Me gusta mucho Cádiz, quizá porque se parece a la Cartagena de mi infancia y mis nostalgias: una ciudad del XVIII con tres mil años de memoria portuaria y marinera, meridional, africana, surrealista como ella sola. Estos días, para mi felicidad, ando por allí de amigos, librerías y bibliotecas, preparando un ciclo de conferencias sobre el bicentenario de 1812. Ése es un pretexto estupendo para patear de nuevo esas calles, hacer el viacrucis de mis bares favoritos -los más cutres del barrio de la Viña-, y ver pasar a la gente sentado en una terraza de la calle Columela o la plaza de San Francisco. También para encontrarme de nuevo con mi viejo enemigo El Minador Enmascarado.
Cádiz es una ciudad limpia, en principio. No como otras cuyo nombre callo por caridad cristiana. Quizá porque está llena de señoras mayores que van a la plaza por las mañanas o pasan la fregona por el portal y su cacho de acera, Cádiz es una ciudad pulcra y reluciente, habitada por gente como Dios manda. Gente de toda la vida, que a veces tiene perro, o perros. Perros y perras, que diría el político soplapollas -o la político soplapollas- de turno. Pero, como he dicho antes, los gaditanos son aseados y responsables. Es imposible, por tanto, que la cantidad de deposiciones y excrementos caninos que alfombra su casco histórico desde Puerta de Tierra a La Caleta, sea culpa de sus habitantes. Ningún gaditano sería capaz de permitir a su mejor amigo, el cánido, aliviarse en mitad de la acera sin agacharse luego a recoger el producto con la bolsita correspondiente y tirarlo a una papelera. Eso no me lo puedo de creer, pishas. Ni de coña. Es, por tanto, imposible que las innumerables minas defecatorias plantadas sistemáticamente a lo largo y ancho de toda la ciudad vieja -una cada diez metros, más o menos-, a la espera de que un transeúnte incauto coloque la suela del zapato encima, plas, provengan del esfínter flojo de perros locales con diferentes amos. Y que el Ayuntamiento -Teófila, dama de hierro- lo permita. Una ciudad como Cádiz, poblada por ciudadanos ejemplares de limpia ejecutoria, no puede tener tanto hijo de puta con perro. No me salen las cuentas.
Es ahí donde, estoy seguro, interviene El Minador Enmascarado. Eso ya es más razonable, fíjense. Trabajo con la hipótesis de que en Cádiz hay alguien que me odia personalmente. Alguien que tiene cuentas pendientes conmigo. Lo mismo le desagrada mi careto, o mi prosa dominical, o prefiere las novelas de Javier Marías, o no le gustan mis corbatas. Los caminos del odio defecatorio pueden ser infinitos e inescrutables. Y estoy seguro de que ese enemigo invisible, El Minador Enmascarado, es quien, cada vez que se entera de que estoy allí, recorre las calles al acecho, sigiloso y malévolo, precediéndome con una jauría de perros con desarreglo intestinal, procurando sembrar de minas mis itinerarios habituales, a ver si me descuido, piso el artefacto y zaca. Me pilla. El Reverte blasfemando en arameo mientras salta a la pata coja. Emitiendo opiniones controvertidas sobre el copón de Bullas y la virgen del Rosario.
Pero verdes las siegan, canalla. A menudo, como en Cádiz hace buen tiempo y callejea tanta gente, cuando llego a una de esas trampas mortales de necesidad compruebo que ya pasó por encima cierto número de transeúntes que, dicho en jerga golfaray, se comieron el marrón. A veces es un tropel de guiris, recién desembarcados de un crucero, el que paga el pato; otras, cualquier ciudadano, vecino de calle o funcionario rumbo al cafelito de las once. La ventaja, en tales casos, es que casi todas las minas ya están pisadas: explotaron bajo otros incautos. Las huellas de patinazos, raaaas, son elocuentes. Además, la gente usa ahora poco zapato con suela de material y mucha deportiva con dibujo, y ésa se lo lleva casi todo. Chof, chof. Aun así procuro ir atento, avanzando en zigzag. Cauto. Una vida dura como la mía enseña un huevo. Incluso enseña dos. Sobreviví al temporal de la Navidad del 70, a Beirut, a Sarajevo y a esa individua sectaria -antigua jefa de Informativos de TVE- rebozada en resentimiento y mala leche que ahora escupe bilis en la tele con el nombre de María Antonia Iglesias. Figúrense cómo tengo el colmillo de retorcido, a estas alturas del Coyote y el Correcaminos. En Cádiz no leo diarios por la calle, ni miro balcones o ventanas. Por no mirar, ni miro a las mujeres guapas. Avanzo prudente, estudiando el suelo como Rambo en territorio enemigo. Previendo la emboscada. A ver en qué acera me la van a endiñar, si me descuido. Dónde está la siguiente plasta intacta, aguardándome como una cita letal con el Destino proceloso. No podrás conmigo, cabrón, mascullo entre dientes. Minador Enmascarado, o como te llames. O Minadora. Los viejos reporteros nunca mueren.
26 de octubre de 2008
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