domingo, 29 de septiembre de 2019

Los que cortan el cable rojo

La primera vez que tuve contacto con ellos fue a principios de los 80, cuando el diario Pueblo nos envió al fotógrafo Miguel Garrote y a mí al País Vasco, para contar cómo trabajaban. Convivimos con ellos durante algunos días, acompañándolos en sus misiones –que en esa época eran frecuentes– y conociéndolos a fondo. Como anécdota de esos días recuerdo que había un artefacto de mediana potencia dejado por ETA, que se decidió detonar a distancia. Pedí situarme junto al artificiero más próximo, debidamente protegido, para ver cómo se sentía de cerca uno de aquellos cebollazos. Éste resultó más potente de lo previsto, el escudo con el que yo me cubría quedó hecho trizas y estuve sordo unos días, por gilipollas. Pero, en fin. Eran gajes del oficio. El reportaje se publicó en primera página con gran despliegue, pues las fotos de Miguel fueron espectaculares, y recuerdo que lo titulé Diez hombres tranquilos

Después, por esos mundos, tuve ocasión de conocer a otros del oficio. En África, en países árabes, en los Balcanes, me los topé a menudo y siempre observé su trabajo con fascinada admiración. Recuerdo a una gringa de los Marines en la primera guerra del Golfo –bastante atractiva, por cierto– que retiraba una mina tumbada en el suelo con la misma calma que si se estuviera zampando una hamburguesa (José Luis Márquez la grabó después con su cámara en la piscina del hotel de Dahran reservado a las tropas norteamericanas, en bikini, y llevaba el emblema de los marines tatuado sobre la teta izquierda). También en Bosnia vimos trabajar a concienzudos artificieros ingleses, con la fría y eficiente profesionalidad que tienen esos cabrones, y también a cascos azules españoles que se jugaban la vida para que los niños de éste o aquel pueblo pudieran jugar en el campo sin perder una pierna o la vida. 

Los conozco hasta cierto punto, como digo. Y una cosa que siempre me llamó la atención de esa gente es cierto puntito, en algunos, más bien friki. O por decirlo para que no se ofendan los delicados, ligeramente obsesivo. Hay que serlo, de todas formas, para jugársela como se la juegan. Para trabajar con su estabilidad emocional y su impecable frialdad técnica. Sentido del deber aparte, algunos son verdaderos adictos a su trabajo y viven obsesionados con él. Conozco a uno, ya retirado, que pasaba los ratos libres ideando bombas trampa complicadas y cómo desactivarlas, y cuando su mujer se despertaba a las tres de la madrugada y no lo encontraba en la cama, lo encontraba en la cocina con un destornillador y unos alicates, trajinando artefactos. Y puedo añadir que, no hace mucho, sentí una agradable satisfacción cuando un respetado artificiero de la Policía Nacional dio el visto bueno al artefacto que ideé –cuando miras mucho siempre aprendes algo– para que mi espía Lorenzo Falcó reventase el taller parisino de Picasso en la novela Sabotaje

Y ya que hablamos de mirar, les cuento una anécdota divertida. En Melilla, cuando los conflictos callejeros de finales de los 80, que cubrí para los telediarios siendo delegado del Gobierno mi amigo y compadre Manuel Céspedes, apareció un día un artefacto explosivo en la calle principal de la ciudad. Se aisló todo con un cordón policial, y un artificiero bien equipado se encaminó allí, arrodillándose junto al chisme para desactivarlo. Y justo cuando estaba alicates en mano, a punto de meterle mano al asunto, oyó a su espalda un clac que le hizo dar un respingo. Y al volverse vio, encima de su hombro, al cámara Márquez, a su ayudante de sonido –creo recordar que era Ovalle, aunque no estoy seguro– y al reportero de TVE, o sea, yo, que nos habíamos colado por un callejón sin controlar y tras acercarnos sigilosos estábamos detrás, a dos palmos, grabándolo todo. Y entonces, poniéndose bruscamente en pie, quitándose el casco para tirarlo con fuerza al suelo con los alicates, el artificiero se volvió hacia la gente que estaba lejos, agolpada tras el cordón policial, abrió los brazos y gritó, furioso: «¡Así no se puede trabajar!». 

29 de septiembre de 2019

domingo, 22 de septiembre de 2019

Los rojos no usaban sombrero

Lo digo de guasa, naturalmente. No se alarmen. Es un título trampa, para que me lean. Me limito a recordar la frase publicitaria de un sombrerero de Madrid de los años 40, sectaria pero impactante, Los rojos no usaban sombrero: un clásico en la historia de la publicidad en España. Me viene a la memoria porque varias veces mencioné los sombreros en esta página, y un lector pregunta la causa; por qué los uso y desde cuándo. Y como hoy no se me ocurre nada mejor, hablaré del asunto. 

Los sombreros me son familiares desde hace mucho, por razones profesionales. En mis tiempos de reportero dicharachero de Barrio Sésamo, el trabajo lo realizaba con frecuencia en lugares donde el sol era un castigo. Así que en los años 70 empecé a utilizar lo que entonces llamábamos sombrero de jungla, hoy conocido bajo otros nombres, pero entonces de uso casi exclusivamente militar. Tenía uno de lona verde, del ejército inglés. Y en el Sáhara, en Eritrea, en el Líbano, en Chad, en Iraq, me ahorró muchas insolaciones, sobre todo en esas duras caminatas en las que durante semanas la única sombra que encontrabas era la de tu sombrero. 

Aquella vida, como digo, me habituó a ir cubierto. Después, el cambio de costumbres relegó esa prenda al campo y al mar. Pero hace unos diez años, el sombrero volvió a formar parte de mi vida. Las razones son varias. De una parte, aunque suelo vestir de modo informal, con chaqueta y pantalones chinos en verano y con pantalones de pana y chaquetas de tweed en invierno, cuando salgo a la calle o viajo intento mantener una apariencia correcta, por respeto hacia mí mismo y hacia mis lectores. Y el sombrero aporta utilidades específicas. Por una parte, protege del frío y la lluvia. Por otra, tengo 68 tacos de almanaque, el pelo ya me clarea y lo llevo muy corto, lo que me expone a los rayos del sol, y eso no es bueno. Además no me gustan las gorras de béisbol, ni esos gorros de pescador que se llevan para el sol o la lluvia. Así que el sombrero clásico es una solución práctica. Y también, en estos tiempos de general desaliño, gorras al revés, chanclas y calzoncillos, tiene su punto complementario de desafío. De personal chulería. 

Un sombrero, si me permiten que lo diga, no puede llevarlo cualquiera. Ni de cualquier manera. Ni cualquier sombrero. Es ridículo en quien no sabe llevarlo y delicado en quien sabe. Hay fulanos que se lo ponen como si llevaran un gorro y quedan como para darles un escopetazo, por no hablar de quienes lo conservan puesto, o la gorra, cuando están en un restaurante. Y lo de usar el sombrero adecuado para cada uno y cada situación no es ninguna tontería. Hay cabezones a los que van bien alas más anchas tipo Fedora, mientras que otros preferimos el ala mediana de un Trilby de copa no demasiado baja –de ese otro de ala cortísima que usan cantantes y músicos tengo orden de alejamiento–. Hablo de fieltros para el invierno, mientras que en verano la prenda obligada es un panamá, del que los mejores son los ecuatorianos Montecristi, aunque hay otros asequibles de buena calidad. En cuanto a los fieltros, conviene tener un par de los que duran toda la vida –aunque encogen ligeramente con el uso–, de colores discretos y combinables con abrigos y chaquetas. Un Borsalino, por ejemplo, que no es un modelo sino una marca, o un Bates o un Lock ingleses, aunque hay marcas menores muy buenas y elegantes. Yo uso mucho cuando viajo los ligeros de gabardina, válidos para el invierno y para el verano, que son sufridos, baratos y protegen de la lluvia. 

Y, bueno. Cubrirse con un sombrero como Dios manda también tiene algo de arte, supongo. De técnica depurada por décadas y centurias de uso masculino. Hasta la forma de colocárselo tiene su aquél. Por supuesto, ni se me ocurre aspirar a manejarlo como hacían mi padre o mi abuelo, con su inimitable forma de tocarse el ala al saludar a alguien de paso, tenerlo en una mano mientras conversaban o ponerlo bajo la silla cuando no había donde colgarlo, con una naturalidad admirable y elegante. Así aprendimos muchos de quienes usamos sombrero las maneras adecuadas, que son casi códigos: descubrirse al saludar a una señora o a un desconocido, saber cómo tenerlo en las manos o dónde dejarlo, quitárselo siempre bajo techo excepto en aeropuertos y estaciones de tren, y todos esos detalles que convierten el sombrero no en un adorno superfluo ni un estorbo, sino en algo útil y, al mismo tiempo, seña de educación de cada cual. En prueba de que en los tiempos que corren, aunque es cierto que todos somos iguales, algunos resultan más iguales que otros. 

22 de septiembre de 2019 

domingo, 15 de septiembre de 2019

El convoy PQ-17

El convoy PQ-17 Alguna vez he escrito que una de las cosas –persona en este caso– que más respeto en el mundo es un marino mercante. Me crié en un puerto mediterráneo y eso imprime carácter; pero también tuve ocasión de navegar con algunos de ellos, y de todos conservo recuerdos admirados y precisos. A su lado aprendí, por ejemplo, que un barco no es una democracia. Ni debe serlo. Aquél es un mundo con reglas aparte. Y aunque ahora, gracias a la tecnología moderna, un marino sólo es un empleado sin decisión propia, sometido al control directo de su armador, yo aún tuve el privilegio de conocerlos cuando las cosas eran distintas. Cuando el mar era un lugar remoto donde un ser humano tomaba sus propias decisiones y un capitán era responsable único de su barco, su carga, su pasaje y su tripulación. 

Me crié entre ellos, como digo. Varios familiares y amigos íntimos de mi padre, que navegó algún tiempo en petroleros, eran capitanes de la marina mercante, y mis recuerdos infantiles están poblados de sus charlas tomando café o unas copas en casa, jugando al ajedrez, echando humo por sus pipas; de las historias que acicateaban mi imaginación y fraguaron el respeto del que antes hablé: maniobras, tragedias, el naufragio del Castillo Montealegre, la gran pelea del puerto de Rotterdam… Y uno de los relatos que me impresionaron entonces fue el del convoy PQ-17, en el que un conocido de mi padre –creo recordar que se apellidaba Viñas– aseguraba haber estado a bordo de un barco de bandera panameña. Después, con los años, indagué sobre esa historia hasta conocerla mejor. Y ayer mismo, mirando unas viejas fotos de mi padre y sus amigos, me acordé de ella. Una historia dura y cruda de mar y de guerra. De marinos de los de antes. 

Escoltado por buques de guerra británicos y norteamericanos, el convoy PQ-17, compuesto por 33 mercantes, salió en junio de 1942 de Reykiavik hacia Murmansk, en Rusia, llevando ayuda para los aliados soviéticos. Las fechas eran malas, pues al frío y al hielo de esas aguas se unía el hecho de que en tal época del año el sol apenas se ocultaba tras el horizonte, y 18 horas de luz diurna facilitaban la localización por la aviación y la marina alemanas, cuyas bases estaban cerca. Y así ocurrió. A partir del 1 de julio, una vez al este de la Isla de Los Osos, empezaron los ataques de aviones y submarinos. Amparándose en bancos de niebla, defendidos por la escolta, los mercantes navegaban agrupados, despacio, a sólo ocho o nueve nudos, encajando con estoicismo la ofensiva enemiga. Todo parecía ir bien hasta que el 4 de julio la inteligencia británica creyó –erróneamente– que los acorazados alemanes Tirpitz y Scheer y el crucero Hipper habían zarpado de Noruega para atacar el convoy. Y entonces, ante el temor de que fuesen destruidos los buques de guerra de la escolta aliada, necesarios para otras misiones, se dio orden a éstos de abandonar a su suerte al convoy; y a los capitanes de los mercantes, la de dispersarse e intentar alcanzar Murmansk cada uno por su cuenta. 

Ése, el del abandono, es el momento que de niño me puso los vellos de punta al escucharlo y aún hoy al evocarlo: aquellas tripulaciones de indefensos mercantes viendo alejarse la escolta, rompiendo la formación para dispersarse lentamente y correr cada cual su propia suerte, solos en la inmensidad gris de unas aguas donde un náufrago no sobrevivía más de un par de minutos. Puedo imaginar perfectamente a los capitanes de pelo cano y arrugas en el rostro inclinándose angustiados sobre las cartas náuticas, calculando con el compás de puntas cómo navegar las 800 millas restantes, qué ruta seguir, cómo llevar a puerto a sus barcos, sus tripulantes y su carga. Me conmueven el desamparo y la grandeza de esos marinos sentenciados, dispersos, tenaces, que pese a todo siguieron adelante, cumpliendo con su deber incluso cuando los aviones y los submarinos alemanes les cayeron encima. Porque lo que vino a continuación fue una matanza: una cacería sin misericordia. Artillados algunos con sólo pequeños cañones ligeros y ametralladoras –las mujeres tripulantes del petrolero ruso Azerbaijan se defendieron y combatieron su incendio como leonas–, los solitarios mercantes fueron localizados y hundidos uno tras otro: de los 33 que habían zarpado de Reykiavik, sólo 10 llegaron a puerto. El resto se hundió en las aguas del Ártico. 

Y, bueno. Ésa es la breve historia del convoy PQ-17. La que oí contar de niño y la que a ustedes les cuento ahora: una historia de navegantes en tiempos en los que aquéllos aún lo eran de verdad. Capitanes y tripulantes que parecían personajes de un libro de Joseph Conrad. Auténticos y admirables marinos de leyenda. 

15 de septiembre de 2019

domingo, 8 de septiembre de 2019

El ferroviario impasible

Varias veces he comentado aquí lo mucho que me gusta Italia. O para ser más exacto, los italianos. Quizá porque he visto muchísimo cine italiano de antes y de ahora, o porque los miro desde fuera y los vivo como privilegiado extranjero cuando estoy entre ellos; pero son mi debilidad. Me caen verdaderamente simpáticos. Siento una enorme indulgencia por sus defectos y una enorme admiración por sus virtudes. Me agrada esa especie de patriotismo cultural instintivo que se detecta incluso entre los analfabetos, conscientes de que alguna vez, en el pasado, fueron romanos y fueron muchas otras cosas. Me gusta esa dignidad guasona, ese choteo irreductible que siempre conservan por debajo del servilismo que los menos afortunados aparentan a veces para ganarse la vida. Me conmueve su orgullo de ser italianos, pese a todo cuanto les cae encima, pese a los Berlusconis y los Salvinis, pese a su variopinto pelaje, pese a lo maltratados que siempre fueron históricamente por los de fuera y por los de dentro. Me divierte su chulería macarra cuando tocan ese palo, o su elegancia cuando tocan el otro. 

Todo eso proviene, creo –o me gusta creer–, de que son viejos, cínicos y sabios. De que por allí lleva casi tres mil años pasando de todo, y a estas alturas los italianos distinguen muy bien lo que de verdad es importante de lo que no. Con una clase política corrupta e infame como pocas en Europa, muy conscientes todos de ello, la vida oficial va por un lado y la vida real por otro, y ambas coexisten con asombrosa naturalidad. Por eso lo que me fascina, sobre todo, es su sentido práctico; su extraordinario manejo de l’arte di arrangiarsi; de entenderse entre ellos cuando se trata de buscarse la vida. Hoy por ti y mañana por mí, Bruno, Luzia, Giovanna, Doménico. O sea. Tú a Boston y yo a California, y entre bomberos no vamos a pisarnos la manguera. Un país donde, como en Nápoles, uno pasa todos los días ante el Palazzo della Posta, el edificio de Correos construido por Mussolini, y a nadie importa un carajo que la inscripción Anno 1936 XIV E. Fascista siga bien visible allá arriba, porque lo que cuenta es que se trata de un edificio cojonudo. 

Y es que, como he dicho antes, son muchos siglos para andarse con taquicardias. Pienso en eso mientras estoy en la estación Términi de Roma, esperando para sacar un billete de tren precisamente a Nápoles. Hay ambiente, mucho turista arrastrando maletas y la parafernalia habitual, incluidas patrullas de militares que pasean arma en mano, sin complejos, echando un vistazo sin que nadie los llame provocadores, militaristas ni nada de eso. En las taquillas se ha estropeado la máquina de los numeritos; la cola es larga y abunda en italianos que intentan colarse y en guiris que se empeñan en hablar sólo en inglés aunque no los entienda nadie. Y sentado tras su mostrador, tranquilo, impasible, un empleado de ferrocarriles cincuentón y de bigote canoso los despacha con mecánica parsimonia, clic, clic, clic, billete a Pisa, a Milán, a Venecia, a donde sea. Mientras me acerco observo su cara imperturbable, la indiferencia con que escucha lo que le dicen, el hastío secular con que encara las prisas de quienes van mal de tiempo, llegan tarde, están a punto de perder el tren. Él sigue a su ritmo; y cuando un guiri suelta una larga parrafada en inglés o protesta por algo, el ferroviario lo mira sin pestañear; y cuando el otro termina, le da el billete y mira al siguiente. 

Me toca el turno y pido un billete para Nápoles en el próximo tren. Y por la forma en que me atiende ese hierático fulano, comprendo perfectamente lo que tiene en la cabeza –seguramente el partido de ayer del Lazio contra la Roma– y lo que significo para él, que lleva veintinueve siglos despachando billetes para Nápoles, para el mar Jónico o para las islas Casitérides. Y sé con toda certeza que si en vez de un tren a Nápoles le hubiera pedido una trirreme para Siracusa, él no habría alterado el gesto, sin sorprenderse en absoluto; y con la misma naturalidad habría tecleado clic, clic, clic en su ordenata. Como mucho, si lo pillaba de buenas, habría preguntado si el pasaje lo deseaba en una trirreme de César o de Pompeyo. «¿Qué me aconseja?», habría preguntado yo en italiano, que siempre ayuda a caer simpático y ellos lo agradecen bastante. Y el ferroviario impasible, con la misma estoica indiferencia con que despachó billetes a ostrogodos, a normandos, a españoles, a franceses, a austríacos, a alemanes, a norteamericanos y a su puta madre, habría respondido: «Le recomiendo una de las trirremes de Octavio, que tienen más futuro». 

8 de septiembre de 2019

domingo, 1 de septiembre de 2019

La mejor novela de tu vida

Para alguien como el arriba firmante, cuyo oficio es contar historias, o sea, escribir novelas, terminar una incluye cierto peligro. Después de uno o dos años metido en ello hasta las trancas, dándole a la tecla durante ocho horas diarias, enfrascado en lecturas que documentan o estimulan, conviviendo con los personajes hasta que acaban siendo parte casi real de tu vida, poner punto final a todo eso puede tener, incluso, efectos traumáticos. Pasas de vivir en un mundo que has elegido, controlas y conformas a tu voluntad y tu medida, a salir de él y encontrarte en otro menos agradable e incluso hostil, como esos niños saharauis que, tras pasar una larga temporada con familias de acogida europeas, deben regresar a la dura realidad del desierto y los campos de refugiados. 

Dirán ustedes que no puede ser tan dramático, pero les aseguro que sí. Que puede serlo. Afortunadamente hay una etapa de transición que ayuda un poco, pues una novela terminada no significa una novela entregada y olvidada. En mi caso, los últimos meses los dedico a las últimas correcciones y detalles, volviendo una y otra vez sobre lo escrito. Eso hace posible, como digo, un saludable período de desintoxicación. Y como a esas alturas del texto no hay nada realmente creativo en lo que haces, y tras la larga convivencia sueles estar harto de los personajes y la trama, que conoces hasta por el forro y no aportan ya novedad alguna, la cosa tiene cierta semejanza con esa mujer que dice ahí te pudras, imbécil, y te deja justo cuando empiezas a preguntarte si no es el momento de dejarla a ella. O viceversa. 

El problema de todo esto, cuando eres un novelista profesional que vive de cuanto escribe, radica en lo que pasa inmediatamente después de que la historia recién escrita se vaya a vivir su propia vida. El vacío que te deja. Y les aseguro que se trata de un vacío peligroso, porque incluye la tentación letal de descansar un rato largo. Ahora que he acabado, piensas, voy a tomarme un período de vacaciones antes de empezar otra. Voy a relajarme mientras entro de nuevo en campaña. Y ahí es donde acecha el peligro, porque toda la disciplina, la concentración, el adiestramiento, la capacidad de esfuerzo y sacrificio de los últimos tiempos –«Escribir mata más que las bombas», me dijo Oriana Fallaci durante la primera guerra del Golfo, poco antes de morir– puede diluirse en pocas semanas. Plaf. Adiós, chaval. Visto y no visto. Puede hacerte perder esa tensa incertidumbre que necesita el novelista, semejante a la del marino. Situarte fuera del necesario estado de gracia y vigilia. Dejarte hecho una piltrafa. 

Por eso, del mismo modo que cuando te caes del caballo o la moto debes volver a subir en cuanto puedas, para no coger miedo, cuando acabo una novela, e incluso mientras trabajo en las últimas correcciones, procuro tener ya otra en la cabeza. A veces es la que luego escribo y otras no. Por lo general, cuando creo haber elegido una historia buena para contar, paso un tiempo haciendo pruebas. Escribo veinte o treinta páginas para establecer si soy capaz de crear los personajes adecuados, dar con el tono narrativo, elegir bien el punto de vista y, sobre todo, averiguar si es con ella con la que deseo convivir durante los próximos meses o años de mi vida. A veces comprendo o intuyo que no es la adecuada, o el momento oportuno para ella, y esas páginas pasan al cajón de Nunca Se Sabe; porque un novelista de verdad nunca descarta nada del todo, nunca lo da por muerto. Hay novelas que esperan su tiempo adecuado, y todo puede resucitar o recomponerse un día, como ocurrió con El tango de la Guardia Vieja, cuyos primeros treinta folios tardé veinte años en recuperar y completar. 

Y en eso estoy ahora, aquí donde me ven, o me leen. Entregué una novela antes del verano y en seguida hice un tanteo con una trama que me tenía caliente; y con ella estuve hasta que otra, que lleva quince años agazapada en mis papeles y mi cabeza, empezó hace unas semanas a decir aquí estoy, cortándole el paso. Así que, resuelto a subirme cuanto antes al caballo o la moto, me encuentro otra vez en ese momento maravilloso en que cualquier cosa es posible: cuando todo lo que lees, imaginas, capturas alrededor y echas al zurrón de la imaginación, combinado con los libros leídos y la propia vida, renueva el estado de felicidad que perdiste con el punto final de la anterior historia. Y cada noche, otra vez, te duermes pensando en lo que escribirás cuando despiertes. Y por la mañana despiertas ilusionado, tenso y lúcido; dispuesto, como cada día desde hace treinta años, a escribir la mejor novela de tu vida. 

1 de septiembre de 2019