El caso que les cuento es real como la vida misma —la vida española misma, maticemos— y sale en los periódicos: madre condenada a cuarenta y cinco días de cárcel y a un año de alejamiento de su hijo de doce años, porque hace dos, en el curso de una refriega doméstica, le dio una colleja al enano, con tan mala suerte que éste se dio contra el lavabo y sangró por la nariz. Y claro. En este faro ético de Occidente en que se ha convertido la España donde algunos moramos, tan salvaje agresión doméstica no podía quedar sin castigo. El hecho de que hayan pasado dos años desde entonces, y de que el menor fuese un poquito gamberro y desobediente, se negara a hacer los deberes y acabara de tirar a su madre una zapatilla, corriendo a encerrarse a continuación en el cuarto de baño, de donde no quería salir, no fue considerado atenuante por la dura Lex sed Lex. Tampoco se tuvo en cuenta que se trataba de un incidente aislado, y no de malos tratos habituales; ni el hecho obvio de que, con las leyes españolas, en un pueblo pequeño como es el de esa familia, una orden de alejamiento supone que uno de los dos, madre o hijo, debe hacer las maletas y largarse del pueblo.
Pero no importa, oigan. Estoy con la juez implacable que entendió el asunto: no hay atenuante que valga. Es más: tengo la certeza moral de que a ustedes, como a mí —siempre de parte de la ley y el orden, por supuesto—, la de esta cruel madre torturadora les parece sentencia justa y ejemplar. Como bien ha argumentado no sé qué asociación de derechos infantiles, “a los niños no se les pega en ninguna circunstancia, ni flojito”. Y punto. Así de simple. Y menos en estos tiempos, cuando tan fácil es sentarse a dialogar con ellos a cualquier edad y afearles su conducta con argumentos de peso intelectual. A ver qué le habría costado a esa madre —la llamo madre por llamarla de algún modo— pagar a un cerrajero para que abriese la puerta del cuarto de baño y después, mirando muy fijamente a su hijo de diez años a los ojos, decirle: “Hijo mío, ya dijeron Sócrates y San Agustín que a las madres no se les tiran zapatillas. De seguir así, el día de mañana la sociedad te expulsará de su seno. Así que tú mismo. Atente a las consecuencias”.
En mi opinión, la Justicia española se queda corta. Una madre capaz de perder el control de esa manera brutal e inexplicable debería ser castigada con más contundencia. Y no con una pena mayor, como solicitaba la fiscalía —la juez fue clemente, después de todo, quizás por solidaridad de género y génera—, sino con medidas drásticas e implacables. Porque, so pretexto de no haber antecedentes penales ni constancia de malos tratos anteriores, la madre se ha ido de rositas. Asquerosamente impune, o casi. Y si de mí dependiera, esa delincuente sin escrúpulos ni conciencia habría ingresado inmediatamente en prisión para comerse cinco años de talego, por lo menos. O más. Y cuando saliera, le calzaría una pulsera con Gepeese y una orden de alejamiento, no del hijo y de su pueblo, sino de España. Al puto exilio. Por perra. Y por supuesto, le retiraría la custodia del niño y se lo daría a alguna familia modélica, como por ejemplo a algún político o banquero. Para que aprenda.
Pero no hay mal que por bien no venga, oigan. Todo esto me ha dado una idea. De pequeño me sacudieron las mías y las del pulpo; y ya va siendo hora, creo, de que los culpables de aquel infierno paguen lo que hicieron. Yo también exijo justicia. Mi padre, sin ir más lejos, me dio una vez cuatro bofetadas que hoy le habrían costado, por lo menos, un destierro a Ceuta. Y mi madre, hasta que tuve edad suficiente para inmovilizarla con hábiles llaves de judo, no vean como nos puso con la zapatilla, durante años atroces, a mi hermano y a mí. Guapos, nos puso. Por no hablar de los Maristas de Cartagena, España, donde el hermano Severiano nos torturaba bestialmente dándonos capones en clase, y donde el Poteras —a quien Dios haya perdonado—, cada vez que le pegábamos fuego a una papelera o escribíamos El Poteras es un cabrón en la pizarra, nos aplicaba la intolerable violencia de endiñarnos con el puntero y la chasca sin respeto por nuestros derechos humanos. Y claro. Así ha salido mi generación, perdida. De trauma en trauma. Por eso va siendo hora de que los culpables rindan cuentas a la Justicia. Memoria histórica para todos. Barra libre. Así que voy a pedirle al juez Garzón que abra una causa general que los ponga firmes a todos. Que encierre en la cárcel a los que sigan vivos, que alguno queda —tiembla, Severiano—, y desentierre a los otros para escupir sobre sus huesos. A mi padre, por ejemplo, ya no lo pillan vivo. Lástima. Pero mi madre sigue ahí, tan campante. Sus ochenta y cuatro años no tienen por qué ponerla a salvo de su cruel bestialidad de antaño. En esta España, líder moral de Occidente, como digo, lo de la zapatilla no puede quedar impune. O sea. Más vale tarde que nunca.
28 de diciembre de 2008