Un ingenuo diría, a simple vista, que los perros y los abuelitos abandonados no tienen gran cosa que ver unos con otros. Pero se equivoca. En estas fechas, cuando buena parte de los españoles busca tres o cuatro semanas de felicidad que ha descubierto en los anuncios de la tele, amontonándose en una playa tras combinar, elegante pero informal, el Audi o el Mercedes 190 con las bermudas estampadas, las chanclas de goma y la riñonera, resulta que los perros y los abuelitos son también, a su manera, protagonistas involuntarios de la faceta oscura de esa tragicomedia que se representa cada verano. Una peripecia que sólo en apariencia es inocente.
Basta echar un vistazo a los asilos —también llamados residencias en estos tiempos de no llamar a nada por su nombre— o a las cunetas de las carreteras, para confirmar que estamos en temporada alta de archivar ancianitos y perros para irnos de vacaciones. Supongo —supongamos— que en el fondo no es maldad, sino algún sucedáneo más epidérmico: estupidez, inconsciencia, ignorancia, egoísmo. El impulso no es ejecutar sentencias inapelables, sino mantenerlas en suspenso, de modo temporal, volviendo la espalda por unos días a los hechos y a las responsabilidades. Eso, por supuesto, no atenúa el carácter de la infamia, pero sí permite anestesiar algunos de sus efectos en la conciencia. «Yo no pretendía llegar a tanto», se dice con frecuencia. «Era una solución temporal», puede añadirse a veces. O aquello tan socorrido de «yo nunca pensé que», lo cual tampoco suele quedar mal del todo a la hora de justificar las cosas. Nosotros nunca pensamos que. Hasta que. Concedamos atenuantes: es mala época. Respecto al perro, las residencias caninas son caras, y algunos ni siquiera saben que existen. En cuanto a las sociedades protectoras de animales, igual piden explicaciones o exigen responsabilidades si uno se deja caer por allí con el chucho. La solución es más sencilla: un descampado, la puerta abierta, baja, Tobi, échate una carrera por ahí. Busca, Tobi. Busca. Después, en caso de que esa última carrera desesperada, con el animal quedándose atrás en el retrovisor, haya causado mucha impresión, el remordimiento se pasa rápido. Un poco de mala conciencia, unos llantos de los niños, como mucho.
En cuanto al abuelo, la cosa es más compleja. En primer lugar suele ser más inteligente que el perro y puede oler la tostada, resistiéndose como gato panza arriba. Además, los ancianos suelen tener ahorros, recursos a veces miserables pero nunca del todo desdeñables que conviene, de un modo u otro, asegurar. Así que se trata de proceder con diplomacia y cautela, previa planificación meticulosa con el consorte, la complicidad de los cuñados y, si es posible, de los niños. Vamos a llevarlo a usted a una residencia de verano estupenda, papá, donde lo van a tener en la gloria. Si, ya verás qué bien, abuelito. Esa es la versión suave del asunto, aunque existe la de quédese un momento sentado, papá, con esta monjita tan comprensiva y simpática, que yo voy por tabaco y ahora vuelvo. La implicación de los niños tiene, por otra parte, una ventaja. Así van entrenándose para cuando sean adultos con responsabilidades familiares y les llegue a ellos el turno, doloroso pero inevitable — la vida es difícil y todo eso—, de planificar la encerrona.
Además, qué diablos. No siempre elige uno tener perro ni abuelo para toda la vida. En lo del perro, normalmente son los niños quienes insisten y claro, al final, por no darles un disgusto, terminamos aceptando el cachorrillo, que después crece y no puede dejársele agonizar encerrado en casa como al periquito, la tortuga, los gusanos de seda o el hámster. En cuanto al abuelo, los padres y los suegros, no se eligen, sino que son ellos quienes te engendran a ti o te caen en suerte por matrimonio. Encima, con el tiempo los viejos terminan no siendo lo que eran. Se ensucian, gruñen y dan mucho la barrila. Por otra parte, nadie dice de mandarlos a la cámara de gas, ni a los ancianos ni a los perros. Tampoco hay que sacar las cosas de quicio. En caso del abuelo se trata sólo de un mes, aunque quizá no estaría de más, ya metido en la residencia, prolongar un poco la estancia, porque la verdad es que es un sitio estupendo y está muy bien tratado, con gente de la misma edad para hablar de sus cosas. En cuanto al perro, pues bueno. Tampoco le pegas un tiro, que eso es de nazis. Se le deja suelto en el campo, ya saben, la llamada de la selva. Para que pueda conocer a una perra y rehacer su vida.
Después sólo hay que olvidar miradas. Esos ojos al soltarle la correa y decirle: «Venga, Tobi, búscate la vida.» Su último gesto de fidelidad al ir a buscar, lejos, el palo que hemos arrojado para que nos dé tiempo a cerrar la puerta del coche y escapar. O esos ojos tristes y lúcidos que nos devuelven un reproche silencioso mientras decimos «ahora vuelvo, papá», y que sentimos clavados en nuestra espalda cuando nos alejamos hacia el coche donde espera la familia. Miradas. A fin de cuentas, se trata de un precio ridículo: miradas a cambio de felicidad. Nada que las delicias de Benidorm o Banús, la paella de Villajoyosa, las tetas bronceadas de Salou, Bertín Osborne o Entre amigos vistos en bañador, con un cubata y la ventana del apartamento abierta al mar, no borren en pocos días.
1 de agosto de 1993
Basta echar un vistazo a los asilos —también llamados residencias en estos tiempos de no llamar a nada por su nombre— o a las cunetas de las carreteras, para confirmar que estamos en temporada alta de archivar ancianitos y perros para irnos de vacaciones. Supongo —supongamos— que en el fondo no es maldad, sino algún sucedáneo más epidérmico: estupidez, inconsciencia, ignorancia, egoísmo. El impulso no es ejecutar sentencias inapelables, sino mantenerlas en suspenso, de modo temporal, volviendo la espalda por unos días a los hechos y a las responsabilidades. Eso, por supuesto, no atenúa el carácter de la infamia, pero sí permite anestesiar algunos de sus efectos en la conciencia. «Yo no pretendía llegar a tanto», se dice con frecuencia. «Era una solución temporal», puede añadirse a veces. O aquello tan socorrido de «yo nunca pensé que», lo cual tampoco suele quedar mal del todo a la hora de justificar las cosas. Nosotros nunca pensamos que. Hasta que. Concedamos atenuantes: es mala época. Respecto al perro, las residencias caninas son caras, y algunos ni siquiera saben que existen. En cuanto a las sociedades protectoras de animales, igual piden explicaciones o exigen responsabilidades si uno se deja caer por allí con el chucho. La solución es más sencilla: un descampado, la puerta abierta, baja, Tobi, échate una carrera por ahí. Busca, Tobi. Busca. Después, en caso de que esa última carrera desesperada, con el animal quedándose atrás en el retrovisor, haya causado mucha impresión, el remordimiento se pasa rápido. Un poco de mala conciencia, unos llantos de los niños, como mucho.
En cuanto al abuelo, la cosa es más compleja. En primer lugar suele ser más inteligente que el perro y puede oler la tostada, resistiéndose como gato panza arriba. Además, los ancianos suelen tener ahorros, recursos a veces miserables pero nunca del todo desdeñables que conviene, de un modo u otro, asegurar. Así que se trata de proceder con diplomacia y cautela, previa planificación meticulosa con el consorte, la complicidad de los cuñados y, si es posible, de los niños. Vamos a llevarlo a usted a una residencia de verano estupenda, papá, donde lo van a tener en la gloria. Si, ya verás qué bien, abuelito. Esa es la versión suave del asunto, aunque existe la de quédese un momento sentado, papá, con esta monjita tan comprensiva y simpática, que yo voy por tabaco y ahora vuelvo. La implicación de los niños tiene, por otra parte, una ventaja. Así van entrenándose para cuando sean adultos con responsabilidades familiares y les llegue a ellos el turno, doloroso pero inevitable — la vida es difícil y todo eso—, de planificar la encerrona.
Además, qué diablos. No siempre elige uno tener perro ni abuelo para toda la vida. En lo del perro, normalmente son los niños quienes insisten y claro, al final, por no darles un disgusto, terminamos aceptando el cachorrillo, que después crece y no puede dejársele agonizar encerrado en casa como al periquito, la tortuga, los gusanos de seda o el hámster. En cuanto al abuelo, los padres y los suegros, no se eligen, sino que son ellos quienes te engendran a ti o te caen en suerte por matrimonio. Encima, con el tiempo los viejos terminan no siendo lo que eran. Se ensucian, gruñen y dan mucho la barrila. Por otra parte, nadie dice de mandarlos a la cámara de gas, ni a los ancianos ni a los perros. Tampoco hay que sacar las cosas de quicio. En caso del abuelo se trata sólo de un mes, aunque quizá no estaría de más, ya metido en la residencia, prolongar un poco la estancia, porque la verdad es que es un sitio estupendo y está muy bien tratado, con gente de la misma edad para hablar de sus cosas. En cuanto al perro, pues bueno. Tampoco le pegas un tiro, que eso es de nazis. Se le deja suelto en el campo, ya saben, la llamada de la selva. Para que pueda conocer a una perra y rehacer su vida.
Después sólo hay que olvidar miradas. Esos ojos al soltarle la correa y decirle: «Venga, Tobi, búscate la vida.» Su último gesto de fidelidad al ir a buscar, lejos, el palo que hemos arrojado para que nos dé tiempo a cerrar la puerta del coche y escapar. O esos ojos tristes y lúcidos que nos devuelven un reproche silencioso mientras decimos «ahora vuelvo, papá», y que sentimos clavados en nuestra espalda cuando nos alejamos hacia el coche donde espera la familia. Miradas. A fin de cuentas, se trata de un precio ridículo: miradas a cambio de felicidad. Nada que las delicias de Benidorm o Banús, la paella de Villajoyosa, las tetas bronceadas de Salou, Bertín Osborne o Entre amigos vistos en bañador, con un cubata y la ventana del apartamento abierta al mar, no borren en pocos días.
1 de agosto de 1993
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