domingo, 28 de febrero de 2010

Los papeles de Wolfgang

Lo llamaremos Wolfgang. Es un guiri simpático, de piel sonrosada y ojos claros, que tras enamorarse como un becerro de una española de rompe y rasga, cambió las brumas bálticas por el jamón de pata negra y el sol trescientos días al año. Y aquí sigue. En una ciudad del sur, junto al mar. Tiene buena biblioteca y gran afición a la cultura local. Como lleva muchos años jubilado, dedica su tiempo a eso: huronea en los archivos, asiste a conferencias, colecciona grabados antiguos de la comarca, fotografía monumentos, edita libritos y folletos, frecuenta tertulias. Lo hace todo, naturalmente, con metódica eficiencia teutónica, tomándoselo muy a pecho. Ésa es la parte más curiosa, por cierto, de algunos fulanos de allá arriba: cuando se ponen a ello, son de piñón fijo. Igual de eficaces diseñando hornos crematorios, taconazo va y taconazo viene, que salvando huerfanitos. Todo depende del lado en que caigan. Donde los pongan o se pongan. De cuáles sean las órdenes en vigor. Y Wolfgang, como digo, es de los que habitan el lado bueno. Una excelente persona. Sólo llegas a detestarlo un poco cuando te estás tomando tranquilamente un plato de menudo con garbanzos y un vaso de vino en la barra de una tasca, te cae encima, y durante tres cuartos de hora se empeña en contarte entusiasmado, con todo detalle, fechas y horas incluidas, cada una de las muchas actividades culturales a las que se ha dedicado en la última semana. Y las futuras. Sin darte cuartel. 

El caso, como digo, es que mi amigo ama a su ciudad adoptiva -andaluza por más señas- con pasión desaforada. Por eso, cuando aplica al paisaje el rigor metódico e intelectual de su raza nórdica, se le funden los plomos. En tales casos lo ves vagar desorientado como un niño, con cara de panoli, mirándolo todo con los ojos muy abiertos. Buscando que le expliquen lo que otros sabemos inexplicable, de puro obvio. Sin comprender lo que cualquier español comprende al primer vistazo. Hoy mismo me viene encima, con esa cara atónita que ya le conozco bien. «Estoy mucho sorprendido -dijo-. No sabes lo terrible que pasa. Cosa espantosa.» Emito un gruñido ambiguo que lo mismo puede interpretarse como desinterés que como atención cortés. Pero, en el orden de valores sociales de Wolfgang -sota, caballo y rey-, eso es una señal de aliento para que desahogue sus penas. Así que prosigue: «Durante años busqué documentos antiguos sobre ciudad, ¿comprendes si te digo?... Anticuarios y toda cosa así. Tengo en mi casa. Sí. Pagando yo. Mucho importantes. Documentos no para mí sino para ciudad. Historia de paisanos de aquí. Mucho dato. Memoria toda. Mí tengo archivo abundante en casa mía»

Comento, mientras despacho el menudo con garbanzos, que enhorabuena. Que es estupendo tener esos documentos y poder disfrutarlos. Muy loable, también, que un guiri rescate la memoria local. Si hubiera dependido del interés de tus conciudadanos de aquí, añado, arreglados iban los documentos. A estas horas serían pasto de ratas. 

«Pero ése justo es problema -responde-. No creerás lo que cuento. Mismo yo no comprende. Hablo con autoridades y universidad y pongo disposición suya. Digo aquí está archivo importante ciudad, valioso mucho. Sí. Reunido por mí para vosotros. ¿Y sabes qué contestan?... Que bueno y mucho interesante, que los guarde en mi casa. Y pasan de mí, ¿creerlo puedes?... Le importa un mierdo documentos y archivo y memoria ciudad y todo. Hasta me miran raro, yo te juro.» 

Pues claro que te miran raro, respondo. Lo normal, si un español reúne una colección de documentos antiguos, es que se los guarde para él, procurando que nadie se entere. No sea que otros puedan beneficiarse de ello. Que le hagan pagar algún impuesto, por ejemplo. O se los reclamen de otra autonomía. O peor aún: que alguien haga con ellos un libro o un trabajo universitario brillante y se apunte el tanto. Y claro. Sale un pavo reuniendo documentos antiguos y ofreciéndolos por amor al arte, y la gente se mosquea. De qué va este tío, dicen. El erudito de los cojones. Una colección reunida de modo particular y puesta a disposición pública les rompe el esquema. Las autoridades se verían obligadas a tomar decisiones, ¿comprendes? Complicas su vida satisfecha y apacible. Los asustas. 

«A veces, España mucho triste», concluye Wolfgang, meneando la cabeza. Y pide un vino, que bebe cabizbajo. También se calza una ración de jamón ibérico. Yo miro las paredes del bar, decoradas con equipos de fútbol, fotos de toreros y una estampa de la Virgen del Rocío. «No se puede tener la paga del general y la verga del teniente», digo. Y Wolfgang me mira con sus ojos bálticos y azules, sin comprender un carajo. 

28 de febrero de 2010 

domingo, 21 de febrero de 2010

Conferencias chungas

El truco funciona. A uno se le ocurre un ciclo de conferencias sobre un asunto cualquiera, con más o menos gancho. Por ejemplo: La carga de la caballería austrohúngara y su influencia en la menopausia de la pava. Acto seguido, acude a la concejalía del ayuntamiento de turno, al banco de su pueblo, a la fundación o ministerio que pille más cerca. A cualquier sitio donde haya viruta disponible para estas cosas. Allí dice buenos días y plantea la cosa. El cebo para incautos. Traeremos, asegura, al último premio Nobel de Física, a Mario Vargas Llosa, a Elsa Pataky y al presidente Obama si consigue despejar un poco la agenda. Un ciclo de conferencias con mesas redondas y coloquio en el aula de cultura de Caixa Boixos Nois, que va a ser la pera limonera. Eso sí: cuesta tanto. Con suerte, si la entidad correspondiente tiene viruta disponible para el evento y el pájaro se lo curra con persuasión, habilidad y un cuñado concejal, que siempre ayuda mucho, la respuesta es afirmativa. De acuerdo, dicen. Ahí va la tela y móntalo. La foto del alcalde o el consejero, o quien suelte la mosca, con la Pataky, incluso con Obama, vale esa pasta y más. Y aunque no haya foto, en el anuario del ayuntamiento, la fundación o la entidad, quedará de perlas. Pero ojo que son caros, advierte el gestor del asunto. Obama, por ejemplo, cobra un huevo de la cara, y hay que pagarle el hotel y el billete en primera, y las horas extras de los guardias municipales que se encarguen de la seguridad. ¿Y eso a cuánto sube?, preguntan el alcalde, el concejal o el consejero tragando saliva. A tanto, dice el otro. Pero no te preocupes. Te hago un presupuesto general por el ciclo completo y lo arreglamos. 

El siguiente paso es anunciarlo a bombo y platillo: «El premio Nobel de Física, Vargas Llosa, Elsa Pataky y Obama bin Laden -gazapo del periodista local, que es medio sordo- participarán en el ciclo de conferencias Tal y Cual». Con eso queda cubierto el objetivo principal: justificar la pasta trincada por el listillo y tener un dosier de prensa. Por supuesto, a esas alturas no se ha contactado todavía con ninguna de las personas anunciadas; ni siquiera con sus secretarios, agentes o lo que sea. Con el tiempo, cuando llega la fecha, se hacen algunas gestiones, sin matarse mucho, a través del amigo de un amigo. Y claro. La editorial de Vargas Llosa responde que el autor está presentando un libro en Sydney, el agente de la Pataky dice que rueda una película con Viggo Mortensen, y cosas así. Del Nobel de Física no consiguen ni el teléfono; y de Obama, lógicamente, no vuelve a hablarse más. Al fin se inaugura el ciclo de conferencias con la agradable presencia supermegamediática de María Antonia Iglesias, de un noruego al que no conoce ni su padre pero que se apellida Bjornasmullersön y escribe novelas policíacas, de una pedorra de Gran Hermano y de un poeta local, finalista del premio Villaconejos con el soneto Eres mala, Pascuala. Y cuando el público asistente, mosqueado con el elenco, pregunta qué pasó con los conferenciantes anunciados, los organizadores, poniendo cara de circunstancias, responden: «Es que, a última hora, Vargas Llosa nos dejó tirados». 

Cuento todo esto porque, en plan mucho más modesto -nadie me apunta a ciclos con Elsa Pataky, aunque ya me gustaría-, me ocurre a menudo, como a unos cuantos más que conozco: académicos, escritores y gente del cine. Pregúntenle a Javier Marías, por ejemplo. O a Saramago. De pronto un amigo comenta que en tal o cual sitio vas a dar una conferencia de la que no tenías ni remota idea, y luego te manda el recorte de prensa o el enlace de Internet anunciando día y hora de tu intervención. Y te quedas a cuadros. Lo último mío es un ciclo taurino organizado en Sevilla, con firma incluida de manifiesto a favor de la fiesta, donde figura mi nombre junto a los de Enrique Ponce y Cayetano Rivera; cosa que me honra mucho, pero de la que no tenía noticia. Y sigo sin tenerla. Otros casos son más irritantes. Hace poco me enteré por un periódico de que iba a dar una conferencia en Ponferrada, dentro de un ciclo sobre el reino medieval de León, nada menos. Y el verano pasado, cierto hijo de la grandísima puta, cuyo nombre reservo cuidadosamente para cuando se ponga a tiro -entonces quizá salgamos otra vez los dos en los periódicos-, organizador de uno de esos ciclos fantasma, tuvo la desfachatez de justificar mi inasistencia a una conferencia, de la que nunca tuve noticia previa, afirmando que a última hora me había echado atrás al no satisfacerse mis «elevadas condiciones económicas»; cuando es notorio, entre quienes me tratan, que en las rarísimas ocasiones en que me presento en público lo hago sin cobrar un euro. Por la cara. 

Así que ya lo saben. Cuidado con las conferencias chungas. Muchos organizan esas cosas -importantes y necesarias, por otra parte- con seriedad y rigor. Pero también hay golfos oportunistas que las convierten en negocio personal. Es una estafa como otra cualquiera. 

21 de febrero de 2010 

domingo, 14 de febrero de 2010

Esas vidas desnudas

Acaba de recordármelo una fotografía tomada tras el hundimiento de un edificio en Madrid: la huella de sus habitaciones y de las vidas que las poblaron, impresa en las paredes del edificio contiguo como en el corte vertical de una tarta de varios pisos, o esas antiguas casitas de muñecas que podían abrirse para ver el interior con muebles diminutos. Huellas de peldaños que ya no llevan a ninguna parte, fotografías enmarcadas, un sillón en precario equilibrio sobre una cornisa de suelo roto, un dibujo sujeto con chinchetas junto a una cama infantil, la pared del cuarto de un joven con diana de dardos en la pared, estante con libros y póster de grupo roquero... Restos de existencias arrancadas de allí por el azar, la desgracia, la mano oculta de un jugador desprovisto de sentimientos que mueve piezas en un tablero frío como el universo. Que mata, hiere, rompe, mutila, porque el bien y el mal se funden en su implacable simetría. En su terrible naturaleza. La imagen, que coincide con otras que llegaron hace poco de Haití, me transporta a tiempos y lugares donde esa clase de imágenes, por repetidas hasta la monotonía, ni siquiera eran noticia; sólo paisaje habitual a uno y otro lado de las calles por las que caminaba pisando cristales rotos, espantado no por el horror inmediato -a todo se hace uno con el hábito y la lucidez forzosa-, sino por la mano despiadada que había tajado sin que le temblara el pulso, con su cuchillo de carnicero cósmico, aquellos edificios y las vidas que contenían. La regla helada, impasible, que se advertía detrás de aquella desolación y aquel silencio. 

También está la melancolía. Otro recuerdo de los suscitados por esa fotografía tiene que ver con un antiguo edificio que durante muchos años fue escenario de mi infancia familiar, y que más tarde, derribado casi por completo, mantuvo demasiado tiempo alguno de sus muros desnudos impúdicamente expuesto a la mirada pública, con mi memoria impresa en él, visible cada vez que me detenía allí: huellas de muebles, apliques de lámparas y cuadros en las paredes, empapelado, azulejos de la cocina, restos de baldosas y escaleras. Rastros de un paisaje entrañable, de juegos infantiles, de calor y de cobijo. Del paraíso perdido del que tarde o temprano te expulsa el tiempo. Ante aquel triste aspecto de un lugar para mí tan amado y conocido, cuyo plano y detalles podía -todavía puedo- reconstruir minuciosamente en la memoria, llegué a experimentar, a veces, intensos sentimientos de nostalgia. De pérdida irreparable. Y si en mi caso el despojo se debía exclusivamente a la convicción del paso de los años y la ausencia paulatina e inevitable de seres queridos -nada especialmente dramático cuando se considera con arreglo al orden natural de las cosas-, imagino el desconsuelo de quienes contemplan las huellas de sus propias vidas en las paredes de antiguos hogares después de sucesos trágicos, pérdidas graves, golpes brutales de los que aniquilan cuanto el ser humano posee, o cree poseer. 

Ésa es la razón de que las imágenes de esas existencias desnudas, los cortes verticales de edificios descubiertos de un día para otro por catástrofes naturales, guerras o siniestros azares del destino, me conmuevan especialmente. Me pongan -disimulen la mariconada- algo blandito por dentro. Más, incluso, que los cuerpos sepultados bajo los escombros. Hay en esas paredes algo que revela la parte indefensa, y tal vez la mejor, del ser humano. De cualquiera. De todos. A ver qué miserable o canalla entre los millones que adornan el paisaje, por mucho que lo sea, no tiene un rincón noble en alguna parte. Una retaguardia íntima, privada, hecha, incluso para los peores entre nosotros, de afectos, lecturas, músicas, sueños, amores, ternuras. La habitación de un hijo, el dormitorio de una madre con su crucifijo en la pared, el póster del Ché, la foto de boda de los padres o los abuelos, el retrato de un niño que fue feliz o no lo fue, la cama donde se ama, se sueña o se tienen pesadillas, la estantería con libros que ayudan a vivir otras vidas, a planear futuros o a consolar pasados. Asomarme involuntariamente a esa parte al descubierto de cada uno de nosotros me conmueve e incomoda, pues hace vacilar la confortable certeza, tan útil en tiempos de crisis -y todos los tiempos lo son- de que el ser humano tiene siempre lo que se merece. Esa exhibición desconsiderada, impúdica, de tantas vidas desnudas, dispara también curiosos mecanismos de solidaridad frente al verdugo cósmico que juega con nosotros al ajedrez. Con fotografías como la que comento, con paisajes parecidos, o peores, que a mi pesar conservo en la memoria, me gustaría tener delante a ese jugador improbable y decirle: oye, desvergonzado hijo de la grandísima puta. A un ser humano se le mata, si tales son las reglas. De acuerdo. Pero no se le humilla. No se le desnuda así, en público, en lo que es y lo que fue. 

14 de febrero de 2010 

domingo, 7 de febrero de 2010

Intrusos en el comedor

Unos los querían para mano de obra barata: jornaleros de miseria, chachas dóciles y carne de puticlub. Otros, para adornarse con la media verónica de que las fronteras son fascistas, aquí cabemos todos y maricón el último. El resto miramos a otro lado porque eso no iba con nosotros. A mí, pensábamos, la impotencia me la trae floja. Y adobando el asunto, la llamada opinión pública -esa puta perversa, tornadiza e hipócrita- extendió su salsa de irresponsabilidad y demagogia. Así, es natural que ni Pepé ni Pesoe, ni gobiernos, ni ministros, ni presidentes autonómicos, ni alcaldes y alcaldas de esta variopinta nación de naciones discutibles y discutidas del payaso Fofó, hicieran otra cosa que currarse lo inmediato. Ninguno de nuestros políticos renunció a esos viajes que se montan a costa de nuestra imbecilidad y dinero con el pretexto de estudiar el funcionamiento del metro de Estambul, las posibilidades eólicas de la Gran Muralla, el impacto del mosquito anófeles en el turismo de Cancún o el imprescindible hermanamiento de Tomillar del Rebollo con San Petersburgo. Nadie, en vez de hacer turismo por la patilla, se asomó a Francia, por ejemplo, donde el problema de la inmigración descontrolada y marginal hace tiempo que rechina en toda su crudeza. A aprender de los errores ajenos, y no meter la gamba en los mismos barrizales. 

Las prioridades eran otras: ganar dinero o votos fáciles, emparedar el problema futuro entre la desvergüenza de los explotadores y el buenismo estúpido de los cantamañanas, con esos supuestos papeles para todos que, además, eran mentira. Lo que viniese luego importaba un carajo. Por eso, leyes y normas no respondieron nunca a una política previsora de integración real y educación, planificada con realismo e inteligencia. Nadie aclaró, tampoco, qué idea de España iba a brindarse a quienes se acogían a ella. Qué espacio común podrían hacer suyo, a qué costumbres adaptarse, qué cauces serían adecuados para fundirse con el entorno sin renunciar al carácter y cultura propios. Qué derechos, y también qué obligaciones. Ofreciéndoles una tierra culta, abierta, común y generosa que el inmigrante, o sus hijos, no tardaran en sentir como propia. Una nueva patria: abierta, varia y coherente al mismo tiempo, que pudiesen, con poco o relativo esfuerzo, hacer suya. 

Pero todo eso habría requerido inteligencia política, cálculos a largo plazo hechos por gobernantes previsores, no por gentuza oportunista que promulga leyes coyunturales, contradictorias, y sólo actúa pendiente del titular de telediario y de las próximas elecciones, en un país de borregos donde todo problema aplazado es un problema resuelto. Salía más barato dejar que las cosas se asentaran de forma natural. En vez de procurar explicar la necesaria historia del Cid Campeador a un niño magrebí, lo que se hizo fue eliminar al Cid de los libros escolares. Nada por aquí, y nada por allá. Vacío total. Papilla informe, sin sustancia, válida para todos y que no nutre a nadie. Y así, el resto. Cualquier intervención o planificación seria habría sido un acto totalitario y fascista. Laissez faire, laissez passer. Y vaya si pasaron. De cualquier manera. Hacinándose en guetos infames, desorientados mientras los explotábamos en español, en catalán, en gallego, en vascuence, en mallorquín, en valenciano, en bable, en farfullo de Villaconejos de la Torda. Sometidos por fuera a todas las gilipolleces en que tan diestros somos, y formando por dentro sus propias estructuras independientes. Con los daños colaterales lógicos: marginación involuntaria o deliberada, descontrol, delincuencia. Transformando barrios y pueblos enteros, unas veces para bien y otras para mal. Porque no hay gueto bueno, y ciertas convivencias desequilibradas son imposibles. Saturando sistemas poco previsores que no dan más de sí. Creando, también ellos, sus núcleos marginales específicos, sus rencores internos y ajenos. Sus propios problemas. 

Ahora mugen vacas flacas y el negocio se va al carajo. De pronto, molestan. Pero ni siquiera así sacamos consecuencias útiles de las señales registradas en otros países que afrontan situaciones parecidas. Y al final pagarán los de siempre. Los tres, o treinta, o trescientos infelices apaleados en tal o cual sitio por una turba de bestias analfabetas en busca de alguien a quien linchar después de haberlo explotado hasta el tuétano. A cambio, algún día, cuando la desesperación propia y el racismo inevitable empujen a esos desgraciados al extremo, allí donde se sientan fuertes y puedan no sólo sobrevivir, sino defenderse e incluso agredir, arderán barrios enteros. No les quepa duda. Nos ajustarán las cuentas con su cólera desesperada, históricamente justa. Espero estar aquí para verlo, apoyado en la ventana de la biblioteca con la última botella de vino en la mano: respetables matronas en deshabillé corriendo por las calles mientras los bárbaros, como era inevitable, saquean Roma. Que nos den, entonces. Que nos vayan dando. 

7 de febrero de 2010