domingo, 28 de diciembre de 2008

Esas madres perversas y crueles

El caso que les cuento es real como la vida misma —la vida española misma, maticemos— y sale en los periódicos: madre condenada a cuarenta y cinco días de cárcel y a un año de alejamiento de su hijo de doce años, porque hace dos, en el curso de una refriega doméstica, le dio una colleja al enano, con tan mala suerte que éste se dio contra el lavabo y sangró por la nariz. Y claro. En este faro ético de Occidente en que se ha convertido la España donde algunos moramos, tan salvaje agresión doméstica no podía quedar sin castigo. El hecho de que hayan pasado dos años desde entonces, y de que el menor fuese un poquito gamberro y desobediente, se negara a hacer los deberes y acabara de tirar a su madre una zapatilla, corriendo a encerrarse a continuación en el cuarto de baño, de donde no quería salir, no fue considerado atenuante por la dura Lex sed Lex. Tampoco se tuvo en cuenta que se trataba de un incidente aislado, y no de malos tratos habituales; ni el hecho obvio de que, con las leyes españolas, en un pueblo pequeño como es el de esa familia, una orden de alejamiento supone que uno de los dos, madre o hijo, debe hacer las maletas y largarse del pueblo. 

Pero no importa, oigan. Estoy con la juez implacable que entendió el asunto: no hay atenuante que valga. Es más: tengo la certeza moral de que a ustedes, como a mí —siempre de parte de la ley y el orden, por supuesto—, la de esta cruel madre torturadora les parece sentencia justa y ejemplar. Como bien ha argumentado no sé qué asociación de derechos infantiles, “a los niños no se les pega en ninguna circunstancia, ni flojito”. Y punto. Así de simple. Y menos en estos tiempos, cuando tan fácil es sentarse a dialogar con ellos a cualquier edad y afearles su conducta con argumentos de peso intelectual. A ver qué le habría costado a esa madre —la llamo madre por llamarla de algún modo— pagar a un cerrajero para que abriese la puerta del cuarto de baño y después, mirando muy fijamente a su hijo de diez años a los ojos, decirle: “Hijo mío, ya dijeron Sócrates y San Agustín que a las madres no se les tiran zapatillas. De seguir así, el día de mañana la sociedad te expulsará de su seno. Así que tú mismo. Atente a las consecuencias”

En mi opinión, la Justicia española se queda corta. Una madre capaz de perder el control de esa manera brutal e inexplicable debería ser castigada con más contundencia. Y no con una pena mayor, como solicitaba la fiscalía —la juez fue clemente, después de todo, quizás por solidaridad de género y génera—, sino con medidas drásticas e implacables. Porque, so pretexto de no haber antecedentes penales ni constancia de malos tratos anteriores, la madre se ha ido de rositas. Asquerosamente impune, o casi. Y si de mí dependiera, esa delincuente sin escrúpulos ni conciencia habría ingresado inmediatamente en prisión para comerse cinco años de talego, por lo menos. O más. Y cuando saliera, le calzaría una pulsera con Gepeese y una orden de alejamiento, no del hijo y de su pueblo, sino de España. Al puto exilio. Por perra. Y por supuesto, le retiraría la custodia del niño y se lo daría a alguna familia modélica, como por ejemplo a algún político o banquero. Para que aprenda. 

Pero no hay mal que por bien no venga, oigan. Todo esto me ha dado una idea. De pequeño me sacudieron las mías y las del pulpo; y ya va siendo hora, creo, de que los culpables de aquel infierno paguen lo que hicieron. Yo también exijo justicia. Mi padre, sin ir más lejos, me dio una vez cuatro bofetadas que hoy le habrían costado, por lo menos, un destierro a Ceuta. Y mi madre, hasta que tuve edad suficiente para inmovilizarla con hábiles llaves de judo, no vean como nos puso con la zapatilla, durante años atroces, a mi hermano y a mí. Guapos, nos puso. Por no hablar de los Maristas de Cartagena, España, donde el hermano Severiano nos torturaba bestialmente dándonos capones en clase, y donde el Poteras —a quien Dios haya perdonado—, cada vez que le pegábamos fuego a una papelera o escribíamos El Poteras es un cabrón en la pizarra, nos aplicaba la intolerable violencia de endiñarnos con el puntero y la chasca sin respeto por nuestros derechos humanos. Y claro. Así ha salido mi generación, perdida. De trauma en trauma. Por eso va siendo hora de que los culpables rindan cuentas a la Justicia. Memoria histórica para todos. Barra libre. Así que voy a pedirle al juez Garzón que abra una causa general que los ponga firmes a todos. Que encierre en la cárcel a los que sigan vivos, que alguno queda —tiembla, Severiano—, y desentierre a los otros para escupir sobre sus huesos. A mi padre, por ejemplo, ya no lo pillan vivo. Lástima. Pero mi madre sigue ahí, tan campante. Sus ochenta y cuatro años no tienen por qué ponerla a salvo de su cruel bestialidad de antaño. En esta España, líder moral de Occidente, como digo, lo de la zapatilla no puede quedar impune. O sea. Más vale tarde que nunca. 

28 de diciembre de 2008 

domingo, 21 de diciembre de 2008

Un combate perdido

No es preciso recorrer campos de batalla. Hay combates callados, insignificantes en apariencia, que marcan como la más dramática experiencia. El episodio que quiero contarles hoy no está en los libros de Historia. Es humilde. Doméstico. Pero trata de un combate perdido y de la melancolía singular que deja, como rastro, cualquier aventura lúcida. Empieza en el césped de un jardín, cuando el protagonista de esta historia encuentra, junto a su casa, un polluelo de gorrión. Ya tiene plumas pero aún no puede volar. Lo intenta desesperadamente, dando saltos en el suelo. Observándolo, Jesús -lo llamaremos Jesús, por llamarlo de alguna forma- se esfuerza en recordar lo poquísimo que conoce de pájaros: si los padres tienen alguna posibilidad de salvar al polluelo y si éste acabará por remontar el vuelo, de regreso al nido. La Naturaleza es sabia, se dice, pero también cruel. Cualquiera sabe que muchos pajarillos jóvenes y torpes caen de los nidos y mueren. 

Un detalle importante: a Jesús lo acompaña su perro. El fiel cánido está allí, mirando al polluelo con las orejas tiesas, la cabeza ladeada y una mirada de intensa curiosidad. Como todos los que tienen perro y saben tenerlo, Jesús no puede permanecer impasible ante la suerte de un animal desvalido. Tampoco puede irse por las buenas, dejando a aquella diminuta criatura saltando desesperada de un lado a otro. No, desde luego, después de haber visto crecer al perro, de leer en su mirada tanta lealtad e inteligencia. No después de haber comprendido, gracias a esos ojos oscuros y esa trufa húmeda, que cada ser vivo ama, sufre y llora a su manera. Así que Jesús busca entre los árboles, mirando hacia arriba por si encuentra el nido y puede subir hasta él con el polluelo. Pronto comprende que no hay nada que hacer. Pero la idea de dejarlo allí, a merced de un gato hambriento, no le gusta. Así que lo coge, al fin, arropándolo en el bolsillo del chaquetón. Y se lo lleva. 

En casa, lo mejor que puede, con una caja de cartón y retales de manta vieja, Jesús le hace al polluelo un nido en la terraza que da al jardín. Y al poco rato, de una forma que parece milagrosa, los padres del pajarito revolotean por allí, haciendo viajes para darle de comer. Todo parece resuelto; pero otros pájaros más grandes, negros, siniestros, con intenciones distintas, empiezan también a merodear cerca. No hay más remedio que cubrir el nido con una rejilla protectora, pero eso impide a los padres alimentar al gorrioncito. Jesús sale a la calle, va a una tienda de mascotas, compra una papilla especial para polluelos e intenta alimentarlo por su cuenta; pero el animalillo asustado, temblando, trata de huir y pía para llamar a los suyos, rechazando el alimento. Eso parte el alma. 

Jesús, impotente, comprende que de esa manera el polluelo está condenado. Al fin decide buscar en Internet, y para su sorpresa descubre que hay foros específicos con cientos de consejos de personas enfrentadas a situaciones semejantes. Siguiéndolos, Jesús da calor al polluelo entre las manos mientras le administra la papilla gota a gota, con una jeringuilla; hasta que, extenuado por el miedo y la debilidad, el gorrioncito se queda dormido entre los retales de manta. Quizás al día siguiente ya pueda volar. De vez en cuando, tal como ha leído que debe hacer, Jesús se acerca con cautela y silba bajito y suave, para que el animalito se familiarice con él. Hasta que al fin, a la cuarta o quinta vez, éste pía y abre los ojillos, con una mirada que pone un nudo en la garganta. Una mirada que traspasa. Jesús no sabe qué grado de conciencia real puede tener un pajarito diminuto; sin embargo, lo que lee en esa mirada -tristeza, miedo, indefensión- le recuerda a su perro cuando era un cachorrillo, las noches de lloriqueo asustado, buscando el abrazo y el calor del amo. También le trae recuerdos vagos de sí mismo. Del niño que fue alguna vez, en otro tiempo. De las manos que le dieron calor y de las aves negras que siempre rondan cerca, listas para devorar. 

Por la mañana, el gorrioncito ha muerto. Jesús contempla el cuerpecillo mientras se pregunta en qué se equivocó, y también para qué diablos sirven tres mil años de supuesta civilización que no lo prepara a uno, de forma adecuada, para una situación sencilla como ésta. Tan común y natural. Para la rutinaria desgracia, agonía y muerte de un humilde polluelo de gorrión, en un mundo donde las reglas implacables de la Naturaleza arrasan ciudades, barren orillas, hunden barcos, derriban aviones, trituran cada día, indiferentes, a miles de seres humanos. Entonces Jesús se pone a llorar sin consuelo, como una criatura. A sus años. Llora por el pajarillo, por el perro, por sí mismo. Por el polluelo de gorrión que alguna vez fue. O que todos fuimos. Por el lugar frío y peligroso donde, tarde o temprano, quedamos desamparados al caer del nido. 

21 de diciembre de 2008 

domingo, 14 de diciembre de 2008

Lo que debe saber un terrorista

Oído al parche, terrorista. O terroristo. A ti te lo digo, sí. Quítate un momento la capucha o la kufiya, tío. Lo que lleves puesto. Deja el cuchillo de degollar infieles, el Corán sin notas a pie de página, el teléfono móvil conectado a la mochila bomba, la pistola del tiro en la nuca, el coche trampa y las mentecatas obras completas de Sabino Arana que, encima, analfabeto como eres -hasta las cartas de extorsión las escribes con faltas de ortografía, colega-, no has abierto en tu vida. Deja todo eso un momento y atiende. Tengo unos bonitos consejos para regalarte por la patilla, a fin de que puedas ser un terrorista eficaz y prudente, de los que nunca caen en manos de la policía. En un país serio, esto me llevaría delante de un juez: colaboración con banda armada, apología del terrorismo o qué sé yo. Cualquier cosa lógica. Pero estamos en España, oyes. Nada de lo que voy a decir es cosa mía, sino tomado de los periódicos después de que altos responsables policiales larguen en la prensa con pelos y señales. Es de dominio público, vamos. Al alcance de cualquiera. Así que tú mismo, tronqui. Lee y aprende, porque parece mentira. No os enteráis. Los periódicos llevan años contándolo, y vosotros seguís dejándoos coger como capullos en flor. 

Para empezar, ¿sabes por qué palmó Cheroqui, o Txeroki, o como se escriba? Entre otras cosas, porque los etarras usan cibercafés para comunicarse, y las fuerzas represoras del Estado fascista vigilan esos sitios. Por si no habías caído en la cuenta, lo señaló el ministro del Interior el otro día. Cibercafés, dijo. Con todas sus letras. Y la policía no es tonta. Ya sé que el nivel intelectual de los gudaris ha bajado mucho, y que los liberados, los legales, los kaleborroka y otros heroicos luchadores vascos y vascas seguirán acudiendo a esos sitios cual pardillos, a ponerse correos electrónicos como locos. Quien no da más de sí, no da más de sí. Pero en fin, tío. Por el ministro, que no quede. El que avisa, no es traidor. 

Otro detalle, pringao: que no se te ocurra más, en tu terrorista y puta vida, llevar encima ordenador portátil ni lápiz de memoria con datos de la peña. ¿Vale? Tampoco robar un coche nuevo y ponerle una matrícula vieja: un Peugeot 207 con letras ZL canta la Traviata. Así que elige otras letras, porque si no te van a pillar seguro, como explicó amablemente el jefe de los txakurras a cuanto periodista se interesó por el detalle. Porque una cosa es el secreto policial y otra la transparencia informativa habitual en una democracia madura y diáfana como la nuestra. Ojito con eso. Ya sé que contar minuciosamente cómo y por qué se ha trincado a un terrorista es forma segura de alertar a otros para que no cometan el mismo error, pero qué se le va a hacer. Las policías extranjeras alucinan en colores con lo nuestro, pero aquí nos encogemos de hombros. No passssa nada, coleguis. Cuando se es referente moral y reserva ética de Occidente, como es el caso de España, nobleza obliga. 

Podría contarte un montón de cosas más, terrorista de mis carnes. De este y otros episodios. De etarras patosos y de islamistas chapuceros. Explicarte por lo menudo cómo se los detecta, sigue, vigila y detiene mediante tal o cual instrumento, o porque cometen determinado error. Advertirte sobre cómo debes revisar los bajos de tu coche y localizar la chicharra que le pusieron, eludir el equipo direccional de sonido que graba tus propósitos, evitar aquella autopista porque tiene videovigilancia, no registrarte nunca con tu chica o chico en hoteles así o asá, olvidar tal cafetería, restaurante, carnicería islámica, bar, piso o sucursal bancaria. Pero no me necesitas. Tú mismo podrías, leyendo tres o cuatro periódicos, establecer la identidad del confite que se berreó a la madera sobre tu colega Gorka, o Edurne, o Mohamed, o Manolo. Porque ésa es otra. Hasta las identidades de infiltrados y chivatos salen a relucir, a veces con familia y domicilio incluidos, en este país donde acogerse a la condición de testigo protegido -y no digamos testigo a secas- es jugar a la ruleta rusa con seis balas en el tambor. Como para que colabore la Niña de la Venta. Aquí te venden a cambio de un minuto de telediario, y no sería la primera vez que confidentes o infiltrados tienen que abrirse a toda leche porque una llamada telefónica les advierte que, en media hora, el ministerio del Interior, el portavoz tal o cual, van a detallar ante la prensa hasta la talla de faja que usa la madre que los parió. 

Resumiendo, chaval. En este país de cantamañanas no necesitas un manual titulado Lo que no debe hacer el perfecto terrorista. Basta con leer los periódicos. Pero, claro. Aquí la prensa tiene derecho a saber. Los ciudadanos tienen derecho a saber. Incluso los terroristas -ya te digo que España no es opaca, autoritaria y poco democrática como Gran Bretaña, Alemania o Francia- tienen derecho a saber. En consecuencia, saben. Y aun así, los trincan. Calcula el nivel, Maribel. 

14 de diciembre de 2008 

domingo, 7 de diciembre de 2008

Nuestro vecino del quinto

Lo ha sido todo. Fue Castrillo, alelado contable de Atraco a las tres, y entrañable Paco el Bajo en Los santos inocentes, y malhumoradísimo amigo del protagonista en Ninette y un señor de Murcia, y duro detective privado Germán Areta en El Crack. Fue, entre docenas de personajes, monje, sargento republicano, pícaro del Siglo de Oro, vampiro, gángster, vaquero, mayordomo, compañero de Don Quijote, maestro de escuela, gasolinero, recluta con y sin niño, bandido forestal y mariquita ful. Eso, por citar algo. Ha tocado todos los registros de la interpretación. Su vida es la historia de medio intenso siglo de teatro y cine español. Y su rostro y su voz, sus ingenuidades y cabreos carpetovetónicos, encarnaron en la pantalla, como nadie, el rostro y la voz del español de infantería: lo cutre y lo sublime, lo casposo y lo conmovedor, lo cómico y lo heroico. 

Alfredo Landa, entre otras muchas cosas, es el único caso en la historia del cine mundial en que un actor da su nombre a un género cinematográfico: el landismo. Un cine, ése, pésimo en cuanto a virtudes formales pero fascinante como documento sociológico, que define con involuntario rigor documental cierto tiempo que aquí nos tocó vivir. Y aun así, hasta en los más infames subproductos de ese momento concreto -«Había que comer», dice Alfredo, filosófico y profesional-, brilla siempre, por encima de todo, su inmenso talento como actor. Hay que irse a Italia, con Alberto Sordi, o a Francia con el muy inferior Louis de Funes, para encontrar fenómenos semejantes. Con la diferencia, en el caso de Funes, de que éste era un actor exclusivamente cómico, de un solo registro caricaturesco, mientras que Alfredo Landa cocinó siempre, con idéntica solvencia, lo mismo un cocido que un estofado. Por eso aludo a Alberto Sordi como pariente más cercano. Alfredo lo mismo hace llorar de risa obligándole a comer, navaja en mano, un pollo crudo a José Sacristán, que pone un nudo en la garganta cojeando junto al señorito Juan Diego, o te acojona diciéndole en voz baja a José Manuel Cervino, sin descomponer el gesto, «Bareta, deja el mechero o te vuelo los huevos». 

Y lo quieren. El suyo es uno de los pocos casos -casi inexplicable, todo hay que decirlo- en los que España no se ha mostrado mezquina o infame con los grandes. La gente lo aprecia y se lo demuestra a diario, por la calle. Lo he visto. Ése es su premio, me dijo una vez. El de tantos años de trabajo, intentando siempre hacer las cosas, tocase lo que tocase, lo mejor posible. Ahora, Marcos Ordóñez ha escrito su vida, y yo tecleo esta página para contárselo a ustedes, porque en cierto modo me siento un poco partícipe de ello. Alfredo lo ha hecho todo, lo tiene todo y no necesita más que sentarse con los amigos y charlar de lo mucho que sabe y lo mucho que la vida le ha metido en las alforjas. Y una noche que cenábamos juntos le dije: oye, venerable, es una lástima que todo eso, tu experiencia, esa historia viva del teatro y el cine español, desaparezca contigo cuando hagas mutis final, sin que los demás podamos gozar de ella en detalle. Metiéndonos en la trastienda. Podrías escribir tu vida, le dije. Y publicarla. «Vete a tomar por saco», me dijo, con esa delicadeza que reserva para los amigos. Pero luego lo pensó despacio. Y lo hizo. Contó su vida al hombre adecuado: Marcos Ordóñez. Al enterarme, supe que todo saldría bien. Yo no conocía a Ordóñez más que de haberlo llamado un vez por teléfono para decirle que acababa de leer una biografía suya de Ava Gardner, Beberse la vida, y que éste era una de los mejores libros de ese género que había leído nunca. Perfecto como una gran película, le dije. Apasionante como una gran novela. De modo que, al saber que aceptaba intervenir en el asunto, sonreí y respiré tranquilo. Alfredo estaba en las mejores manos del mundo. 

Ahora, un año después, tengo el libro sobre la mesa, junto al teclado del ordenador. Se titula Alfredo el Grande: 368 páginas que me he calzado a gusto, disfrutándolas como un gorrino en un maizal. Horas de lectura gozosa e instructiva, porque también es la novela de una vida cuyo discurrir está vinculado, escenario a escenario, película a película, a nuestra reciente Historia. En cuanto a Alfredo, nada más adecuado para situar su vida y su obra, su genio de actor extraordinario, que la cita de David Mamet a la que Marcos Ordóñez recurre como revelador epígrafe del libro y el protagonista: «Las mejores interpretaciones raramente son reconocidas, porque no atraen la atención hacia su excelencia. Como cualquier heroísmo real, son sencillas y sin pretensiones, y parecen brotar de una manera natural e inevitable. Están tan fusionadas con el actor, que demasiada gente tiende a pensar que no tiene nada que ver con el arte»

Así que ya lo saben, señoras y señores. Con todos ustedes, Alfredo Landa. El grande. Asómbrense después de haber reído. 

7 de diciembre de 2008

domingo, 30 de noviembre de 2008

Sobre mochilas y supervivencia

Dentro del plan general de protección civil, el ayuntamiento de Madrid recomienda tener preparada una mochila de supervivencia a la que recurrir en caso de catástrofe: una especie de equipo familiar con medicamentos, documentación, teléfono, radio, agua, botiquín y demás elementos que permitan tomar las de Villadiego. Y la idea parece razonable. Por lo general nos acordamos de Santa Bárbara sólo cuando truena; y entonces, con las prisas y la improvisación, salimos en los telediarios de cuerpo presente y con cara de panoli, como si el último pensamiento hubiera sido: «A mí no puede ocurrirme esto». Y la verdad es que nunca se sabe. Yo, por lo menos, no lo sé. La prueba es que a los cincuenta y siete tacos sigo yendo por la vida -aunque a veces sea con Javier Marías y de corbata, expuesto a la justa cólera antifascista- con el antiguo reflejo automático de mi mochililla colgada al hombro, y en ella lo imprescindible para instalarme en cualquier sitio: una caja de Actrón, cargador del móvil, libros, gafas para leer, kleenex, jabón líquido, una navajilla multiuso, lápices, una libreta de apuntes pequeña y cosas así. 

Al hilo de esto, se me ocurre que tampoco estaría mal disponer de una mochila para evacuación rápida nacional, siendo español. Algo con lo que poder abrirse de aquí a toda leche, como el Correcaminos. Mic, mic. Zuaaaaas. A fin de cuentas, si de sobrevivir a emergencias se trata, los españoles vivimos en emergencia continua desde los tiempos de Indíbil y Mandonio. La mejor prueba de lo que digo es que algunos de los lectores potenciales de esta página no tienen ni puta idea de quiénes fueron Indíbil y Mandonio. Y no me vengan con que soy un cenizo y un cabrón, y que lo de la mochila es paranoia. Hagan memoria, queridos amigos del planeta azul. La historia de España está llena de momentos en que el personal tuvo que poner pies en polvorosa sin tiempo de hacer las maletas. Con lo puesto. Eso, los que tuvieron la suerte de poder salir, y no se vieron churrasqueados en autos de fe, picando piedra en algún Valle de los Caídos o abonando amapolas junto a la tapia del cementerio. 

De manera que, inspirado por la iniciativa de Ruiz-Gallardón, convencido como estoy de que un pesimista sólo es un optimista razonablemente informado, he decidido aviarme un equipo de supervivencia español marca Acme, que valga tanto para salir de naja en línea recta hacia la frontera más próxima como para quedarme y soportar estoicamente lo que venga. Que viene suave. Para eso necesito una mochila grande, porque a mi edad hay ciertas necesidades. Pero más vale mochila grande que discurso de ministro, como dijo -si es que lo dijo, cosa que ignoro en absoluto- Francisco de Quevedo. 

Cada cual, supongo, sobrevive como puede. Mi equipo de emergencia -Ad utrumque paratus, decía mi profesor don Antonio Gil- incluye un ejemplar del Quijote, que para cualquier español medianamente lúcido es consuelo analgésico imprescindible. También hay unas pastillas antináusea que impiden echar la pota cuando te cruzas en la calle con un político o un megalíder sindical, y una pomada antialérgica -buenísima, dice mi farmacéutica- para uso tópico en miembros y miembras cuando las estupideces de feminazis analfabetas producen picores y sarpullidos. También tengo un inhibidor de frecuencias japonés, cojonudo, que impide sintonizar cualquier clase de tertulia política radiofónica o televisiva, un cedé de Joaquín Sabina y media docena de chistes contados por Chiquito de la Calzada, una foto de Ava Gardner, otra de Kim Novak, los deuvedés de Río Bravo, Los duelistas, Perdición y El hombre tranquilo, la colección completa de Tintín, una resma de folios Galgo -o podenco, me da igual- y una máquina de escribir Olivetti de las de toda la vida, que siga funcionando cuando algún gángster amigo de Putin compre Endesa, o toda la red eléctrica, tan antinucleares nosotros, se vaya a tomar por saco. Por si la supervivencia incluye poner tierra de por medio, también tengo una lista de librerías de Lisboa, Roma, París, Londres, Florencia y Nueva York, el número de teléfono de Mónica Bellucci, un jamón ibérico de pata negra y una bota Las Tres Zetas llena hasta el pitorro, una bufanda para poder sentarme en las mesas de afuera de los cafés de París, los documentos de Waterloo de mi tatarabuelo bonapartista, su medalla de Santa Helena y las que me han dado a mí los gabachos, a ver si juntándolo todo consigo convencer a Sarkozy y me nacionalizo francés. De paso, con el pasaporte y la American Express, meteré en la mochila una escopeta de cañones recortados, un listín de direcciones de fulanos con coche oficial y una caja de tarjetas de visita hechas con posta lobera. Sería indecoroso irme tan lejos sin dar las gracias. Compréndanlo. Por los servicios prestados. 

30 de noviembre de 2008 

domingo, 23 de noviembre de 2008

Nostalgia del AK-47

Ayer estuve limpiando el Kalashnikov. No porque tenga intención de presentarme en algún despacho municipal, nacional, central o periférico, preguntar por los que mandan y decir hola, buenas, ratatatatá, repártanse estas bellotas. No siempre las ganas implican intención. El motivo de emplearme a fondo con el Tres en Uno y el paño de frotar es más pacífico y prosaico: lo limpio de vez en cuando, para que no se oxide. 

No me gustan las armas de fuego. Lo mío son los sables. Pero el Kalashnikov es diferente. Durante dos décadas lo encontré por todas partes, como cualquier reportero de mi generación: Alfonso Rojo, Márquez y gente así. Era parte del paisaje. De modo que, una vez jubilado de la guerra y el pifostio, compré uno por aquello de la nostalgia, lo llevé a Picolandia para que lo legalizaran e inutilizaran, y en mi casa está, entre libros, apoyado en un rincón. Cuando me aburro lo monto y desmonto a oscuras, como me enseñó mi compadre Boldai Tesfamicael en Eritrea, año 77. Me río a solas, con los ojos cerrados y las piezas desparramadas sobre la alfombra, jugando con escopetas a mis años. Clic, clac. La verdad es que montarlo y desmontarlo a ciegas es como ir en bici: no se olvida, y todavía me sale de puta madre. Si un día agoto la inspiración novelesca, puedo ganarme la vida adiestrando a los de la ONCE. Que tomen nota, por si acaso. Tal como viene el futuro, quizás resulte útil. 

El caso es que estaba limpiando el chisme. Y mientras admiraba su diseño siniestro, bellísimo de puro feo, me convencí una vez más de que el icono del siglo que hace ocho años dejamos atrás no es la cocacola, ni el Che, ni la foto del miliciano de Capa -chunga, aunque la juren auténtica-, ni la aspirina Bayer, ni el Guernica. El icono absoluto es el fusil de asalto Kalashnikov. En 1993 escribí aquí un artículo hablando de eso: de cómo esa arma barata y eficaz se convirtió en símbolo de libertad y de esperanza para los parias de la tierra; para quienes creían que sólo hay una forma de cambiar el mundo: pegándole fuego de punta a punta. En aquel tiempo, cuando estaba claro contra quién era preciso dispararlo, levantar en alto un AK-47 era alzar un desafío y una bandera. 

Se hicieron muchas revoluciones cuerno de chivo en mano, y tuve el privilegio de presenciar algunas. Las vi nacer, ser aplastadas o terminar en victorias que casi siempre se convirtieron en patéticos números de circo, en rapiñas infames a cargo de antiguos héroes, reales o supuestos, que pronto demostraron ser tan sinvergüenzas como el enemigo, el dictador, el canalla que los había precedido en el palacio presidencial. Víctimas de ayer, verdugos de mañana. Lo de siempre. La tentación del poder y el dinero. La puerca condición humana. De ese modo, el siglo XX se llevó consigo la esperanza, dejándonos a algunos la melancólica certeza de que para ese triste viaje no se necesitaban alforjas cargadas de carne picada, bosques de tumbas, ríos de sangre y miseria. Y así, el Kalashnikov, arma de los pobres y los oprimidos, quedó como símbolo del mundo que pudo ser y no fue. De la revolución mil veces intentada y mil veces vencida, o imposible. De la dignidad y el coraje del hombre, siempre traicionados por el hombre. Del Gran Combate y la Gran Estafa. 

Y ahora viene la paradoja. En este siglo XXI que empezó con torres gemelas cayéndose e infelices degollados ante cámaras caseras de vídeo, el Kalashnikov sigue presente como icono de la violencia y el crujir de un mundo que se tambalea: este Occidente viejo, egoísta y estúpido que, incapaz de leer el destino en su propia memoria, no advierte que los bárbaros llegaron hace rato, que las horas están contadas, que todas hieren, y que la última, mata. Pero esta vez, el fusil de asalto que sostuvo utopías y puso banda sonora a la historia de media centuria, la llave que pudo abrir puertas cerradas a la libertad y el progreso, ha pasado a otras manos. Lo llevaban hace quince años los carniceros serbios que llenaron los Balcanes de fosas comunes. Lo empuñan hoy los narcos, los gangsters eslavos, las tribus enloquecidas en surrealistas matanzas tribales africanas. Se retratan con él los fanáticos islámicos cuyo odio hemos alentado con nuestra estúpida arrogancia: los que pretenden reventar treinta siglos de cultura occidental echándole por encima a Sócrates, Plutarco, Shakespeare, Cervantes, Montaigne o Montesquieu el manto espeso, el velo negro de la reacción y la oscuridad. Los que irracionales, despiadados, hablan de justicia, de libertad y de futuro con la soga para atar homosexuales en una mano y la piedra para lapidar adúlteras en la otra; mientras nosotros, suicidas imbéciles, en nombre del qué dirán y el buen rollito, sonreímos ofreciéndoles el ojete. 

Lástima de Kalashnikov, oigan. Quién lo ha visto. Quién lo ve. 

23 de noviembre de 2008 

domingo, 16 de noviembre de 2008

Los fascistas llevan corbata

Cuando digo que este país es una mierda, algún lector elemental y patriotero se rebota. Hoy tengo intención de decirlo de nuevo, así que vayan preparando sellos. Encima hago doblete, pues voy a implicar otra vez a Javier Marías, que tras haberse comido el marrón de mis feminatas cabreadas, acusado de machista -¿acaso no se mata a los caballos?-, va a comerse también, me temo, la etiqueta de xenófobo y racista. Y es que, con amigos como yo, el rey de Redonda no necesita enemigos. 

Madrid, jueves. Noche agradable, que invita al paseo. Encorbatados y razonablemente elegantes, pues venimos de la Real Academia Española, Javier y yo intentamos convencer al profesor Rico -el de la edición anotada y definitiva del Quijote- de que el hotel donde se aloja es un picadero gay. Lo hacemos con tan persuasiva seriedad que por un momento casi lo conseguimos; pero el exceso de coña hace que, al cabo, Paco Rico descorne la flor y nos mande a hacer puñetas. Que os den, dice. Y se mete en el hotel. Seguimos camino Javier y yo, risueños y cargados con bolsas llenas de libros. Bolsas grandes, azules, con el emblema de la RAE. Cada uno de nosotros lleva una en cada mano. Así cruzamos la parte alta de la calle Carretas, camino de la Plaza Mayor.

Imaginen -visualicen, como se dice ahora- la escena. Capital de España. Dos señores académicos con chaqueta y corbata, cargados con libros, hablando de sus cosas. Del pretérito pluscuamperfecto, por ejemplo. En ese momento pasamos junto a dos individuos con cara de indios que esperan el autobús. Inmigrantes hispanoamericanos. Uno de ellos, clavado a Evo Morales, tiene en las manos un vaso de plástico, y yo apostaría el brazo incorrupto de don Ramón Menéndez Pidal a que lo que hay dentro no es agua. En ésas, cuando pasamos a su altura, el apache del vaso, con talante agresivo y muy mala leche, nos grita: «¡Abajo el Pepé!... ¡Abajo el Pepé!». Y cuando, estupefactos, nos volvemos a mirarlo, añade, casi escupiendo: «¡Cabrones!». 

Me paro instintivamente. No doy crédito. «¡Pepé, cabrones!», repite el indio guaraní, o de donde sea, con odio indescriptible. Durante tres segundos observo su cara desencajada, considerando la posibilidad de dejar las bolsas en el suelo y tirarle un viaje. Compréndanme: viejos reflejos de otros tiempos. Pero el sentido común y los años terminan por hacerte asquerosamente razonable. Tengo cincuenta y siete tacos de almanaque, concluyo, voy vestido con traje y corbata y llevo zapatos con suela lisa de material. Mis posibilidades callejeras frente a un sioux de menos de cuarenta son relativas, a no ser que yo madrugue mucho o Caballo Loco vaya muy mamado. Sin contar posibles navajas, que alguno es dado a ello. Además tiene un colega, aunque nosotros somos dos. Podría, quizás, endiñarle al subnormal con las llaves en el careto y luego ver qué pasa con el otro; pero acabara la cosa como acabara -seguramente, mal para Marías y para mí-, incluso en el mejor de los casos, con todo a favor, hay cosas que ya no pueden hacerse. No aquí, desde luego. No en este país miserable. Imaginen los titulares de los periódicos al día siguiente: «El chulo de Pérez-Reverte y el macarra de Marías se dan de hostias en la calle con unos inmigrantes». «Xenofobia en la RAE.» «Dos prepotentes académicos racistas, machistas y fascistas apalean salvajemente a dos inmigrantes.» Aunque aún podría ser peor, claro: «Marías y Reverte, apaleados, apuñalados e incluso sodomizados por dos indefensos inmigrantes»

Marías parece compartir tales conclusiones, pues sigue caminando. A envainársela tocan. Lo alcanzo, resignado, y llegamos a la Plaza Mayor rumiando el asunto. «Es curioso -dice pensativo-. A mí tío, republicano de toda la vida, lo insultaban por la calle, durante la República, por llevar corbata.» Yo voy callado, tragándome aún la adrenalina. Quién va a respetar nada en esta España de mierda, me digo. Cualquier analfabeto que llegue y vea el panorama, que oiga a los políticos arrojarse basura unos a otros, que observe la facilidad con la que aquí se calumnia, se apalea, se atizan rencores sociales e históricos, tiene a la fuerza que contagiarse del ambiente. Del discurso bárbaro y elemental que sustituye a todo razonamiento inteligente. De la demagogia infame, la ruindad, el oportunismo y la mala índole de la vil gentuza que nos gobierna y nos envenena. Ésta es casa franca, donde todo vale. Donde todos tenemos derecho a todo. Cualquier recién llegado aprende en seguida que tiene garantizada la impunidad absoluta. Y pobre de quien le llame la atención, o le ponga la mano encima. O tan siquiera se defienda. 

Así que ya saben, señoras y caballeros. Ojito con las corbatas y con todo lo demás cuando salgan de la RAE, o de donde salgan. Nos esperan años interesantes. Tiempos de gloria. 

16 de noviembre de 2008 

domingo, 9 de noviembre de 2008

La farlopa de Kate Moss

Hay que ver lo que inventa el hombre blanco. Y lo que le gusta hacer el chorra. Hojeaba una revista de arquitectura y diseño, en su versión española, cuando me tropecé con un reportaje sobre cómo un profesional del asunto tiene decorada su casa. Vaya por delante que en casas de otros no me meto, y que cada cual es libre de montárselo como quiera. Pero en esta ocasión la casa del antedicho la habían sacado a la calle, por decirlo de alguna forma. Su propietario la hacía pública, abriendo sus puertas al fotógrafo y al redactor autores del reportaje. Quiero decir con esto que si, verbigracia, un fulano va a mi casa a tomar café y luego cuenta en una revista cómo está decorada la cocina, tengo perfecto derecho a mentarle los muertos más frescos. Otro asunto es que yo pose junto a las cacerolas y el microondas consciente de que van a ser del dominio público. Cada cosa es cada cosa, y ahí no queda sino atenerse a las consecuencias. Que luego digan, por ejemplo, que de decorar cocinas no tengo ni puta idea. O que mi gusto a la hora de elegir azulejos es para pegarme cuatro tiros. 

Y, bueno. En ese reportaje al que me refería antes, un diseñador, que por lo visto está de moda, posaba junto a un elemento plástico de su vivienda. Ignoro si el objeto en cuestión era permanente, como cuando se cuelga un cuadro o se pinta una pared, o si era de quita y pon, y estaba puesto allí sólo para la ocasión; aunque el texto que acompañaba la imagen daba a entender que era decoración fija: «Fulanito -decía el pie de foto- escaneó esta imagen de Kate Moss que dio la vuelta al mundo y que a él le impactó de forma poderosa. Luego la fotocopió ampliada y la pegó a trozos en el salón». Lamento que esta página no permita añadir ilustraciones, pues les aseguro que ésta merecía la pena: unos cojines como de tresillo de sala de estar, y encima, donde suele colgarse el cuadro cuando hay cuadro, o las fotos de la familia, troceada en seis partes y sujeta a la pared con cinta adhesiva, la imagen de Kate Moss -que como saben ustedes es una top model algo zumbada, a la que suele moquearle la nariz- sentada en un sofá, toda rubia, maciza y minifaldera, en el momento de prepararse unas rayitas de cocaína. 

Yo no he ido a buscar esa escena, que conste. Me la han puesto delante de las narices en una revista que he pagado. Tengo derecho a decir lo que opino de ella, pues supongo que, entre otras cosas, para eso la publican. Lo mismo hacen ustedes con mis novelas, cuando salen. Opinar. O en el correo del lector, con estos artículos. Hablamos, además, de un elemento ornamental situado estratégicamente en lugar destacado de una casa modélica, o sea. O que lo pretende. La de un diseñador conocido, profesional del ramo, quien considera que, para su propio hogar, la imagen más adecuada, junto a la que posa, además, con pinta de estar en la gloria fashion, es la de una pedorra dispuesta a darse, en público, un tiro de farlopa. Y no hablo del aspecto moral del asunto, que me importa un rábano: Kate Moss y sus aficiones son cosa de ella y de su chichi. Lo que me hace gotear el colmillo mientras le doy a la tecla, es que mi primo el diseñata, que por lo expuesto va de original y esnob que te rilas, colega, nos venda el asunto como el non plus ultra de lo rompedor y la vanguardia torera. 

Y no me expliquen el argumento, por favor, que lo conozco de sobra. Iconos del mundo en que vivimos, y demás. Kate Moss, muñeca rota de una sociedad desquiciada e insegura, etcétera. El símbolo, vaya. El icono y tal. La soledad del triunfador y otras literaturas. De esos iconos conocemos todos para dar y tomar, para escanear y pegar con cinta adhesiva y para proyectar en cinemascope. A otro cánido con ese tuétano. Nuestra estúpida sociedad occidental tiene la tele, y las revistas, y las casas, y los cubos de la basura atiborrados de toda clase de símbolos. De iconos, oigan. Hasta el aburrimiento. Se me ocurren, de pronto, medio centenar de iconos mucho más representativos del vil putiferio en que andamos metidos. Pasé gran parte de mi vida coleccionándolos para el telediario. Por eso, lo que más me pone es lo del impacto. La imagen de Kate Moss «que a él le impactó de forma poderosa», dice el texto. Hay que ser elemental, querido Watson, para sentirse poderosamente impactado por la imagen de una frívola soplacirios a pique de meterse una raya. Y encima colgarla en el salón para que la admiren las visitas y le sirva a uno como escaparate de lo que profesionalmente lleva dentro. Así que, una de dos: o ese diseñador se lo cree de verdad, lo que sería revelador sobre su criterio estético y su trabajo, o se maquilla la cara con cemento, tomándonos a todos por gilipollas. Aunque entreveo, también, una tercera posibilidad: que él mismo sea un poquito gilipollas, alentado por un mundo que aplaude a los gilipollas. 

9 de noviembre de 2008 

domingo, 2 de noviembre de 2008

Tres vestidos rojos

A los cincuenta y siete tacos, uno conserva pocos mitos. La vida los liquida uno tras otro. Sin embargo, algunos individuos tienen, o tenemos, cierta facilidad para aferrarse a los suyos, defendiéndolos como gato panza arriba. De tales mitos, los procedentes del cine sobreviven en la gente de mi generación; quizá porque cuando nos alimentábamos con programas dobles y bolsas de pipas, sólo el cine y los libros inflamaban la imaginación hasta el punto de marcar vidas y destinos. Esa magia terminó hace tiempo. El cine ya no es así, y la televisión es otra cosa. Tampoco los espectadores son los mismos. Ni siquiera los niños, esos pequeños cabrones de lógica demoledora, llegan al momento oportuno con la parcela de inocencia y territorio en blanco virgen, lista para ser cubierta, que traían antes. Los nuevos mitos vienen de otros sitios, no del cine. O apenas de él. Como me dijo una vez en San Sebastián Pedro Armendáriz hijo, el cine sólo fue de verdad cuando era mentira. 

Precisamente en el bar legendario del hotel María Cristina reflexionaba yo sobre esto hace unas semanas, durante los últimos días del festival de este año, con Meryl Streep sentada a dos metros y medio. Adolfo, el barman perfecto, viejo amigo mío, me estaba poniendo una piña colada -es un genio para mezclar mariconadas alcohólicas-, y yo dije: Adolfo, colega, este bar ya no es lo que fue. El cine de siempre se ha ido a tomar por saco. Ahí la tienes. Un mito de Hollywood, y nadie se fija en ella. Parece una turista guiri educada, con sus gafas de lectora de Philip Roth y su plano de la ciudad, a punto de irse al casco viejo en busca de un tablao flamenco. Tiene el mismo glamour que una concejal de ANV. Esta pava ha sido novia de Robert de Niro en El cazador, y mujer del teniente francés; y el barón Blixen, o uno de ésos, le pegó un sifilazo en Memorias de África mientras se la trajinaba Robert Redford. Y aquí me tienes, chaval. Tócame el pulso. Ni siquiera siento las piernas. El mundo se derrumba, Adolfo. Y tú y yo nos enamoramos. De Kim Novak. 

Aquella misma noche, sin embargo, los viejos mitos del cine vinieron en mi auxilio. Estaba en el rincón de siempre, la mesa de la esquina, con el director de cine Imanol Uribe y mi productor de toda la vida, Antonio Cardenal, que además es casi mi hermano. Hablando de otros tiempos y otras películas. El bar estaba desolado, sin un mito que llevarse al diente, y además acababa de cruzar el pasillo, rodeado de enloquecidas y aullantes treceañeras, un chico jovencito que, dicen, hace una serie en la tele. O sea. La España analfabeta y cutre que le negó un Goya a Viggo Mortensen, por ejemplo. Y Antonio dijo: esto se ha terminado, colega. El último, que apague la luz. Y yo estaba a punto de decirle vámonos al Museo del Whisky, compañero, y que le den por saco al cine, cuando se sienta con nosotros Lucía Jiménez, encantadora como siempre, guapísima, estupenda actriz, con un vestido rojo pasión y escote palabra de honor que le sienta de maravilla. Y de pronto ese rincón del bar del María Cristina vuelve a ser lo que fue, como si un foco de gran estreno acabara de encenderse en el techo. 

Así era el cine, me digo. Así debería ser todavía, pardiez. Es el vestido rojo de Lucía el que ha obrado el milagro -no todas pueden llevarlo como ella lo lleva-, y por un momento parece que el bar esté otra vez en tiempos del cine de verdad. Son los viejos mitos los que funcionan a favor, ayudando a reconstruir el ambiente. Así, trasegando brebajes adolfeños entre bendito humo de cigarrillos, Antonio y yo recordamos el año en que vimos bajar despacio por la escalera, espléndida dentro de un vestido rojo fascinante, a una joven bellísima que nos dejó petrificados en el vestíbulo cuando nos disponíamos a ir al estreno de El Zorro; y al preguntar cómo se llamaba aquella aparición de carnes tan adecuadas nos dijeron que era una chica nueva, recién llegada al asunto. Una tal Catherine Zeta-Jones. 

Pedimos ahora alcoholes más contundentes, cambiando la seda por el percal. Lucía se va a un estreno. Antonio, Imanol, Adolfo y yo nos quedamos recordando películas, nombres, momentos del cine que son tan reales como nuestras vidas. El vestido rojo ha obrado el milagro de devolver a nuestro rincón, un año más, el encanto de otro tiempo. Bendita sea esa chica, pienso. Bendito sea el cine que sólo fue de verdad cuando era mentira. Entonces cuento la última. Una historia mía, reciente. Nápoles, hotel Vesubio, hace unos días. Voy camino de mi habitación, se abre la puerta del ascensor y sale Sophía Loren morena, peinadísima, maquillada, siempre perfecta. Vestida de rojo. Te lo estás inventando, dice Antonio. No invento nada, respondo. Tienes mi palabra de honor. Entonces sonríe bonachón, feliz, y apura el quinto White Label con cocacola. Tres vestidos rojos esta noche, amigo. Tres. El cine todavía guiña un ojo a quienes creyeron en él. 

2 de noviembre de 2008 

domingo, 26 de octubre de 2008

El Minador Enmascarado

Me gusta mucho Cádiz, quizá porque se parece a la Cartagena de mi infancia y mis nostalgias: una ciudad del XVIII con tres mil años de memoria portuaria y marinera, meridional, africana, surrealista como ella sola. Estos días, para mi felicidad, ando por allí de amigos, librerías y bibliotecas, preparando un ciclo de conferencias sobre el bicentenario de 1812. Ése es un pretexto estupendo para patear de nuevo esas calles, hacer el viacrucis de mis bares favoritos -los más cutres del barrio de la Viña-, y ver pasar a la gente sentado en una terraza de la calle Columela o la plaza de San Francisco. También para encontrarme de nuevo con mi viejo enemigo El Minador Enmascarado. 

Cádiz es una ciudad limpia, en principio. No como otras cuyo nombre callo por caridad cristiana. Quizá porque está llena de señoras mayores que van a la plaza por las mañanas o pasan la fregona por el portal y su cacho de acera, Cádiz es una ciudad pulcra y reluciente, habitada por gente como Dios manda. Gente de toda la vida, que a veces tiene perro, o perros. Perros y perras, que diría el político soplapollas -o la político soplapollas- de turno. Pero, como he dicho antes, los gaditanos son aseados y responsables. Es imposible, por tanto, que la cantidad de deposiciones y excrementos caninos que alfombra su casco histórico desde Puerta de Tierra a La Caleta, sea culpa de sus habitantes. Ningún gaditano sería capaz de permitir a su mejor amigo, el cánido, aliviarse en mitad de la acera sin agacharse luego a recoger el producto con la bolsita correspondiente y tirarlo a una papelera. Eso no me lo puedo de creer, pishas. Ni de coña. Es, por tanto, imposible que las innumerables minas defecatorias plantadas sistemáticamente a lo largo y ancho de toda la ciudad vieja -una cada diez metros, más o menos-, a la espera de que un transeúnte incauto coloque la suela del zapato encima, plas, provengan del esfínter flojo de perros locales con diferentes amos. Y que el Ayuntamiento -Teófila, dama de hierro- lo permita. Una ciudad como Cádiz, poblada por ciudadanos ejemplares de limpia ejecutoria, no puede tener tanto hijo de puta con perro. No me salen las cuentas. 

Es ahí donde, estoy seguro, interviene El Minador Enmascarado. Eso ya es más razonable, fíjense. Trabajo con la hipótesis de que en Cádiz hay alguien que me odia personalmente. Alguien que tiene cuentas pendientes conmigo. Lo mismo le desagrada mi careto, o mi prosa dominical, o prefiere las novelas de Javier Marías, o no le gustan mis corbatas. Los caminos del odio defecatorio pueden ser infinitos e inescrutables. Y estoy seguro de que ese enemigo invisible, El Minador Enmascarado, es quien, cada vez que se entera de que estoy allí, recorre las calles al acecho, sigiloso y malévolo, precediéndome con una jauría de perros con desarreglo intestinal, procurando sembrar de minas mis itinerarios habituales, a ver si me descuido, piso el artefacto y zaca. Me pilla. El Reverte blasfemando en arameo mientras salta a la pata coja. Emitiendo opiniones controvertidas sobre el copón de Bullas y la virgen del Rosario. 

Pero verdes las siegan, canalla. A menudo, como en Cádiz hace buen tiempo y callejea tanta gente, cuando llego a una de esas trampas mortales de necesidad compruebo que ya pasó por encima cierto número de transeúntes que, dicho en jerga golfaray, se comieron el marrón. A veces es un tropel de guiris, recién desembarcados de un crucero, el que paga el pato; otras, cualquier ciudadano, vecino de calle o funcionario rumbo al cafelito de las once. La ventaja, en tales casos, es que casi todas las minas ya están pisadas: explotaron bajo otros incautos. Las huellas de patinazos, raaaas, son elocuentes. Además, la gente usa ahora poco zapato con suela de material y mucha deportiva con dibujo, y ésa se lo lleva casi todo. Chof, chof. Aun así procuro ir atento, avanzando en zigzag. Cauto. Una vida dura como la mía enseña un huevo. Incluso enseña dos. Sobreviví al temporal de la Navidad del 70, a Beirut, a Sarajevo y a esa individua sectaria -antigua jefa de Informativos de TVE- rebozada en resentimiento y mala leche que ahora escupe bilis en la tele con el nombre de María Antonia Iglesias. Figúrense cómo tengo el colmillo de retorcido, a estas alturas del Coyote y el Correcaminos. En Cádiz no leo diarios por la calle, ni miro balcones o ventanas. Por no mirar, ni miro a las mujeres guapas. Avanzo prudente, estudiando el suelo como Rambo en territorio enemigo. Previendo la emboscada. A ver en qué acera me la van a endiñar, si me descuido. Dónde está la siguiente plasta intacta, aguardándome como una cita letal con el Destino proceloso. No podrás conmigo, cabrón, mascullo entre dientes. Minador Enmascarado, o como te llames. O Minadora. Los viejos reporteros nunca mueren. 

26 de octubre de 2008 

domingo, 19 de octubre de 2008

Gilisoluciones para una crisis

El diccionario de la Real define la palabra gilipollas como tonto, o lelo. Es buena definición, pero a mi juicio le falta un matiz. Yo lo definiría como tonto, lelo, con un punto de pretenciosidad o alegre estupidez. Esa distinción es importante, a mi juicio. Pongo un ejemplo casual como la vida misma: no es igual, como dirían en mi tierra, un tonto a secas que un tontolpijo. El tonto es tonto, y no da más de sí. En Aragón, verbigracia, el tontolhaba no es más que un cenutrio elemental, querido Watson. Un tonto de infantería. Sin embargo, en Cartagena o Murcia el tontolpijo es un tonto con maneras de otra cosa. Un tonto ligeramente cualificado, o con ínfulas de ello. Entre uno y otro podríamos situar también al tontolculo y al tontolnabo, que son especies intermedias pero más bien bajunas. Tirando a cutre, vamos. La joya de la corona, sin discusión, es el tontolpijo. Ése se sitúa por mérito propio en la parte alta del escalafón. En esencia, el tontolpijo es un tonto que suele dárselas de listo. Que no se entera de lo tonto que es, y encima se cree divino de la muerte. Un capullín puesto de perfil, o sea. Sabidillo y frivolón al mismo tiempo, con pujos de cantamañanas. Un tonto al que a menudo podríamos definir como políticamente correcto. O sea: un gilipollas. 

Toda esta amena reflexión filológica proviene de la lectura de los suplementos dominicales y revistas de hace un par de semanas. Estaba en ello cuando me topé con algunos reportajes que coincidían en materia: consejos para las familias a la hora de plantearse la cocina en tiempos de crisis. En vista de la que va a caer, era la idea, hay que apretarse el cinturón, renunciar a caprichos gastronómicos y buscar menús domésticos baratos y sencillitos, poco gravosos para el bolsillo. Para echar una mano a las economías familiares, esos reportajes coincidían en proponer platos adecuados para tiempos de incertidumbre como los que tenemos encima. Cositas sencillas, vamos. De diario. Para ir tirando. 

Una receta de pescado, por ejemplo, sugería cómo lograr el sabor de la vieira, que es cara, con productos más accesibles: 150 gramos de merluza, 150 de rape, 150 de congrio y 150 de mero. Tal cual. Todo eso puesto dentro de conchas de vieira, por aquello de que comemos tanto con los ojos como con la boca. Frente a este delicioso modo de hacer frente al despilfarro doméstico, el consejo de otra revista para remontar la crisis con el estómago lleno y sin complejos tampoco tenía desperdicio: tosta de hígado de raya. Procurando, eso sí, que las cebolletas estén limpias y picadas muy finas y que las rebanadas de pan sean el doble de largas que de anchas -después de todo, la miseria no está reñida con la estética-, y que el aceite, a ser posible, sea de oliva virgen. La calidad y el amor a los suyos, oiga, aconsejan ese pequeño sacrificio. Al final, lo simple aburre, y lo barato siempre sale caro. Dicen. 

Ahí van otras sugerencias -divertidas, es el inevitable adjetivo- para jalar en condiciones sin que la economía familiar se resienta mucho: mero con cuscús, pechugas en escabeche de Módena, cerdo relleno de grumelos, sardina pertrechada con vinagreta de tomate en caliente. Etcétera. Por supuesto, los procedimientos cuentan. Nada de despachar el género con vuelta y vuelta y un sofrito guarro de tomate enlatado, o recurrir a la ordinariez de pasta, garbanzos, arroz, puré, acelgas o tortilla de patatas. La palabra crisis, el estar tieso como la mojama, no pueden ser pretextos para la vulgaridad a la hora de ponerse a la mesa. Nunca en España, por Dios. Un simple mejillón hervido con chorro de limón es intolerable por mucho que se desplome la bolsa. Lo importante es añadir tabasco a la cebolla y el tomate sin olvidar tomillo, perejil y laurel, todo bien picadito. Y en cuanto rompa a hervir el huevo, rectificar el punto de sazón e incorporar los mejillones. Por supuesto, dando un hervor al conjunto. 

Así que ya lo saben. No hay crisis incompatible con un estómago lleno, ni con el glamour de una mesa que firmarían Arzac o Ferrán Adrià. Con talento y buen ojo, todo es posible en Granada. La señora o el caballero llegan a casa, por ejemplo, después de pasar la mañana en la cola del paro o buscándose la vida con su navaja en una esquina, y con una simple lata de berberechos y los consejos de cualquier revista pueden despertar la admiración de su familia, y de paso subirse unos puntos la autoestima, cocinando, sin ir más lejos, unas almejas deconstruidas al aroma de esturión con cebollas glaseadas a la roteña con guarnición de arroz de Calasparra travestido a lo salvaje del Orinoco. Por lo menos. Así que, por mucha crisis que haya o vaya a haber -además, el Gobierno ya prepara eficaces medidas para cuando la crisis pase y sigamos siendo el pasmo de Europa-, no se disminuya, amigo. Igual hay quien lo llama gilipollas. O si es de Murcia, tontolpijo. Pero tranquilo. Si los perros ladran, es que cabalgamos. Coma usted barato, original y caliente. Sobre todo, divertido. Fashion. Y ríase la gente. 

19 de octubre de 2008

domingo, 12 de octubre de 2008

Un Gudari de Cartagena

Colecciono combates navales desde niño, cuando mi abuelo y mi padre me contaban Salamina, Actium, Lepanto o Trafalgar, veía en el cine películas como Duelo en el Atlántico, Bajo diez banderas, Hundid el Bismarck, La batalla del Río de la Plata o El zorro de los océanos -John Wayne haciendo de marino alemán, nada menos-, o leía sobre el último zafarrancho del corsario Emden con el crucero Sidney frente a las islas Cocos. Dos episodios de la Guerra Civil española se contaron siempre entre mis favoritos: el hundimiento del Baleares y el combate del cabo Machichaco. Los conozco de memoria, como tantos otros. Cada maniobra y cada cañonazo. A veces, en torno a una mesa de Casa Lucio, cambio cromos con Javier Marías o Agustín Díaz Yanes, a quienes también les va la marcha aunque sean más de tierra firme: Balaclava, Rorke's Drift, Stalingrado, Montecassino. Sitios así. 

La del cabo Machichaco es mi historia naval española favorita del siglo XX. Sé que lo de historia española incomodará a alguno, pues se trata del más gallardo hecho de armas de la marina de guerra auxiliar vasca durante la Guerra Civil; pero luego matizo la cosa. Un episodio, éste, heroico y estremecedor, que tuvo lugar el 5 de marzo de 1937 frente a Bermeo, cuando el crucero Canarias dio con un pequeño convoy republicano formado por el mercante Galdames y cuatro bous armados de escolta. La mar era mala; el Canarias, el buque más poderoso de la flota nacional; y los bous, unos simples bacaladeros grandes, armados de circunstancias. Después de incendiar uno de ellos, el Gipúzkoa, que tras combatir pudo refugiarse en Bermeo, y alejar a otros dos, el crucero nacional dio caza al mercante, que paró sus máquinas. Luego decidió ocuparse del Nabarra

Háganse idea. Un crucero de combate, blindado, de 13.000 toneladas, con cuatro torres dobles de 203 milímetros, capaces de enviar proyectiles de 113 kilos a 29 kilómetros de distancia, enfrentado a un bacaladero -el ex Vendaval, incautado por el gobierno vasco- de 1.200 toneladas, dotado con sólo un cañón de 101,6 a proa y otro igual a popa. El comandante del Nabarra era un marino mercante asimilado a teniente de navío, que había pasado toda su vida profesional en los bacaladeros de la empresa pesquera PYSBE, y que al estallar la contienda civil decidió seguir la suerte que corrieran los barcos de ésta. Y al verse encima al Canarias, que lo batía desde 7.000 metros de distancia con toda su artillería, decidió pelear. Puesto a ser hecho prisionero y fusilado, dijo tras reunir a sus oficiales en el puente, prefería hundirse con el barco. Todos estuvieron de acuerdo. Así que se pusieron a ello. 

Fuerte marejada. Un cielo gris, viento y chubascos. Y hombres que se vestían por los pies. Arrimándose cuanto pudo, el humilde bacaladero consiguió meterle al crucero algún cañonazo en la amura de babor y otros que le tocaron palos y antenas. Durante una hora, maniobrando entre el oleaje, el Nabarra sostuvo el fuego de un modo que los mismos enemigos -el comandante y el director de tiro del Canarias- calificarían luego en sus partes de eficaz y admirable. Al fin, el cañoneo devastador del crucero liquidó el asunto cuando un impacto directo acertó en el puente del Nabarra, matando al timonel y al segundo oficial. Otro proyectil de 203 milímetros alcanzó la sala de máquinas y destrozó a cuantos estaban allí. Ya sin gobierno, aunque disparando sin cesar, el bacaladero encajó nuevos cañonazos enemigos. Al fin, viendo imposible proseguir el combate, su comandante dio orden a los supervivientes de que intentaran salvarse, quedándose él a bordo con el primer oficial hasta que el barco estalló y se fue a pique. Sólo veinte de los cuarenta y nueve tripulantes consiguieron llegar a los botes salvavidas. El resto, comandante incluido, desapareció en el mar. 

Y ahora quiero apuntar un detalle que las fanfarrias oficiales y algún historiador de pesebre local suelen dejar de lado cuando se menciona la acción del cabo Machichaco: el comandante que de ese modo cumplió su deber y su palabra, hundiéndose con el barco después de tan atrevido combate, respetado y obedecido por sus hombres hasta el último instante de sus vidas, no era vasco. Había nacido en La Unión, Cartagena. Paisano mío. Estaba casado con una guipuzcoana llamada Natividad Arzac, hija del médico de Pasajes -una sobrina suya, Pilar Echenique Arzac, vive todavía en San Sebastián-, y peleó, como mandaban las ordenanzas, con la ikurriña izada en la proa y la bandera tricolor de la República Española ondeando en la popa, hasta que a las dos las desgarró, juntas y al mismo tiempo, la metralla del Canarias. Enrique Moreno Plaza, se llamaba el tío. Teniente de navío de la Euzkadiko Gudontzidia. Con un par de huevos exactamente donde hay que tenerlos. Acababa de cumplir treinta años. 

12 de octubre de 2008

domingo, 5 de octubre de 2008

Videos, libros y piernas largas

Suelo comprar los deuvedés donde antes compraba los vídeos, en la sección adecuada de una tienda donde los empleados -casi todos mujeres- son extremadamente competentes. No recuerdo ni un solo caso en el que hayan consultado el ordenata para buscarme una película. Maribel, que así se llama la dependiente más veterana, y sus compañeras siempre saben si está agotada o no, si viene de camino o en qué lugar exacto se encuentra, y a menudo hasta la han visto, o la conocen. La de Grace Kelly, se dicen unas a otras. Con Cary Grant. Al fondo a la derecha. Ésa es la ventaja de que te atiendan personas para quienes el trabajo no significa sólo un mero trámite de jornada laboral. Puestos a ello, procuran desempeñarlo con eficacia y vergüenza torera. 

No siempre es así, claro. Y cuando no lo es, se nota más. Es molesto decir hola, buenas, busco tal, y que el dependiente no tenga ni idea. O que le dé lo mismo colocarte jota que bolero. Eso, que en cualquier sitio resulta incómodo, se vuelve desagradable cuando hay cultura de por medio. Nadie entra en la librería o en una sección de música clásica como quien va a comprar ultramarinos -bellísima palabra, por cierto, que deberíamos usar más a menudo-. Siempre esperas, al menos, cierta correspondencia entre la materia y el agente que te la suministra, cuando no complicidad. Por eso ahí las decepciones son mayores. Más tristes los equívocos. 

Mis libros los compro en librerías pequeñas, salvo excepciones. A veces hay prisas o circunstancias que me obligan a entrar en tiendas grandes. No tengo queja, aunque a veces se dan situaciones absurdas. Quiero decir que situar a un empleado analfabeto en una sección determinada puede no tener consecuencias graves para la buena marcha de una tienda en general; pero ponerlo a despachar libros es otra cosa. Pensaba en eso el otro día, cuando entré en la sección de librería de una tienda grande buscando un volumen concreto de las Vidas paralelas: Alejandro y César. La jovencita que me atendió no tenía ni idea de qué le estaba hablando. Le sonaba a chino. «Busque en Plutarco», sugerí. Al fin, voluntariosa, localizó la obra en el ordenador y trajo un ejemplar de la Colección Gredos. Plutarco. Vidas paralelas. Arístides, Catón. «Le pedí el que tiene las de Alejandro y César», dije. «No se preocupe -respondió convencida, radiante-. El ordenador dice que es obra completa.» Me llevó poco tiempo explicarle que las Vidas paralelas es obra completa, en efecto, pero repartida en varios volúmenes. Y que me había traído uno de ellos, mientras que yo le pedía otro. La moza lo entendió al fin, me trajo el libro correcto y nos separamos tan amigos. Pero no pude evitar preguntarme cuál era la preparación cultural, no de aquella chica, que trabajaba en donde podía, sino del responsable que la había puesto en la sección de librería, y no en la de cosméticos, por ejemplo. Ella habría sido más feliz, seguramente. Y los clientes también. 

Mi episodio favorito con esto de los libros y quienes los venden ocurrió hace un par de años en la estación del AVE de Sevilla, y celebro tener hoy pretexto para contarlo. Estaba sentado en un banco, leyendo un libro mientras esperaba la salida de mi tren. Una atractiva jovencita muy maquillada, con falda corta y piernas espectaculares, se me paró delante, llevando en las manos una carpeta llena de papeles y una revista del Círculo de Lectores. «Hola -me tuteó sonriente, con tonillo frivolón y ligeramente pijolandio-. ¿Te gusta leer?» La miré por este orden: piernas, ojos, revista del Círculo. «Algo», respondí, cerrando el libro que tenía en las manos. Hizo entonces un simpático movimiento de caderas, sugerente, como en los anuncios de la tele. «¿Conoces el Círculo de Lectores?» La miré pensativo. Luego dirigí la vista hacia el escaparate de la librería de la estación, donde estaban expuestas dos novelas mías. «Fíjate si lo conozco -respondí-que en esa revista que tienes en las manos sale mi foto.» Me miró durante cuatro segundos, fijamente. «¿Co-como que tu foto?», balbució al fin. Tenía la misma sonrisa comercial que antes, pero un poquito rígida. Incrédula. «Sí -dije-. Anda, mira dentro.» Todavía sonreía como si se hubiera olvidado de dejar de hacerlo. Una sonrisa disecada. «¿Y co-cómo te llamas?», preguntó mientras pasaba páginas. Le dije mi nombre en el momento en que, supongo, llegaba a la doble página donde se anunciaba el último Alatriste: Corsarios de Levante. Entonces se le cayeron todos los papeles al suelo. 

Al rato apareció con su superior, que andaba por allí. Se disculpó éste con mucho embarazo, y yo le dije que no tenía por qué. Que la vendedora era encantadora y que nadie tenía obligación de conocer mi careto. Faltaría más. Después, cuando se alejaban, miré otra vez las piernas de la chica. Comprendía perfectamente al jefe. Hasta yo me habría suscrito, oigan. Al Círculo. A donde fuera. 

5 de octubre de 2008 

domingo, 28 de septiembre de 2008

Al final todo se sabe

Por fin se desveló el misterio. Desde hace cuatrocientos cincuenta años, los investigadores navales ingleses se han esforzado en averiguar por qué el Mary Rose, ojito derecho de la flota de Enrique VIII, se fue a pique en el año 1545 frente a Portsmouth, durante un combate con los franchutes. En realidad ya se sabía algo: el barco no se hundió por los cañonazos enemigos, sino porque las portas de las baterías bajas estaban abiertas durante una maniobra complicada, entró agua por ellas y angelitos al cielo. Glu, glu, glu. Todos al fondo. Pero faltaba el dato clave: un estudio médico del University College de Londres -eso suena a serio que te rilas, colega- acaba de establecer la causa exacta del hundimiento. El agua entró por las portas abiertas, en efecto. Pero tan imperdonable descuido marinero fue posible porque la tripulación de esa joya de la marina inglesa no era inglesa, pese a lo que su propio nombre indica. Ni hablar. El Mary Rose estaba tripulado por spaniards. Sí. Por españoles. Naturalmente, eso lo explica todo. 

No estoy de coña, señoras y caballeros. O la guasa no es mía. Los perspicaces investigatas del University College afirman eso después de pasar veinte años estudiando dieciocho cráneos rescatados del barco. Tras concienzudos estudios antropológicos, la conclusión es que diez de esos cráneos procedían del sur de Europa, debido, ojo al dato, a la composición específica de sus dientes. Se dice, por otra parte, que Enrique VIII iba escaso de marineros cualificados y enroló a extranjeros. Así que, con aplastante lógica científica, los investigadores han llegado a la conclusión de que éstos sólo podían ser españoles. Tal cual, oigan. Ni italianos, ni portugueses ni franceses. Lo de los dientes es decisivo. A ver quién tiene el colmillo así de retorcido, o tantas caries. O tan malos dientes de leche. Vaya usted a saber. El caso es que,bueno. Blanco y en tetrabrik, eso. Leche. 

Lo más fino es la conclusión del profesor Hugo Montgómery, jefe del equipo investigador. «En el estruendo de la batalla, se habría necesitado una cadena de mando muy clara y disciplinada para cerrar a tiempo las portas», afirma este Sherlock Holmes de la osteología náutica. Y es que la palabra disciplina en boca de un inglés lo explica todo. Otra cosa habría sido que el Mary Rose hubiese estado en las competentes manos de leales súbditos británicos. No se habría hundido bajo ningún concepto. Pero a ver qué se podía esperar con una tripulación española -lo más normal del mundo, por otra parte, a bordo de un barco inglés-. O sea. Con torpes y sucios meridionales, todo el día oliendo a ajo y rezando el rosario, flojos de idiomas, que no entendían las eficaces órdenes que se les daban en perfecta parla de allí. Así, el hundimiento estaba cantado, claro. Elemental, querido Watson. 

Yo mismo, modestia aparte, también he investigado un poco el asunto. Y fíjense. No sólo coincido con las conclusiones británicas, sino que, tras estudiar con una lupa la dentadura postiza de la madre que parió al profesor Montgómery, me encuentro en condiciones de iluminar otros rincones oscuros del naufragio. Y puedo confirmar que, en efecto, así no había quien mandara un barco. Sé de buena tinta -una tinta Montblanc, cojonuda- que el naufragio se produjo cuando el almirante british, que se llamaba George Carew, ordenó «Todo a estribor» y el timonel, que casualmente era de Ondarroa, respondió «Errepika ezazu agindua, mesedez», que significa, más o menos, repíteme la orden en cristiano o verdes las van a segar. Y mientras el almirante mandaba a buscar a alguien que tradujese aquello a toda tralla, una marejada cabroncilla empezó a colarse dentro. «Cierren portas, voto al Chápiro Verde», ordenó entonces el almirante, algo inquieto. Entonces, desde abajo, el contramaestre, un tal Jordi, que era de Palafrugell, respondió. «Digui'm-ho an català si us plau», con lo que míster Carew se quedó de boniato a media maniobra. «Pero de qué van estos mendas» inquirió, ya francamente contrariado. Mientras tanto, los demás tripulantes, que también eran indígenas de aquí, estaban en los entrepuentes tocando la guitarra y bailando flamenco, costumbre habitual de todos los marineros españoles, sin excepción, en situaciones de peligro. Fue entonces cuando los oficiales, nativos de Bristol y de sitios así, rubios y tal, empezaron a gritar: «¡El barco zozobra, el barco zozobra!». Y abajo, algunos tripulantes, que eran tartamudos y además de Cádiz, respondieron, con palmas de tanguillo y mucho arte: «Pues más vale que zo-zobre a que fa-falte, pi-pisha». Y claro. En dos minutos, el Mary Rose se fue a tomar por saco. 

Dicen los libros de Historia que las últimas palabras del almirante Carew, antes de ahogarse como un salmonete, fueron: «No puedo controlar a estos truhanes». Pero no. Lo que realmente dijo fue: «No puedo controlar a estos hijos de puta». 

28 de septiembre de 2008 

domingo, 21 de septiembre de 2008

Sobre palos y velas

El asunto es conocido, así que ahorro nombres y detalles: un caballero acude en socorro de una mujer a la que maltratan, el maltratador le da una paliza que lo deja a las puertas de la muerte, y la maltratada se pone de parte del maltratador. En el fondo es buen chaval, argumenta la churri. A ver quién le ha dado al otro vela en el entierro. 

Algunos creerán que eso es raro, pero no lo es. El arriba firmante, por ejemplo, tuvo en otro tiempo oportunidad de presenciar dos situaciones parecidas, una como testigo y otra como estrella invitada, a medias con el rey del trile, Ángel Ejarque Calvo. La primera fue durante un reportaje nocturno en los barrios duros madrileños, allá por los ochenta. Avisada la policía de que un tío le estaba dando a su legítima las suyas y las del pulpo, acudió una patrulla. Y cuando redujeron al fulano, poniéndole unas esposas, la mujer, a la que el otro había puesto la cara guapa, se revolvió como una fiera contra los maderos. «¡Dejadlo, dejadlo, hijos de puta! -gritaba desgañitándose-. ¡Dejadlo!» 

La segunda vez salía de calzarme unas garimbas con Ángel en las Vistillas -acababan de soltarlo del talego-, cuando nos topamos con un jambo que le daba fuertes empujones a una mujer contra el capó de un coche, mientras discutían. Le afeamos la conducta y se nos puso bravo. Ángel -hoy honrado currante y abuelo múltiple-, que fue boxeador y todavía entrenaba en La Ferroviaria, lo miró fijo y muy serio, calculando en dónde iba a calzarle la hostia. Y en ésas se nos rebotó la torda. «¿Pa qué os metéis vosotros?», preguntó. Me encogí de hombros y le dije a mi plas: «Tiene razón, colega. ¿Pa qué nos metemos?». Y Ángel, que siempre rumia las cosas muy despacio y todavía andaba mirándole el hígado al otro, levantó una ceja y dijo: «Vale». Y nos fuimos. Y al rato, después de pensarlo un rato, concluyó, filosófico: «Sarna con gusto no pica, colega». 

Podría contarles más bonitas y edificantes historias como ésas, y no sólo de individuos e individuas. También entre pavas se dan su ajo. Tengo una preciosa sobre una conocida feminata que varea con frecuencia a su pareja, y la otra sigue allí, encantada, mientras ambas denuncian con mucho garbo y energía el machismo repugnante de la sociedad española. Pero a estas alturas del artículo ustedes habrán captado el fondo del asunto, resumible en lo de Ángel: leña con gusto no duele. La existencia de ciertos verdugos -no todos, pero sí algunos- sería imposible sin la complicidad activa o pasiva de ciertas víctimas. Sobre eso de las complicidades conozco, casualmente, otra interesante historia doméstica, que concluyó cuando él se despertó a media noche, se la encontró sentada en el borde de la cama, mirándolo, y ella dijo: «La próxima vez que me pongas la mano encima, borracho o sobrio, te corto la garganta mientras duermes». Y no volvió a tocarla, oigan. El tío machote. 

De cualquier modo, ya no es como antes. Es verdad que hay muchas mujeres en España que siguen siendo rehenes de una sociedad opresiva, perversa, y también de sí mismas. Para ellas poco ha cambiado desde los tiempos en que la familia aconsejaba tragarlo todo por el qué dirán, y el confesor -infalible pastor de cuerpos y almas- recetaba resignación cristiana y oraciones pías. Es cierto también que el ser humano es muy complejo, y no resulta fácil ponerse en el lugar de una mujer maltratada, a menudo sola y desprovista de apoyos y consuelos, o considerar el proceso de destrucción interior, en ocasiones imperceptible para ellas mismas, al que muchas mujeres inteligentes y capaces se ven sometidas en el matrimonio o la vida en pareja. También es verdad que cuando una mujer se enamora hasta las cachas puede volverse, a veces, completamente gilipollas -«En llegando a querer, y más, doncella, / su honor y el de los padres atropella», decía Lope, llevando el intríngulis a otros pastos-. Todo eso es cierto; pero también lo es que hoy tenemos televisión, periódicos, información circulando por todas partes. Y leyes adecuadas. La ignorancia, el miedo, el amor desaforado, ya no son excusas para ciertos comportamientos y tolerancias. 

Cualquier mujer, hasta la más ignorante o estúpida, sabe ahora cosas que antes no sabía. O puede saberlas, a poco que mire. Por eso es tan irritante observar en los hombres, adultos o niños, actitudes que a menudo son sus mismas mujeres, madres, hermanas, esposas, las que las transmiten, alientan y justifican. Es como lo del pañuelo o el velo islámico. Cada vez que veo por la calle a una pava velada con niños pequeños me pregunto hasta qué punto no será culpable, en el futuro, del velo de esa hija y del comportamiento de ese hijo. Poca diferencia encuentro entre la mujer que disculpa al hombre que le sacude estopa y la que afirma llevar el hiyab en ejercicio voluntario de su libertad personal. En tales casos, igual que mi colega Ángel aquella noche en las Vistillas, no puedo menos que pensar: sarna con gusto no pica, colega. Que cada palo aguante su vela. Que cada velo aguante su palo. 

21 de septiembre de 2008 

domingo, 14 de septiembre de 2008

Una foto analgésica

Hay una fotografía que me gusta mucho. La tengo delante mientras le pego a la tecla. Fue tomada en París el 26 de agosto de 1944, al día siguiente de la liberación de la ciudad por la 2ª División Blindada del general Leclerc, donde figuraban antiguos combatientes republicanos españoles. El día anterior, la división había entrado en la ciudad llevando en cabeza a la 9ª Compañía, tan llena de compatriotas nuestros que varios de sus vehículos tenían pintados los nombres de Brunete, Ebro, Belchite, Teruel, Guernica, Don Quijote y Guadalajara; y en los partes de combate con las órdenes que el capitán de la 9ª, Raymond Dronne, dio ese día a sus unidades de vanguardia, figuran los nombres de los jefes de algunas de éstas: Montoya, Moreno, Granell, Bernal, Campos y Elías. 

La foto a la que me refiero es típica de la Liberación: arco de Triunfo, vehículos con soldados y la multitud entusiasmada. El semioruga que se ve en el centro de la imagen se llama Guernica y lleva a bordo a siete soldados: cinco de pie, el conductor y otro que va a su lado, también de pie. De los siete, este último es el único que no lleva puesto el casco. Es bajito -les llega a los otros, altos y apuestos, casi por los hombros-, lleva la camisa arremangada, y en vez de mirar al frente impasible y marcial como sus compañeros, mira a la gente con una gran sonrisa y un pitillo en la boca. Con esa foto suelo bromear, poniéndosela delante a los amigos: «Ejercicio de agudeza visual. Adivina quién es el español». 

Hay fotos que queman la sangre y fotos analgésicas. Ésta es de las últimas. Cuando el telediario, el titular de periódico, la mirada que diriges alrededor o el espejo mismo te recuerdan con demasiada precisión en qué infame sitio vives, de qué peña formas parte y qué pocas esperanzas hay de que este patio de Monipodio llegue a ser algún día un lugar solidario, culto, limpio y libre, esa foto y algunas otras cosas por el estilo, que uno guarda en esa imaginaria lata de galletas parecida a la que usaba de niño para guardar tesoros -canicas, cromos, un tirachinas, una navaja de hoja rota, un soldadito de metal-, ayudan a soportar las ganas de echar la pota. Permiten mirar en torno buscando, más allá del primer y desolador vistazo, al fulano bajito y sonriente que, ajeno al protocolo solemne, mira a la gente, orgulloso, feliz de protagonizar tan espléndida revancha, cinco años después de haber pasado los Pirineos con el puño en alto, y en ellos quizá, apretado, un puñado de tierra española. 

No sé cómo se llamaba el soldado del Guernica. Sólo sé que fue uno de los que cantaron ¡Ay Carmela! por las calles de París -el capitán Dronne lo cuenta en sus memorias- tras llegar hasta allí desde Argelia y el Chad, y luego siguieron peleando en Francia, Alsacia y Alemania hasta Berchtesgaden, la residencia alpina de Hitler. Él y los otros, que se echaron al monte al invadir Francia los alemanes o se alistaron en la Legión Extranjera, combatiendo en Narvik, Bir Hakeim, Montecassino, Normandía y la Selva Negra, llenando Francia de lápidas donde todavía hoy se lee Aux espagnols morts pour la liberté, consuelan la memoria cuando uno piensa en el modo miserable en que la Segunda República se fue al diablo; no sólo por la sublevación del ejército rebelde, sino también -qué mala información tenemos en este país idiota e irresponsable- por la vileza de una clase política mezquina, sin escrúpulos, capaz de convertir una oportunidad espléndida en un espectáculo siniestro. En una sangrienta cochinera. 

Por eso me gusta tanto esa foto. Como digo, todos necesitamos analgésicos para ir tirando. Cada uno para lo suyo. Algunos, para hilar fino sin que el malestar, la náusea, te hagan meter a todo cristo en el mismo cazo. Es cierto que, en los últimos tiempos, en España ha tomado el relevo una nueva casta política irresponsable, infame sin distinción de ideologías, pegada a la ubre de los aparatos de sus partidos. Gente sin contacto con la vida real, que ni ha trabajado nunca de verdad ni tiene intención de hacerlo en su puta vida. Parásitos de la vida pública, profesionales del camelo y el cuento chino. Los que, amos de un tinglado nacional rehecho a su medida, ya nunca irán al paro. Y es cierto, también, que esa gentuza medra con la complicidad de una sociedad indiferente, acrítica, apoltronada y voluntariamente analfabeta, que sólo se acuerda de Santa Bárbara cuando le afecta a cada cual. Cuando truena. Esto es así, y el impulso, la tentación de mandarlo todo al diablo, ametrallando a mansalva, resulta lógico. Casi inevitable. 

Por eso consuela tanto recordar, gracias a esa foto de París, que pese a todo, entre tanta basura y tanta chusma, siempre es posible dar con alguien que no se resigna. Que ni se rinde, ni traga. Tipos como el anónimo español de la División Leclerc: bajito, valeroso, descarado, sonriente. Con su pitillo. Capaz de recordarnos a todos, sesenta y cuatro años después, que siempre son posibles la dignidad y la vergüenza. 

14 de septiembre de 2008 

domingo, 7 de septiembre de 2008

Es simpático, el imbécil

Hace muchos años, cuando algún cantamañanas intentaba hacerse socialmente grato con zalemas y sonrisas, un familiar muy cercano y muy querido solía comentar aparte, en tono ecuánime, dirigiendo a veces una sonrisa cortés al interesado: «Es simpático, el imbécil». Me ha recordado eso la última campaña de consejos automovilísticos en autopistas y autovías españolas. Había allí mensajes razonables, por supuesto. Informativos y útiles. Pero uno de ellos me hizo recordar la frase familiar. El mensaje era «Gracias por no correr». Cada vez que lo veía en un paso elevado o una curva, me acordaba de aquello. Son simpáticos, me decía. Los imbéciles. 

Es como para echar la pota, creo, lo mucho que a la autoridad competente, sea la que sea, le gustan esas cosas: gracias por no correr, por no robar, por no matar a nadie. Gracias por ser buen chico, como nosotros. Por ser una criatura chachi y solidaria, a tono con los tiempos. Por eso funcionan tales simplezas, supongo, y nos adaptan a ellas la política y la vida. Incluso hay quien vive de eso: de que parezca que las cosas realmente son así y es posible vivir en una permanente gilipollez; creyendo que dar las gracias por no correr, por ejemplo, basta para que todos seamos mejores y nos queramos más. Para justificar un sueldo, o veinte millones de votos. Gracias por no correr, gracias por no conducir mamado, gracias por no reventar al prójimo, gracias por no asesinar a nadie hoy. Por jugar con nosotros al buen rollito, colega. Por no pasar de ciento veinte kilómetros por hora. Tan agradecidos estamos, oyes, que en el próximo control de la Guardia Civil, los Picoletos sin Fronteras te van a dar un beso en la boca. Smuac. Por bueno, chaval. Por obediente. Y luego se van a poner a cantar y a bailar contigo en mitad de la carretera, igual que en Siete novias para siete hermanos, mientras los demás conductores pasan alegres como en los finales de comedia sentimental americana, sonríen solidarios y tocan el pito, felices, chorreando mermelada. 

Pues no, oigan. Discrepo. En lo que a mí se refiere, cuando voy por la carretera con un ojo en el velocímetro y otro en los innumerables hijos de puta que pasan a ciento ochenta, no quiero que los paneles me den las gracias por no correr ni por ninguna otra maldita cosa. Nadie va más despacio por eso. Lo que necesito, si se me calienta el acelerador, es que alguien con autoridad, en los paneles o en donde sea, me advierta de que si meto la gamba me va a crucificar en cinemascope. Sin piedad. No quiero sonrisitas, guiños y achuchones afectuosos, sino que me pongan las cosas claras. «Si corres, te vas a romper los cuernos», por ejemplo, da poco lugar a equívocos. «No te pases un gramo, que te lo pesan», es otra posibilidad. Sin excluir «Como vayas rápido, te metemos el carnet por el ojete», «Recuerda que tu futura viuda todavía está potable» o «Como te pillemos borracho vas a jiñar las plumas, cabrón». Cosas así, vamos. Directas. Elocuentes. 

Y es que, oigan. Nada más cursi y empalagoso que el Estado cuando se pone en plan simpático, o lo pretende. Porque el Estado no puede ser simpático nunca. Lo suyo es recaudar, reprimir, organizar. Dar por saco. El Estado es el mal necesario, a menudo en manos de golfos innecesarios. Intrínsecamente antipático hasta las cachas. Así que no veo por qué sus ministerios, direcciones generales o quien sea, deben componer sonrisitas cómplices a mi costa. En lo que al arriba firmante se refiere, el Estado puede meterse el paternalismo amistoso en la bisectriz. Cada uno en lo suyo, qué diablos. Respetar las limitaciones de velocidad no es algo que un panel de Tráfico deba agradecerme. Es mi seguridad y la de otros. Si cumplo, soy un fulano prudente y razonable. Si no, soy un irresponsable, un cretino y un desalmado, acreedor a un funeral prematuro o a que me sacudan en la cresta con todo el peso de la ley. Punto. 

En un mundo ideal, tipo bosquecito de Bambi, todo eso estaría de perlas. Valses de la Cenicienta, ya saben. Eres tú el príncipe azul. Pero éste es el mundo real. La peña sólo respeta al prójimo cuando no cuesta esfuerzo ni dinero; en lo otro va a lo suyo. No hay más eficaz apelación a la conciencia de un ciudadano que prevenirlo por el artículo catorce: si delinques, te molemos a hostias. Lo demás es demagogia, buenismo idiota y milongas. Y además es mentira. Las gracias por no correr pueden y deben dárselas los conductores unos a otros en la carretera. Ellos sí, naturalmente. Pero una Dirección General de Tráfico, o quien sea, no tiene por qué. Que se ocupe de sus asuntos y nos evite frasecitas chorras que insultan la inteligencia de quien las lee. Lo que tienen que hacer los Estados y los gobiernos, y aquel a quien corresponda, no es derrochar cariñitos, sino eficacia: guardias civiles que inspiren respeto y radares que trituren carnets. Machacar al infractor, como es su obligación, y ahorrarnos simpatías imbéciles. 

7 de septiembre de 2008