domingo, 24 de diciembre de 2000

Esto es lo que hay


Es curioso. Deben de ser los años, pero a medida que envejezco me siento cada vez más incómodo con la Navidad. Te llama tu anciana madre, los hermanos y los primos y los sobrinos y toda la parafernalia, y te dicen felices fiestas, y qué lástima que no estemos juntos, etcétera; y tú piensas que debes de haberte vuelto un perfecto cerdo asocial, porque en realidad te apetece menos el jolgorio familiar que ver Río Bravo en la tele. O puestos a comprobar cómo beben los peces en el río, prefieres verlos beber a veinte millas de la costa más próxima, con un libro de Conrad o Patrick O'Brian entre las manos y la oreja puesta en el canal 16, atento a si las putas isobaras invernales vienen apretaditas o llevan holgura, antes que andar haciendo el chorra frente al belén, con esa presunta alegría doméstica que, en realidad, no sé, en qué la justificas ni de dónde carajo la sacas, cuando acabas de llegar de la calle donde estuviste empujando a los semejantes en la cola de Carrefour o de Eroski —«no se cuele, señora, habráse visto la muy guarra»—, o dando bocinazos en los semáforos para llegar antes a casa y derretirte en gilipolleces de presunto amor universal que no comprometen a nada, con la suegra dando por saco con la pandereta, la sobrina que quiere ser top model zapeando en la tele en busca de un videoclip de Tamara —que manda huevos—, y ese cuñado borrachín que te cae fatal, pero lo tragas porque es el marido de tu hermana y un día es un día, y que al final, con cuatro copas encima, termina siempre contando chistes verdes y tocándole el culo a tu mujer. No sé. Tal vez resulta que los años te secan el corazón, o que pasaste demasiadas navidades en sitios donde el nacimiento de Cristo era lo de menos. O quizás lo que ocurre es que el tiempo cambia ciertas cosas, y también tú cambias con ellas. Y al final unas te importan mucho y otras te importan un testículo de pato. Llevas vivido medio siglo de éste que termina el 31 de diciembre —dónde están, te preguntas, los capullos que tanta barrila dieron el año pasado con lo del presunto cambio de milenio—; y cuando miras hacia atrás compruebas que sólo hubo una clase de navidades que de veras parecieran Navidad: las de tu infancia. Aquellas, tan lejanas, tenían la luz de los escaparates iluminados —entonces los escaparates sólo se iluminaban en esas fechas—, el color de los troncos crepitando en la chimenea, la textura del musgo que tapizaba el suelo del nacimiento, el olor del pavo asado y las voces de tus hermanos leyendo en voz alta los pasajes correspondientes del Nuevo Testamento: «Lo envolvió en pañales y lo acostó en un pesebre, por no haber sitio para ellos en la posada»... Después, buena parte de las otras navidades que ocupan tu disco duro ya nada tienen que ver con eso: desde la de 1970, a bordo del petrolero Puertollano con temporal duro de levante frente al cabo Bon, a la de 1993, con Márquez en una trinchera de Mostar, hubo inocencias que se desvanecieron e imágenes que se superponen sin remedio a otras. Ahora no puedes ver un portal de Belén sin asociarlo con un tanque Merkava israelí, ni pensar en la nieve navideña sin recordar lo que cuesta cavar fosas en el suelo helado después de que haga su trabajo la policía de Ceaucescu. «Es oscura la casa donde ahora vives», oíste rezar un 25 de diciembre a una viuda junto a una de esas tumbas, en el cementerio de Bucarest. Y ya me dirás qué villancico sobrevive a eso.

Quedan, claro, los críos. Te los quedas mirando con sus gorros de lana y sus bufandas y te dices que bueno, al fin y al cabo son los que aún justifican el asunto. Criaturitas. La inocencia y todo lo demás. El problema es que, si observas mucho rato seguido a los zagales, terminas viendo cosas que maldito lo que te apetece ver. Y comprendes que en este tiempo de perra tele y de consumo desenfrenado y de superficialidad irresponsable, los niños se han convertido en absurdas caricaturas de ti mismo. Que la Navidad que les deparas es un timo hecho a tu medida: cajas vacías y envoltorios arrugados al pie de un abeto imbécilmente cortado en un país que apenas tiene árboles, y los que tiene los quema. O tal vez lo que ocurre sea que los malditos cabroncetes ya no aceptan otra cosa porque son hijos tuyos, imagen y semejanza de una sociedad con la Navidad que merece: egoísta, venal, demagógica, estúpida, insolidaria y más falsa que un papá Noel a la puerta del Corte Inglés. Y los adultos hemos perdido la capacidad de depararles a esos hijos hermosas navidades corno las que nuestros padres, más honrados o menos mierdecillas que nosotros, nos hicieron vivir con su amor y con su esfuerzo. Cuando no se arreglaba todo con la tarjeta de crédito, y el juguete se dejaba para la noche de reyes, y aquella noche entrañable no era cuestión de regalos o dinero, sino de calor, amistad y familia. Así que, impotente, derrotado, consciente de tu incapacidad para creer en esto o mejorarlo, incapaz de vivir sin despreciarla una fiesta de la que eres a la vez convidado de piedra y responsable, decides pasar mucho de pastorcillos y de zambombas. Y puesto a vivir falsedades —que al final son más auténticas que toda esa farfolla—, te sigues quedando esta noche con Jack Aubrey y el doctor Maturin a bordo de la fragata Surprise, o con la trompeta de los malos tocándole Degüello a John Wayne en Río Bravo.

24 de diciembre de 2000

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