Varias veces he comentado aquí lo mucho que me gusta Italia. O para ser más exacto, los italianos. Quizá porque he visto muchísimo cine italiano de antes y de ahora, o porque los miro desde fuera y los vivo como privilegiado extranjero cuando estoy entre ellos; pero son mi debilidad. Me caen verdaderamente simpáticos. Siento una enorme indulgencia por sus defectos y una enorme admiración por sus virtudes. Me agrada esa especie de patriotismo cultural instintivo que se detecta incluso entre los analfabetos, conscientes de que alguna vez, en el pasado, fueron romanos y fueron muchas otras cosas. Me gusta esa dignidad guasona, ese choteo irreductible que siempre conservan por debajo del servilismo que los menos afortunados aparentan a veces para ganarse la vida. Me conmueve su orgullo de ser italianos, pese a todo cuanto les cae encima, pese a los Berlusconis y los Salvinis, pese a su variopinto pelaje, pese a lo maltratados que siempre fueron históricamente por los de fuera y por los de dentro. Me divierte su chulería macarra cuando tocan ese palo, o su elegancia cuando tocan el otro.
Todo eso proviene, creo –o me gusta creer–, de que son viejos, cínicos y sabios. De que por allí lleva casi tres mil años pasando de todo, y a estas alturas los italianos distinguen muy bien lo que de verdad es importante de lo que no. Con una clase política corrupta e infame como pocas en Europa, muy conscientes todos de ello, la vida oficial va por un lado y la vida real por otro, y ambas coexisten con asombrosa naturalidad. Por eso lo que me fascina, sobre todo, es su sentido práctico; su extraordinario manejo de l’arte di arrangiarsi; de entenderse entre ellos cuando se trata de buscarse la vida. Hoy por ti y mañana por mí, Bruno, Luzia, Giovanna, Doménico. O sea. Tú a Boston y yo a California, y entre bomberos no vamos a pisarnos la manguera. Un país donde, como en Nápoles, uno pasa todos los días ante el Palazzo della Posta, el edificio de Correos construido por Mussolini, y a nadie importa un carajo que la inscripción Anno 1936 XIV E. Fascista siga bien visible allá arriba, porque lo que cuenta es que se trata de un edificio cojonudo.
Y es que, como he dicho antes, son muchos siglos para andarse con taquicardias. Pienso en eso mientras estoy en la estación Términi de Roma, esperando para sacar un billete de tren precisamente a Nápoles. Hay ambiente, mucho turista arrastrando maletas y la parafernalia habitual, incluidas patrullas de militares que pasean arma en mano, sin complejos, echando un vistazo sin que nadie los llame provocadores, militaristas ni nada de eso. En las taquillas se ha estropeado la máquina de los numeritos; la cola es larga y abunda en italianos que intentan colarse y en guiris que se empeñan en hablar sólo en inglés aunque no los entienda nadie. Y sentado tras su mostrador, tranquilo, impasible, un empleado de ferrocarriles cincuentón y de bigote canoso los despacha con mecánica parsimonia, clic, clic, clic, billete a Pisa, a Milán, a Venecia, a donde sea. Mientras me acerco observo su cara imperturbable, la indiferencia con que escucha lo que le dicen, el hastío secular con que encara las prisas de quienes van mal de tiempo, llegan tarde, están a punto de perder el tren. Él sigue a su ritmo; y cuando un guiri suelta una larga parrafada en inglés o protesta por algo, el ferroviario lo mira sin pestañear; y cuando el otro termina, le da el billete y mira al siguiente.
Me toca el turno y pido un billete para Nápoles en el próximo tren. Y por la forma en que me atiende ese hierático fulano, comprendo perfectamente lo que tiene en la cabeza –seguramente el partido de ayer del Lazio contra la Roma– y lo que significo para él, que lleva veintinueve siglos despachando billetes para Nápoles, para el mar Jónico o para las islas Casitérides. Y sé con toda certeza que si en vez de un tren a Nápoles le hubiera pedido una trirreme para Siracusa, él no habría alterado el gesto, sin sorprenderse en absoluto; y con la misma naturalidad habría tecleado clic, clic, clic en su ordenata. Como mucho, si lo pillaba de buenas, habría preguntado si el pasaje lo deseaba en una trirreme de César o de Pompeyo. «¿Qué me aconseja?», habría preguntado yo en italiano, que siempre ayuda a caer simpático y ellos lo agradecen bastante. Y el ferroviario impasible, con la misma estoica indiferencia con que despachó billetes a ostrogodos, a normandos, a españoles, a franceses, a austríacos, a alemanes, a norteamericanos y a su puta madre, habría respondido: «Le recomiendo una de las trirremes de Octavio, que tienen más futuro».
8 de septiembre de 2019
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