domingo, 8 de agosto de 1993

Carniceros de manos limpias


A veces en cualquiera de esas guerras donde hay bombas, tiros, muertos y cosas así, uno se encuentra reflexionando, sin querer, sobre la extraordinaria capacidad de hacer daño a base de perforar, desgarrar y romper que tienen unos pequeños y simples fragmentos de metal. Una guerra es el intento de varios seres humanos por matar o mutilar a otros seres humanos con artilugios que van desde la contundente sencillez de una bala hasta el alarde tecnológico de una bomba guiada por láser. En general, podría definirse un campo de batalla como un lugar donde se utilizan una serie de instrumentos que, a su vez, hacen volar por el aire innumerables fragmentos de metal de diverso tamaño, con resultados más o menos desagradables.

Sorprende lo ingenioso que puede llegar a ser el comportamiento de alguno de esos trocitos de metal. Desde la mina saltarina, que en vez de estallar en el suelo cuando se pisa -efecto cónico, efectividad letal del 60 por ciento- lo hace en el aire -efecto paraguas, efectividad del 85 por ciento-, hasta las granadas de carga hueca o la munición de calibre 5,56. Eso de la 5,56 tiene su chispa, porque pesa menos y posee, además, una ventaja: al dispararse, viaja en el límite de su equilibrio, de forma que, al encontrar un obstáculo, por ejemplo la carne humana, altera la trayectoria y en lugar de salir en línea recta, tuerce, zigzaguea, sale por otro sitio y, de camino, provoca la fractura de los huesos y el estallido de los órganos. La muy picarona.

También es cierto que mata menos, por ejemplo que un calibre 7,62; pero todo está estudiado, porque en esto de las guerras muy pocas cosas resultan casuales hoy en día. Los muertos enemigos están muertos y ya está. Lo verdaderamente eficaz en la doctrina bélica al uso es que el enemigo tenga, más que muertos, muchos heridos graves, mutilados, y cosas así. Eso hace necesario dedicarles esfuerzos de evacuación, cura y hospitalización, entorpece la logística del adversario y le causa graves complicaciones organizativas y de moral. Matar al enemigo ya no se lleva. Ahora lo moderno es hacerle muchos cojos y mancos y tetrapléjicos, y dejar que se las arregle como pueda.

A esa conclusión, imagino, han llegado los estados mayores después de leer el informe -las estadísticas de Vietnam cruzadas con las campañas napoleónicas, o vaya usted a saber- que algún calificado especialista redactó en su ordenador tras analizar vectores, factores, tendencias y parámetros. Pueden imaginarse al susodicho en mangas de camisa, llamándose Mortimer, o Manolo, con la secretaria trayéndole café, gracias, cómo van las cosas, bien, muy bien, siete mil muertos por aquí, diez mil por allá y me llevo cinco, diablos, este café está ardiendo, oye, preciosa, si eres tan amable tráeme los porcentajes de quemaduras de napalm. No, éstas son las quemaduras en población civil, me refiero a las de soldados de infantería. Gracias, Jenifer, o Maripili. ¿Tomas una copa a la salida del trabajo? No fastidies con eso de que estás casada. Yo también estoy casado.

Les parecerá insólito, pero que el artillero serbio dispare la granada de mortero PPK-S1A en lugar de la PPK-S1B contra la cola del agua en Sarajevo puede su poner la diferencia entre que Mirjan, o Jasmina, vivan, mueran, reciban heridas leves o queden mutilados para toda la vida. Y la existencia o disponibilidad de la PPK-S1A o la PPK-S1B dependen menos de las ganas del artillero serbio que de los cálculos estadísticos realizados por nuestros amigos Mortimer o Manolo mientras, entre café y café, intentan llevarse al huerto a la secretaria.

La bala retozona del 5,56 -esa misma que hace zigzag y en vez de salir por aquí, como Dios y la balística mandan, sale por allá o hace estallar el hígado- se comporta así porque, en algún climatizado estudio de proyectos, un brillante ingeniero, hombre pacífico donde los haya, católico practicante, aficionado a la música clásica y a la jardinería, pasó muchas horas diseñando el asunto. Quizá hasta le dio nombre -Bala Louise, o Pequeña Eusebia- porque el día que se le ocurrió el invento era el cumpleaños de su mujer o de su hija.

Después, una vez terminados los planos, con la conciencia tranquila y la satisfacción del deber cumplido, nuestro amigo ingeniero apagó la luz de la mesa de diseño y se fue a Disneylandia con la familia.

Lo terrible del asunto es que si alguien le dijera a Mortimer, o a Manolo, al marido de Louise o al papá de la pequeña Eusebia que son responsables de los crímenes de guerra del artillero Nico Pavlovic allá arriba, junto a su cañón del monte Ingman, o de la barbarie del francotirador Zoltan Monfilovic, emboscado con su 5,56 en un ático de Sarajevo, lo negarían en el acto con sincera indignación. Ellos son técnicos, profesionales de manos limpias. Conciencias tranquilas y transparentes. A ver por qué iban a ser más responsables, o culpables, que un honesto fabricante de coches -de esos que diseñan ataúdes de dieciséis válvulas y los promocionan en la tele bajo el lema: Sé libre, llévalo a tope- pueda serlo de los hierros retorcidos y los muertos estúpidamente tirados, cada fin de semana, en la cuneta de las carreteras.

8 de agosto de 1993

domingo, 1 de agosto de 1993

Tierno verano de perros y ancianitos


Un ingenuo diría, a simple vista, que los perros y los abuelitos abandonados no tienen gran cosa que ver unos con otros. Pero se equivoca. En estas fechas, cuando buena parte de los españoles busca tres o cuatro semanas de felicidad que ha descubierto en los anuncios de la tele, amontonándose en una playa tras combinar, elegante pero informal, el Audi o el Mercedes 190 con las bermudas estampadas, las chanclas de goma y la riñonera, resulta que los perros y los abuelitos son también, a su manera, protagonistas involuntarios de la faceta oscura de esa tragicomedia que se representa cada verano. Una peripecia que sólo en apariencia es inocente.

Basta echar un vistazo a los asilos —también llamados residencias en estos tiempos de no llamar a nada por su nombre— o a las cunetas de las carreteras, para confirmar que estamos en temporada alta de archivar ancianitos y perros para irnos de vacaciones. Supongo —supongamos— que en el fondo no es maldad, sino algún sucedáneo más epidérmico: estupidez, inconsciencia, ignorancia, egoísmo. El impulso no es ejecutar sentencias inapelables, sino mantenerlas en suspenso, de modo temporal, volviendo la espalda por unos días a los hechos y a las responsabilidades. Eso, por supuesto, no atenúa el carácter de la infamia, pero sí permite anestesiar algunos de sus efectos en la conciencia. «Yo no pretendía llegar a tanto», se dice con frecuencia. «Era una solución temporal», puede añadirse a veces. O aquello tan socorrido de «yo nunca pensé que», lo cual tampoco suele quedar mal del todo a la hora de justificar las cosas. Nosotros nunca pensamos que. Hasta que. Concedamos atenuantes: es mala época. Respecto al perro, las residencias caninas son caras, y algunos ni siquiera saben que existen. En cuanto a las sociedades protectoras de animales, igual piden explicaciones o exigen responsabilidades si uno se deja caer por allí con el chucho. La solución es más sencilla: un descampado, la puerta abierta, baja, Tobi, échate una carrera por ahí. Busca, Tobi. Busca. Después, en caso de que esa última carrera desesperada, con el animal quedándose atrás en el retrovisor, haya causado mucha impresión, el remordimiento se pasa rápido. Un poco de mala conciencia, unos llantos de los niños, como mucho.

En cuanto al abuelo, la cosa es más compleja. En primer lugar suele ser más inteligente que el perro y puede oler la tostada, resistiéndose como gato panza arriba. Además, los ancianos suelen tener ahorros, recursos a veces miserables pero nunca del todo desdeñables que conviene, de un modo u otro, asegurar. Así que se trata de proceder con diplomacia y cautela, previa planificación meticulosa con el consorte, la complicidad de los cuñados y, si es posible, de los niños. Vamos a llevarlo a usted a una residencia de verano estupenda, papá, donde lo van a tener en la gloria. Si, ya verás qué bien, abuelito. Esa es la versión suave del asunto, aunque existe la de quédese un momento sentado, papá, con esta monjita tan comprensiva y simpática, que yo voy por tabaco y ahora vuelvo. La implicación de los niños tiene, por otra parte, una ventaja. Así van entrenándose para cuando sean adultos con responsabilidades familiares y les llegue a ellos el turno, doloroso pero inevitable — la vida es difícil y todo eso—, de planificar la encerrona.

Además, qué diablos. No siempre elige uno tener perro ni abuelo para toda la vida. En lo del perro, normalmente son los niños quienes insisten y claro, al final, por no darles un disgusto, terminamos aceptando el cachorrillo, que después crece y no puede dejársele agonizar encerrado en casa como al periquito, la tortuga, los gusanos de seda o el hámster. En cuanto al abuelo, los padres y los suegros, no se eligen, sino que son ellos quienes te engendran a ti o te caen en suerte por matrimonio. Encima, con el tiempo los viejos terminan no siendo lo que eran. Se ensucian, gruñen y dan mucho la barrila. Por otra parte, nadie dice de mandarlos a la cámara de gas, ni a los ancianos ni a los perros. Tampoco hay que sacar las cosas de quicio. En caso del abuelo se trata sólo de un mes, aunque quizá no estaría de más, ya metido en la residencia, prolongar un poco la estancia, porque la verdad es que es un sitio estupendo y está muy bien tratado, con gente de la misma edad para hablar de sus cosas. En cuanto al perro, pues bueno. Tampoco le pegas un tiro, que eso es de nazis. Se le deja suelto en el campo, ya saben, la llamada de la selva. Para que pueda conocer a una perra y rehacer su vida.

Después sólo hay que olvidar miradas. Esos ojos al soltarle la correa y decirle: «Venga, Tobi, búscate la vida.» Su último gesto de fidelidad al ir a buscar, lejos, el palo que hemos arrojado para que nos dé tiempo a cerrar la puerta del coche y escapar. O esos ojos tristes y lúcidos que nos devuelven un reproche silencioso mientras decimos «ahora vuelvo, papá», y que sentimos clavados en nuestra espalda cuando nos alejamos hacia el coche donde espera la familia. Miradas. A fin de cuentas, se trata de un precio ridículo: miradas a cambio de felicidad. Nada que las delicias de Benidorm o Banús, la paella de Villajoyosa, las tetas bronceadas de Salou, Bertín Osborne o Entre amigos vistos en bañador, con un cubata y la ventana del apartamento abierta al mar, no borren en pocos días.

1 de agosto de 1993