Llevo unos días riéndome a carcajadas cada vez que conecto con Internet. No soy navegante por ese tipo de aguas, entre otras cosas porque ya paso demasiado tiempo cada día frente al ordenata; pero a veces me doy una vuelta por esos mundos, imaginando que entro en el ordenador personal del Papa como en La piel del tambor, y le meto un virus pro legalización del aborto con música de Macarena (Bruner). En fin. Algunos de ustedes sabrán a qué me refiero.
Pero les contaba que a veces me asomo a la red, en especial estos días en que el capitán Alatriste se estuvo paseando por ella. La cuarta entrega de mi amigo el espadachín permaneció durante un mes disponible en una página de Internet que montó la editorial Alfaguara a través del portal Inicia. Estoy contento por ellos y por mí, pues eso hizo posible que la novela esté ahora disponible en muchísimos más sitios de los que habría conocido sólo en librerías. A ver qué novelista que no sea un demagogo o un cretino se resiste a que lo lean más, en lugares donde el libro de papel no llega por diversas razones. El caso es que mis condiciones para aceptar ese tinglado fueron que el precio en Internet fuera simbólico o lo más bajo posible, que no hubiera publicidad en las páginas, y que pasado un mes la novela desaparecería de la red para iniciar su vida normal en forma de libro. Y así ha sido, o está a punto de ser. Pero lo mejor de la experiencia fue el aspecto delincuente del asunto: cuando la presentación en Madrid, al preguntar un periodista por mis aspiraciones comerciales, respondí que mis aspiraciones comerciales eran que la mayor parte de los lectores se apropiasen de la novela por el morro. O sea, gratis. Lo que quiero es que me lean, dije. Así que recomendé públicamente el pirateo. Haced esto en memoria mía, dije. Por la pati. A qué pasar hambre, si es de noche y hay higueras.
En fin. Para redondear lo que quiero contarles, debo añadir que un tío estupendo —de Valencia, me parece— que se llama Enrique y honra El club Dumas usando gentilmente el nick de Corso, montó por su cuenta y con dos o tres amigos, hace un par de años, una página soberbia en la que se ocupa de mis libros, y tiene un correo del lector, y un foro libre de discusión; y el fulano ha conseguido montar una pajarraca extraoficial magnífica, donde amigos a los que no conozco, pero que tienen la gentileza de leer mis libros y mis cosas, como El Conde, Carlota, Celso, El Marino y muchos otros, envían colaboraciones, opinan y, en resumen, intercambian cromos. Y fíjense si será buena la página, que hasta mi editorial, a la hora de hacer la suya —estupenda, las cosas como son—, puso un enlace con ésta para aprovechar todo ese caudal de información. A esa página privada me asomo de vez en cuando a ver por dónde van los tiros, los que me dan leña y los que me defienden. Nunca intervengo, pero observo, me divierto, aprendo, me familiarizo con amigos y adversarios desconocidos. Y así fue durante todo este mes, en que al abrir la página de Enrique encontraba allí todo un foro de mensajes reclamando qué alguien piratease El oro del rey y lo pusiera a circular: algunos oponiendo reparos morales y otros diciendo qué carajo, las cosas en la red están para piratearlas, y no estoy dispuesto a soltar quinientas pelas, no ya por la pasta, sino por principios. Por estricta moral de internauta.
Y debo reconocerlo aquí públicamente: asistir a todo ese guirigay, propio de las tabernas de filibusteros de los viejos libros, me ha calentado el corazón. El día que alguien que usa el nick de Pepe dijo «ya lo tengo, aquí lo tenéis», y en el acto recibió una lluvia de peticiones y agradecimientos, sentí el éxito casi como propio. Porque uno cree que todo está ya dicho, escrito y reglamentado, y de pronto resulta que no; que ante cada nuevo desafío surgen en cualquier rincón espíritus libres que se pasan por el forro de los cojones los reglamentos y los copyrights y las estipulaciones de tres euros y letra pequeña. Corsarios resueltos a ir al abordaje de sus sueños. Y lo que es más importante: solidarios, dispuestos a compartir. A ir a la taberna de los Hermanos de la Costa, de los colegas, de los amigos cuyo nombre es sólo un alias en la red, y decirles: aquí está, aquí lo tengo. Aquí lo tenéis. Servíos, y que aproveche.
Por eso quiero dar hoy las gracias al pirata Pepe y a los otros: a quienes durante estas semanas habéis hecho saltar mecanismos de seguridad y saqueado las bodegas de esa página alatristesca, por amor a la aventura, por desafío y por generosidad con los camaradas. Los de mi editorial —y algunos
libreros— se ciscan en vuestros muertos. Por mi parte, os aseguro que el propio Diego Alatriste habría disfrutado tanto viéndoos hacerlo como he disfrutado yo.
26 de noviembre de 2000
Pero les contaba que a veces me asomo a la red, en especial estos días en que el capitán Alatriste se estuvo paseando por ella. La cuarta entrega de mi amigo el espadachín permaneció durante un mes disponible en una página de Internet que montó la editorial Alfaguara a través del portal Inicia. Estoy contento por ellos y por mí, pues eso hizo posible que la novela esté ahora disponible en muchísimos más sitios de los que habría conocido sólo en librerías. A ver qué novelista que no sea un demagogo o un cretino se resiste a que lo lean más, en lugares donde el libro de papel no llega por diversas razones. El caso es que mis condiciones para aceptar ese tinglado fueron que el precio en Internet fuera simbólico o lo más bajo posible, que no hubiera publicidad en las páginas, y que pasado un mes la novela desaparecería de la red para iniciar su vida normal en forma de libro. Y así ha sido, o está a punto de ser. Pero lo mejor de la experiencia fue el aspecto delincuente del asunto: cuando la presentación en Madrid, al preguntar un periodista por mis aspiraciones comerciales, respondí que mis aspiraciones comerciales eran que la mayor parte de los lectores se apropiasen de la novela por el morro. O sea, gratis. Lo que quiero es que me lean, dije. Así que recomendé públicamente el pirateo. Haced esto en memoria mía, dije. Por la pati. A qué pasar hambre, si es de noche y hay higueras.
En fin. Para redondear lo que quiero contarles, debo añadir que un tío estupendo —de Valencia, me parece— que se llama Enrique y honra El club Dumas usando gentilmente el nick de Corso, montó por su cuenta y con dos o tres amigos, hace un par de años, una página soberbia en la que se ocupa de mis libros, y tiene un correo del lector, y un foro libre de discusión; y el fulano ha conseguido montar una pajarraca extraoficial magnífica, donde amigos a los que no conozco, pero que tienen la gentileza de leer mis libros y mis cosas, como El Conde, Carlota, Celso, El Marino y muchos otros, envían colaboraciones, opinan y, en resumen, intercambian cromos. Y fíjense si será buena la página, que hasta mi editorial, a la hora de hacer la suya —estupenda, las cosas como son—, puso un enlace con ésta para aprovechar todo ese caudal de información. A esa página privada me asomo de vez en cuando a ver por dónde van los tiros, los que me dan leña y los que me defienden. Nunca intervengo, pero observo, me divierto, aprendo, me familiarizo con amigos y adversarios desconocidos. Y así fue durante todo este mes, en que al abrir la página de Enrique encontraba allí todo un foro de mensajes reclamando qué alguien piratease El oro del rey y lo pusiera a circular: algunos oponiendo reparos morales y otros diciendo qué carajo, las cosas en la red están para piratearlas, y no estoy dispuesto a soltar quinientas pelas, no ya por la pasta, sino por principios. Por estricta moral de internauta.
Y debo reconocerlo aquí públicamente: asistir a todo ese guirigay, propio de las tabernas de filibusteros de los viejos libros, me ha calentado el corazón. El día que alguien que usa el nick de Pepe dijo «ya lo tengo, aquí lo tenéis», y en el acto recibió una lluvia de peticiones y agradecimientos, sentí el éxito casi como propio. Porque uno cree que todo está ya dicho, escrito y reglamentado, y de pronto resulta que no; que ante cada nuevo desafío surgen en cualquier rincón espíritus libres que se pasan por el forro de los cojones los reglamentos y los copyrights y las estipulaciones de tres euros y letra pequeña. Corsarios resueltos a ir al abordaje de sus sueños. Y lo que es más importante: solidarios, dispuestos a compartir. A ir a la taberna de los Hermanos de la Costa, de los colegas, de los amigos cuyo nombre es sólo un alias en la red, y decirles: aquí está, aquí lo tengo. Aquí lo tenéis. Servíos, y que aproveche.
Por eso quiero dar hoy las gracias al pirata Pepe y a los otros: a quienes durante estas semanas habéis hecho saltar mecanismos de seguridad y saqueado las bodegas de esa página alatristesca, por amor a la aventura, por desafío y por generosidad con los camaradas. Los de mi editorial —y algunos
libreros— se ciscan en vuestros muertos. Por mi parte, os aseguro que el propio Diego Alatriste habría disfrutado tanto viéndoos hacerlo como he disfrutado yo.
26 de noviembre de 2000
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