lunes, 17 de mayo de 2004

Diálogos para besugos

A veces me pregunto si somos de veras conscientes de en qué manos estamos. Me refiero a la informatización y robotización de nuestra vida. De pronto se funden los plomos, o se estropea un ordenador, y todo se va a tomar por saco mientras nos quedamos con cara de idiotas, sin dinero, sin calefacción, sin aviones, sin trenes. Sin nada. Cuando en mi pueblo se desparrama la máquina electrónica de la oficina de Correos, por ejemplo, no pueden echarse las cartas porque ya no hay sellos de los de salivilla y puñetazo, y hay que ir al estanco. Así, todo. Cada vez más. Y encima, todos los nuevos sistemas terminan en surrealismo puro. Hasta subirse a un autobús. Antes llamabas a la central, te decían a qué hora salía, comprabas el billete y punto. Fácil, ¿verdad? Bueno, pues ya no es así. Si llegas a la terminal y está estropeado el ordenador –se ha caído, te dicen impasibles–, no puedes comprar billete aunque el autobús esté a punto de largarse. En cuanto a las reservas por teléfono, los diálogos para besugos que puedes mantener con voces enlatadas son antológicos.

Juzguen ustedes mismos. Ayer viví en persona humana uno de esos momentos inolvidables que nos depara la tecnología. El hombre contra la bestia. Quería informarme sobre viajes a Santiago de Compostela, así que descolgué el teléfono y marqué el número de una compañía de autobuses. Ring, ring. Voz femenina y enlatada al canto: «Este es un sistema automático con el fin de facilitar su consulta, etcétera. Espere un momento, por favor». Cielo santo, me digo. Mal empezamos. Presa de fúnebres presentimientos, espero paciente, con el auricular pegado a la oreja. «Diga de qué se trata su consulta». Viajar, apunto. En autobús. «Espere un momento, por favor». Espero como treinta segundos. Al fin suena de nuevo la voz electrónica de la torda: «¿A dónde desea viajar?». Mañana a Galicia, respondo tímido y un poquito acojonado, la verdad. «Espere un momento, por favor». Pasan diez segundos, o así. «No le hemos entendido la pregunta», dice la fulana. «¿Puede repetirla?». Santiago de Compostela, preciso. «Sí», afirma la voz. Y luego añade: «Espere un momento, por favor». Espero uno y varios momentos, con resignación jacobea. Todo sea por salvar mi alma, pienso. Compostela. El botafumeiro, la empanada de vieiras y todo eso. Galicia. Manolo Rivas. Fraga. El Prestige. Álvarez Cascos, que se ha ido de rositas. Empiezo a divagar. Llevo ya minuto y medio al teléfono. Por fin me atiende de nuevo la pava: «No le hemos entendido la pregunta. ¿Puede repetirla?». Decido cambiar de táctica. Dígame el horario de taquillas, demando. «Espere un momento, por favor»

Al cabo de unos veinte segundos, aproximadamente, regresa Robotina: «El horario es de seis a una», dice. Me quedo pensando, desconcertado. ¿De la noche o de la mañana?, inquiero. «Espere un momento, por favor». Espero otro rato, y al poco regresa mi prima y me suelta, imperturbable: «Los horarios a Tarragona son: las ocho normal, las doce en supra, las cuatro en normal, las seis en supra». O algo por el estilo. Empiezo a mosquearme. Oiga buena mujer, digo. No perdamos la dulzura del carácter. Yo pregunto por Compostela, no por Tarragona. ¿Capisci? «Espere un momento, por favor». Y al rato: «El horario a Barcelona es a las nueve normal, a las catorce supra, etc.». Mi curiosidad se impone al cabreo. ¿Qué puñetas es supra?, pregunto. «Espere un momento, por favor». Y treinta segundos después: «No le hemos entendido la pregunta. ¿Puede repetirla?». Puedo repetir y repito, digo. Quiero saber cuál es la diferencia entre normal y supra. «Espere un momento, por favor». Espero. Al rato: «¿Tiene alguna pregunta más?». Ni harto de vino, digo. Si me contestáis ésa, que lo dudo, ya me doy con un canto en los dientes. «Espere un momento, por favor». Y al rato: «No hemos entendido la pregunta. ¿Puede repetirla?». Ahora sí que me cabreo de verdad. Ese plural. Quiénes, a ver, pregunto. Que den la cara. Quién cojones no ha entendido la pregunta. Tú y quién más, peazo perra. «Espere un momento, por favor». Quince segundos de espera. «Diga de qué trata su consulta». Decido tirar la toalla. Nada, respondo. No tiene la menor importancia mi consulta, la verdad. Era una tontería, ahora que lo pienso. Pensaba ir a Santiago de Compostela, pero se me ha quitado la ilusión. En realidad llamo para acordarme de vuestra puta madre. «Espere un momento, por favor». Pasan quince segundos. «¿En qué otra cosa podemos ayudarle?»

17 de mayo de 2004 

2 comentarios:

Soledad dijo...

El autobús supra es el que tiene los asientos más separados, por lo que puedes estirar las piernas y no estar encogido. Algunos tienen los asientos de piel y de una sola fila, sin compañero, además de hacer un poco más rápido el trayecto.
Está bien que las empresas cuenten con servicio de telefonía para informar y no tener que desplazarte para lograr información pero lo del contestador automático es desquiciante, hasta que logras aclarar todo lo que hay que aclarar para que te den información o te pasen con un operador y cuando lo logras, como en el caso de telefónica te atienden en la mayoría de los casos, sudamericanos, que yo no tengo nada contra ellos, pero es que no se les entiende nada bien.
Y si para pedir información resulta a veces difícil, no digamos cuando tienes que hacer una reclamación por teléfono, que no ves con quien estás hablando, que no te dan ningún resguardo de lo que has estado tratando y como tengas que volver a llamar porque no te han solucionado el asunto por el cual llamabas, te atiende otro operador y vuelta a explicar el asunto de la llamada, lo que te dijo el anterior operador y no digo nada si con esta llamada tampoco te solucionan el problema.
Estar todo informatizado tiene sus ventajas: rapidez en encontrar datos, menos personal para atender al mismo público, apertura de puertas automática, etc... pero si un día falla el invento es traumático, queda todo inmovilizado y no hay nadie de a pie que pueda solucionarlo y hay que esperar a que vengan los técnicos para lo que decía te vendan un billete.

Gonzalo Del Castillo dijo...

Y si el ordenador del centro médico no funciona, los enfermos se quedan sin receta (por Dios, nada de papel y bolígrafo, oh, qué atraso, es mejor quedarse sin).
En mi modesta y no robótica opinión, la dependencia tecnológica que nos han impuesto sólo conduce a la deshumanización y a la parálisis.

Santiago de Compostela, el paso de los siglos, lluvia fina, piedra, musgo, soportales, marisco, humor con retranca, qué gran destino.