domingo, 27 de octubre de 2019

“No es no, machirulo”

Me lo cuenta mi amigo Dani, que aún no se ha repuesto de la impresión. Le da un sorbo a la cerveza, me mira con cara de panoli, pasea la vista por el bar y me mira otra vez. Es que todavía no me lo creo, dice. Lo que me pasó la otra noche. Estoy en una discoteca, y en la pista hay una chavala que baila, me sonríe y sigue bailando. Y yo, pues bueno. Lo normal. Me voy acercando a ella, bailoteo por aquí y por allá. Y como me sigue sonriendo y se mueve que da gusto, pues me sitúo a distancia de combate, o sea, a un metro, y nos seguimos el ritmo de puta madre. ¿Comprendes? Y al rato largo, como me sigue sonriendo y las contorsiones son ya de ponerme más caliente que el pico de una plancha, y ella está de espaldas meneándose a medio palmo de mi bisectriz, intento meter cuello, vamos, nada irrespetuoso, un poquito de cara por si se anima al roce. En plan bien y probando. Y entonces la tía aparta de pronto el bullate que me está restregando en plena cebolleta, se da la vuelta, me pega un empujón que me echa cuatro pasos atrás y grita: «¡No es no, machirulo!». Y se va con sus amigas mientras me quedo con cara de idiota. 

Y al llegar a ese punto, a lo de la cara de idiota, Dani le da otro sorbo a la Cruzcampo. A ver si me lo explicas, dice. Que yo no le he faltado a una tía en mi vida, ya me conoces. De qué iba la chavalita. Y como Dani tiene treinta años y yo sesenta y ocho, y hoy me pilla de buenas, me apoyo en la barra y se lo explico. Son daños colaterales, le digo. Reajustes inevitables de un mundo secularmente injusto que, más para bien que para mal, cruje hoy por las costuras. Y a veces se nos va de las manos. Sin embargo, como siempre digo, lo nuevo es lo olvidado. Así que tómalo por su lado bueno, que tiene su pimienta histórica. Su puntito educativo. 

Pues a mí no me educa un carajo, masculla Dani. Entonces lo miro a los ojos, le clavo un dedo en la clavícula y le digo te equivocas, compadre. Ya verás como de ésas no te pasa otra. Porque la próxima vez que te arrimes a una contorsionista que sonría en la discoteca, lo harás sobre seguro. O más que sobre seguro, con la saludable precaución del marino que tiene una costa peligrosa a sotavento; sabiendo que los tiempos han cambiado –aunque como te dije antes nada cambia nunca del todo–, y ese viejo ajuste de cuentas que la mujer tiene pendiente con el hombre, resultado de siglos de ser rehén y víctima suya, tiene ahora nuevos cauces. Nuevos escenarios donde pasar factura. Y toca zampárselos sin pelar. 

Así que no te deprimas, chaval –prosigo–, porque tampoco es eso. Sólo estás pagando peaje. Eres un tío normal, simpático. Buena gente. Te gustan las tías como a ellas los tíos, aunque a ellas (que pueden ser tan torpes o idiotas como tú) la propaganda y la demagogia fácil de estos tiempos también las tenga hechas un lío, trastornadas por la nueva Sección Femenina de la eterna Inquisición oportunista y fanática: esa misma que antes censuraba escotes y longitud de falda con un rosario incrustado en los ovarios, y que ahora, en versión laica pero también disparatada, pone aparte a las gallinas para que no las violen los gallos, prohíbe beber leche de vacas explotadas, equipara sexo con violación y te llama machista, incluso fascista, si te niegas a decir en plan inclusivo les niñes me toquen los cojones y las cojonas. Alentada, claro, por no pocos cantamañanas varones que jalean a las nuevas inquisidoras; la mayoría no porque se lo crea un carajo, sino para congraciarse con ellas, para medrar donde ellas mandan, o creyendo que así van a conseguir más votos, e incluso mojar más, los muy gilipollas. 

Así que, como se decía cuando Alatriste, cuidado que asan carne. Y recuerda, además, que tu masculina simpleza –cuando tú vas, ellas han vuelto veinte veces– está a años luz de cómo les funciona el coco a tus prójimas. Porque no es que la de la discoteca fuese a por ti en concreto. A lo mejor, compañero del metal, es que tu partenaire del bullate móvil estaba esa noche harta de babosos, que abundan, y pensó: al primero que se arrime con babas o sin ellas lo voy a crujir vivo. O igual lo que pasó fue que estaba deseando decirle no es no a alguien y contárselo a sus amigas, no os lo vais a creer, etcétera, antes de colgarlo en Twitter o Facebook o Instagram acompañado de un selfi. Y buscaba un pringao. Uno cualquiera, vamos. Uno de infantería. Y allí apareciste tú haciendo el gamba. En cualquier caso, colega, no lo tomes como algo personal. No te disminuyas, que peor lo tiene Plácido Domingo. Pero siempre que estés ante una mujer, tenga ésta la edad que tenga, recuerda que si miras alrededor y no ves a ningún pringao, es que el pringao eres tú. Y esa noche te tocó serlo. 

27 de octubre de 2019 

domingo, 20 de octubre de 2019

La maldita cola de cigala

La verdad es que no soy gran aficionado a la comida, pero me gusta despacharla a solas: hacerme un plato de pasta en casa, o una tortilla francesa, o lo que sea, y comerlo sin protocolos mientras echo un vistazo al Hola o a los periódicos del día. Sin estar pendiente de nadie. Y eso incluye los restaurantes: sentarte a una mesa tranquila, abrir un libro y comer a tu aire mientras lees El diamante de Moonfleet, por ejemplo. O El prisionero de Zenda, que se acaba de reeditar en una edición estupenda. Incluso, si el sitio y la clientela son adecuados, pedir un aguamanil con una rodaja de limón dentro y unas chuletillas de cordero levemente churruscadas y zampártelas cogiéndolas con los dedos, como debe ser, para disfrutarlas de verdad. Sin protocolos y sin darle conversación a nadie. Comer sin Dios ni amo. 

La excepción es la familia, claro. Y los amigos. Eso es otra cosa, y las comidas con ellos son agradables. Aunque tampoco es bueno abusar de los afectos. Sobre todo cuando, como en mi caso, no eres aficionado a sobremesas largas excepto en casos singulares. Ahí, la ventaja de cuando algunos compadres vienen a cenar a casa (recuérdenme que un día cuente lo de Jabois con la botella de ginebra Plymouth de mi frigorífico, o cómo Antonio Lucas me vacía sin escrúpulos las botellas de vodka Beluga) es que cuando a las dos de la madrugada me entra sueño, hay confianza de sobra para decir «a la calle, cabrones, que os llamo un taxi», y todos, con Edu, Gistau, Raúl, Juan Eslava y las legítimas, cuando vienen, se levantan y se largan sin protestar ni enfadarse. 

Con todo y con eso, lo que no soporto, ni en los amigos, ni en los enemigos, ni en los que me dan lo mismo, es lo de compartir platos. Sobre todo en los restaurantes. Ahí me llevan los diablos. Eso de llegar, sentarnos varios y que cuando se acercan el maître o el camarero alguien proponga «algo en el centro para compartir, ¿no?», me repatea los higadillos. Lo del jamón ibérico o unas gambas tiene su pase, pero alto ahí. Poco más. Del resto, prefiero meter cuchara o tenedor en mi propio plato. Así que cuando alguien sugiere el picoteo común –el pintor de batallas Ferrer Dalmau es muy de eso–, me pongo en plan Scrooge gruñón y digo «yo no comparto nada, lo mío lo pido para mí». Entonces siempre hay alguien que me mira extrañado y pregunta: «¿Y los demás?». A lo que suelo responder: «Los demás podéis iros a hacer puñetas». 

Pero el colmo de los colmos, lo que altera mis sentimientos gastronómicos hasta convertirlos en impulsos homicidas, llega cuando estás sentado a la mesa con más gente y alguien que come a tu lado, hembra o varón, dice esa enorme chorrada de «prueba de lo mío, que está buenísimo», ofreciéndote meter el tenedor en su plato. Y da igual que digas que no con toda cortesía, porque algunos pelmazos insisten en el asunto. «No, en serio, prueba», dicen, e incluso pinchan algo y lo ponen en el borde de tu plato para obligarte a catarlo, te apetezca o no. Sin contar los que, no contentos con eso, y sin que los disuadan tus negativas reiteradas, tu reticencia manifiesta ni tus miradas entre furibundas y criminales, tienen los santos huevos de meter el tenedor en tu plato y pinchar algo. «A ver, déjame ver qué tal está lo tuyo», dicen. Los grandísimos cantamañanas. 

A veces, alguno llega a casos extremos. De entre todas las experiencias penosas que recuerdo sobre ese particular, hay una que sigue royéndome la memoria. Me encontraba en una comida razonablemente formal, con la desgracia de que a mi derecha se hallaba una señora de buenas intenciones pero más pesada y plasta que una novela de Belén Gopegui. Y la señora se empeñaba en que probase las colas de cigala al curry de su plato. «Están maravillosas», decía la prójima. Yo me negaba, defendiendo mi territorio. «No me apetece –le repetía–. Gracias, pero no me apetece». Sin embargo, inasequible al desaliento, ella insistía. Y como al final yo, desesperado, ponía los brazos en torno a mi territorio para protegerlo de su empeño, a la buena mujer no se le ocurrió otra cosa que, con un movimiento rápido, pinchar una de sus cigalas y echármela en el plato por encima del brazo, de manera que al caer en la salsa de mi estofado me salpicó la camisa. «Huy, perdón», dijo la tía. Y acto seguido, con su servilleta, queriendo limpiarme, acabó de restregar las manchas por toda mi pechera mientras yo, paralizado por el asombro, dudaba entre darle un puñetazo a ella –violencia machista, ruina absoluta– o al marido, que estaba sentado enfrente y sonreía bobalicón y aprobador. El muy gilipollas. 

20 de octubre de 2019

domingo, 13 de octubre de 2019

Menos Camboyas, Caperucita

Hay artículos que se escriben en defensa propia, como éste: para alejar, o intentarlo, el zumbido de ciertos enjambres que, aunque no te pican ni estropean la vida, irritan y exasperan. O al menos, cuando no se consigue ponerles límites, para desahogarse uno mismo. Para llamar tontos a los tontos, con sus seis letras exactas, y luego seguir ocupándose de otras cosas. 

Hace tiempo que se repite en las redes sociales y en ciertos medios informativos esta absurda afirmación: Sólo Camboya tiene más fosas comunes que España; refiriéndose, naturalmente, a los enterramientos de la represión franquista durante la Guerra Civil. Y en estos tiempos en que 280 caracteres de Twitter se consideran información completa y contrastada, resulta asombrosa la cantidad de gente que se hace eco y lo repite una y otra vez, sin más contenido ni análisis. Como si fuese una verdad histórica incontestable. 

Así que me van a permitir que también yo opine sobre fosas comunes, porque alguna he visto; y no cuando las vaciaban, sino mientras las llenaban. Por eso sé que las hay de muchas y de pocas personas, y que el número de fosas no importa tanto como lo que tienen dentro. También hay gente a la que matan y queda sin enterrar, y otra que, tras su asesinato, es situada e identificada. Tampoco son lo mismo asesinados que desaparecidos o ejecutados. En España, donde según historiadores solventes el número de víctimas en represión, combates, hambre y enfermedades se situó en algo más de medio millón, hubo unas 150.000 víctimas de las matanzas franquistas y otras 50.000 de las republicanas –esto incluye ajustes de cuentas internos entre comunistas, trotskistas, socialistas y anarquistas–. O sea, que dos de cada cinco muertos de la guerra habrían sido asesinados por rojos o por nacionales. La mayor parte de los asesinados en zona republicana fueron desenterrados por los vencedores; pero se dice que los desaparecidos y enterrados por los franquistas, que aún quedan por encontrar e identificar, son unos 115.000. 

Ésas, con la lógica poca fiabilidad de tales casos, son las cifras del horror español durante los tres años de guerra civil –las ejecuciones posteriores se documentaron con nombres y apellidos–. Y convendrán conmigo, aunque yo sea torpe en matemáticas, que situar a un país con 115.000 supuestos desaparecidos en fosas comunes en segundo lugar detrás de Camboya, donde los jemeres rojos exterminaron a 1.700.000 personas –el 33 por ciento de los hombres y el 15 por ciento de las mujeres– resulta un poco forzado y síntoma de poca memoria o mucha ignorancia; sobre todo si consideramos que, entre 1921 y 1953, la Unión Soviética metió en fosas comunes con toda naturalidad a tres millones de personas, asesinadas directamente, sin contar a las víctimas de las grandes hambrunas, que entre 1932 y 1937 fueron diez millones. Pero si las fosas de Stalin –700.000 rusos y 200.000 polacos por lo menos, entre otros– fueron gigantescas, tampoco quedó atrás un país hoy miembro de la Unión Europea, Alemania, que aparte del holocausto de seis millones de judíos en campos de exterminio y matanzas diversas, horadó de tumbas su suelo y el de Europa, metiendo en ellas a tres millones de prisioneros soviéticos, millón y medio de polacos y diez o doce millones más de víctimas de asesinatos directos. 

Y no acaba ahí la cosa. Porque puestos a situar fosas comunes, calculen cuántas habrá en Turquía y aledaños, donde tuvieron lugar las matanzas de griegos y armenios de principios del siglo pasado. O en China, donde el maoísmo pasó por la picadora a más de 10 millones de personas, y los japoneses, sólo entre 1942 y 1945 y en esa misma China, a otros tres millones. O en las ex colonias alemanas, belgas y británicas de África. O en las fosas comunes de apaches y otros indios en los EE.UU. Y, más cerca ya en el tiempo y el espacio, podemos también echar un vistazo a la ex Yugoslavia, donde hace sólo 25 años fueron asesinados y enterrados en fosas comunes 200.000 musulmanes bosnios, a buena parte de los cuales aún están buscando. O intentar el imposible cálculo de cuántas de tales fosas habrá dejado el yihadismo islámico en Iraq y Siria en los últimos años. Por ejemplo. 

Así que se lo ruego a quien corresponda: hágame el favor. No ofenda la historia ni la inteligencia del prójimo. No vuelva a decir, se lo suplico, que España es el país con más fosas comunes después de Camboya, etcétera. Tenemos demasiadas, en efecto. Nadie lo niega. Pero, evíteme, como decía Chiquito de la Calzada, el natural impulso de decirle a usted trigo por no llamarlo Rodrigo. Pedazo de idiota. 

13 de octubre de 2019 

domingo, 6 de octubre de 2019

Amenábar, en el club de los fusilables

Hace unos días vi Mientras dure la guerra, la película de Alejandro Amenábar sobre Miguel de Unamuno y la Salamanca de 1936. Y debo decir que me gustó mucho, sobre todo porque me parece un intento irreprochablemente honrado de ser ecuánime al abordar un asunto como ése. No digo equidistante, ojo, pues Amenábar sabe muy bien dónde están él y cada cual, sino ecuánime: palabra que define a quien tiene, o procura tener, imparcialidad de juicio. A la hora de teclear esta página la película aún no está en salas comerciales, y no sé cómo será recibida. Me temo que no dejará satisfechos, ya que de Unamuno hablamos, a los hunos ni a los hotros. La noble y benéfica influencia de Manuel Chaves Nogales (ese prólogo de A sangre y fuego que debería estudiarse en los colegios) sitúa el relato por encima de las convenciones habituales del género. O, por decirlo en plan chavesnogalesco, hace ingresar a Alejandro Amenábar, con todos los honores, en el club de los españoles perfectamente fusilables por un bando y por el otro. 

Después de ver la película, pasando revista a lo que de cine sobre la Guerra Civil conoce uno, me quedé pensando en lo mucho que el tiempo cambia las cosas: Raza, El santuario no se rinde, Sin novedad en el Alcázar –italiana pero en sintonía con el ambiente de la época– y algunas otras encajan en un cine franquista, maniqueo, donde el combatiente nacional solía ser guapo, honrado y elegante, y sus adversarios rojos, groseros, sucios, desalmados y criminales. Excepto en una obra maestra –maldita para el Régimen– como la extraordinaria Rojo y negro de Carlos Arévalo, todas esas películas pintaban con trazo grueso; y los únicos límites consistían en que, al tratarse de algo que los espectadores conocían por haberlo vivido, ciertos detalles eran imposibles de falsear o manipular. 

Hoy, aunque no falta quien parece lamentarlo, estamos lejos de todo aquello. Y quizá precisamente por eso, con la excepción de Amenábar y de algún otro director solvente, el cine sobre la Guerra Civil y el primer franquismo incurre en los mismos vicios que el de entonces, sólo que con un punto de vista opuesto. Desde hace ya décadas, los varones republicanos en el cine y la televisión casi siempre son intelectuales educados o proletarios de nobles sentimientos, valientes, guapos o agradables, afeitados o con barba de tres días, de habla grave y mesurada, mientras que los nacionales, casi todos con bigote y peinados con gomina, incapaces de articular un razonamiento inteligente, hablan a gritos y se pasan el día diciendo Viva España. Lo que precisamente, dicho sea de paso, hace tan singular y formidable la interpretación llena de matices del general Millán Astray que logra el gran Eduard Fernández en la película de Amenábar. 

Pero es que, además, la injustificable ignorancia de algunos directores, guionistas y directores artísticos o de vestuario sobre nuestra Guerra Civil suele empeorar las cosas: actores con el pelo increíblemente largo para la época, a los que sientan la gorra y el uniforme como una patada en los huevos; guardias civiles que en el año 40 se llamaban Jordi y Aitor; ropa limpia recién planchada en vez de caqui arrugado o monos azules; botas en lugar de alpargatas; curas sudorosos que bendicen a pelotones de fusilamiento mientras que nunca se alude a los miles de religiosos ejecutados por los otros… Entre los falangistas y carlistas hay cuadrillas de asesinos, naturalmente, como así fue en la realidad; pero raro es que se muestre a milicianos rojos de retaguardia dándole el paseo a nadie, o matándose entre ellos cuando comunistas, trotskistas y anarquistas ajustaban cuentas. Por no hablar de la palabra cheka, que parece proscrita del cine como si esas cárceles y centros de tortura republicanos no hubieran existido jamás. En cuanto a las mujeres, las fieles a la República suelen ser sobrias, sensatas y hablan con grave conciencia de clase; mientras que las del otro lado son aristócratas o burguesas enjoyadas, frívolas, piadosas y tratan mal a las sirvientas. Y tampoco perdamos de vista a esas milicianas politizadas y heroicas, siempre fusil al hombro, siempre dispuestas a combatir en las trincheras y en las calles, siempre respetadísimas y valoradísimas por los compañeros de lucha. Tanto, que le hacen lamentar a uno que su madre o su abuela, incluso su hermana o su propia hija, no fueran una de ellas. 

Amenábar, como digo. Créanme. Lo ha intentado con mucha dignidad y mucho atrevimiento. Su Unamuno ambiguo, contradictorio, asustado por rojos y nacionales, desbordado por la tragedia –extraordinario Karra Elejalde– merece que le echen un vistazo. Y después, como debe ser, que cada cual saque sus propias conclusiones. 

6 de octubre de 2019