domingo, 28 de abril de 2002

Baja estofa


Hay días en que ya no aspiras en absoluto a que cambie el mundo -a estas alturas sabes que no hay más cera que la que arde- sino sólo a que ese mundo te dé por saco lo menos posible. A quedarte fuera, si puedes, o al margen, y que todo lo que te molesta o te importa un carajo, que son unas cuantas cosas, venga a rozarte lo imprescindible; como cuando, antiguamente, los duelistas a pistola se ponían de perfil para ofrecer menos blanco al adversario. Días en que envidias a aquellos capaces de mantenerse a distancia con la ayuda elegante de un florete honorable, de un libro, de una actitud o de una idea, en medio de tanto bellaco que viene a contarte sus cuitas, a declamarte versos propios y ajenos, o a tirar mondas de naranja en mitad de la calle. Hace quince años escribí una novela sobre eso, lo que indica que ya me pasaba entonces. Y si ya me pasaba, y me sigue pasando, mala papeleta. Significa que llevo quince años jodido. Y lo que me queda.

Ayer fue uno de esos días de que les hablo, y empezó precisamente con las mondas de naranja. Conducía rumbo al aparcamiento en el que dejo el coche cada vez que bajo a Madrid; y en plena calle Mayor, casualmente enfrente de la esquina de mi vecino el rey de Redonda, se detuvo a mi lado un coche con un par de varones jóvenes. Pese a mis ventanillas cerradas pude oír el pumba-pumba de la música que llevaban a todo volumen. El que estaba más próximo a mí tenía un pie calzado con zapatilla de tenis sobre el salpicadero, pelaba una naranja y se comía los gajos, deshaciéndose de las mondas por el método más natural y espontáneo: dejarlas caer a la calle. Lo miré, me miró, se volvió un poco a su compañero como para comentarle qué estará mirando ese gilipollas y siguió tirando mondas como si tal cosa.

Aparqué en el subterráneo, unos metros más allá. Cerré el coche y me disponía a subir por la escalera cuando llegó una pareja, hombre y mujer, treintañeros ambos. Iban cogidos de la mano, vestían de forma razonable. Ella parecía, incluso, elegante. Les cedí el paso - nadie dijo gracias, por supuesto -, y cuando subía detrás de ellos, el varón carraspeó para despejarse la garganta, se volvió de lado y escupió, justo en el peldaño donde yo me disponía a apoyar el zapato, un gargajo de generosas dimensiones. Sorteé el lapo como pude. Salí a la calle y los vi alejarse, satisfechos de la vida, moviendo ella el culo encantada, supongo, de ir de la mano de aquel animal de bellota. Y es que, reflexioné, algunos tíos que vienen directos de la porqueriza lo traen escrito en la cara, pero el alma de las mujeres es insondable. Me equivocaba. O eso era antes. Ahora el alma de las mujeres es sondabilísima. Por lo menos, el alma de la que estaba en la Plaza Mayor conversando con otra. Le calculé cuarenta. Aspecto normal, de infantería. Clase media. Hablaba con una ordinariez indescriptible; y acto seguido, para rematar, fue a sentarse al banco de piedra de una de las farolas, bien espatarrada, en una actitud que ni siquiera una furcia de barrio marinero se habría permitido hace diez años. Espero que no le dé ahora por rascarse el coño, pensé. Sería excesivo para un solo día. Y ahora viene la pregunta, los porqués. O la reflexión. A esa chusma que cruzó por mi vida en el breve espacio de media hora no hay forma de prohibirles que salgan a la calle, naturalmente. Tienen derecho a frecuentar lugares públicos, ir al cine, entrar en restaurantes, viajar en metro o en autobús. Tienen derecho a vivir. Y no sólo eso, sino que el mundo gira cada vez más en torno a ellos, se adapta a sus gustos y costumbres. Ellos pagan con el dinero de su trabajo, ellos mandan, ellos educan; hasta el punto de que, poco a poco, ese ellos termina convirtiéndose en nosotros. Con nuestras mondas de naranja y nuestros lapos y nuestros espatarres. Y en semejante panorama, mantener disciplinas, actitudes que reflejen y apoyen una actitud moral distinta, no sólo es un acto anticuado, inútil, sino socialmente peligroso. Sitúa a quien lo ejercita en la mala coyuntura de pasar por un reaccionario, por un tiquismiquis gruñón. Por un perfecto gilipollas. Y la lógica es aplastante: por qué no ser por fuera lo que somos por dentro. Por qué sacrificarnos con reglas incómodas, pudiendo estar cómodos y naturales. Por qué guardar las mondas en el bolsillo, si tenemos el suelo a mano. Por qué no hacer oír a los demás la música que nos encanta o no sacar los pies por la ventanilla si de ese modo se ventilan. Por qué quitarnos la puta gorra de béisbol al entrar en un restaurante, si puesta en la cabeza no se nos olvida al salir. Por qué aguantarnos las ganas de escupir y despejar la garganta. Por qué sentarnos con las rodillas juntas si estamos más relajadas y frescas abiertas de piernas.

Somos así de absurdos. O de estúpidos. Siglos de esfuerzo intentando educar al ser humano para descubrir ahora que maldita la falta que nos hace.

28 de abril de 2002

domingo, 21 de abril de 2002

Teta y pólvora


Imagino que no se llama teniente Mariloli; pero ni el Ministerio de Defensa ni los periódicos dan su nombre, y de alguna forma tengo que llamarla. El caso es que la teniente Mariloli, además de soldado o soldada, es madre. Su bélica vocación no quita que tenga una criatura. Y como sus jefes no le dejan tiempo para el ejercicio materno, ha montado una bronca a base de batalla legal y con consecuencias políticas. Su demanda arguye que los rigores del horario castrense resultan incompatibles con el cuidado de su hijo. Y estoy de acuerdo: son incompatibles con eso y con muchas otras cosas. Imagínense a la teniente consultando el predictor tras las líneas enemigas mientras calcula si romperá aguas antes de la victoria final. O cubierta de sudor y sangre, interrumpiendo el combate porque es hora de la teta. O que la pólvora del último asalto a vida o muerte le haya contaminado la leche, y se fastidie la lactancia y luego el mamoncillo crezca con poco calcio. Lo que pasa, claro, es que, asumido el conflicto de la teniente Mariloli entre amor materno y ardor guerrero, la pregunta que te haces no es si la vida militar resulta compatible con el cuidado de un hijo, sino justo lo contrario: si quienes tienen a su cargo el cuidado de un hijo, o planean tenerlo, son compatibles con las situaciones clásicas de lo que en todos los países del mundo -menos en esta España demagógica y soplapollas-, se entiende por vida militar. Ahí me temo que el problema afecte más a las mujeres que a los hombres; salvo que ustedes me digan que también en la cosa bélica debe haber absoluta igualdad de sexos, y que marido y mujer han de turnarse equitativamente en el biberón y en el campo de batalla, porque una trinchera talibán pueden asaltarla, o defenderla, o lo que sea, lo mismo veinte Marilolis que veinte Manolos -si me salen con eso, hemos terminado ahora mismo esta conversación-. Además, que las fuerzas armadas de aquí sólo estén para hacerse fotos llevando el botijo de los norteamericanos en Kosovo o Afganistán, y que a Piqué y a Solana se les descojone Sharon de risa en la cara, no significa que un ejército sea una oficina o una fábrica o un supermercado. Ahora todo soldado es voluntario y está para lo que está: para obedecer a cambio de una paga, joderse cuando toca guardia, e ir a la guerra cuando toca guerra, a tragar mierda y lo que se tercie, a matar y a que te maten sin rechistar. Así ha sido siempre, pese a toda la murga moderna con las misiones presuntamente humanitarias o antiterroristas, con el ejército español para la paz y toda la parafernalia, y con esa demagógica desvinculación que se pretende ahora entre ejército y guerra, como si ya no tuviesen que ver uno y otra. Algo así como decir: tengo un cuerpo de bomberos, pero los incendios son moralmente reprobables y prefiero ignorarlos o que los apaguen otros. Así que tengo bomberos para darles juguetes a los niños quemados, el día de Reyes.

A ver si nos entendemos. Un soldado, en esencia, no es más que un hijoputa que es mejor que esté de tu parte y joda a otros, a que este de parte de otros y te joda a ti. Luego entran los matices: el heroísmo, la dignidad, el sacrificio y todas esas cosas; que a veces están bien pero siguen sin afectar el hecho principal: aunque en España lo de las fuerzas armadas sea un bebedero de patos, la guerra está ahí afuera, es una desgracia histórica permanente, y no va a ser Federico Trillo, ni los juguetes antibélicos, ni las oenegés de Almería, lo que cambie el rumbo de la sucia condición humana. La cuestión es si tienes ejército de verdad o tienes sólo un pretexto para figurar en la OTAN. Si estas dentro o no lo estás. Si eres soldado o si la puntita nada más. Las reglas están ahí y su aceptación es voluntaria: así que la teniente Mariloli podría habérselo pensado mejor antes de jugar a la teniente O'Neil, que al fin y al cabo no es más que una puta película. Y también podrían haberlo pensado esos tiñalpas del Ministerio de Defensa que ahora andan poniendo parches y buscando soluciones. Los mismos que, para mantener unas fuerzas armadas que son una patética piltrafa, llevan años recurriendo a emigrantes y a mujeres para cubrir las plazas profesionales mal pagadas y poco atractivas que a los varones de aquí les importan un carajo, abriéndolas a candidatos sin otra motivación que un curro para comer caliente. Convirtiendo así a España en el segundo país occidental, tras Estados Unidos, en mujeres militares; dato del que, encima -entre el ejército gringo y el nuestro hay pequeñas diferencias-, algunos cretinos y cretinas alardean orgullosos y orgullosas. Eso supone casi una hembra por cada diez máquinas de matar, feroces legionarias incluidas. Y no cuenta a las 1.072 mujeres soldado que han pedido la baja por depresión en los últimos cinco años. Ya saben: el ambiente machista, el estrés. Pero no perdamos la esperanza. El estrés desaparecerá el día en que nuestras fuerzas armadas establezcan al fin un adecuado ambiente feminista. Se van a enterar los marroquíes cuando quieran tocarnos los ovarios con Ceuta y Melilla.

21 de abril de 2002

domingo, 14 de abril de 2002

Sushis y sashimis


Les juro que a estas alturas ya me da igual. O casi me lo da, porque hace tiempo comprendí que es inútil. Que los malos siempre ganan la batalla, y que el único sistema para no despreciarte a ti mismo como cómplice consiste en escupirles exactamente entre ceja y ceja, y de ese modo estropearles, al menos, la plácida digestión de lo que se están jalando. Esta introducción -o proemio, que diría don Antonio Gil, mi profesor de latín- viene a cuento del atún rojo, y el atún fucsia, y el chanquete, el salmonete o lo que ustedes quieran, y de los peces en general y de un mar en particular, el Mediterráneo en este caso. Y me da igual, les decía, o hago como que me lo da, que los pescadores, entre los que alguno no tiene dos dedos de frente o medio palmo de escrúpulos y le da lo mismo tener pan para hoy y hambre para mañana, estén logrando la extinción de cuanto vive bajo el agua, hasta el punto de que ir a una lonja para una subasta da ganas de llorar, cuando ves lo que sacan del agua: cuatro raspallones de mala muerte, un cefalópodo junior y un atuncillo despistado que pasaba por allí.

Me da igual -o me pongo así de esta manera, como si me diera o diese-, que ahora los pescadores trabajen para esos campos de exterminio flotantes que se han montado en España los del atún rojo: las jaulas donde dicen que los crían, qué risa Basilisa, juas, juas, juas, como si no supiéramos algunos que ese atún no nace en cautividad ni aunque los padres estén borrachos, y que lo que se está haciendo en el Mediterráneo con ese bicho, además de una canallada ecológica, es un negocio que sólo beneficia a unos cuantos, y sobre todo a los japoneses que pagan una pasta, porque allí ese pescado es apreciado y carísimo. Podría, si tuviera ganas -pero ya no tengo muchas-, detallar cómo se lo montan aquí mis primos; cómo detectan con avionetas los bancos de atún, los acosan, los cercan, los encierran en jaulas marinas, los engordan, los matan y se los remiten a los de las Nikon para sushis y sashimis. Podría contar cómo, pese a que España es un país que en teoría protege la especie en extinción del atún rojo -aquí no se expiden licencias, faltaría más-, somos Unión Europea de élite y todo eso se hacen bonitas carambolas a cuatro bandas con licencias francesas y con morro nacional, un poquito de tela por aquí y un poquito de mandanga por allá, se habla eufemísticamente de viveros y de criaderos y de la zorra que los parió, y el Ministerio de Agricultura, Pesca y Alimentación, del que también podríamos charlar despacio otro día, mira impávido al tendido, supongo -me da la risa floja al suponerlo- que por amor al arte; y la Dirección General de la Marina Mercante prefiere no meterse en problemas; y los ecologistas, a quienes tanto les gusta salir en las fotos para gilipolleces, andan en esta materia con el bolo colgando en vez de montar la de Dios es Cristo; y los pescadores, esos pobres pringados, en lugar de boicotear ciertas jaulas o bloquear un puerto, o incluso pegarle fuego al organismo oficial correspondiente, aceptan trabajar como sicarios por cuatro duros miserables para los que de verdad se lo llevan crudo y que luego se hacen fotos en plan empresa ejemplar con las más altas autoridades, consejeros, presidentes y ministros incluidos, todos compadres con sus corbatas verde y rosa fosforito, encantados de conocerse íntimamente unos a otros. Smuac.

Podríamos entrar en documentados y deliciosos detalles sobre todo ese panorama, repito. Pero a estas alturas no sirve de nada, y ya he dicho antes que me da igual; que el mal está hecho y es irreversible, y que cuando tenga ocasión de tropezarme a algún responsable de toda esa bazofia, ya me encargaré personalmente de ciscarme en su puta madre, si puedo. Pero lo que ya no me da igual es izar las velas para olvidar precisamente que vivo en un triste lugar llamado España, con elevadísimo número de sinvergüenzas por metro cuadrado, y cuando al fin me creo libre allá afuera, génova y mayor arriba y con quince nudos de viento a un descuartelar, rumbo a donde sea, toparme con uno de los doscientos mil laberintos de jaulas, redes y balizas que ahora hay fondeados de cualquier manera y multiplicándose por todas partes, a veces sin señalar en las cartas, mientras te preguntas quién es el imbécil -en el más honesto de los casos- que autoriza que los calen aquí y allá, con luces que a menudo están apagadas en noches de temporal, en medio de las rutas tradicionales, bloqueando el paso a los abrigos de toda la vida -la otra noche, por ejemplo, eché las muelas recalando en la trampa mortal en que han convertido La Azohía de Mazarrón, y olvidando que, además del derecho de unos pocos a enriquecerse con el exterminio, para otros también existe el derecho a la libre navegación, y a que no nos toquen los cojones. Y eso sin contar la sensación de tristeza, la amargura que produce navegar entre esas jaulas siniestras que huelen a mares desolados, a dinero turbio y a muerte.

14 de febrero de 2002

domingo, 7 de abril de 2002

Victoria en Somosierra


Ya era hora. Por fin la Dirección General del Patrimonio se ha cortado un poquito, abriendo expediente para la declaración de Bien de Interés Cultural del campo de batalla de Somosierra, donde el 30 de noviembre de 1808 tuvo lugar la más legendaria carga de caballería de que se tiene memoria, quien la tiene –Balaclava, y lo siento por mi vecino el perro inglés, fue una vil chapuza que se inventó el poeta Tennyson-. Ya sé que todo eso suena ahora a prehistoria caduca, fané y descangallada, y que gracias al denodado esfuerzo de varios ex ministros de Educación y Cultura –como mi admirado Javier Solana, ese Kissinger del siglo XXI- ni siguiera viene en los libros del cole; pero hay que reconocer que en su momento la cosa tuvo su miga. Y su importancia. El general Dupont acababa de ser derrotado en Bailén por un ejército de guerrilleros, Napoleón Bonaparte en persona dirigía la reconquista de la Península, y en Somosierra diez mil españoles intentaban cortarle el paso hacia Madrid a dieciocho mil fulanos que eran la flor y la nata del Ejército gabacho. A las siete de la mañana había niebla, los de aquí se defendían bien, y el mariscal Víctor –el padre del escritor Víctor Hugo- no conseguía despejar las alturas. Entonces Napoleón ordenó una carga de la caballería polaca monte arriba, directos contra los cañones; y los polacos, que eran chavales muy bien mandados y con los huevos en su sitio, gritaron viva el emperador y toda la parafernalia, picaron espuelas y, bueno. Palmaron unos cuantos, pero se pasaron por la piedra a los manolos de arriba, que al mediodía corrían como conejos.

No fue un momento muy glorioso para la cosa hispánica, la verdad. Puesto a tocar trompetas en plan tararí tararí, se me ocurren otros. Pero la batalla de Somosierra está en los libros de historia militar, y además por allí andaba el Petit Cabrón en persona, desayunando –supongo- unos huevos fritos con chorizo. Así que para los aficionados a la historia, la cosa tiene su puntito. En cuanto al campo de batalla, como suele ocurrir en estos casos –las batallas de antes solían darse en campo abierto-, su valor es menos arqueológico que de paisaje histórico. Los restos de la época son muy pocos: una fortificación militar napoleónica, una ermita y medio puente de piedra de autenticidad dudosa. Pero allí arriba, como ocurre en otros lugares semejantes, se reúnen cada año, para conmemorar la fecha, investigadores, aficionados y representantes de los países que participaron en el asunto. Recorren los lugares, estudian los hechos en la topografía local, mantienen vivo el recuerdo de la tragedia, el heroísmo y la estupidez humana, honran la memoria de quienes allí sufrieron, y reflexionan sobre la terrible lección que encierra cada campo de batalla. En el caso de Somosierra no faltan cada año representantes polacos y franceses, que peregrinan por aquellas alturas, aquí estaba Fulano y allí Mengano, por aquí subieron, aquí tal y cual. Ya he escrito alguna vez en esta página que la visita a un campo de batalla puede ser mala o buena, según quién te guíe por él. Y que si dejamos a un lado la demagogia patriotera barata y también la otra demagogia estúpida que se niega a aceptar que la condición humana está hecha de sombras y de tragedia, un lugar como Somosierra puede convertirse, para las generaciones jóvenes, en una excelente escuela de lucidez y de tolerancia.

Por suerte ya no es necesario irse a Waterloo o a la playa Omaha, tan lejos, para encontrar grupos de escolares a quienes sus profesores explican, en el escenario de los hechos, cómo y por qué miles de jóvenes quemaron sus vidas en la hoguera absurda de la guerra. En España, gracias a la iniciativa de ayuntamientos, de particulares aficionados a la historia o de maestros –hermosa palabra que en este país de soplapollas ya nadie usa- que libran su particular honrosa batalla contra la desmemoria, se lleva a cabo en los últimos años un esfuerzo de recuperación de lugares vinculados a nuestra historia. Así que no está mal que, de vez en cuando, organismos oficiales de más peso y recursos económicos echen una mano y se mojen en la faena, como acaba de hacer la Dirección General del Patrimonio con el respaldo de la Comunidad de Madrid. Lástima que eso ocurra –que tiene delito- sólo después de que la iniciativa haya sido apoyada por los gobiernos de Francia y Polonia, tras muchos años de intentos frustrados en los que, debido a que las iniciativas procedían sólo de particulares españoles, nadie hizo ni puto caso. Y conservo como oro en paño el recorte de prensa cuando hace cosa de cinco o seis años se rechazó la humilde propuesta de levantar un monolito conmemorativo en Somosierra, después de que un representante de Izquierda Unida argumentara – todo un manifiesto cultura, el suyo- que las batallas son de derechas de toda la vida, que esa iniciativa era puro militarismo franquista, y que a santo de qué venía acordarse a estas alturas de ese tal Napoleón.

7 de abril de 2002