Tengo un amigo que se llama Fran y tiene veinte años. Fran Vive en Benalup, un pueblo de la provincia de Cádiz, y sueña con escribir.
No con ser escritor, que nada tiene que ver; sino con escribir un libro. Uno concreto, que tal vez tuvo simiente cuando él sólo era un crío, en la casa donde su abuelo, entre trombosis y trombosis, le hablaba de la guerra civil y de los tiempos de la república. Le hablaba de Casas Viejas.
La generación de Fran, por supuesto, ignora qué significa el nombre de Casas Viejas. Ignora que en el año 1933 aquélla era tierra donde la gente moría de hambre junto a cortijos inmensos acotados para cazar o para la cría de reses bravas. Por eso un día los campesinos anarquistas agarraron la escopeta y la canana con postas y proclamaron el comunismo libertario en aquel rincón de Andalucía. Luego se tiznaron la cara con picón, tomaron el cuartelillo de la Guardia Civil como quien asalta la Bastilla y le pegaron un tiro al sargento. Y cuando el Gobierno de la República mandó a restablecer el orden al capitán Rojas y a más de un centenar de guardias de asalto y guardias civiles con la famosa orden «ni heridos ni prisioneros, los tiros a la barriga», casi todos los sublevados se echaron al monte. Casi todos menos seis hombres y dos mujeres que en la choza de paja y toniza del Seisdedos se batieron durante trece horas a tiro limpio, hasta morir entre llamas, bombas de mano y fuego de ametralladora. Después, exasperados por la resistencia y resueltos a hacer un escarmiento, los guardias sacaron de sus casas a los sospechosos de haber participado en la rebelión; y al terminar todo, junto a la choza calcinada, los vecinos contaron catorce cadáveres.
A Fran lo obsesionan esos fantasmas, como a otros jóvenes de su edad pueden obsesionarlos un examen, un puesto de trabajo, la litrona, el sexo, Mozart o la música de bakalao. Tiene el aplomo de quien lee mucho y bien, y le resulta fácil establecer paralelismos históricos, definir familias políticas, estudiar el sucio pasteleo que siguió a la tragedia, identificar la vil casta de sinvergüenzas que en 1933 hizo posible Casas Viejas como hoy hace posibles otras infamias, con ese aceptable escritor y mediocre político llamado Manuel Azaña -a quien don José María Aznar dice ahora leer mucho- quitándose los muertos de encima, con el director general de Seguridad queriendo sobornar al capitán Rojas para que se volviera mudo, y con todo cristo usando aquello como arma contra el adversario, sin importarle a nadie una puñetera mierda el pueblo ni sus habitantes: España ruin, profesionales de la demagogia, del titular de periódico y de los trenes baratos, siempre dispuestos a calentarse las manos en cualquier hoguera donde ardan otros. No hace falta remontarse a 1933 para echarse tal gentuza a la cara.
Aunque es joven, Fran sabe todo eso. Entre otras cosas porque ha aprendido a descifrarlo en los libros; que, incluso embusteros y manipulados a veces, a la larga nunca mienten y de ellos se recicla hasta la basura. Fran sabe que la Cultura de verdad, la que se escribe con mayúscula, no es sino letra impresa, sentido común, humildad del que desea aprender, buena voluntad y memoria. Quizá por eso sueña con escribir una novela histórica en la que salga Casas Viejas. Un .relato en el que pueda materializar las palabras de su abuelo, los recuerdos de todos esos ancianos de Benalup de cuyos labios escuchó el episodio, y que por su parte lo escucharon de boca de otros que a su vez lo hicieron de los protagonistas. Fran no se resigna a que los viejos del lugar sigan muriendo poco a poco y cada entierro se lleve a la tumba tantas cosas por legar: historias trágicas, hermosas, terribles, heroicas, útiles, que extinguido su recuerdo oral ningún joven podrá ya conocer nunca. Historias que nos explican cómo somos de héroes y de caínes, y por qué somos así y no de otra manera. Historias que nos avergüenzan de esta tierra nuestra, tan desgraciada y miserable, y al mismo tiempo también nos dan fuerzas para seguir alentando la esperanza de lo que todavía late en innumerables corazones.
Me cuenta Fran que a su pueblo andan queriendo cambiarle el nombre, o enriquecérselo, convirtiéndolo en Benalup-Casas Viejas. Y a él y a mí nos parece muy bien. Porque cuando ese día llegue, Fran y yo tenemos un compromiso: llenar una bota de vino, subir a la sierra y bebérnosla entera en cualquiera de los escondites donde Seisdedos y los otros pudieron haberse guarecido de la injusticia, y no quisieron.
28 de junio de 1998
No con ser escritor, que nada tiene que ver; sino con escribir un libro. Uno concreto, que tal vez tuvo simiente cuando él sólo era un crío, en la casa donde su abuelo, entre trombosis y trombosis, le hablaba de la guerra civil y de los tiempos de la república. Le hablaba de Casas Viejas.
La generación de Fran, por supuesto, ignora qué significa el nombre de Casas Viejas. Ignora que en el año 1933 aquélla era tierra donde la gente moría de hambre junto a cortijos inmensos acotados para cazar o para la cría de reses bravas. Por eso un día los campesinos anarquistas agarraron la escopeta y la canana con postas y proclamaron el comunismo libertario en aquel rincón de Andalucía. Luego se tiznaron la cara con picón, tomaron el cuartelillo de la Guardia Civil como quien asalta la Bastilla y le pegaron un tiro al sargento. Y cuando el Gobierno de la República mandó a restablecer el orden al capitán Rojas y a más de un centenar de guardias de asalto y guardias civiles con la famosa orden «ni heridos ni prisioneros, los tiros a la barriga», casi todos los sublevados se echaron al monte. Casi todos menos seis hombres y dos mujeres que en la choza de paja y toniza del Seisdedos se batieron durante trece horas a tiro limpio, hasta morir entre llamas, bombas de mano y fuego de ametralladora. Después, exasperados por la resistencia y resueltos a hacer un escarmiento, los guardias sacaron de sus casas a los sospechosos de haber participado en la rebelión; y al terminar todo, junto a la choza calcinada, los vecinos contaron catorce cadáveres.
A Fran lo obsesionan esos fantasmas, como a otros jóvenes de su edad pueden obsesionarlos un examen, un puesto de trabajo, la litrona, el sexo, Mozart o la música de bakalao. Tiene el aplomo de quien lee mucho y bien, y le resulta fácil establecer paralelismos históricos, definir familias políticas, estudiar el sucio pasteleo que siguió a la tragedia, identificar la vil casta de sinvergüenzas que en 1933 hizo posible Casas Viejas como hoy hace posibles otras infamias, con ese aceptable escritor y mediocre político llamado Manuel Azaña -a quien don José María Aznar dice ahora leer mucho- quitándose los muertos de encima, con el director general de Seguridad queriendo sobornar al capitán Rojas para que se volviera mudo, y con todo cristo usando aquello como arma contra el adversario, sin importarle a nadie una puñetera mierda el pueblo ni sus habitantes: España ruin, profesionales de la demagogia, del titular de periódico y de los trenes baratos, siempre dispuestos a calentarse las manos en cualquier hoguera donde ardan otros. No hace falta remontarse a 1933 para echarse tal gentuza a la cara.
Aunque es joven, Fran sabe todo eso. Entre otras cosas porque ha aprendido a descifrarlo en los libros; que, incluso embusteros y manipulados a veces, a la larga nunca mienten y de ellos se recicla hasta la basura. Fran sabe que la Cultura de verdad, la que se escribe con mayúscula, no es sino letra impresa, sentido común, humildad del que desea aprender, buena voluntad y memoria. Quizá por eso sueña con escribir una novela histórica en la que salga Casas Viejas. Un .relato en el que pueda materializar las palabras de su abuelo, los recuerdos de todos esos ancianos de Benalup de cuyos labios escuchó el episodio, y que por su parte lo escucharon de boca de otros que a su vez lo hicieron de los protagonistas. Fran no se resigna a que los viejos del lugar sigan muriendo poco a poco y cada entierro se lleve a la tumba tantas cosas por legar: historias trágicas, hermosas, terribles, heroicas, útiles, que extinguido su recuerdo oral ningún joven podrá ya conocer nunca. Historias que nos explican cómo somos de héroes y de caínes, y por qué somos así y no de otra manera. Historias que nos avergüenzan de esta tierra nuestra, tan desgraciada y miserable, y al mismo tiempo también nos dan fuerzas para seguir alentando la esperanza de lo que todavía late en innumerables corazones.
Me cuenta Fran que a su pueblo andan queriendo cambiarle el nombre, o enriquecérselo, convirtiéndolo en Benalup-Casas Viejas. Y a él y a mí nos parece muy bien. Porque cuando ese día llegue, Fran y yo tenemos un compromiso: llenar una bota de vino, subir a la sierra y bebérnosla entera en cualquiera de los escondites donde Seisdedos y los otros pudieron haberse guarecido de la injusticia, y no quisieron.
28 de junio de 1998