Lo llamaremos Wolfgang. Es un guiri simpático, de piel sonrosada y ojos claros, que tras enamorarse como un becerro de una española de rompe y rasga, cambió las brumas bálticas por el jamón de pata negra y el sol trescientos días al año. Y aquí sigue. En una ciudad del sur, junto al mar. Tiene buena biblioteca y gran afición a la cultura local. Como lleva muchos años jubilado, dedica su tiempo a eso: huronea en los archivos, asiste a conferencias, colecciona grabados antiguos de la comarca, fotografía monumentos, edita libritos y folletos, frecuenta tertulias. Lo hace todo, naturalmente, con metódica eficiencia teutónica, tomándoselo muy a pecho. Ésa es la parte más curiosa, por cierto, de algunos fulanos de allá arriba: cuando se ponen a ello, son de piñón fijo. Igual de eficaces diseñando hornos crematorios, taconazo va y taconazo viene, que salvando huerfanitos. Todo depende del lado en que caigan. Donde los pongan o se pongan. De cuáles sean las órdenes en vigor. Y Wolfgang, como digo, es de los que habitan el lado bueno. Una excelente persona. Sólo llegas a detestarlo un poco cuando te estás tomando tranquilamente un plato de menudo con garbanzos y un vaso de vino en la barra de una tasca, te cae encima, y durante tres cuartos de hora se empeña en contarte entusiasmado, con todo detalle, fechas y horas incluidas, cada una de las muchas actividades culturales a las que se ha dedicado en la última semana. Y las futuras. Sin darte cuartel.
El caso, como digo, es que mi amigo ama a su ciudad adoptiva -andaluza por más señas- con pasión desaforada. Por eso, cuando aplica al paisaje el rigor metódico e intelectual de su raza nórdica, se le funden los plomos. En tales casos lo ves vagar desorientado como un niño, con cara de panoli, mirándolo todo con los ojos muy abiertos. Buscando que le expliquen lo que otros sabemos inexplicable, de puro obvio. Sin comprender lo que cualquier español comprende al primer vistazo. Hoy mismo me viene encima, con esa cara atónita que ya le conozco bien. «Estoy mucho sorprendido -dijo-. No sabes lo terrible que pasa. Cosa espantosa.» Emito un gruñido ambiguo que lo mismo puede interpretarse como desinterés que como atención cortés. Pero, en el orden de valores sociales de Wolfgang -sota, caballo y rey-, eso es una señal de aliento para que desahogue sus penas. Así que prosigue: «Durante años busqué documentos antiguos sobre ciudad, ¿comprendes si te digo?... Anticuarios y toda cosa así. Tengo en mi casa. Sí. Pagando yo. Mucho importantes. Documentos no para mí sino para ciudad. Historia de paisanos de aquí. Mucho dato. Memoria toda. Mí tengo archivo abundante en casa mía».
Comento, mientras despacho el menudo con garbanzos, que enhorabuena. Que es estupendo tener esos documentos y poder disfrutarlos. Muy loable, también, que un guiri rescate la memoria local. Si hubiera dependido del interés de tus conciudadanos de aquí, añado, arreglados iban los documentos. A estas horas serían pasto de ratas.
«Pero ése justo es problema -responde-. No creerás lo que cuento. Mismo yo no comprende. Hablo con autoridades y universidad y pongo disposición suya. Digo aquí está archivo importante ciudad, valioso mucho. Sí. Reunido por mí para vosotros. ¿Y sabes qué contestan?... Que bueno y mucho interesante, que los guarde en mi casa. Y pasan de mí, ¿creerlo puedes?... Le importa un mierdo documentos y archivo y memoria ciudad y todo. Hasta me miran raro, yo te juro.»
Pues claro que te miran raro, respondo. Lo normal, si un español reúne una colección de documentos antiguos, es que se los guarde para él, procurando que nadie se entere. No sea que otros puedan beneficiarse de ello. Que le hagan pagar algún impuesto, por ejemplo. O se los reclamen de otra autonomía. O peor aún: que alguien haga con ellos un libro o un trabajo universitario brillante y se apunte el tanto. Y claro. Sale un pavo reuniendo documentos antiguos y ofreciéndolos por amor al arte, y la gente se mosquea. De qué va este tío, dicen. El erudito de los cojones. Una colección reunida de modo particular y puesta a disposición pública les rompe el esquema. Las autoridades se verían obligadas a tomar decisiones, ¿comprendes? Complicas su vida satisfecha y apacible. Los asustas.
«A veces, España mucho triste», concluye Wolfgang, meneando la cabeza. Y pide un vino, que bebe cabizbajo. También se calza una ración de jamón ibérico. Yo miro las paredes del bar, decoradas con equipos de fútbol, fotos de toreros y una estampa de la Virgen del Rocío. «No se puede tener la paga del general y la verga del teniente», digo. Y Wolfgang me mira con sus ojos bálticos y azules, sin comprender un carajo.
28 de febrero de 2010