Hay días en que ya no aspiras en absoluto a que cambie el mundo -a estas alturas sabes que no hay más cera que la que arde- sino sólo a que ese mundo te dé por saco lo menos posible. A quedarte fuera, si puedes, o al margen, y que todo lo que te molesta o te importa un carajo, que son unas cuantas cosas, venga a rozarte lo imprescindible; como cuando, antiguamente, los duelistas a pistola se ponían de perfil para ofrecer menos blanco al adversario. Días en que envidias a aquellos capaces de mantenerse a distancia con la ayuda elegante de un florete honorable, de un libro, de una actitud o de una idea, en medio de tanto bellaco que viene a contarte sus cuitas, a declamarte versos propios y ajenos, o a tirar mondas de naranja en mitad de la calle. Hace quince años escribí una novela sobre eso, lo que indica que ya me pasaba entonces. Y si ya me pasaba, y me sigue pasando, mala papeleta. Significa que llevo quince años jodido. Y lo que me queda.
Ayer fue uno de esos días de que les hablo, y empezó precisamente con las mondas de naranja. Conducía rumbo al aparcamiento en el que dejo el coche cada vez que bajo a Madrid; y en plena calle Mayor, casualmente enfrente de la esquina de mi vecino el rey de Redonda, se detuvo a mi lado un coche con un par de varones jóvenes. Pese a mis ventanillas cerradas pude oír el pumba-pumba de la música que llevaban a todo volumen. El que estaba más próximo a mí tenía un pie calzado con zapatilla de tenis sobre el salpicadero, pelaba una naranja y se comía los gajos, deshaciéndose de las mondas por el método más natural y espontáneo: dejarlas caer a la calle. Lo miré, me miró, se volvió un poco a su compañero como para comentarle qué estará mirando ese gilipollas y siguió tirando mondas como si tal cosa.
Aparqué en el subterráneo, unos metros más allá. Cerré el coche y me disponía a subir por la escalera cuando llegó una pareja, hombre y mujer, treintañeros ambos. Iban cogidos de la mano, vestían de forma razonable. Ella parecía, incluso, elegante. Les cedí el paso - nadie dijo gracias, por supuesto -, y cuando subía detrás de ellos, el varón carraspeó para despejarse la garganta, se volvió de lado y escupió, justo en el peldaño donde yo me disponía a apoyar el zapato, un gargajo de generosas dimensiones. Sorteé el lapo como pude. Salí a la calle y los vi alejarse, satisfechos de la vida, moviendo ella el culo encantada, supongo, de ir de la mano de aquel animal de bellota. Y es que, reflexioné, algunos tíos que vienen directos de la porqueriza lo traen escrito en la cara, pero el alma de las mujeres es insondable. Me equivocaba. O eso era antes. Ahora el alma de las mujeres es sondabilísima. Por lo menos, el alma de la que estaba en la Plaza Mayor conversando con otra. Le calculé cuarenta. Aspecto normal, de infantería. Clase media. Hablaba con una ordinariez indescriptible; y acto seguido, para rematar, fue a sentarse al banco de piedra de una de las farolas, bien espatarrada, en una actitud que ni siquiera una furcia de barrio marinero se habría permitido hace diez años. Espero que no le dé ahora por rascarse el coño, pensé. Sería excesivo para un solo día. Y ahora viene la pregunta, los porqués. O la reflexión. A esa chusma que cruzó por mi vida en el breve espacio de media hora no hay forma de prohibirles que salgan a la calle, naturalmente. Tienen derecho a frecuentar lugares públicos, ir al cine, entrar en restaurantes, viajar en metro o en autobús. Tienen derecho a vivir. Y no sólo eso, sino que el mundo gira cada vez más en torno a ellos, se adapta a sus gustos y costumbres. Ellos pagan con el dinero de su trabajo, ellos mandan, ellos educan; hasta el punto de que, poco a poco, ese ellos termina convirtiéndose en nosotros. Con nuestras mondas de naranja y nuestros lapos y nuestros espatarres. Y en semejante panorama, mantener disciplinas, actitudes que reflejen y apoyen una actitud moral distinta, no sólo es un acto anticuado, inútil, sino socialmente peligroso. Sitúa a quien lo ejercita en la mala coyuntura de pasar por un reaccionario, por un tiquismiquis gruñón. Por un perfecto gilipollas. Y la lógica es aplastante: por qué no ser por fuera lo que somos por dentro. Por qué sacrificarnos con reglas incómodas, pudiendo estar cómodos y naturales. Por qué guardar las mondas en el bolsillo, si tenemos el suelo a mano. Por qué no hacer oír a los demás la música que nos encanta o no sacar los pies por la ventanilla si de ese modo se ventilan. Por qué quitarnos la puta gorra de béisbol al entrar en un restaurante, si puesta en la cabeza no se nos olvida al salir. Por qué aguantarnos las ganas de escupir y despejar la garganta. Por qué sentarnos con las rodillas juntas si estamos más relajadas y frescas abiertas de piernas.
Somos así de absurdos. O de estúpidos. Siglos de esfuerzo intentando educar al ser humano para descubrir ahora que maldita la falta que nos hace.
28 de abril de 2002
Ayer fue uno de esos días de que les hablo, y empezó precisamente con las mondas de naranja. Conducía rumbo al aparcamiento en el que dejo el coche cada vez que bajo a Madrid; y en plena calle Mayor, casualmente enfrente de la esquina de mi vecino el rey de Redonda, se detuvo a mi lado un coche con un par de varones jóvenes. Pese a mis ventanillas cerradas pude oír el pumba-pumba de la música que llevaban a todo volumen. El que estaba más próximo a mí tenía un pie calzado con zapatilla de tenis sobre el salpicadero, pelaba una naranja y se comía los gajos, deshaciéndose de las mondas por el método más natural y espontáneo: dejarlas caer a la calle. Lo miré, me miró, se volvió un poco a su compañero como para comentarle qué estará mirando ese gilipollas y siguió tirando mondas como si tal cosa.
Aparqué en el subterráneo, unos metros más allá. Cerré el coche y me disponía a subir por la escalera cuando llegó una pareja, hombre y mujer, treintañeros ambos. Iban cogidos de la mano, vestían de forma razonable. Ella parecía, incluso, elegante. Les cedí el paso - nadie dijo gracias, por supuesto -, y cuando subía detrás de ellos, el varón carraspeó para despejarse la garganta, se volvió de lado y escupió, justo en el peldaño donde yo me disponía a apoyar el zapato, un gargajo de generosas dimensiones. Sorteé el lapo como pude. Salí a la calle y los vi alejarse, satisfechos de la vida, moviendo ella el culo encantada, supongo, de ir de la mano de aquel animal de bellota. Y es que, reflexioné, algunos tíos que vienen directos de la porqueriza lo traen escrito en la cara, pero el alma de las mujeres es insondable. Me equivocaba. O eso era antes. Ahora el alma de las mujeres es sondabilísima. Por lo menos, el alma de la que estaba en la Plaza Mayor conversando con otra. Le calculé cuarenta. Aspecto normal, de infantería. Clase media. Hablaba con una ordinariez indescriptible; y acto seguido, para rematar, fue a sentarse al banco de piedra de una de las farolas, bien espatarrada, en una actitud que ni siquiera una furcia de barrio marinero se habría permitido hace diez años. Espero que no le dé ahora por rascarse el coño, pensé. Sería excesivo para un solo día. Y ahora viene la pregunta, los porqués. O la reflexión. A esa chusma que cruzó por mi vida en el breve espacio de media hora no hay forma de prohibirles que salgan a la calle, naturalmente. Tienen derecho a frecuentar lugares públicos, ir al cine, entrar en restaurantes, viajar en metro o en autobús. Tienen derecho a vivir. Y no sólo eso, sino que el mundo gira cada vez más en torno a ellos, se adapta a sus gustos y costumbres. Ellos pagan con el dinero de su trabajo, ellos mandan, ellos educan; hasta el punto de que, poco a poco, ese ellos termina convirtiéndose en nosotros. Con nuestras mondas de naranja y nuestros lapos y nuestros espatarres. Y en semejante panorama, mantener disciplinas, actitudes que reflejen y apoyen una actitud moral distinta, no sólo es un acto anticuado, inútil, sino socialmente peligroso. Sitúa a quien lo ejercita en la mala coyuntura de pasar por un reaccionario, por un tiquismiquis gruñón. Por un perfecto gilipollas. Y la lógica es aplastante: por qué no ser por fuera lo que somos por dentro. Por qué sacrificarnos con reglas incómodas, pudiendo estar cómodos y naturales. Por qué guardar las mondas en el bolsillo, si tenemos el suelo a mano. Por qué no hacer oír a los demás la música que nos encanta o no sacar los pies por la ventanilla si de ese modo se ventilan. Por qué quitarnos la puta gorra de béisbol al entrar en un restaurante, si puesta en la cabeza no se nos olvida al salir. Por qué aguantarnos las ganas de escupir y despejar la garganta. Por qué sentarnos con las rodillas juntas si estamos más relajadas y frescas abiertas de piernas.
Somos así de absurdos. O de estúpidos. Siglos de esfuerzo intentando educar al ser humano para descubrir ahora que maldita la falta que nos hace.
28 de abril de 2002