Supongo que ustedes se habrán dado cuenta de que cada vez hablamos y escribimos peor. Ayer, en el prospecto de un estreno teatral de esta temporada, me saltó a la cara la palabra paradógicamente, escrita así, con g de gilipollas. Y no se trata, como podría parecer a primera vista, de una g cualquiera, de esas que a menudo quedan disculpadas —todos metemos la gamba algún día en la prisa de un momento o en el tecleo del ordenador. Porque esa g infame bailaba con todo descaro en el prospecto, impreso por cuenta del Ministerio de Cultura, de una obra estrenada por la Compañía Nacional de Teatro Clásico. Y para más inri, en un texto firmado por una señora sobre cuyas anchas espaldas recaía la delicada tarea de adaptar —de la adaptación quizás hablemos otro día— ese monumento de la escena nacional que es el Don Juan Tenorio de Zorrilla. Así que, con semejante prolegómeno, imaginen con qué ánimo vi levantarse el telón. Menos mal que estaba allí, en el escenario, ese magnífico actor que es Ginés García Millán, amigo mío y de Puerto Lumbreras: quizá la mejor presencia joven de la escena española, a quien recordaré siempre con el rostro y la voz del personaje El Peque de la película Gitano. Pero nos desviamos. Comentaba lo mal que escribimos y que hablamos en España. Y no se trata ya de las chocholocos analfabetas y los chuloputas agropecuarios vestidos de Hugo Boss que salen en Corazón corazón o en Tómbola, o llorando —alucina lo que les gusta llorar a esas pedorras— en El Bus cuando a Paco lo echan o Pepa tiene muy mal rollo, tía. Porque tampoco la clase política se va de rositas. Pase que los etarras amenacen a los jueces con faltas de ortografía —a fin de cuentas el castellano es una lengua vil, opresiva y represora, hablada, según los curas carlistas, por el demonio y los liberales de Madrid— y pase también que algunos sindicalistas, con eso de haberse pasado la vida en lucha por los compañeros y compañeras y los parias y parios de la tierra, no hayan tenido tiempo, por lo visto, de leer un libro en su puta vida, y hablen con el tono y la prosa de Jesús Gil cruzado con Marianico el Corto. Se hace más cuesta arriba, la verdad, lo de los presidentes de autonomías, y políticos de relumbre que farfullan lo que farfullan, y además creen que el autor del Poema del Cid y del Lazarillo de Tormes eran la misma persona —un tal Anónimo—; pero la gente los vota cada cuatro años, así que allá cada votante con sus actos y sus respectivas consecuencias. Lo que ya no tiene perdón de Dios es lo nuestro. Lo de columnistas, periodistas, tertulianos y otras especies. A veces uno abre los periódicos, pone el telediario, o la radio, y se pregunta qué lecturas y qué referencias culturales tendremos, o sobre todo no tendremos, para ser capaces de perpetrar semejantes atrocidades con la herramienta, en este caso la lengua, que nos da de comer. Me refiero a sujeto, verbo, predicado, ortografía y cosas así. Recuerdo que en mi juventud nos choteábamos de los periodistas deportivos que decían madridista y Torino. Ahora ciertos periodistas deportivos —el dignísimo Gaspar Rosetty es un ejemplo— son Castelar y Larra comparados con algunos de los que firman en páginas de Cultura; y eso por no hablar de secciones más prosaicas, como el redactor de Internacional que titulaba el otro día: Se repite el cuenteo en Florida. Imaginen eso en otro oficio. Imaginen a un delineante que ignore la línea recta, a un mecánico de la NASA que meta los tornillos a martillazos, a un músico tocando el violín con un serrucho, o a un atracador de bancos apuntándole al cajero con un plátano.
Antes, en las redacciones de los periódicos, y de las radios, y de los telediarios, había siempre un viejecito muy educado que se pasaba el tiempo leyendo las cosas de los demás. Ese señor se llamaba el corrector de estilo, y era simplemente un caballero con cultura, lecturas y conocimientos que lo capacitaban para ser juez supremo e inapelable de lo que los redactores tecleábamos en las viejas Olivetti, manteniendo un nivel mínimo de corrección y limpieza. Me acuerdo sobre todo de dos: uno en el diario Pueblo —lamento no retener su nombre— y otro en TVE: Jorge Cela Trulock, hermano del nobel Cela y más agradable que él de aquí a Lima. Conservo excelente recuerdo de ambos, de las tertulias improvisadas en torno a un verbo, un adjetivo, un acento o una palabra. Conversar sobre le mató o lo mató, en horas de poco trabajo, podía dar lugar a una larga charla, útil, interesantísima y grata. Ahora, sin embargo, ese venerable y necesario personaje ha desaparecido de casi todas las redacciones. Para ahorrarse un puesto de trabajo, las empresas miserables lo sustituyen por esos imperfectos y estúpidos autocorrectores del Wordperfect, y del Word, robots sin alma ni conciencia que convierten el estilo de quien los usa en algo tan limitado como el de quienes los crearon. O esas reglas de estilo de ahora —no sé qué es peor— a menudo cutres y de una pretendida modernidad, donde pone carné y sicología, redactadas por ovejas Dolly de la Logse, por fans de Marchesi, de Maravall y de Solana. Por soplapollas de diseño que conocen a Cervantes por traducciones al inglés.
3 de diciembre de 2000
Antes, en las redacciones de los periódicos, y de las radios, y de los telediarios, había siempre un viejecito muy educado que se pasaba el tiempo leyendo las cosas de los demás. Ese señor se llamaba el corrector de estilo, y era simplemente un caballero con cultura, lecturas y conocimientos que lo capacitaban para ser juez supremo e inapelable de lo que los redactores tecleábamos en las viejas Olivetti, manteniendo un nivel mínimo de corrección y limpieza. Me acuerdo sobre todo de dos: uno en el diario Pueblo —lamento no retener su nombre— y otro en TVE: Jorge Cela Trulock, hermano del nobel Cela y más agradable que él de aquí a Lima. Conservo excelente recuerdo de ambos, de las tertulias improvisadas en torno a un verbo, un adjetivo, un acento o una palabra. Conversar sobre le mató o lo mató, en horas de poco trabajo, podía dar lugar a una larga charla, útil, interesantísima y grata. Ahora, sin embargo, ese venerable y necesario personaje ha desaparecido de casi todas las redacciones. Para ahorrarse un puesto de trabajo, las empresas miserables lo sustituyen por esos imperfectos y estúpidos autocorrectores del Wordperfect, y del Word, robots sin alma ni conciencia que convierten el estilo de quien los usa en algo tan limitado como el de quienes los crearon. O esas reglas de estilo de ahora —no sé qué es peor— a menudo cutres y de una pretendida modernidad, donde pone carné y sicología, redactadas por ovejas Dolly de la Logse, por fans de Marchesi, de Maravall y de Solana. Por soplapollas de diseño que conocen a Cervantes por traducciones al inglés.
3 de diciembre de 2000
2 comentarios:
¡Cuánta razón!
Y ya lo decía yo en otro blog donde han tocado este tema, todo está en la formación de los que tienen el micrófono o la pluma en la mano. No podemos ya dejarle la responsabilidad a una sola persona y mucho menos al corrector de Word. ¡¡¡Excelente reflexión!!! Muchas gracias.
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