasible llamado vida y muerte, o Naturaleza. Lo que importa es que la bandada sigue ahí, viajando hacia el sur año tras año. Siempre distinta y sin embargo siempre la misma.

Una de las aves se retrasa. La bandada vuela delante, negra y prolongada, inmensa. Los machos y hembras jóvenes aletean tras el líder de líderes, el más fuerte y ágil de todos. Huelen la tierra prometida y tienen prisa por llegar. Tal vez el ave rezagada es demasiado vieja para el prolongado esfuerzo, está enferma o cansada. Salió al tiempo que todas, pero las demás la han ido adelantando, y se rezaga sin remedio. Ya hay un trecho entre su vuelo y los últimos de la bandada, los más jóvenes o débiles. Un espacio que se hace cada vez más grande, a medida que aquellos se distancian en su avance. Y ninguno mira atrás; están demasiado absortos en su propio esfuerzo. Tampoco podrían hacer otra cosa. Cada cual vuela para sí, aunque viaje entre otros. Son las reglas.

El rezagado bate las alas con angustia, sintiendo que las fuerzas lo abandonan, mientras lucha con la tentación de dejarse vencer sobre el agua azul que está cada vez más cerca. Pero el instinto lo obliga a seguir intentándolo: le dice que su obligación, inscrita en su memoria genética, consiste en hacer cuanto pueda por alcanzar aquella línea parda del horizonte, lejana e inaccesible. Durante un rato lo consoló la compañía de otra ave que también se retrasaba. Volaron en pareja durante un trecho, y pudo ver los esfuerzos del compañero por mantenerse en el aire, primero cerca de la bandada y al fin a su lado, antes de ir perdiendo altura y quedar atrás. Hace rato que el rezagado es el último y vuela solo. La bandada está demasiado lejos, y él ya sabe que no la alcanzará nunca. Aleteando casi a ras del agua, con las últimas fuerzas, el ave comprende que la inmensa bandada oscura volverá a pasar por ese mismo lugar hacia el norte, cuando llegue la primavera, y que la historia se repetirá año tras año, hasta el final de los tiempos. Habrá otras primaveras y otros veranos hermosos, idénticos a los que él conoció. Es la ley, se dice. Líderes y jóvenes vigorosos, arrogantes, que un día, como él ahora, aletearán desesperadamente por sus vidas. Y mientras recorre los últimos metros, resignado, exhausto, el rezagado sonríe, y recuerda.

(Lo vi llegar y posarse en el balcón de proa, junto al ancla. Estuve un rato largo inmóvil, por miedo a inquietarlo. Quédate, le dije sin palabras. No te haré daño. Pero al cabo tuve que moverme para reglar las velas, y el movimiento de la lona lo asustó. Observé cómo emprendía de nuevo el vuelo, siempre hacia el sur, a muy baja altura. Apenas podía remontarse, pero seguía intentándolo. Y así lo perdí de vista).

31 de diciembre de 2000

domingo, 24 de diciembre de 2000

Esto es lo que hay


Es curioso. Deben de ser los años, pero a medida que envejezco me siento cada vez más incómodo con la Navidad. Te llama tu anciana madre, los hermanos y los primos y los sobrinos y toda la parafernalia, y te dicen felices fiestas, y qué lástima que no estemos juntos, etcétera; y tú piensas que debes de haberte vuelto un perfecto cerdo asocial, porque en realidad te apetece menos el jolgorio familiar que ver Río Bravo en la tele. O puestos a comprobar cómo beben los peces en el río, prefieres verlos beber a veinte millas de la costa más próxima, con un libro de Conrad o Patrick O'Brian entre las manos y la oreja puesta en el canal 16, atento a si las putas isobaras invernales vienen apretaditas o llevan holgura, antes que andar haciendo el chorra frente al belén, con esa presunta alegría doméstica que, en realidad, no sé, en qué la justificas ni de dónde carajo la sacas, cuando acabas de llegar de la calle donde estuviste empujando a los semejantes en la cola de Carrefour o de Eroski —«no se cuele, señora, habráse visto la muy guarra»—, o dando bocinazos en los semáforos para llegar antes a casa y derretirte en gilipolleces de presunto amor universal que no comprometen a nada, con la suegra dando por saco con la pandereta, la sobrina que quiere ser top model zapeando en la tele en busca de un videoclip de Tamara —que manda huevos—, y ese cuñado borrachín que te cae fatal, pero lo tragas porque es el marido de tu hermana y un día es un día, y que al final, con cuatro copas encima, termina siempre contando chistes verdes y tocándole el culo a tu mujer. No sé. Tal vez resulta que los años te secan el corazón, o que pasaste demasiadas navidades en sitios donde el nacimiento de Cristo era lo de menos. O quizás lo que ocurre es que el tiempo cambia ciertas cosas, y también tú cambias con ellas. Y al final unas te importan mucho y otras te importan un testículo de pato. Llevas vivido medio siglo de éste que termina el 31 de diciembre —dónde están, te preguntas, los capullos que tanta barrila dieron el año pasado con lo del presunto cambio de milenio—; y cuando miras hacia atrás compruebas que sólo hubo una clase de navidades que de veras parecieran Navidad: las de tu infancia. Aquellas, tan lejanas, tenían la luz de los escaparates iluminados —entonces los escaparates sólo se iluminaban en esas fechas—, el color de los troncos crepitando en la chimenea, la textura del musgo que tapizaba el suelo del nacimiento, el olor del pavo asado y las voces de tus hermanos leyendo en voz alta los pasajes correspondientes del Nuevo Testamento: «Lo envolvió en pañales y lo acostó en un pesebre, por no haber sitio para ellos en la posada»... Después, buena parte de las otras navidades que ocupan tu disco duro ya nada tienen que ver con eso: desde la de 1970, a bordo del petrolero Puertollano con temporal duro de levante frente al cabo Bon, a la de 1993, con Márquez en una trinchera de Mostar, hubo inocencias que se desvanecieron e imágenes que se superponen sin remedio a otras. Ahora no puedes ver un portal de Belén sin asociarlo con un tanque Merkava israelí, ni pensar en la nieve navideña sin recordar lo que cuesta cavar fosas en el suelo helado después de que haga su trabajo la policía de Ceaucescu. «Es oscura la casa donde ahora vives», oíste rezar un 25 de diciembre a una viuda junto a una de esas tumbas, en el cementerio de Bucarest. Y ya me dirás qué villancico sobrevive a eso.

Quedan, claro, los críos. Te los quedas mirando con sus gorros de lana y sus bufandas y te dices que bueno, al fin y al cabo son los que aún justifican el asunto. Criaturitas. La inocencia y todo lo demás. El problema es que, si observas mucho rato seguido a los zagales, terminas viendo cosas que maldito lo que te apetece ver. Y comprendes que en este tiempo de perra tele y de consumo desenfrenado y de superficialidad irresponsable, los niños se han convertido en absurdas caricaturas de ti mismo. Que la Navidad que les deparas es un timo hecho a tu medida: cajas vacías y envoltorios arrugados al pie de un abeto imbécilmente cortado en un país que apenas tiene árboles, y los que tiene los quema. O tal vez lo que ocurre sea que los malditos cabroncetes ya no aceptan otra cosa porque son hijos tuyos, imagen y semejanza de una sociedad con la Navidad que merece: egoísta, venal, demagógica, estúpida, insolidaria y más falsa que un papá Noel a la puerta del Corte Inglés. Y los adultos hemos perdido la capacidad de depararles a esos hijos hermosas navidades corno las que nuestros padres, más honrados o menos mierdecillas que nosotros, nos hicieron vivir con su amor y con su esfuerzo. Cuando no se arreglaba todo con la tarjeta de crédito, y el juguete se dejaba para la noche de reyes, y aquella noche entrañable no era cuestión de regalos o dinero, sino de calor, amistad y familia. Así que, impotente, derrotado, consciente de tu incapacidad para creer en esto o mejorarlo, incapaz de vivir sin despreciarla una fiesta de la que eres a la vez convidado de piedra y responsable, decides pasar mucho de pastorcillos y de zambombas. Y puesto a vivir falsedades —que al final son más auténticas que toda esa farfolla—, te sigues quedando esta noche con Jack Aubrey y el doctor Maturin a bordo de la fragata Surprise, o con la trompeta de los malos tocándole Degüello a John Wayne en Río Bravo.

24 de diciembre de 2000

domingo, 17 de diciembre de 2000

Sin rey ni amo


Hace unas semanas mencioné aquí al fraile Caracciolo y al capitán Misson, los piratas buenos del Índico. Y unos cuantos amigos se han interesado por los personajes, preguntándome quién diablos eran esos pájaros y a santo de qué viene ese epíteto de piratas buenos, cuando se supone que un pirata es un perfecto hijo de puta que saquea, y viola, y mata, y cosas así, y es notorio que se empieza con ese tipo de cosas y al final se termina vaya usted a saber cómo. Votando al Pepé o haciendo trampas al mus.

Así que voy a contarles la historia de ese par de interesantes sujetos, que vivieron entre los siglos XVII y XVIII. Caracciolo era un fraile dominico napolitano, un poco golfo, que había leído la Utopía de Tomás Moro y soñaba con una república ideal basada en la liberté, la egalité y la fraternité. Una noche que andaba de furcias y vino, el fraile topó en una taberna con un oficial de la marina francesa que se llamaba Misson: joven, bastante cultivado, que como muchos marinos de la época andaba provisto de cultura filosófica, lógica, retórica y otras disciplinas humanísticas que ahora a nadie le importan una mierda, pero que entonces tenían su cosita y su encanto. Se hicieron colegas en el curso de una recia intoxicación etílica, y se comieron el tarro el uno al otro: Caracciolo convenció al marino de que la utopía era posible, y Misson hizo que el fraile se embarcara en el Victoria, que era su barco. Viajaron bajo el mando de un capitán llamado Fourbin, hasta que estando en las Antillas, y después de un combate naval con los inevitables ingleses, Fourbin palmó y Caracciolo, que era un tipo visionario y convincente, propuso a la tripulación nombrar a su colega Misson capitán y dedicarse al filibusterismo, y que al rey de Francia y a la armada real les fuesen dando.

Y dicho y hecho, pero con una notable diferencia. En vez del Jolly Roger, la bandera negra de los piratas, Caracciolo y Misson izaron una de seda blanca con la leyenda: Por Dios y la Libertad. Y dispuestos a hacer realidad el sueño de una república de hombres iguales e independientes, pusieron proa al océano Índico para materializar allí su utopía. De camino escribieron un código de conducta para sus hombres que habría causado depresión traumática a cualquier rudo bucanero de Jamaica o Tortuga, pues se establecía el trato humanitario a los prisioneros, la prohibición de emborracharse o de blasfemar y el respeto a las mujeres. Y lo cierto es que aquellos insólitos piratas predicaron con el ejemplo, pues cada vez que abordaron un buque lo hicieron sólo para aprovisionarse de lo imprescindible en aquel tiempo, -el oro era lo más imprescindible- o para reclutar nuevos ciudadanos para su república, como los esclavos de un barco negrero holandés, a cuyo capitán afearon muy seriamente su conducta antes de darle unas cuantas collejas y dejarlo irse.

En el fondo eran unos primaveras, supongo. Pero con una suerte de cojón de pato. Porque siguieron viaje como si tal cosa, empleando Caracciolo la larga travesía en adoctrinar a sus piratas para que fuesen buenos y temerosos de Dios, y en educar en gramática y humanidades —eso tuvo que ser digno de verse— a los mandingas liberados. Durante una larga temporada el Victoria anduvo de aquí para allá, capturando lo mismo barcos ingleses que portugueses o árabes, aprovechando cada presa para aumentar la flotilla y el número de tripulantes. Y al final, capitaneando una tropa bastante marchosa, se establecieron primero en las Comores y luego en Madagascar, donde al fin fundaron Libertatia; que fue, que yo sepa, una de las primeras repúblicas comunistas de la Historia, con estatutos que abolían la propiedad privada y obligaban a sus ciudadanos al trabajo y a la defensa común, so pena de inflarlos a hostias. Libertatia se convirtió en un activo nido de piratas al que se fueron uniendo con el tiempo destacados fulanos del oficio, como el capitán inglés Thomas Tew y otros elementos de alivio, reclutados entre lo mejor de cada casa. Y hay que reconocer que, pese a que asolaron las costas y las rutas marítimas, reuniendo un tesoro considerable, aquellos piratas, vigilados por el ojo filantrópico del ideólogo Caracciolo, se comportaron, dentro de lo que cabe, de una manera bastante decente.

Aunque parezca imposible, la aventura duró veinte años. Y luego pasó lo que pasa siempre: Caracciolo Misson y Tew se hicieron viejos, hubo desavenencias, y los indígenas malgaches vecinos, que aquello no lo veían muy claro y estaban de Libertatia hasta el gorro, asaltaron un día la república. Caracciolo murió allí, y Misson y Tew huyeron en los barcos, acosados por todas las marinas del mundo. Ya no eran piratas poderosos y buenos, sino proscritos fugitivos y cabreados, cuya única patria era la cubierta del barco que pisaban. Destrozada la utopía, se hicieron sanguinarios. Misson lo perdió todo en una tormenta, incluido el pellejo; y el capitán Tew, el último superviviente de Libertatia, murió de un tiro en el estómago durante un abordaje desesperado en el mar Rojo.

Y ese fue, triste como el de todas las utopías, el final de los piratas buenos del Océano Índico.

17 de diciembre de 2000

lunes, 11 de diciembre de 2000

Un día monárquico lo tiene cualquiera


Hoy tengo el día monárquico. Eso no es normal en sujetos de mi catadura, cuya única devoción a la realeza consiste en un amor platónico por Ana de Austria —la de herretes de diamantes—, que me dura desde los nueve años, tierna edad en la que aullé de júbilo cuando el puritano Felton le dio las suyas y las de un bombero a Buckingham, ese perro inglés, y lo puso mirando para Triana a puñalada limpia. El amor menos platónico se lo sigo reservando a Milady de Winter. Y podríamos resumir la cosa diciendo que Ana de Austria estaba chachi para pasear a la luz de la luna, devolverle herretes y hablar de Bécquer y cosas así, y Milady para lo otro. Quiero decir exactamente para lo otro. Para lo que don Francisco de Quevedo resumió en dos soberbios versos: «Aquella hermosa fiera / en una reja dice que me espera». Etcétera.

Pero me desvío de la cuestión. Lo de hoy, estaba contándoles, se debe a que Fernando Rayón acaba de mandarme su libro sobre la reina de las Españas. Fernando —alias monsignor— es subdirector de este colorín semanal, pero lo que en realidad debería subdirigir, o dirigir, es L'Osservatore Romano; pues ya quisieran muchos de la peña tener su penetración y su finura florentinas, propias de un purpurado del Renacimiento. Además, Fernando es mi amigo y mi compadre; y encima, cuando saco un libro nuevo, me da mucho cuartelillo. Así que lo menos que puedo hacer hoy es contarles a ustedes que su tocho se llama Sofía, biografía de una reina, que lo edita Taller de Editores y que es una cosa decente, sin peloteo, en plan riguroso, con muchas fotos, sobre ese personaje que, según lo que cuenta Fernando, es una profesional y una señora, y corta mucho más bacalao en su cocina del que venden en la pescadería. El libro tiene otras cosas que me han hecho pasar un buen rato; y alguna inquietante, como averiguar que el nefasto conde Lequio —manda huevos— ocupa el lugar número treinta y tantos en la lista de sucesión al trono de España, para el caso de que una epidemia o algo por el estilo diezme a la familia real y su periferia. Reconozcan que esto de la sangre azul es para echarse a temblar. En semejante tragedia nacional, lo de menos sería la epidemia.

Por supuesto que me he ido derecho en el libro a buscar lo de Isabel Sartorius, hermosa mujer de la que lamento profundamente no sea mi Ana de Austria. Fernando y yo hablamos a menudo de esa todavía joven dama, con la que sólo mantuve una conversación en mi vida, hace años y en una mesa del café Gijón, y me pareció alta, guapa, encantadora e inteligente: lo que en otros tiempos se decía una señora estupenda. Fernando sostiene la idea de que habría sido una impecable reina de España, y estoy de acuerdo con él. A fin de cuentas, durante y después de todo aquel rifirrafe a que la sometió la prensa del corazón, Isabel Sartorius se condujo siempre con la discreción y el aplomo de una señora. Y en estos tiempos de chusma, después de que entre el Orejas y la Lady Di —que era más tonta que Forrest Gump saltándose semáforos— le hicieran más daño a las monarquías del que haría Fidel Castro como director del Hola, una reina como esa bellísima moza, que a Fernando y a mí nos pone dos docenas extra de latidos en los pulsos, le habría ido bien a la cosa monárquica nacional, o como se llame ahora. Una hembra como Dios manda, con clase y con hermosas caderas para parir zagales. Que es, a fin de cuentas, lo que se le pide a una futura reina que conozca su curro. O sea, una jaca de bandera que ponga a don Felipe de Borbón a cumplir con su obligación de procrear chicos sanos, altos, rubios y educados. Don Felipe, con quien también conversé sólo una vez en mi vida, me cae bien, sobre todo porque siempre sabe estar como se debe y parece de buena casta. Por eso le deseo como leal súbdito una profesional con maneras, que no eche pasto a la prensa basura y prepare a sus vástagos para cumplir con dignidad, y no le salgan luego tontos del haba como el león de Britania, o niñatos irresponsables como ése de Noruega, o golfas verbeneras como la menor de las dos pájaras de Mónaco, que en vez de desposarse sucesivamente con un playboy con mucho morro, con un tío con pasta aficionado a hacer el bobo en ancha y con un aristócrata tronado, a la manera de su hermana mayor que es la formal, salió aficionada a liarse con guardaespaldas cutres y chulos de discoteca que le dan estiba, y encima le gusta.

Porque la idea monárquica a estas alturas y en España no tiene otra justificación que considerar que, en este país de caines, paletos, fanáticos, analfabetos y navajeros, la única referencia colectiva, el único marco común que permanece razonablemente intacto, es el de la monarquía como símbolo del Estado, por encima y a salvo de toda la mierda en la que tan a gusto parece hallarse el personal. Si no, a ver de qué íbamos a pagarle por la patilla a la familia real el sueldo y el alquiler. Una monarquía es injustificable salvo por su utilidad práctica; y sólo será útil mientras siga haciéndose acreedora de respeto. Por eso es bueno recordar que aquí se trabaja en el alambre y sin red, que debajo acechan muchos bellacos y muchos cocodrilos con la boca abierta, y que cualquier patinazo puede ser mortal para todos. Así que ya es hora, digo yo, de que don Felipe se gane el jornal y se case de una puñetera vez.

10 de diciembre de 2000

domingo, 3 de diciembre de 2000

Paradogas de la vida


Supongo que ustedes se habrán dado cuenta de que cada vez hablamos y escribimos peor. Ayer, en el prospecto de un estreno teatral de esta temporada, me saltó a la cara la palabra paradógicamente, escrita así, con g de gilipollas. Y no se trata, como podría parecer a primera vista, de una g cualquiera, de esas que a menudo quedan disculpadas —todos metemos la gamba algún día en la prisa de un momento o en el tecleo del ordenador. Porque esa g infame bailaba con todo descaro en el prospecto, impreso por cuenta del Ministerio de Cultura, de una obra estrenada por la Compañía Nacional de Teatro Clásico. Y para más inri, en un texto firmado por una señora sobre cuyas anchas espaldas recaía la delicada tarea de adaptar —de la adaptación quizás hablemos otro día— ese monumento de la escena nacional que es el Don Juan Tenorio de Zorrilla. Así que, con semejante prolegómeno, imaginen con qué ánimo vi levantarse el telón. Menos mal que estaba allí, en el escenario, ese magnífico actor que es Ginés García Millán, amigo mío y de Puerto Lumbreras: quizá la mejor presencia joven de la escena española, a quien recordaré siempre con el rostro y la voz del personaje El Peque de la película Gitano. Pero nos desviamos. Comentaba lo mal que escribimos y que hablamos en España. Y no se trata ya de las chocholocos analfabetas y los chuloputas agropecuarios vestidos de Hugo Boss que salen en Corazón corazón o en Tómbola, o llorando —alucina lo que les gusta llorar a esas pedorras— en El Bus cuando a Paco lo echan o Pepa tiene muy mal rollo, tía. Porque tampoco la clase política se va de rositas. Pase que los etarras amenacen a los jueces con faltas de ortografía —a fin de cuentas el castellano es una lengua vil, opresiva y represora, hablada, según los curas carlistas, por el demonio y los liberales de Madrid— y pase también que algunos sindicalistas, con eso de haberse pasado la vida en lucha por los compañeros y compañeras y los parias y parios de la tierra, no hayan tenido tiempo, por lo visto, de leer un libro en su puta vida, y hablen con el tono y la prosa de Jesús Gil cruzado con Marianico el Corto. Se hace más cuesta arriba, la verdad, lo de los presidentes de autonomías, y políticos de relumbre que farfullan lo que farfullan, y además creen que el autor del Poema del Cid y del Lazarillo de Tormes eran la misma persona —un tal Anónimo—; pero la gente los vota cada cuatro años, así que allá cada votante con sus actos y sus respectivas consecuencias. Lo que ya no tiene perdón de Dios es lo nuestro. Lo de columnistas, periodistas, tertulianos y otras especies. A veces uno abre los periódicos, pone el telediario, o la radio, y se pregunta qué lecturas y qué referencias culturales tendremos, o sobre todo no tendremos, para ser capaces de perpetrar semejantes atrocidades con la herramienta, en este caso la lengua, que nos da de comer. Me refiero a sujeto, verbo, predicado, ortografía y cosas así. Recuerdo que en mi juventud nos choteábamos de los periodistas deportivos que decían madridista y Torino. Ahora ciertos periodistas deportivos —el dignísimo Gaspar Rosetty es un ejemplo— son Castelar y Larra comparados con algunos de los que firman en páginas de Cultura; y eso por no hablar de secciones más prosaicas, como el redactor de Internacional que titulaba el otro día: Se repite el cuenteo en Florida. Imaginen eso en otro oficio. Imaginen a un delineante que ignore la línea recta, a un mecánico de la NASA que meta los tornillos a martillazos, a un músico tocando el violín con un serrucho, o a un atracador de bancos apuntándole al cajero con un plátano.

Antes, en las redacciones de los periódicos, y de las radios, y de los telediarios, había siempre un viejecito muy educado que se pasaba el tiempo leyendo las cosas de los demás. Ese señor se llamaba el corrector de estilo, y era simplemente un caballero con cultura, lecturas y conocimientos que lo capacitaban para ser juez supremo e inapelable de lo que los redactores tecleábamos en las viejas Olivetti, manteniendo un nivel mínimo de corrección y limpieza. Me acuerdo sobre todo de dos: uno en el diario Pueblo —lamento no retener su nombre— y otro en TVE: Jorge Cela Trulock, hermano del nobel Cela y más agradable que él de aquí a Lima. Conservo excelente recuerdo de ambos, de las tertulias improvisadas en torno a un verbo, un adjetivo, un acento o una palabra. Conversar sobre le mató o lo mató, en horas de poco trabajo, podía dar lugar a una larga charla, útil, interesantísima y grata. Ahora, sin embargo, ese venerable y necesario personaje ha desaparecido de casi todas las redacciones. Para ahorrarse un puesto de trabajo, las empresas miserables lo sustituyen por esos imperfectos y estúpidos autocorrectores del Wordperfect, y del Word, robots sin alma ni conciencia que convierten el estilo de quien los usa en algo tan limitado como el de quienes los crearon. O esas reglas de estilo de ahora —no sé qué es peor— a menudo cutres y de una pretendida modernidad, donde pone carné y sicología, redactadas por ovejas Dolly de la Logse, por fans de Marchesi, de Maravall y de Solana. Por soplapollas de diseño que conocen a Cervantes por traducciones al inglés.

3 de diciembre de 2000

domingo, 26 de noviembre de 2000

Pepe y los piratas


Llevo unos días riéndome a carcajadas cada vez que conecto con Internet. No soy navegante por ese tipo de aguas, entre otras cosas porque ya paso demasiado tiempo cada día frente al ordenata; pero a veces me doy una vuelta por esos mundos, imaginando que entro en el ordenador personal del Papa como en La piel del tambor, y le meto un virus pro legalización del aborto con música de Macarena (Bruner). En fin. Algunos de ustedes sabrán a qué me refiero.

Pero les contaba que a veces me asomo a la red, en especial estos días en que el capitán Alatriste se estuvo paseando por ella. La cuarta entrega de mi amigo el espadachín permaneció durante un mes disponible en una página de Internet que montó la editorial Alfaguara a través del portal Inicia. Estoy contento por ellos y por mí, pues eso hizo posible que la novela esté ahora disponible en muchísimos más sitios de los que habría conocido sólo en librerías. A ver qué novelista que no sea un demagogo o un cretino se resiste a que lo lean más, en lugares donde el libro de papel no llega por diversas razones. El caso es que mis condiciones para aceptar ese tinglado fueron que el precio en Internet fuera simbólico o lo más bajo posible, que no hubiera publicidad en las páginas, y que pasado un mes la novela desaparecería de la red para iniciar su vida normal en forma de libro. Y así ha sido, o está a punto de ser. Pero lo mejor de la experiencia fue el aspecto delincuente del asunto: cuando la presentación en Madrid, al preguntar un periodista por mis aspiraciones comerciales, respondí que mis aspiraciones comerciales eran que la mayor parte de los lectores se apropiasen de la novela por el morro. O sea, gratis. Lo que quiero es que me lean, dije. Así que recomendé públicamente el pirateo. Haced esto en memoria mía, dije. Por la pati. A qué pasar hambre, si es de noche y hay higueras.

En fin. Para redondear lo que quiero contarles, debo añadir que un tío estupendo —de Valencia, me parece— que se llama Enrique y honra El club Dumas usando gentilmente el nick de Corso, montó por su cuenta y con dos o tres amigos, hace un par de años, una página soberbia en la que se ocupa de mis libros, y tiene un correo del lector, y un foro libre de discusión; y el fulano ha conseguido montar una pajarraca extraoficial magnífica, donde amigos a los que no conozco, pero que tienen la gentileza de leer mis libros y mis cosas, como El Conde, Carlota, Celso, El Marino y muchos otros, envían colaboraciones, opinan y, en resumen, intercambian cromos. Y fíjense si será buena la página, que hasta mi editorial, a la hora de hacer la suya —estupenda, las cosas como son—, puso un enlace con ésta para aprovechar todo ese caudal de información. A esa página privada me asomo de vez en cuando a ver por dónde van los tiros, los que me dan leña y los que me defienden. Nunca intervengo, pero observo, me divierto, aprendo, me familiarizo con amigos y adversarios desconocidos. Y así fue durante todo este mes, en que al abrir la página de Enrique encontraba allí todo un foro de mensajes reclamando qué alguien piratease El oro del rey y lo pusiera a circular: algunos oponiendo reparos morales y otros diciendo qué carajo, las cosas en la red están para piratearlas, y no estoy dispuesto a soltar quinientas pelas, no ya por la pasta, sino por principios. Por estricta moral de internauta.

Y debo reconocerlo aquí públicamente: asistir a todo ese guirigay, propio de las tabernas de filibusteros de los viejos libros, me ha calentado el corazón. El día que alguien que usa el nick de Pepe dijo «ya lo tengo, aquí lo tenéis», y en el acto recibió una lluvia de peticiones y agradecimientos, sentí el éxito casi como propio. Porque uno cree que todo está ya dicho, escrito y reglamentado, y de pronto resulta que no; que ante cada nuevo desafío surgen en cualquier rincón espíritus libres que se pasan por el forro de los cojones los reglamentos y los copyrights y las estipulaciones de tres euros y letra pequeña. Corsarios resueltos a ir al abordaje de sus sueños. Y lo que es más importante: solidarios, dispuestos a compartir. A ir a la taberna de los Hermanos de la Costa, de los colegas, de los amigos cuyo nombre es sólo un alias en la red, y decirles: aquí está, aquí lo tengo. Aquí lo tenéis. Servíos, y que aproveche.

Por eso quiero dar hoy las gracias al pirata Pepe y a los otros: a quienes durante estas semanas habéis hecho saltar mecanismos de seguridad y saqueado las bodegas de esa página alatristesca, por amor a la aventura, por desafío y por generosidad con los camaradas. Los de mi editorial —y algunos
libreros— se ciscan en vuestros muertos. Por mi parte, os aseguro que el propio Diego Alatriste habría disfrutado tanto viéndoos hacerlo como he disfrutado yo.

26 de noviembre de 2000

domingo, 19 de noviembre de 2000

Carta a María


Tienes catorce años y preguntas cosas para las que no tengo respuesta. Entre otras razones, porque nunca hay respuestas para todo. Y además, he pasado la vida echando la pota mientras oía a demasiados apóstoles de vía estrecha, visionarios y sinvergüenzas que decían tener la verdad sentada en el hombro. Yo sólo puedo escribirte que no hay varitas mágicas, ni ábrete sésamos. Esos son cuentos chinos. De lo que sí estoy seguro es de que no hay mejor vacuna que el conocimiento. Me refiero a la cultura, en el sentido amplio y generoso del término: no soluciona casi nada, pero ayuda a comprender, a asumir, sin caer en el embrutecimiento, o en la resignación. Con ello quiero sugerirte que leas, que viajes, y que mires.

Fíjate bien. Eres el último eslabón de una cadena maravillosa que tiene diez mil años de historia; de una cultura originalmente mediterránea que arranca de la Biblia, Egipto y la Grecia clásica, que luego se hace romana y fertiliza al occidente que hoy llamamos Europa. Una cultura que se mezcla con otras a medida que se extiende, que se impregna de Islam hasta florecer en la latinidad cristiana medieval y el Renacimiento, y luego viaja a América en naves españolas para retornar enriquecida por ese nuevo y vigoroso mestizaje, antes de volverse Ilustración, o fiesta de las ideas, y ochocentismo de revoluciones y esperanzas. O sea, que no naciste ayer.

Para conocerte, para comprender, lee al menos lo básico. Estudia la Mitología, y también a Homero, y a Virgilio, y las historias del mundo antiguo que sentó las bases políticas e intelectuales de éste. Conoce al menos el alfabeto griego y un vocabulario básico. Estudia latín si puedes, aunque sólo sea un año o dos, para tener la base, la madre, del universo en que te mueves. Da igual que te gusten las ciencias: ten presente —como siempre recuerda Pepe Perona, mi amigo el maestro de Gramática—, que Newton escribió en latín sus Principia Mathematica, y que hasta Descartes toda la ciencia europea se escribió en esa lengua. Debes hablar inglés y francés por lo menos, chapurrear un poco de italiano, y que el estudio del gallego, del euskera, del catalán, que tal vez sean tus hermosas y necesarias lenguas maternas, no te impida nunca dominar a la perfección ese eficaz y bellísimo instrumento al que aquí llamamos castellano y en todo el mundo, América incluida, conocen como español. Para ello, lee como mínimo a Quevedo y a Cervantes, échale un vistazo al teatro y la poesía del siglo de Oro, conoce a Moratín, que era madrileño, a Galdós, que era canario, a Valle-Inclán, que era gallego, a Pío Baroja, que era vasco. Rastrea sus textos y encontrarás etimologías, aportaciones de todas las lenguas españolas además de las clásicas y semíticas. Con algunos de ellos también aprenderás fácilmente Historia, y eso te llevará a Polibio, Herodoto, Suetonio, Tácito, Muntaner, Moncada, Bernal Díaz del Castillo, Gibbon, Menéndez Pidal, ElIiot, Fernández Álvarez, Kamen y a tantos otros. Ponlos a todos en buena compañía con Dante, Shakespeare, Voltaire, Dickens, Stendhal, Dostoievski, Tolstoi, Melville, Mann. No olvides el Nuevo Testamento, y recuerda que en el principio fue la Biblia, y que toda la historia de la Filosofía no es, en cierto modo, sino notas a pie de página a las obras de Platón y Aristóteles. Viaja, y hazlo con esos libros en la intención, en la memoria y en la mochila. Verás qué pocos fanatismos e ignorancias de pueblo y cabra de campanario sobreviven a una visita paciente a El Escorial, a una mañana en el museo del Prado, a un paseo por los barrios viejos de Sevilla, a una cerveza bajo el acueducto de Segovia. Llégate a la Costa de la Muerte y mira morir el sol como lo veían los antiguos celtas del Finis Terrae. Tapea en el casco viejo de San Sebastián mientras consideras la posibilidad de que parte del castellano pudo nacer del intento vasco por hablar latín. Observa desde las ruinas romanas de Tarragona el mar por el que vinieron las legiones y los dioses, intuye en Extremadura por qué sus hombres se fueron a conquistar América, sigue al Cid desde la catedral de Burgos a las murallas de Valencia, a los moriscos y sefardíes en su triste y dilatado exilio. En Granada, Córdoba, Melilla, convéncete de que el moro de la patera nunca será extranjero para ti. Y sitúa todo eso en un marco general, que también es tuyo, visitando el Coliseo de Roma, la catedral de Estrasburgo, Lisboa, el Vaticano, el monte San Michel. Tómate un café en Viena y en París, mira los museos de Londres, descubre una etimología almogávar en el bazar de Estambul o una palabra hispana en un restaurante de Nueva York, lee a Borges en la Recoleta de Buenos Aires, sube a las pirámides de Egipto y a las mejicanas de Teotihuacán. Si haces todo eso —o al menos sueñas con hacerlo—, conocerás la única patria que de verdad vale la pena.

19 de noviembre de 2000

lunes, 13 de noviembre de 2000

En la barra del bar


A veces, para tomarse una copa con los amigos basta abrir una carta. Es de Chema, y me manda dos fotos del café Gregorio de Gijón: una interior, de la barra y el rincón con mesa desde la que me escribe, y la otra exterior, brumosa, con un blanco y negro que difumina entre la niebla el rótulo del café, haciéndome recordar el Rick's de Casablanca, hasta el punto de que parecen a punto de asomar por la puerta Humphrey Bogart y Claude Rains, en mitad de uno de esos diálogos de amistad que todos habríamos querido protagonizar alguna vez en nuestras vidas. Para que luego digan que ya no tiene sentido la modalidad epistolar, y que el teléfono móvil e Internet se han cepillado el encanto de la cosa. Porque parece mentira lo que pueden sugerir una carta oportuna y unas fotos. Estoy aquí, tecleando, y llueve afuera sobre la sierra gris, y leo las palabras de ese amigo a quien no he visto la cara en mi vida, ni le he contestado una carta, ni sé qué pinta tiene, ni falta que me hace; y es como si estuviéramos los dos acodados en cualquier barra de cualquier bar de cualquier lugar del mundo. Charlando sin prisas, a media voz, mojando los labios en el vaso. Ya lo he dicho: charlando.

Ni siquiera falta la música. Para completar la cosa y acompañar la presencia de Chema con la de otro amigo —ellos no se conocen entre sí— recurro a La calle de la duda de lñaki Askunze, del lñaki Askunze Sextet, que me la mandó el otro día y ahora suena en la minicadena llenando el lugar de jazz suave; ambientando el bar en donde estamos Chema, lñaki y yo tomándonos esa copa, que en realidad puede ser cualquier otro sitio: el bar de Dani que ya no es de Dani, o el bar de Silvia, o el de Raquel, o el Muro, por volver de nuevo a Gijón, donde en este preciso instante Chema se inclina sobre la cerveza, echa un vistazo y dice es un dolor, colega, míralas. Están todas buenas. Le contesto que sí, que siempre lo estuvieron y que ahí están, las mismas, desde hace siglos y siglos, y Chema asiente un par de veces y da unas caladas al cigarrillo —no sé si fuma, pero lo imagino dando caladas al cigarrillo— mientras a nuestro lado, tímido como tantos vascos cuando hablas de tías, y quizá para inhibirse un poco del tema, Iñaki arranca unas notas a su saxo reluciente. Notas que son una afirmación y una pregunta en esa calle de la duda por la que transitamos todos los hombres desde que el mundo es mundo.

Sigue escribiendo Chema su carta, y yo sigo leyéndola, y la música de Iñaki suena en esta mañana gris que no es gris ni es mañana, sino noche cargada de humo y círculos de vasos de cerveza sobre el mostrador del bar en el que estamos los tres y todos los amigos conocidos o por conocer, vivos y muertos, y que al final he decidido que sea El Muro; más que nada por no salir de Gijón. Y en este momento Chema está diciendo me rindo, tío, me rindo, porque siempre parecemos nosotros, pobres guiñapos en sus manos, los dignos de compasión. Todavía no me explico, añade, cómo es posible una sociedad machista declarada, tan discriminatoria con la mujer, y a la vez tan pendiente y tan dependiente de ella. Le dejo decir todo eso sin interrumpirlo mientras la música de Iñaki va llenando las pausas. Porque Chema escribe, o habla, lo que sea, con muchas pausas. Algo normal, a estas horas y con tantas cervezas.

Entonces Chema apaga la colilla en el cenicero, me mira y dice lo que dice, y hasta Iñaki se interrumpe en mitad de un tirurirará y nos observa, interesado —de Iñaki sí conozco el careto porque viene en la funda del CD—. Y lo que dice Chema, o más bien pregunta, es dónde está el fallo, colega. Dónde entonces, en qué punto extraño y misterioso del recorrido, pierde la mujer esa ventaja con la que aparentemente juega desde el principio. Empieza mandando como madre, figura más respetable y creíble que la del padre. Luego todos tus pasos van en su dirección: conquistarla, complacerla, contentarla, mantenerla si puedes, aunque ella no se deje. Quieres ser el elegido, porque no olvides que eligen ellas —Iñaki, a punto de soplar de nuevo la boquilla del saxo, asiente con la cabeza—. Y sin embargo, en algún momento de la película que se me escapa —se nos escapa, le matizo— pierden su influencia y muchas pasan a ser dominadas, sin relieve, a veces casi unas parias. Tienen fecha de caducidad, resumo yo: como los yogures. Y Chema e Iñaki se miran el uno al otro, en mudo asentimiento. Luego Iñaki empieza La trampa, Chema me ofrece un cigarrillo y fumamos en silencio. Debe de ser duro de cojones ser tía, dice. Si te dejas, apunto. ¿Y por qué se dejan las que se dejan?, pregunta él. Esa es la gran pregunta, respondo al cabo de un rato. De cualquier modo, concluye Chema, parece que siempre son la misma, pero en realidad van pasando. Como nosotros, le digo yo. Como nosotros. La diferencia es que ellas se dan cuenta tarde, y los hombres nunca.

12 de noviembre de 2000

lunes, 6 de noviembre de 2000

El malvado Carabel


Qué bonito, enternecedor y democrático, el espectáculo de esa Serbia oprimida que rompe sus cadenas y etcétera, todos besándose por las calles, los policías y los manifestantes, con las jóvenes y bellas Slobodankas poniéndoles florecitas en el fusil a los sicarios de Milosevic, y los maderos quitándose los uniformes para unirse al pueblo. Han pasado semanas pero todavía estoy con la resaca, snif, sorbiéndome las lágrimas con esa Serbia que, según coinciden en afirmar los medios informativos y los tertulianos de radio, al fin respira libertad y defenestra al dictador totalitario y maloso que tuvo al pueblo vejado, oprimido y engañado. Qué solidario se ha puesto todo, rediez, con Europa dispuesta a levantar las sanciones pero ya mismo, y con mi primo Solana apresurándose a cobijar al hijo pródigo bajo el ala protectora de sus inefables plurales. Nosotros hemos, nosotros vamos a. Todo es tan simpático y tan melifluo, tan intenso el mensaje de esperanza balcánico-democrática, que da ganas de echar la pota. Glusp. Hasta la bilis.

Porque ahora resulta, ale hop, que el único malo era Milosevic y lo hizo todo solito. Ahora resulta que fue Milosevic en persona quien estuvo dos años bombardeando con entusiasmo Sarajevo, quien ejecutó de un tiro en la cabeza a los prisioneros y heridos croatas de Vukovar, o quien exterminó a la población masculina de Sbrenica. Fue Milosevic, con sus manitas de funcionario probo y su cara de estar en otro rollo, quien disparaba desde los tejados a los niños, dejándolos agonizar sin rematarlos, como cebo para cazar adultos. Fue Milosevic, y nadie más que él, quien llevó a las mujeres bosnias a los burdeles donde se las forzaba y se las hacia bailar desnudas ante los chetniks borrachos, para rebanarles el pescuezo cuando la soldadesca se hartaba de ellas. También fue Milosevic quien le rompió el culo a los niños violados con bayonetas ante sus padres, a la pobre gente ametrallada y descuartizada con granadas mientras huía descalza por la nieve. Fue Milosevic, resumiendo, quien sometió la antigua Yugoslavia a la más salvaje carnicería de su historia, mientras Europa y la OTAN perdían el tiempo reuniéndose y volviéndose a reunir con él, sonriéndole y dándole la mano para hacerse fotos mientras se rascaban los huevos sin mover un dedo, hasta que ya fue tanta la barbarie y la vergüenza que salían por la CNN que no hubo más remedio que acabar con aquello. Fue Milosevic, en suma, quien mató a mis amigos Gruber, y Rado, y Jasmina, y Marco, y Luchetta, y a tantos otros, incluido el niño que en Dobrinja se me desangró entre los brazos y que nunca supe cómo se llamaba. Quien me puso en la memoria imágenes y fantasmas que no olvidaré en mi puta vida.

En cuanto a todos los otros serbios, ojo al dato, ahora resulta que eran inocentes y que no sabían nada de nada. Los pseudo-opositores cobardes que se bajaron los calzones por miedo a que les dieran matarile. Las bestias con estrellas de general y los artilleros rasos que apuntaban sus cañones a los hospitales y a las colas de infelices que buscaban agua y comida. Los curas que alentaron el degüello desde sus púlpitos. Los intelectuales que justificaban el genocidio. Los periodistas que mentían como bellacos. Los maestros que envenenaban a los niños con la murga del nosotros y ellos. Los soldados y los paramilitares que degollaban a mansalva. Los miles de patriotas que salían a la calle con banderas a jalear a su presidente y a sus generales y a los tigres de Arkan y el sueño de la gran Serbia, invicta y poderosa. Ahora resulta que todos esos eran unos mandados, y no querían, y sólo pasaban por allí. Que todos esos cabrones estaban limpios, fueron manipulados y engañados en su buena fe, y por eso ahora pueden sin ningún rubor alzar la bandera de la democracia y de la decencia nacional. Joder. Qué útil es tener malvados oficiales que carguen con las culpas colectivas. Qué fácil es luego el yo no quería, me engañó, me obligaron. Todo cristo puede lavarse las manos como se las lavaron esos alemanes rubios y disciplinados que sólo acataban órdenes, esas mozas con trenzas que oraban emocionadas alzando el brazo cuando pasaba el Führer. Igual que se las lavarán, cuando todo se haya ido al carajo, los que ahora jalean en las campas de jubilado y boina, frente a los autobuses incendiados o ante los muertos con tiro en la nuca, a los mesías de vía estrecha, a los cerriles fanáticos que escupen odio por el colmillo, a los variados Milosevic que aquí nos crecen en el cogote. Al final resulta que nadie aplaudió, nadie votó, nadie sabía nada, nadie podía imaginar que. Inocentes, dicen. Venga ya. Nunca es inocente quien genera, vitorea y sostiene. Ni siquiera quien se calla. Así que déjenme de Milosevic y de leches. Yo estuve allí. La culpable es Serbia.

5 de noviembre de 2000

lunes, 30 de octubre de 2000

Boldai Tesfamicael


Ayer estuve limpiando el Kalashnikov. Porque en casa tengo un Kalashnikov AK-47; un cuerno de chivo, como dicen los narcos mejicanos, recuerdo de aquellos tiempos del cuplé. Durante la mitad de mi vida había estado viendo, fotografiando, filmando, oyendo y esquivando ese artilugio, y a la hora de jubilarme de reportero Tribulete decidí conservarlo como recuerdo. Así que me hice con uno, y luego se lo llevé a los picoletos de mi pueblo para que lo inutilizaran y legalizaran. Y ahí lo tengo, cerca del ordenador donde le doy a la tecla, uno de los pocos objetos —el casco de kevlar de Bosnia, el cartel "Peligro minas" del Sáhara, la última botella de montenegrino Vranac que bebí con Márquez— que conservo como recuerdos profesionales. De todos ellos, quizá porque desde el comienzo estuvo presente en casi cada episodio, el Kalashnikov es tal vez mi preferido: negro y amenazador, precioso en su siniestra fealdad de madera y acero. Un clásico.

Fue Boldai Tesfamicael quien me enseñó a limpiarlo. Boldai era una especie de gigante eritreo, literalmente negro como la madre que lo parió, a quien en marzo de 1977 le encomendaron la fastidiosa tarea de mantenerme vivo mientras la guerrilla del FLE atacaba y capturaba la ciudad de Tessenei. A los eritreos un periodista fiambre no les servía para nada, así que a Boldai le dijeron que mucho ojito conmigo, para que yo pudiera volver y contarlo y publicar las fotos. Boldai debía de medir casi dos metros y hablaba italiano y francés, y era pintoresco verlo con su pantalón corto caqui, sus armas y puñales encima, el pelo a lo afro y aquella sonrisa que parecía un brochazo blanco en mitad del careto oscuro. El tío me daba unas broncas espantosas, casi maternales, cuando yo me paseaba por donde podía haber minas, o extendía mi saco de dormir sin comprobar antes si había serpientes cerca del lugar donde iba a apoyar la cabeza. Imagínense a un pedazo de negro como un armario echándote chorreos todo el puto día. Llegué a pensar que en realidad lo que le habría gustado ser era institutriz británica, o estricta gobernanta. Era un auténtico pelmazo.

El caso es que durante las tres semanas que estuvimos esperando el ataque a Tessenei, para matar el tiempo Boldai me enseñó a montar y desmontar el Kalashnikov con los ojos vendados. Yo no tenía otra cosa que hacer más que estar tumbado bajo las ramas que nos camuflaban, con cincuenta grados a la sombra, leyendo Las vidas paralelas de Plutarco en un grueso y compacto volumen de la editorial Edaf, o entreteniéndome en limpiar los artilugios bélicos. A fuerza de practicar llegué a hacerlo tan bien que el hijoputa de Boldai llamaba a los colegas, y me hacía competir con los reclutas jóvenes cronometrando el tiempo que tardaba en desmontar y volver a montar a ciegas. Intimé así con Kibreab, Tecle, el pequeño Nagash y todos los demás del grupo con el que semanas más tarde entraría en Tessenei, y que luego, cuando los etíopes contraatacaron y la aviación cubana nos machacó hasta hacernos picadillo, se quedaron allí para siempre. Todavía tengo sus fotos, entre ellas la de Kibreab muerto boca arriba y con los sesos encima de un hombro, el 4 de abril, tras el combate ante el banco de Etiopía. Esa diapositiva es de las pocas que no vendí nunca. Por muy cabroncete y mercenario y toda esa película que uno se monte, o que sea, hay cosas que no pueden hacerse.

El caso; les decía, es que fue Boldai Tesfamicael, mi guardaespaldas eritreo, quien me enseñó a montar a ciegas el Kalashnikov. Y es curioso. Vi a Boldai asaltar trincheras etíopes, rematar heridos, saquear la ciudad y exigir —confieso que yo también lo exigí— a punta de fusil al italiano dueño del hotel Archimede que nos diera de comer o le cortábamos a él los huevos y violábamos y macheteábamos a su mujer. Lo vi hacer todas esas cosas y algunas más que no contaré nunca; y sin embargo, siempre que pienso en Boldai, la primera imagen es sentado frente a mí con las piezas del arma en las manos, maternal como dije. Casi insoportable de riguroso, y metódico, y paciente.

Han pasado veintitrés años, Eritrea es ahora independiente, y cada vez que limpio el Kalashnikov me pregunto por dónde andará aquel fulano, si es que todavía anda. La última vez que lo vi fue cuando nos internaron en Kassala, Sudán, a todos los que llegamos a la frontera después de un mes de combates con poca esperanza y aún menos fortuna, huyendo de la aviación y el ejército etíopes. Yo me iba de vareta con la disententería, me había identificado como periodista y los policías sudaneses acababan de soltarme. Boldai estaba al otro lado de la alambrada cuando nos despedimos. Le di la mano y le dije buena suerte; y él hizo un saludo militar, y poniéndose firme, todo negro, grande y harapiento, me dijo: "Estás vivo para que hables de nuestros muertos. Y para que te acuerdes de mí".

29 de octubre de 2000

lunes, 23 de octubre de 2000

Los enemigos de mis amigos


No he querido saber, pero he sabido, que a mi vecino el rey de Redonda le va la marcha. Le gusta pasear por el filo de la navaja con una alegre osadía que raya en el autosuicidio, como dirían Javier Solana —ese centinela de Occidente— y algún otro político que conozco. El caso es que, no contento mi colega con meterse en jardines propios, ahora pretende podar los míos, ejerciendo la intención de veto; o de censura, o de matiz, sobre lo que escribo en esta página. Y me refiero al artículo que me hizo el honor de publicar el otro día, con una tesis doctoral sobre si una cosa mía debía titularse La tarta de Brasil, o La carta del Brasil, o La carta de la Madre Que Me Parió. Título y asunto que, dicho sea de paso, me importan un huevo; pero eso no impide quedarme con la copla. Y la copla es que mi querido y próximo colega tiene a veces problemas para encontrar temas serios con que cubrir su compromiso semanal. Eso nos pasa, a todos, por supuesto. Y lo comprendo. Yo mismo podría verbigracia, en momentos de desesperación argumental, o de mucha prisa, dedicar también una página al uso de la coma, la ausencia del punto y coma, y el resto de la puntuación en la digna prosa de mi vecino, por ejemplo; tema delicado si de plantear criterios ortográficos personales, gustos u ortodoxias se tratase. O, a glosar ciertas almogavarías de la sintaxis que también se permite a veces, seguramente en momentos de exceso de tabaco, ofuscación o euforia. Podría hacer todo eso, o quizás dejar de hacerlo aún haciéndolo sin hacerlo del todo, pero no quiero hacerlo y no lo hago, o tal vez sí. Porque además suelo ganarme la vida —blasfemar no es pontificar— sin dar consejos públicos a los colegas, ni tocarles las narices salvo cuando en los anuncios les ponen cerca más tetas que a mí. O cuando me buscan demasiado las ganas. Entonces sí que se me desbordan los criterios y la navaja. Consideremos, por tanto, esto de hoy sólo como una mesurada apostilla al articulo redondil del otro día. Una respuesta contenida, casi amariconada de puro suave. Tan afectuosa, mesurada y paternal como aquella homilía dominguera de mi primo. lncluso mas. El caso es que todo podría quedar ahí si quedase, pero no queda. Porque resulta que, en su amistosa reprensión, mi vecino de página hizo doblete. No satisfecho con darme útil doctrina brasileña, se quejaba además de que yo dedicase dos líneas a un viejo amigo mío, el periodista y escritor Raúl del Pozo, que al parecer no lo es suyo. Y si lo anterior me sorprendió, esto aún me tiene patedefuá. A fin de cuentas, cada cual conserva los amigos y enemigos que le place, en su territorio se lo guisa y se lo come bajo su responsabilidad, y a mí nunca se me ocurrió irle fiscalizando al rey de Redonda las filias ni las fobias que profesa o se busca, que también son unas cuantas. Vaya por delante que no escribo ahora para defender a Raúl del Pozo; ni para justificar el mucho aprecio que desde hace casi treinta años le tengo a ese veterano burlanga y vieja puta de la tecla. Entre otras cosas, porque el mentado dispone de columnas con su firma para solventar, si se tercia, querellas particulares que no sé cuáles son, ni me importan. Así que allá se las componga mi vecino con él, y que no le pase nada. La cuestión que me interesa precisar es de índole más personal. Y podría resumirse diciendo que en esta página que escribo desde hace siete años, y mientras me permitan seguir escribiéndola y la paguen a tocateja, me reservo el derecho de mencionar a los amigos que me salga de los cojones.

Aclarado eso, tampoco quiero despachar el asunto sin una acotación a lo que apunta mi vecino sobre cruzarle la cara a Raúl del Pozo cuando se lo encuentre. Si tan perentorio es el impulso, lo felicito, porque nada más fácil. Puede encontrarlo por las tardes en el café Gijón de Madrid, y allí cruzarle cuanto estime oportuno, si el otro se deja. Sería bonito un duelo entre gente de la hoja, tradicional, a la antigua. Yo mismo me ofrecería como padrino; pero resulta que tengo amistad con ambas partes —de uno soy leal camarada, y del otro viejo cómplice—, y no sabría dónde ponerme cuando llegase la hora de meter mano a las toledanas. Una solución honorable sería, quizás, que mi vecino y compadre se hiciera acompañar de ciertos amigos suyos a los que él también cita de vez en cuando, poetas y plumíferos varios, alguno de los cuales se me antoja tan mierdecilla y miserable como a él le parecen los míos; pero cuyas menciones no le atajé nunca hasta hoy, por respeto y por estas proverbiales timidez y delicadeza, harto notorias, que tanto me caracterizan y tanto me lastran y tanto me cortan. Así, mientras mi vecino va y cruza la cara del otro, yo podría írsela cruzando también a unos cuantos soplapollas amigos suyos. Y como dice el chiste del ratoncillo chulo, si tienen gato, que se lo traigan.

22 de octubre de 2000

lunes, 9 de octubre de 2000

El expreso de Milán


Hay una película de Joseph von Sternberg, protagonizada por Marlene Dietrich, que siempre me sedujo de modo extraordinario. Se llama El expreso de Shanghai, y con algunas novelas de Agatha Christie, Graham Greene, el poema de Campoamor —Habiéndome robado el albedrío / un amor tan infausto como mío— y cosas de Paul Morand o Valery Larbaud, contribuyó desde niño a alimentar en mi imaginación un mito fascinante: el de la dama misteriosa a bordo de un tren. La belleza enigmática, viajera con origen y destino desconocidos, que mi abuelo, viejo caballero hábil en el eufemismo y sus matices, definía como una mujer con un pasado. Supongo que antes ocurría también a bordo de los barcos, con extrañas pasajeras que miraban el mar; y en las diligencias, como Amparo Rivelles en El clavo, esa magnífica película de Rafael Gil basada en el relato de Pedro Antonio de Alarcón. Los viajes eran más largos y daban de sí: uno veía a la dama y se disponía a vivir con la imaginación El tren expreso. Ahora todo queda resuelto en unas prosaicas horas, y con los aviones ya ni eso. El caso, les decía, es que cada vez que me crucé a bordo de un tren con una mujer hermosa y elegante que viajaba sola, no pude evitar encajarla en esos esquemas literarios, cinematográficos y casi sentimentales. Confieso que las más seductoras me parecieron las que leían, porque podía observarlas sin el molesto tropiezo accidental con sus ojos —siempre me aterrorizó que me confundieran con un imbécil de los que se creen a punto de ponerle el hierro a una yegua—, y porque además añadían al misterio personal el del libro que estaban leyendo. Tampoco eran desdeñables las que miraban todo el rato por la ventanilla, con su reflejo en el cristal y la mirada ausente en vaya usted a saber qué. Tal vez porque ni les gustaba el lugar de donde venían, ni les interesaba el lugar a donde iban. Recuerdo a esas mujeres inolvidables, con ninguna de las cuales cambié nunca una palabra: la del expreso de Lisboa que se parecía a Silvana Mangano, la que bebía coñac una noche en la estación de Burdeos cuando yo tenía dieciséis años, el pelo largo y una mochila al hombro, o la elegante sudanesa acompañada por una sirvienta que me ofreció un insólito cigarrillo en el tren desvencijado que nos llevaba de Jartum a Kassala, y que ni siquiera respondió a mi "thank you”. Durante toda mi vida las coleccioné una por una como un álbum de fotos bello y enigmático. Y el otro día, en un vagón del tren rápido Roma-Milan, me creí a punto de añadir una imagen a todas las otras.

Subió en Florencia. Treinta años largos, calculé a ojo mientras la veía sentarse. Italiana en el espléndido sentido de la palabra: morena, ojos grandes, ropa sofisticada, zapatos de calidad. Pequeñas estridencias de moda, pero dentro de lo que puede tolerársele a una mujer hermosa que sabe llevar con el mismo gusto la ropa y los excesos. Había, observé, unos leves cercos oscuros bajo sus ojos, de insomnio o de pesar, o tal vez de simple fatiga; y eso bastaba para dar calidez y densidad al conjunto. Con diez años menos no habría sido tan atractiva. Es la vida lo que le da encanto, me dije. Lo que ella sabe de sí misma y de los demás, y lo que tú ignoras.

Entonces abrió el bolso y extrajo de él un teléfono móvil. "Pronto”, dijo en italiano. Hola. Estaré ahí dentro de un par de horas. Y a continuación, durante casi todo ese tiempo, estuvo hablando con media Italia pese a que la voz de la azafata recordaba por megafonía que los teléfonos sólo debían usarse en las plataformas de los vagones. Pero lo cierto es que a mí me daba igual. Asistía, fascinado, a la demolición ante mis ojos de todo un mito. La dama misteriosa, bella y elegante, la belle dame sans merci, la mujer que durante cuarenta años de mi vida lectora, espectadora e imaginativa, había poblado sueños viajeros, trenes y barcos que pasaban en la noche, tenía una charla ordinaria y frívola a más no poder. Aquella en concreto era, para que me entiendan, absolutamente tonta del culo; y el misterio más apasionante que pude desvelarle fue que Grazia —que debía de ser otra importante gilipollas— estaba harta de un tal Marco, y que ella —mi ex dama misteriosa— dudaba entre comprar un Fiat diesel o uno de gasolina. Estuve un rato mirando el vacío, me temo que con un apunte de sonrisa tonta en la boca. Y luego abrí el libro que tenía sobre las rodillas. Por fin averigüé, pensaba al pasar las páginas, lo que, en el mejor de los casos, la seductora dama del expreso de Shanghai tenía en la cabeza cuando entornaba los ojos lánguidos entre el humo de su cigarrillo egipcio: la hora del colegio de sus hijos y una cita con la esteticista para depilarse las piernas. Y me sentí extrañamente ligero, como quien se divorcia después de cuarenta años de matrimonio con un fantasma.

8 de octubre de 2000

domingo, 1 de octubre de 2000

Poner una llave en Flandes


Empezó como una broma hace un par de años, cuando la presentación en Madrid de El Sol de Breda. Estaba tomando una copa con Jean Schalekamp, mi traductor holandés, y con Jan Hekking, otro hereje flamenco que nació en Breda pero que, como Jean, vive en Mallorca desde el saco de Amberes, o casi. Alguien dijo que sería divertido devolver a Holanda la llave que Justino de Nassau entrega a Spínola en el lienzo de Velázquez; y yo, que debía de estar completamente etílico, dije no se hable más. Me encargo de buscarla. Luego, por supuesto, olvidé el asunto; pero los dos malditos holandeses no se olvidaron, y organizaron el evento con la tenacidad que tienen los rubios de allí. De manera que hace poco telefoneó Jean Schalekamp para comunicarme que en Breda me esperaba el alcalde para que le devolviera la llave. Le pregunté que si estaba majara, no fastidies, colega, que mi ofrecimiento era pura coña; pero Jean, con absoluta seriedad calvinista, respondió que en Holanda, coñas las justas.

Me entró el pánico que pueden suponer. A ver de dónde saco yo, pensé, la llave de Spínola a estas alturas. Con Ayuntamiento y autoridades de por medio, la cosa no podía resolverse con la llave del buzón de mi casa o cualquier otra comprada en el Rastro. Así que puse a los amigos al tajo, busca, Fido, busca, hasta que al fin Antonio Cardenal, que es productor de cine y tiene experiencia en conseguir cosas raras, me dijo: tranquilo, chaval, no te agobies, que he encontrado tu puta llave. En un anticuario, certificada del siglo XVII. Y por cierto que me ha costado una pasta, cabrón. Pero te la regalo. La llave, en efecto, era un tocho de hierro de palmo y medio, idéntica a la que pintó Velázquez; y además Antonio, que tiene sentido del atrezzo, le había puesto unos cordones y unas borlas que daba gloria verla. Así que la metí en el equipaje y cogí el avión. Menudo chalet debe de tener éste, pensarían los picoletos de Barajas al ver aquel pedazo de hierro por los rayos X.

La verdad es que en Breda los holandeses y el que esto firma nos reímos un huevo. Primero fuimos a dar una vuelta por Ginneken, Terheyden y los lugares donde se desarrollaron el asedio y las escenas del libro; y fue emocionante visitar las huellas de un antiguo baluarte que conserva su forma en el bosque, con los taludes y trincheras cavadas por los zapadores de los tercios; cerca del cual aún se encuentran restos de la batalla, como los ocho cuerpos de soldados españoles muertos en 1624 que aparecieron hace poco con sus armas y crucifijos al cuello no lejos de Breda, en Gilze. Imagínense, por otra parte, mis diálogos con los holandeses. Aquí os jodimos bien, decía yo, perros luteranos. Os dimos las del pulpo. Maldito papista, contestaba el otro, que os mandamos con vuestra Inquisición a freír espárragos. Pregúntale a aquella morena guapa que pasa por ahí quién fue su abuelo, contraatacaba yo. Seguro que se llamaba Manolo. Violadores y traganiños, eso erais, me respondían. A mucha honra, etcétera. Todo eso con mucha cerveza y mucha guasa.

Luego, por la tarde, fue el acto oficial. El Ayuntamiento estaba lleno de invitados y de periodistas, y las autoridades holandesas encaraban el asunto con una simpatía sorprendente. Ante una reproducción de La rendición de Breda que hay en el salón principal, saqué la llave y le dije al alcalde que le juraba por mis muertos que era la de verdad, y que disculpara si no me inclinaba al dársela como había hecho Justino de Nassau con Spínola; pero que si lo hacía, los huesos de los españoles enterrados en Flandes iban a removerse en sus tumbas. Así que me limitaba a darle un abrazo. Nos lo dimos, hubo fotos, copas y charla. A buenas horas, pensaba yo, íbamos en España, o como se llame ahora, a asumir esta murga con tan buen humor y tanta clase, haciendo de ella un agradable pretexto para refrescar la memoria, la cultura y la historia. Allí negaríamos hasta la españolidad de Velázquez, y todo cristo aprovecharía para hacer demagogia barata; con el resultado de que en el lienzo Nassau le estaría entregando la llave al representante de vaya usted a saber qué. Y nadie se haría responsable, porque eso de los tercios y las lanzas suena sospechoso, a centralismo bélico-franquista. Así que lo mejor es no saber dónde está Flandes, ni estudiar qué carajo pasó allí, y que maldito lo que nos importe. Para rematar, me presentaron al obispo de Breda. Y yo, que iba por la quinta copa, le dije que me holgaba, pardiez, de ver in situ a un representante de la verdadera religión; y que gracias a los viejos tercios de infantería española, él todavía iba con uniforme de cura católico y no vestido de pastor hereje. Leña al luterano, ilustrísima, añadí, hasta que duela la mano. Y que se mueran los calvinistas y los feos. Y el pobre obispo me miraba como diciéndose: no estará hablando en serio, este animal.

1 de octubre de 2000

domingo, 24 de septiembre de 2000

Matrículas y poca vergüenza


A la hora de teclear este libelo semanal todavía no sé en qué habrá quedado el asunto de las matrículas y los indicativos provinciales y toda esa murga. Imagino que por una vez se habrá impuesto el sentido común y que los coches llevarán la letra estatal E con las estrellitas comunitarias, normalizando así la cosa con el resto de Europa. Lo que todavía ignoro es si la presión de los caciques de los reinos de taifas que mercadean este putiferio habrá incluido las letras provinciales en el invento, o no; ya que oí el otro día afirmar a un portavoz parlamentario de ERC que, en caso contrario, los conductores catalanes pegarían las letras CAT sobre la E, con un par de huevos. De cualquier modo, oigan, viene a dar los mismo. Que Francia lleve en sus coches una simple F rodeada del circulito de estrellas europeas o Italia la I, o que en el estado federal alemán, a un ciudadano le parezca normalísimo que su mercedes o su volswagen lleven la D de Deutschland en lugar de, por ejemplo, la B de Baviera, no debe alterarnos el pulso para nada. A fin de cuentas, cuantas más letras pongamos en las matrículas y más precisemos el origen, filiación tendencias y RH de cada cual, más claras estarán las cosas a la hora de especificar la rica variedad de los hombres (y las mujeres) y las tierras de España; que como todo el mundo sabe, es el único estado europeo que nunca existió. De cualquier modo, los partidarios de un minucioso detalleo matriculero, podrían argumentar también que el indicativo provincial responde a las medidas urgentes que se reclaman para normalizar la situación en el País Vasco. Precisamente, podrían afirmar apuntándose el tanto, eso permite organizarse de cara a la kale borroka presente y a las kales borrokas futuras; porque así, reventar neumáticos o quemar coches maketos, charnegos o de lo que se tercie podrá ser más ajustado y selectivo y no pagarán justos por pecadores. O viceversa. También podían haber sido algo más generosos e incluirnos a todos por lo menudo. A ver por qué un murciano opresor, fascista y centralista va a llevar MU en la matrícula y un cartagenero –con mil y pico años más de historia– no va a llevar CT; o uno de Ayamonte las letras AY: que añadiéndole Huelva quedaría con HAY de hay que joderse. De esa forma tendríamos un bonito tema de conversación cuando uno de aquí viajara a Holanda, por ejemplo, y el de la gasolinera, al ver la SL en la matrícula preguntase: "¿Qué, de Sierra Leona?" y el otro respondiera, con el natural orgullo patrio: "No. De Socuéllamos de la Loma".

Además recuerden que hay gentes y etnias a las que sería práctico tener controladas. Los emigrantes, por ejemplo, podrían llevar en la matrícula una (EM) así, entre paréntesis, con el añadido de (MO) –moro–, (SU) –sudaca–, (NC) – negro de color– y (CHI) –chino, o sea oriental–, según cada registro. No deberíamos olvidar (GI) – gitano– y (MA) –maricón–. Y estoy seguro de que en ciertos ambientes sería bien acogido que quienes no tengan ocho bisabuelos catalanes, o los ocho vascos, o los ocho gallegos, o los ocho de Villacapullos de la Puta Que Me Parió, lleven también una marca en la matrícula. Algo identificativo, con eficacia probada y con solera. Una estrella amarilla, por ejemplo.

Así que fíjense, soy partidario incluso de que eliminen la E. de esa forma, y de todas las que se nos ocurran, podremos seguir siendo diferentes. Podremos alardear de tardar dos mil años en hacer un país llamado España, y lograr en sólo veinte que de él no quede ni la E de la inicial. Un país de golfos, analfabetos, fariseos y soplapollas de alcaldes de Marquina que se jiñan pero no dimiten, de diecisiete comités olímpicos y selecciones de fútbol, donde hasta los bailes regionales ya son alardes de mezquindad insolidaria. Una España que entre en la estupefacta Europa no como un estado, sino como una riña a navajazos, babel de cobardes y sinvergüenzas, donde mienten como bellacos quienes se llaman nacionalistas liberales o de izquierdas, porque el nacionalismo siempre es de derechas y se alimenta de fanatismo paleto y de sacristía; y el único camino de libertad y de progreso lo traen las puertas abiertas y la solidaridad y la Cultura con mayúsculas, sin que eso signifique renunciar a la tierra, a la lengua ni a la memoria de cada cual.

Así que algunos días, cuando la náusea me colma la gorja, celebro que haya políticos y políticas, demagogos y demagogas, gilipollos y gilipollas, empeñados en ahorrarme el bochorno de pregonar en la matrícula a esta España miserable. A ver si terminamos de una vez, y todo se va a tomar por saco, y dejo de desayunarme cada día con los mismos titulares, con tanta bajeza y con tanta mierda. Y entonces puedo elegir, y me hago francés.

24 de septiembre de 2000

domingo, 17 de septiembre de 2000

La carta de Brasil


El otro día vino a casa Tico Medina, el Gran Tico, el último reportero, a quien el mutis lo pillará exactamente así, de viaje, con su chaleco y su maleta y esa eterna curiosidad profesional mezclada de bondad que desde hace casi medio siglo arrastra de acá para allá, incansable, de las guerras a las plazas de toros, la farándula, las aventuras en Sudamérica, la vida fascinante de esa vieja escuela de putas del oficio que fue el diario Pueblo. Por eso siempre me alegro al verlo de nuevo; pasa igual cuando veo en el café Gijón al querido Raúl del Pozo, prueba viviente de que se puede tener el alma golfa, culta y decente a la vez; un Raúl que también en los tiempos de Pueblo, cuando algunos demócratas de ahora todavía eran flechas de la OJE, ya escribía como Cristo bendito, si Cristo bendito fuera columnista.

El caso, decía, es que el otro día estuve con Tico, que sigue al pie del cañón. Ni se jubila ni maldito lo que le apetece, y siempre le digo que su divisa o su epitafio —como es supersticioso, nunca deja que hable de epitafios— podría muy bien ser: «Si paro palmo, y si palmo, paro». Estuvimos un rato hablando de los viejos tiempos, y revisamos fotos de los años setenta, donde aparece el arriba firmante con veinticinco tacos menos. Luego Tico se fue, y yo guardé las fotos, y estando en eso me quedé con una en las manos. Fue tomada en Beirut en 1976, durante la batalla del barrio de Hadath, y en ella estoy hecho un pipiolo junto a un joven armado hasta los dientes, Kalashnikov al hombro y granadas al cinto, que se llamaba —todavía se llama— Elie Bu Malham. Ahora ese mismo Elie tiene cuarenta y tantos, un par de hijos y vive en Francia, creo. Pero al día que nos hicimos aquella foto, tenía sólo diecinueve, era miliciano de las fuerzas cristianas libanesas, y desde hacía un año y medio llevaba en el bolsillo una carta escrita en portugués. Una carta que no había leído nunca.

Cierta noche en que el frío no dejaba dormir, agazapados en una trinchera de Abu Jaude a esa hora en que se intercambian confidencias y cigarrillos fumados con la brasa oculta en el hueco de la mano, Elie me contó la historia de la carta. En realidad era una anodina historia de amor juvenil: una chica brasileña de vacaciones en Beirut antes de la guerra, un beso furtivo, una despedida, y al cabo del tiempo una carta escrita en portugués que Elie nunca había podido traducir —sólo hablaba un poco de francés—, pero que llevaba consigo a todas partes, como un fetiche. Le dije que yo podía leérsela; y Elie, lleno de ansiedad, sacó de su cartera el sobre con la hoja de papel doblado y desdoblado cientos de veces. La única carta de amor que había recibido en su vida. Nos pegamos al suelo de la trinchera y leí primero para mí, ocultando bajo mi cazadora la luz de la linterna. No era gran cosa: la chica agradecería las atenciones, aseguraba que era un chico muy simpático y nada más. Una carta sosa, agradecida, casi de compromiso. «Tradúcela», pidió Elie, agarrándome del brazo. Me miraba como si le fuera mucho en ello, así que lo hice; pero a la mitad comprendí, por la cara que podía verle al resplandor de la linterna, que aquello era muy frío. Decepcionante. Así que decidí, sin exagerar demasiado, adornársela un poco. Hacia el final, el «muchacho muy simpático» se convirtió en «muchacho encantador e inolvidable», y el «afectuoso saludo de tu amiga», etcétera, acabó siendo «un tierno beso de la que jamás te olvidará», o algo así. Fue mi buena acción —pocas hice— aquel año. A Elie le brillaban los ojos, estaba feliz, y al terminar me pidió que le repitiera la carta al día siguiente, para copiarla al árabe y poder leerla cuantas veces quisiera. Se lo prometí, pero al día siguiente hubo un ataque Fedayin, Elie y yo tuvimos otras cosas en qué pensar y nos perdimos de vista. Lo encontré seis años más tarde, en la misma guerra y en el mismo sitio. Para entonces, Elie ya era comandante. Sabía que yo iba y venía también con los otros bandos, palestino, sunita y chiita; pero aún así hizo cuanto pudo para facilitarme el curro, y me llevó con su unidad de kataeb a lugares donde no dejaban ir a periodistas. Se había casado con una de las chicas Sneiffer, las hermanas más guapas de Hadath, tenía una hijita que lo abrazaba llamándolo por su nombre, y lo vi llorar una noche que volvíamos del frente hechos polvo y la vio dormida en su cuna. Nos encontramos más veces hasta que en el 91, harto de la guerra, después de combatir durante dieciséis años, emigró con su familia a Francia sin un duro, en busca de trabajo. Me escribió un par de veces, y en ocasiones todavía recibo una postal suya. Nunca volvió a mencionar aquella carta brasileña. Sospecho que alguien se la tradujo de nuevo más tarde, y que la versión fue distinta.

17 de septiembre de 2000

domingo, 10 de septiembre de 2000

Chusma de verano


Maldita sea su estampa, que el verano muere matando. Quiero decir, y digo, que hasta el final le hace sufrir a uno sus más espeluznantes horrores. No me refiero —aunque también pongan la piel de gallina— a la tradicional fiesta de cumpleaños de Rappel ni a la mano en la cintura y el movimiento sexy, ni a los trescientos putones desorejados que han salido en la tele y los papeles contando cómo se lo hacían con Jesulín, ese ilustre garañón de media España, ni a Carmina Ordóñez, no menos ilustre ángulo de la bisectriz de la otra media.

Me refiero a los horrores sufridos en la propia carne, o casi. En realidad, la vida, que es muy borde, está llena de horrores de diverso tonelaje; lo que pasa es que, desde cierto punto de vista, los horrores de invierno suelen ser más llevaderos que los de verano, envueltos éstos últimos en cremas bronceadoras, camisetas de South Park, y vómitos de guiris e indígenas a las tres de la madrugada en la puerta del chiringuito. Por alguna ineludible ley de la naturaleza, agosto es un mes abundante en ese tipo de cosas, tal vez porque el calor hace fermentar la basura. En meses así, basta mirarnos a nosotros mismos con alguna lucidez para comprender la oportunidad ganada a pulso de las siete plagas de Egipto y el Diluvio Universal, y a los anarquistas majaras, y a los malos perversos que pretenden hacer estallar una bomba nuclear en los urinarios de Benidor y a los científicos mochales —no sé si se han fijado en que en las pelis tienen el mismo careto que Putin— dispuestos a meter virus mortales en los tarros de yogur de plátano de oferta.

Mi penúltima postal de verano me la sellaron la semana pasada en la gasolinera, entre la gente que se agolpaba en el mostrador para pagar la sin plomo, las barras de pan, las revistas o las botellas de agua mineral. Aguardaba paciente mi turno con la tarjeta de crédito en la mano, cuando un individuo que tenía prisa se metió casi por encima para adelantarse. No me importó el asunto, porque lo mismo daban cinco minutos más. Lo que me alteró el karma fue que el fulano, un tipo maduro y peludo que iba vestido con sólo un bañador y unas zapatillas pese a hallarnos a ciento cincuenta kilómetros de la playa más próxima, me restregó toda su sudorosa humanidad en el afán por arrimarse al mostrador, llegando a colocarme una axila en mitad del hocico. Una axila en la que un largo viaje por carretera había dejado inequívocas huellas. Nunca profesé en la regla de san Francisco, así que le aticé un codazo en el hígado con cuanta mala leche pude, que fue mucha, y luego dije «perdón» mirándolo con esa cara de loco que ponen quienes ya les dan lo mismo dos que veinte, y están dispuestos a romper un casco de botella y llevarse por delante a Cristo bendito, a Sansón y a todos los filisteos. Me miró como pensando anda tú, a ver qué le pasa a éste. Luego pagó y se fue tan campante. Pensando, a lo mejor, que ese chalado de la gasolinera se parecía un huevo al hijoputa del Reverte.

La otra postal es de una isla de la que hace cinco o seis años les hablé a ustedes, en un artículo titulado precisamente El chulo de la isla. Lamentaba entonces las maneras con que un militar de paisano había expulsado de la orilla —es zona militar del Centro de Buceo de la Armada— a los barcos y botes que fondeaban demasiado cerca; aunque luego supe que no era culpa del pobre hombre, un suboficial de marina, y que el almirante de entonces, que estaba bañándose allí con la familia, le había exigido que despejara el terreno porque le incordiaba la gente. El caso es que hace unos seis días volví al mismo sitio. Fondeé como muchos otros en seis metros de sonda, lejos, en el lugar adecuado, fuera de las balizas que marcan la zona prohibida. Pero comprobé que había docenas de barcos de todo tamaño pegados a la isla, chocando unos con otros y amontonados en la orilla, incluidos veraneantes (y veraneantas) que paseaban tranquilamente por la playa, bajo unos carteles enormes donde podía leerse sin ayuda de prismáticos ni nada: «Zona militar. Manténgase a 300 metros». Y debo confesar que entonces lamenté no ser almirante de la mar océana, para ordenar a los marineritos que desde tierra asistían impotentes a semejante putiferio —nadie les hacía maldito caso—, a despejar aquello con unos cuantos torpedos. Bum. Tocado. Bum. Hundido.

Y sin embargo, de aquella isla conservo una imagen que disipa todas las otras. Un hombre y su perro se bañaban juntos, mar adentro. Se veía la cabeza negra del animal junto a la de su amo, siguiéndolo fiel, chapoteando a su lado, girándose a esperarlo cuando se retrasaba. Y esa cabeza leal, enternecedora, oscura y peluda, obró de pronto el milagro de reconciliarme en el acto con miles de cosas que en ese momento detestaba con toda mi alma. Por ese perro, pensé, lamentaría que se ahogara el amo.

10 de septiembre de 2000

domingo, 3 de septiembre de 2000

Calle de las personas humanas


La verdad es que no sabía en qué terminó la cosa. Pero un amigo despejó la incógnita al contarme el otro día que la iniciativa de cambiar el nombre de la calle Séneca de Barcelona por el de Ana Frank reposa en el baúl de los recuerdos. Sin duda alguien cayó en la cuenta, a última hora, de que don Lucio Anneo, aunque era de Córdoba, no escribía en castellano sino en latín, y que, bien mirados —pese a las vulgares influencias de Salustio, Cicerón, Fabiano y Eurípides en sus epístolas, tragedias, diálogos y otros escritos—, los méritos literarios y filosóficos del preceptor de Nerón, pese a tratarse de un charnego nacido en la Bética, no estaban muy por debajo del Diario de la joven judía austríaca asesinada por los nazis.

Aún así, no crean que lo tengo muy claro. Hasta que se cortó las venas, Séneca sirvió al poder central de Roma, y por aquello de que no es lo mismo predicar que dar trigo, fue también un poco putero, le hizo la pelota a Mesalina, y durante una buena temporada se pegó la vida padre, pese a que en sus papeles sostenía la necesidad de la moderación, la sencillez y la vida beata. Imagino que los promotores del cambio de nombre para la calle estaban al corriente de todos estos pormenores, y con el aplomo que da el conocimiento de la cultura clásica, consideraron un acto de justicia moral borrar del callejero un nombre sujeto a tales ambigüedades. Este Séneca no era trigo limpio, dijeron. Seguro que iban por ahí los tiros, y el nombre de Ana Frank se les ocurrió igual que se les podía haber ocurrido cualquier otro. Calle de Baltasar Porcel, por ejemplo. O calle del payaso Fofó.

Por eso creo que la iniciativa tiene su puntito y no debe caer en saco roto. No estaría de más que los ayuntamientos aprobaran presupuestos extraordinarios para ese tipo de eventos, y encomendasen al certero criterio de sus concejales (y concejalas) de cultura una revisión exhaustiva de los callejeros locales, a fin de poner las cosas en su sitio. Y a fin, sobre todo —porque la modernidad también es un grado— de adaptar tanta nomenclatura apolillada que campea en los rótulos de las esquinas a los tiempos de esta España moderna que mira hacia el futuro y que, según el presidente del gobierno, va tan de puta madre. Y para que luego no digan ustedes que soy un insolidario y un cabrón, heme aquí, dispuesto a echar una mano.

Verbigracia. Sugiero que a todas las calles con nombres desfasados por la realidad se les actualice el asunto. La plaza de la Marina Española de Madrid, sin ir más lejos, debería llamarse, sin lugar a dudas, plaza de las Marinas Autonómicas. Y las connotaciones sexistas de la calle Caballeros de Valencia —calle Cavallers— deberían paliarse convirtiéndola en calle de las Señoras y Caballeros —de las Dones i Cavallers—. En cuanto a las calles con nombres de resonancias bélicas, que como los juguetes ad hoc sólo sirven para fomentar la violencia y el odio, y además acordarse de ellas no sirve para nada, el nombre se les cambiaría por el de acontecimientos de índole fraterna. En lugar de calle Bailén, o calle Batalla del Salado, podrían llamarse, por ejemplo, calle del Concierto de la isla de Wight, calle de la No Violencia, calle Greenpeace, calle de la Prestación Social Sustitutoria, calle de las Personas Humanas y cosas así. A otras bastaría con aplicarles pequeñas modificaciones que las pusieran a tono la calle de la batalla del Jarama, por ejemplo, podría llamarse calle de los Mansos de Jarama, en bonito homenaje a dos bandas al gran don Pedro Muñoz Seca. O, respetando las connotaciones históricas, la calle Navas de Tolosa pasaría a llamarse calle de los Hermanos Magrebíes. O calle de la Patera, que es más de ahora y no compromete a nadie.

El punto más peliagudo, claro, es el de las calles con nombres propios. Y es ahí donde no debe temblar el pulso de los concejales y concejalas. A estas alturas, a nadie le importa un huevo quienes fueron Avicena, Maimónides, Columela o Nebrija, que además no salen ni en Corazón de Verano ni en Tómbola, ni en el telediario. Así que propongo, para sustituir las calles a las que todavía inexplicablemente dan nombre, los más actualizados de calle Bill Gates, calle Leonardo di Caprio, calle de Lady Di, y calle de los Morancos de Triana, respectivamente. Para las calles Quintiliano y San Isidoro podríamos reservar los nombres de calle Jesulín de Ubrique y calle Georgie Dan, sin olvidar que el fútbol también ofrece inmensas posibilidades. En Aragón —que no se me crezcan mucho ésos— cualquier calle Almogávares pasaría a llamarse obligatoriamente calle de Marianico el Corto. Y en cuanto a los nombres de las calles Miguel de Cervantes y Francisco de Quevedo, se los reservo personalmente a los ex ministros de Educación José María Maragall y Javier Solana, a los que con toda justicia podríamos considerar padres putativos del asunto.

3 de septiembre de 2000

domingo, 27 de agosto de 2000

Sobre patriotas y palomitas


Hay que ver cómo se han mosqueado los súbditos de su majestad británica con la película El Patriota, protagonizada por Mel Gibson. Historiadores, parlamentarios y periodistas han puesto el grito en el cielo, protestando por la imagen cruel y deformada que de ellos da el filme, ambientado en las peripecias de un colono durante la guerra de independencia de los Estados Unidos. Es una manipulación histórica, dicen. Nosotros no éramos tan villanos ni malvados. Como el director es de origen alemán, nos la ha metido doblada, etcétera. Supongo que algunos de ustedes han visto la película. A mí me pareció muy bien hecha y muy entretenida, interesante para un público formado, como se decía antes, que no se llame a engaño con un producto claramente destinado a conmover la fibra patriótica gringa —de eso habla el título precisamente— con mucha bandera y mucha gesta nacional. Quizá se pasa un poquito en eso de que los ingleses esclavizan de nuevo a los pobres negros a quienes los bondadosos y humanitarios colonos habían manumitido por iniciativa propia. Pero, con todo y con eso, El Patriota es, a fin de cuentas, una película clásica de buenos y malos, como hemos visto tantas, con buenos que tienen un envidiable —a mi juicio— amor por su patria, y con malos que son malos que te rilas, Domitila; sobre todo un coronel inglés muy caín y muy perro al que le priva fusilar, matar por la espalda, y achicharrar a gente indefensa en iglesias incendiadas. Y encima se ríe, el hijoputa. Comprendo que se hayan mosqueado los ingleses. El cine norteamericano los tenía mal acostumbrados. Antes los buenos siempre eran ellos: lo mismo cruzaban el paso de Jyber tocando la trompeta que salvaban al hijo del marajá siendo audaces lanceros bengalíes, defendían a la reina Victoria frente a la chusma bóer o zulú, mataban nazis, se hacían piratas por amor al arte, o defendían a Occidente con licencia para matar. Incluso cuando palmaban haciendo el primavera, como en Balaclava, siempre estaba allí Errol Flynn para convertir el evento en gloriosa derrota; de modo que hasta eso parecía, encima, una victoria. Pero los tiempos cambian, y a hora les fastidia que se haya acabado el chollo, y van y se chivan al profe. No están acostumbrados a que Hollywood los saque feos, malos y perdiendo, y se niegan a aceptar que el héroe británico tomando el té en el puente de Arnhem ya no se lleva. Norteamérica necesita a toda leche villanos en cantidad para sus pelis. Y la industria quema velozmente las existencias. El único héroe de cine que de verdad cuenta para Hollywood es el gringo, y para darle cuartelillo los guionistas ya han abusado mucho de los indios, tan exterminados dentro como fuera de la pantalla, y también de los alemanes, de los negros africanos, de los asiáticos, de los árabes, de los hispanos y de los rusos, que son los últimos y han dado mucho juego con eso de las bombas nucleares despistadas, y las mafias, y el vodka de Yeltsin. Pero la cantera se agota, y además se produce el efecto boomerang. Ahora sale un mafioso ruso en una película, con ese acento de doblaje que te descojonas —«yo matar eniemigo amiericano»—, y el público va y se pone de su parte porque le parece conocerlo ya de toda la vida.

Así que lo siento por mi vecino Marías, pero les ha tocado el turno a los perros ingleses. Ya se acostumbrarán. Si les sirve de consuelo, el otro día estaba yo viendo un programa de la televisión británica sobre la Armada y la empresa de Inglaterra, y tuve que tragarme sin pestañear cómo ese país libre y patriota, gobernado por una reina inteligente y moderna, resistió las ambiciones imperiales, la codicia y la rapiña del siniestro imperio español gobernado por un rey inculto, fanático, cruel, oscurantista e inquisidor, y cómo alegres muchachos amantes de la liberté, de la egalité y de la fraternité se echaron a los mares para beneficiar a la humanidad doliente, liberando a los pueblos oprimidos de América del yugo colonial de aquella España que era un peligro público. Lo que en versión Hollywood se tradujo durante muchas décadas en un pirata rubio que se hace pirata por ansias de justicia y por odio a la Inquisición que quemó a su hermano, y que saquea el oro de españoles morenos, sucios, grasientos y cobardes —encarnados siempre por actores mejicanos— no por codicia, sino por darle al tirano donde más le duele. Y además el rubio se liga siempre a la sobrina del gobernador, que es la única española guapa de la película. No te jode.

Así que me parece de perlas que también a ellos les haya llegado el turno de cobrar las suyas y las del pulpo. Y puestos a que me cuenten películas, debo decir que con la de Mel Gibson me lo pasé de cine. Comí palomitas y me encantó aplaudir cuando matan al inglés.

27 de agosto de 2000