No sé ustedes, pero en este país fértil en dema¬gogos y gentuza que vive del cuento, el arri¬ba firmante está de encuestas y de sondeos pre-electorales hasta la línea de flotación. Con esto de las elecciones de marzo, y las listas, y, la posibilidad de que unos vengan y otros se va-yan, todo Cristo lleva semanas machacándonos con porcen¬tajes, tendencias, intenciones de voto y pérdida de puntos. Además, como cada cual barre para su casa o la de sus compadres, pues resulta que no hay dos datos que coinci¬dan, y la cosa va de aquí a Lima según el periódico que leas, la radio que oigas o la tele que veas. Eso lo hace todo más variado y divertido, ¿verdad? Más ameno.
Imagino que a quienes viven del elector, o sea, a los maestros de escuela, a los abogados o a los ajusta¬dores de primera, por citar tres ejemplos al tuntún, que hayan pasado estos últimos trece años de ministros o de subsecretarios tirándose el pegote del coche oficial, y el traje de Armani, y esos cien años de honradez que última¬mente mencionan poco, les interesarán mucho las probabi¬lidades que tienen -numerosas, me temo- de verse dentro de mes y medio ganándose otra vez la vida honradamente, como letrados de oficio o lidiando en el colegio con treinta pequeños hijos de puta a los que tendrán que enseñar mate¬máticas de nueve a dos, como antes. En cuanto a los ajusta¬dores de primera, ésos ya no podrán volver a su antiguo lugar de trabajo, porque ellos mismos se lo cargaron desde el despacho cuando oficiaban de palmeros finos en la re¬conversión de su primo Solchaga, así que tendrán tiempo para meditar sobre las encuestas, y la política, y la madre que los parió, en la cola del paro. Lugar que no le deseo a nadie, pero que algunos llevan tiempo ganándose a pulso. Más que nada para que comprueben cómo se siente el per¬sonal mano sobre mano, o viviendo en el mundo irreal de las ayudas, las subvenciones y las limosnas comunitarias que en España sustituyen a los salarios, y que son pan para hoy y hambre para mañana.
En su recelo político-electoral, el arriba firmante sospe¬cha que esa murga de las encuestas sobre intenciones de voto no sirve más que para darle cuartelillo a los prohom¬bres de la patria, que así tienen algo de qué hablar cuando les ponen delante las alcachofas de colorines del telediario.
O para que la llamada oposición eche cuentas sobre cuántos votos va a reportarle su táctica de: oiga, por Dios, la puntita nada más, en unas elecciones que no ha hecho nada por ganar y que tendría mucha guasa que, encima, no ganara. O para calibrar las repercusiones del ejercicio de cinismo que supone la presencia de Narcís Serra y otros beneméritos en las listas, largando por la tele con un cuajo, una impavidez y una soberbia impresionantes, como si aquí no hubiera pasado nada.
Los sondeos también son panal de rica miel para algunos tertulianos radiofónicos polivalentes de los que viven, sin dar golpe, a base de mover la húmeda comentando titulares de periódicos. Y también para financiar algunas empresas que medran -conozco señoras y chaperas que se dedican a tareas parecidas- practicando sexo oral con políticos y par¬tidos. Y también sirven los sondeos para dar de comer a una pandilla de sociólogos cantamañanas -no todos los so¬ciólogos lo son, pero algunos cantamañanas que conozco son sociólogos- que después salen en los arradios y en las televisiones, entre Jesús Puente y San Lobatón, a explicar muy serios, con un rigor científico que te vas de vareta, Mariano, por qué la expectativa de voto en Tomelloso de la Sierra sube medio punto del índice Nikei, o Dow-Jones, o como se llame.
En cuanto a la gente de la calle, al votan¬te de a pie, estoy seguro de que esas encuestas no le repor¬tan ninguna utilidad. Pueden confundirlo, desorientarlo, y ése es, mucho me temo, uno de los objetivos del invento. Pueden incluso, si se trata de un ciudadano lúcido, cabrear¬lo considerablemente al pensar que intentan marearle la perdiz como si fuera tonto. Pero la intención de voto de sus compatriotas, aunque respetable, tiene que importarle un carajo. Lo que cuenta es su intención de voto. La suya pro¬pia. Y el español que a estas alturas de la romería no tenga claro lo que debe votar -si es que va y vota-, ese ya no lo ten¬drá nunca, por más encuestas que le calcen unos y otros. Es lo que faltaba, que fuésemos a las urnas mirándonos unos a otros la papeleta, a tono para no quedar mal con los veci¬nos, pendientes del qué dirán, como si las legislativas fue¬sen una moda o un concurso de la tele. Hasta eso pretenden manchamos de mierda.
28 de enero de 1996
Imagino que a quienes viven del elector, o sea, a los maestros de escuela, a los abogados o a los ajusta¬dores de primera, por citar tres ejemplos al tuntún, que hayan pasado estos últimos trece años de ministros o de subsecretarios tirándose el pegote del coche oficial, y el traje de Armani, y esos cien años de honradez que última¬mente mencionan poco, les interesarán mucho las probabi¬lidades que tienen -numerosas, me temo- de verse dentro de mes y medio ganándose otra vez la vida honradamente, como letrados de oficio o lidiando en el colegio con treinta pequeños hijos de puta a los que tendrán que enseñar mate¬máticas de nueve a dos, como antes. En cuanto a los ajusta¬dores de primera, ésos ya no podrán volver a su antiguo lugar de trabajo, porque ellos mismos se lo cargaron desde el despacho cuando oficiaban de palmeros finos en la re¬conversión de su primo Solchaga, así que tendrán tiempo para meditar sobre las encuestas, y la política, y la madre que los parió, en la cola del paro. Lugar que no le deseo a nadie, pero que algunos llevan tiempo ganándose a pulso. Más que nada para que comprueben cómo se siente el per¬sonal mano sobre mano, o viviendo en el mundo irreal de las ayudas, las subvenciones y las limosnas comunitarias que en España sustituyen a los salarios, y que son pan para hoy y hambre para mañana.
En su recelo político-electoral, el arriba firmante sospe¬cha que esa murga de las encuestas sobre intenciones de voto no sirve más que para darle cuartelillo a los prohom¬bres de la patria, que así tienen algo de qué hablar cuando les ponen delante las alcachofas de colorines del telediario.
O para que la llamada oposición eche cuentas sobre cuántos votos va a reportarle su táctica de: oiga, por Dios, la puntita nada más, en unas elecciones que no ha hecho nada por ganar y que tendría mucha guasa que, encima, no ganara. O para calibrar las repercusiones del ejercicio de cinismo que supone la presencia de Narcís Serra y otros beneméritos en las listas, largando por la tele con un cuajo, una impavidez y una soberbia impresionantes, como si aquí no hubiera pasado nada.
Los sondeos también son panal de rica miel para algunos tertulianos radiofónicos polivalentes de los que viven, sin dar golpe, a base de mover la húmeda comentando titulares de periódicos. Y también para financiar algunas empresas que medran -conozco señoras y chaperas que se dedican a tareas parecidas- practicando sexo oral con políticos y par¬tidos. Y también sirven los sondeos para dar de comer a una pandilla de sociólogos cantamañanas -no todos los so¬ciólogos lo son, pero algunos cantamañanas que conozco son sociólogos- que después salen en los arradios y en las televisiones, entre Jesús Puente y San Lobatón, a explicar muy serios, con un rigor científico que te vas de vareta, Mariano, por qué la expectativa de voto en Tomelloso de la Sierra sube medio punto del índice Nikei, o Dow-Jones, o como se llame.
En cuanto a la gente de la calle, al votan¬te de a pie, estoy seguro de que esas encuestas no le repor¬tan ninguna utilidad. Pueden confundirlo, desorientarlo, y ése es, mucho me temo, uno de los objetivos del invento. Pueden incluso, si se trata de un ciudadano lúcido, cabrear¬lo considerablemente al pensar que intentan marearle la perdiz como si fuera tonto. Pero la intención de voto de sus compatriotas, aunque respetable, tiene que importarle un carajo. Lo que cuenta es su intención de voto. La suya pro¬pia. Y el español que a estas alturas de la romería no tenga claro lo que debe votar -si es que va y vota-, ese ya no lo ten¬drá nunca, por más encuestas que le calcen unos y otros. Es lo que faltaba, que fuésemos a las urnas mirándonos unos a otros la papeleta, a tono para no quedar mal con los veci¬nos, pendientes del qué dirán, como si las legislativas fue¬sen una moda o un concurso de la tele. Hasta eso pretenden manchamos de mierda.
28 de enero de 1996