Suelo comprar los deuvedés donde antes compraba los vídeos, en la sección adecuada de una tienda donde los empleados -casi todos mujeres- son extremadamente competentes. No recuerdo ni un solo caso en el que hayan consultado el ordenata para buscarme una película. Maribel, que así se llama la dependiente más veterana, y sus compañeras siempre saben si está agotada o no, si viene de camino o en qué lugar exacto se encuentra, y a menudo hasta la han visto, o la conocen. La de Grace Kelly, se dicen unas a otras. Con Cary Grant. Al fondo a la derecha. Ésa es la ventaja de que te atiendan personas para quienes el trabajo no significa sólo un mero trámite de jornada laboral. Puestos a ello, procuran desempeñarlo con eficacia y vergüenza torera.
No siempre es así, claro. Y cuando no lo es, se nota más. Es molesto decir hola, buenas, busco tal, y que el dependiente no tenga ni idea. O que le dé lo mismo colocarte jota que bolero. Eso, que en cualquier sitio resulta incómodo, se vuelve desagradable cuando hay cultura de por medio. Nadie entra en la librería o en una sección de música clásica como quien va a comprar ultramarinos -bellísima palabra, por cierto, que deberíamos usar más a menudo-. Siempre esperas, al menos, cierta correspondencia entre la materia y el agente que te la suministra, cuando no complicidad. Por eso ahí las decepciones son mayores. Más tristes los equívocos.
Mis libros los compro en librerías pequeñas, salvo excepciones. A veces hay prisas o circunstancias que me obligan a entrar en tiendas grandes. No tengo queja, aunque a veces se dan situaciones absurdas. Quiero decir que situar a un empleado analfabeto en una sección determinada puede no tener consecuencias graves para la buena marcha de una tienda en general; pero ponerlo a despachar libros es otra cosa. Pensaba en eso el otro día, cuando entré en la sección de librería de una tienda grande buscando un volumen concreto de las Vidas paralelas: Alejandro y César. La jovencita que me atendió no tenía ni idea de qué le estaba hablando. Le sonaba a chino. «Busque en Plutarco», sugerí. Al fin, voluntariosa, localizó la obra en el ordenador y trajo un ejemplar de la Colección Gredos. Plutarco. Vidas paralelas. Arístides, Catón. «Le pedí el que tiene las de Alejandro y César», dije. «No se preocupe -respondió convencida, radiante-. El ordenador dice que es obra completa.» Me llevó poco tiempo explicarle que las Vidas paralelas es obra completa, en efecto, pero repartida en varios volúmenes. Y que me había traído uno de ellos, mientras que yo le pedía otro. La moza lo entendió al fin, me trajo el libro correcto y nos separamos tan amigos. Pero no pude evitar preguntarme cuál era la preparación cultural, no de aquella chica, que trabajaba en donde podía, sino del responsable que la había puesto en la sección de librería, y no en la de cosméticos, por ejemplo. Ella habría sido más feliz, seguramente. Y los clientes también.
Mi episodio favorito con esto de los libros y quienes los venden ocurrió hace un par de años en la estación del AVE de Sevilla, y celebro tener hoy pretexto para contarlo. Estaba sentado en un banco, leyendo un libro mientras esperaba la salida de mi tren. Una atractiva jovencita muy maquillada, con falda corta y piernas espectaculares, se me paró delante, llevando en las manos una carpeta llena de papeles y una revista del Círculo de Lectores. «Hola -me tuteó sonriente, con tonillo frivolón y ligeramente pijolandio-. ¿Te gusta leer?» La miré por este orden: piernas, ojos, revista del Círculo. «Algo», respondí, cerrando el libro que tenía en las manos. Hizo entonces un simpático movimiento de caderas, sugerente, como en los anuncios de la tele. «¿Conoces el Círculo de Lectores?» La miré pensativo. Luego dirigí la vista hacia el escaparate de la librería de la estación, donde estaban expuestas dos novelas mías. «Fíjate si lo conozco -respondí-que en esa revista que tienes en las manos sale mi foto.» Me miró durante cuatro segundos, fijamente. «¿Co-como que tu foto?», balbució al fin. Tenía la misma sonrisa comercial que antes, pero un poquito rígida. Incrédula. «Sí -dije-. Anda, mira dentro.» Todavía sonreía como si se hubiera olvidado de dejar de hacerlo. Una sonrisa disecada. «¿Y co-cómo te llamas?», preguntó mientras pasaba páginas. Le dije mi nombre en el momento en que, supongo, llegaba a la doble página donde se anunciaba el último Alatriste: Corsarios de Levante. Entonces se le cayeron todos los papeles al suelo.
Al rato apareció con su superior, que andaba por allí. Se disculpó éste con mucho embarazo, y yo le dije que no tenía por qué. Que la vendedora era encantadora y que nadie tenía obligación de conocer mi careto. Faltaría más. Después, cuando se alejaban, miré otra vez las piernas de la chica. Comprendía perfectamente al jefe. Hasta yo me habría suscrito, oigan. Al Círculo. A donde fuera.
5 de octubre de 2008
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