domingo, 7 de enero de 1996

El chinorri de Juan


Estos primeros días de enero, con todo el venid y vamos todos, y los Reyes Magos, y los escaparates de los grandes almacenes y las jugueterías las pocas que van quedando atiborradas con esa mala zorra de la Barbie y demás artilugios engañainfantes, el arriba firmante se ha estado acordando mucho del hijo de su ex amigo Juan. Algunos de ustedes, los que durante cinco años escucharon La ley de la calle en RNE, recordarán a Juan y su peculiar modo de contar las noticias, con aquella jerga y maneras de tipo bronco, taleguero, junto a Manolo el pasma marchoso y Ángel, el choro arrepentido.

Juan era mi amigo, y era un tipo especial. Había estado enganchado a la heroína, y en la cárcel; y dispuesto a regenerarse se comía el mono yéndose al monte a cortar árboles con las brigadas de ICONA, o como se llame ahora. Llegaba al programa inmaculadamente limpio, con la camisa y los pantalones recién planchados por su vieja, que era una santa. A pesar del pasado reciente, Juan era un tipo cabal y cumplidor, fiel a sus amigos y a sus compromisos. Rubito, menudo y con una mirada azul que parecía agua helada, peligrosa. Era un duro de verdad. Tenía en el costado una cicatriz de un palmo -la mojada que una vez le dieron en el talego- y ese andar rápido y oscilante que se adquiere pateando arriba y abajo muchos patios de prisión. Era inquieto, nervioso, susceptible, auténtico, bravo. También tenía un corazón de oro, pero el jaco le habla dejado algún muelle suelto, un punto agresivo que saltaba de vez en cuando y lo hacía liar unas pajarracas terribles. Por alguna extraña razón, en el programa no respetaba a nadie más que a mí; y sólo yo conseguía templarlo cuando se enzarzaba con algún oyente malintencionado, o con un tolai, o con un pelmazo. Nos queríamos mucho.

Los viernes por la noche, después del micrófono, íbamos por ahí de birras y conversación, y él se liaba esos canutos que yo nunca le dejaba fumar mientras estábamos en antena. Supe así de su vida, de sus esfuerzos por mantenerse lejos del caballo, de la soledad y de aquella retorcida dignidad personal, hecha de orgullo desesperado y de respeto a la palabra dada, que él mantenía en alto como una bandera, tal vez porque no tenía otra cosa a la que agarrarse. Había estado casado con una merchera sometida a los códigos estrictos de su clan, y me contaba que ella habla vuelto con su familia, con el hijo que habían tenido, y que ahora no le dejaban ver. Cuando iba a visitarlo, la familia de su mujer se cerraba en banda, le impedían ver al enano, e incluso hubo algún incidente que desbordó las palabras. A veces Juan no podía más y se iba de viaje a ese pueblo de Valencia, o Castellón no recuerdo bien el sitio para, escondido tras una esquina, ver de lejos a su mujer y a su hijo. No tenía un duro, y cuando reunía lo que le pagaban por dos o tres programas, le compraba un juguete al crio e intentaba hacérselo llegar de alguna manera. Recuerdo que un año, por estas mismas fechas, Juan estuvo ahorrando para comprarle un camión con mando a distancia que era decía para rilarse, colega, con todas las sirenas, y las luces, y la hostia. Y yo ofrecí echarle una mano, no sé, dos o tres talegos; y él me miró muy serio y me dijo: mi chinorri es cosa mía, colega, cómo lo ves.

Juan es uno de mis remordimientos. Porque una noche que venía quemado y se le cruzaron los cables en directo y empezó a cagarse en los muertos de un oyente, tuvimos allí, en el estudio, unas palabras. Y ya con el micro cerrado él me agarró por el cuello de la camisa y yo, que también estaba caliente, le dije que me soltara o lo rajaba allí mismo. Y me miró como no me habla mirado nunca muy fijo y muy triste, y me soltó la camisa. Y yo, que seguía caliente, en plan doble, le dije que aquello no era el patio del talego, sino una emisora de radio, y que estaba despedido. Y él se fue, y ya no volvió nunca más, y yo perdí para siempre aquella noche, porque soy un perfecto gilipollas, a uno de los más fieles amigos que tuve nunca. Y sólo mucho después supe, por un tercero, que ese día Juan habla vuelto de Castellón, o de Valencia, con su camión de sirenas y luces que era la hostia bajo el brazo, porque la familia de su ex no le habla dejado dárselo al chinorri. Y por eso iba como iba. Son cosas que pasan.

De aquello han transcurrido dos años y no sé qué fue de Juan. Pero siempre lo imagino con su pelo rubio recién lavado y aquellos pantalones y camisas impecablemente limpios, planchados por su vieja, tras una esquina, viendo pasar al chinorri a lo lejos, de la mano de su madre y los abuelos. Ojalá este día de Reyes haya podido darle el camión.

7 de enero de 1996

No hay comentarios: