«El fascismo de ese club», oí comentar el otro día al entrenador de un equipo de fútbol. Satisfechísimo, imagino, de su erudita contundencia retórica. Y hay que ver, me dije, hasta qué punto esa mortal combinación tan española de estupidez, incultura y política lo contamina todo. Acababa de oír, en la tele, a una estrella mediática de audiencia marujil calificar las inmundas fotos de los interrogatorios a los prisioneros en Iraq como «salvajes torturas». Y qué quieren que les diga. Ni el entrenador de fútbol tiene pajolera idea de qué es un fascista, ni la estrella mediática de lo que significan las palabras salvaje y tortura cuando van juntas. Si esta boba, pensé, califica de salvaje lo que –al menos hasta el momento de teclear esta página– hemos visto fotografiado en la prensa, qué se reservaría para glosar, por ejemplo, lo de Lasa y Zabala, o las comisarías franquistas, o lo que en la ESMA se les hacía a los montoneros antes de tirarlos al mar drogados y desnudos desde un avión, con la absolución, eso sí, de un capellán castrense para que, al menos, salvaran sus almas.
A los montoneros y montoneras, debería decir tal vez. Porque esa es otra: desde que los idiotas socialmente correctos se empeñaron en negar a ultranza el uso general o genérico que tiene el masculino en la lengua española, y el lendakari Ibarretxe se apuntó a la demagogia de moda con lo de «los vascos y las vascas», la cosa ha hecho triste fortuna. Hace nada pude comprobar cómo una señora que se dedica a la política, y a la que tan digna tarea deja, quizás, poco tiempo para cultivarse, hablaba del futuro de «nuestros hijos e hijas». Sin olvidar, claro, aquel «alcalde para todos y todas» que el Pesoe nos ofreció en vísperas de las últimas municipales. Aunque lo más contundente corresponde a la Junta de Andalucía, que obliga por decreto a usar conjuntamente el masculino y el femenino: alumnos y alumnas, funcionarios y funcionarias, etcétera, para que, dice el Boletín Oficial, «hombres y mujeres se encuentren reflejadas –aquí falta añadir y reflejados, ojo– sin ambigüedad». Podríamos pensar que la cosa tiene que ver con la gente de izquierda, que suele mostrarse más sensible a lo socialmente correcto. Pero no. Si alguien califica al Peneuve como de izquierdas, es que se la ha ido la olla. Lo que no tiene ideología y vale para todos es la demagogia: ahí sí coinciden izquierdas, derechas y mediopensionistas. En la incultura y en la tontería. Recordemos al último y fumigado ministro del Interior del Pepé hablando en plan listillo de terroristas «inmolados», en generosa adopción del punto de vista de esos hijos de puta, en vez de utilizar la más objetiva y adecuada palabra «suicidio». O cuando destacados políticos y periodistas analfabetos hablan de «ejecutados» por terroristas, por Israel o por quien sea, ignorando las obvias diferencias legales que se dan entre una ejecución y un asesinato.
En otro momento, todo eso no iría más allá de la anécdota. Mira qué tío –o tía– más idiota, diríamos. Y punto. Pero en los tiempos que corren, con la tele y toda la parafernalia mediática, y con la gente dispuesta a zamparse cualquier cosa, cada nueva tontería es mortal, porque suena a cosa moderna, fashion, y se propaga con rapidez de virus. Basta, por ejemplo, que un diario de gran tirada y prestigio utilice imam tomado directamente del inglés, palabra aceptada por el diccionario pero menos correcta que nuestro imán de toda la vida, para que España entera empiece a decir mis imames me miman. Lo mismo ocurre con escenario, cada vez más usado en detrimento de situación o circunstancia. Y qué me dicen de todos los imbéciles e imbécilas a quienes les ha dado por decir «severas heridas», «severos daños», ignorando que severe no significa lo mismo en inglés que en español, y que aquí usamos desde hace más de veinte siglos la palabra grave, del latin gravis: pesado, grave. O los que, en vez de violencia doméstica o por razón de sexo, que sería lo correcto y además es lo que más o menos recomienda la RAE al interesado en averiguarlo, recurren a ese violencia de género tan caro a periodistas, feministas y políticos de todo signo, olvidando –o tal vez no lo supieron nunca– que en la lengua española el género corresponde a los conjuntos de seres, a las cosas, a las situaciones, a las palabras, pero no a las personas. Una silla, una botella, una pistola, pertenecen al género femenino. Lo que tienen un hombre o una mujer no es género, sino sexo. Afortunadamente.
31 de mayo de 2004